Héctor Brioso Santos

Cervantes, Nabokov y Martin Amis


 

Gustave Doré:

 


 

En estos días ha aparecido en castellano una nota antigua de Martin Amis sobre el Quijote de Cervantes [1]. Esta nueva traducción del viejo artículo de 1986 reaviva dos viejos debates muy relacionados entre sí: la polémica sobre el canon -que hoy dejaré al margen- y la discusión acerca de la lectura de nuestros clásicos fuera de nuestras fronteras, y en especial en los países anglosajones. Recordaré por un momento que Vladimir Nabokov fue uno de los lectores más originales del Quijote, tanto que su libro podría llamarse un antiquijote o un anticervantes. Curiosamente, el autor de Lolita hizo con la novela cervantina algo que él mismo no hubiese aceptado como parte de una crítica de las suyas propias: la resumió. Y desde luego, su bellísima y relampagueante prosa no admite el resumen, como casi ninguna obra literaria.

Pero vaya por delante que no deseo escribir estas líneas ni que sean leídas como erudición cervantina, pues no escribo en calidad de cervantista, sino como lector español de Cervantes, de Nabokov y de Amis.

Lo más curioso de todo esto es que tanto el ruso blanco como el británico se han fijado en algo que no siempre es tan evidente para los lectores españoles, pero que indudablemente está ahí, ante nosotros, en casi cada página de la novela de 1605: la violencia y la humillación. En efecto, resumido objetivamente el Quijote, el volumen contiene grandes dosis de palizas, manteamientos y vejaciones varias. Mucho podría decir un mal discípulo de Freud -y algunos lo han hecho- sobre los dientes rotos, las orejas arrancadas y otras lindezas; más aun un militante de Amnistía Internacional... Como en las novelas de caballería -luego volveré sobre esto- los héroes del Quijote, que ni siquiera son héroes propiamente dichos, apenas pueden tener sano un centímetro de su cuerpo, aunque siempre resistan milagrosamente el maltrato y lleguen más o menos incólumes a la siguiente aventura, en la que vuelven a renovarse las crueldades y mutilaciones. Pero todo esto no pasa de ser una crítica fácil y superficial: tanto como acusar a Rabelais o a García Márquez de exagerados, a Shakespeare de excesivamente poético o a Céline y a Miller de racistas. Más bien habría que indagar por qué la realidad se ensaña con don Quijote y éste con ella, pues ambos parecen enemigos irreconciliables. Como descubre a su pesar el caballero, una cosa es la literatura y otra bien distinta la vida real.

En todo esto no sé si Amis escribe más o menos influido por su maestro Nabokov o meramente impulsado por su propia lectura de la vieja novela de Cervantes, como él mismo confiesa con cierto orgullo, como de corredor de fondo de la dura carrera que, según dice, es leer ese libro: "Cuando termina la experiencia (...), lloras: pero no son lágrimas de alivio ni de pena, sino de orgullo. ¡A pesar de todo lo que es capaz de hacerte el Quijote, lo conseguiste!".

El caso es que, para el lector español cultivado, la obra, aunque también algo violenta para nuestro gusto en ciertos momentos, no suele ser aburrida, como Amis también confiesa al comienzo de su nota. Por mi trabajo puedo pensar fácilmente que Amis no ha leído el mismo libro que yo tanto disfruto. Es más: podría deducir que no lo ha leído bien, ya que no me cabe duda de que efectivamente lo ha leído. Ello da que pensar, porque no es el primer libro nuestro que no es bien entendido fuera de nuestras fronteras, mientras que los clásicos ingleses, franceses, norteamericanos o rusos son paladeados por lectores de todo el mundo, aparentemente sin estas objeciones. Gargantúa contiene grandes dosis de divertida violencia y escatología que no no recuerdo que ofendan especialmente a nadie.

¿Será un problema de nuestra cultura? ¿Habrá que romper otra vez los candados del sepulcro del Cid (o de Menéndez Pidal, para el caso) y rescatar algunos tópicos defensivos del estilo del realismo nacional, el humor negro, la sombra goyesca, el esperpento... O, sin ir tan lejos, las algo rancias esencias pidalianas tras las cuales se parapetaba, según don Ramón, la estirpe hispánica? ¿Volveremos entonces a rehabilitar peligrosamente nuestra diferencia celtíbera, que tanto dio que escribir a Américo Castro, a su archienemigo Eugenio Asensio, a Cela o -del otro lado- a Juan Goytisolo? Porque tanto la derecha como la izquierda españolas han gustado desde el romanticismo de esa famosa diferencia. Y todo ello a pesar de las enseñanzas cervantinas, diametralmente opuestas a semejantes tonterías... Pero aquí no se trata de nuestro viejo debate nacional, sino del debate -también eterno- de los extranjeros ilustrados sobre nosotros y nuestras cosas, desde por lo menos Richard Ford. Podemos dejarlos solos o podemos entrar en la discusión en la que tanto se afanan.

Vuelvo a pensar que Amis no ha leído el mismo libro que yo. Desde luego, no lo ha leído en castellano. Amis nos informa, por caso, de que la traducción de Smollett no contiene diálogos, lo cual no deja de ser curioso y una irreparable mutilación de la obra. Supongamos un Quijote sin los encantadores coloquios -insuperable burla del erasmismo y de muchas cosas más- entre el caballero y el escudero, y entre éstos y otros muchos personajes. El resultado sería mucho peor que aquel Guzmán de Lesage (un Amis antes de hora) sin sus moralités superflues. Sólo a un anglosajón puede ocurrírsele eliminar el sobrepeso que señala Amis en el "gigante" a base de extirpar los músculos y los órganos del paciente.

Otro dato de época olvidado por Amis que deseo destacar en el libro cervantino es la parodia, recordando a mi amigo J. I. Ferreras, que tanto la ha estudiado. Si el Quijote no es parodia, no es nada o casi nada. Ya que Amis es aficionado a los porcentajes (p. 411), diré que la parodia bien puede ser la mitad del libro y casi todo su plan original (¿una novela ejemplar... de la primera salida?). Por otro lado, en disculpa del inglés diré también que aquello que Cervantes remeda está ya muy lejos de nuestro mundo, en los anaqueles de las secciones de raros de las mejores bibliotecas: libros de caballería, romances nuevos, libros de pastores, manuales de conducta de caballeros al modo del Relox de príncipes... ¡Mas esto no es culpa del manco ilustre!

Pero incluso leído por un anglosajón completamente lego en historia de la novela del XVI, el lado paródico de la obra no parece disimulable, pues está por todas partes y sobre todo en el interior del mecanismo de la creación quijotesca: en la novela misma desde su primer principio, en el personaje central, en sus modelos, sus acciones, su lenguaje, su enamorada... Todo el mundo insiste en ello, además, desde hace siglos. Pondré un solo ejemplo: no puede leerse sin una sonrisa o una carcajada el relato sanchesco de la entrevista inexistente con Dulcinea-Aldonza, parodia insuperable de los idealismos amorosos del tiempo en la que descubrimos que la heroína, que está nada menos que "ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa", huele a sudor hombruno. Y en la que el hidalgo epifonemático, en uno de sus momentos de lucidez, acaba preguntando si el trigo "era candeal o trechel". Campesino al cabo.

Hay que suponer que estas mieles literarias no son para todos los paladares, pues hace falta un paladar fuerte para disfrutar de este libro tan radicalmente español. Objetivando la cuestión, esto nos guía de nuevo hacia el problema de la historicidad: ¿hay que leer a los clásicos profesional o ingenuamente? ¿Pretendieron ellos ser históricos? O, al revés: ¿podemos pretender nosotros no serlo cuando los leemos? Esta última es la endeble solución que ofrece Amis cuando recuerda que Jane Austen fue modernizada por Lionel Trilling... A modernizar, pues, empezando por Shakespeare (a quien los lectores actuales ingleses ya no entienden, naturalmente), el pobre Dickens, casi siempre adaptado sin humor, el Conrad irreconocible de Apocalypse Now... Y, de paso, no creo que Jane Austen precise actualización alguna. Generalmente pienso que son los lectores modernos los que resultan inactuales e ineficientes para libros clásicos que los superan con creces y para notables escritores que se ríen de ellos a través de los siglos. ¿Cuánto mejor no es el sutil Conrad que el ramplón Brando, encastillado en su brutalidad, a pesar de las astucias de Kubrick?

Mas no deseo reprender a Amis por ser tan inglés, ya que se trata de un notable escritor, un viajero de muy amplias miras -que conoce España desde muy joven, cuando la recorrió con sus padres- y un hombre dolorosamente inteligente, hijo de otro vivacísimo novelista, el admirable Kingsley Amis, poeta, novelista y articulista de la misma generación de su amigo Phillip Larkin. Pobre argumento sería este de las nacionalidades de todos modos, y digno de gentes como Harold Bloom, más bien.

Por otro lado, admitiré que la más o menos borrosa insularidad británica de Amis acaso le ha permitido leer con cierta objetividad el Quijote con vistas a esa guerra contra el cliché que pregona el título de su antología de artículos ya desde su versión original inglesa. Entiendo que ese cliché debe ser aquí la forzada admiración hacia Cervantes de muchos, que generalmente no lo han leído, según sabemos, y por eso Amis comienza insistiendo en que él sí lo ha hecho, aunque con gran trabajo. Sea como fuere, sorprende que un escritor satírico, hijo de otro admirable humorista, no aprecie la ironía y la parodia cervantinas, a pesar de las brumas de la traducción. ¡Muy útil le hubiese resultado leer el Quijote antes de escribir algunas de sus novelas, que a lo mejor hubiesen cambiado de rumbo!

Pero volvamos a la cuestión histórica, que parece ser el fondo del problema. Ya lo dice Amis con sorna: la obra de 1605 se sitúa "en tiempos anteriores a las reseñas de novelas -o quizás sería más correcto decir en tiempos anteriores a la novela". Esto es, probablemente, a la novela inglesa o a sus antecedentes overseas, por ejemplo en España, donde nada sabemos de la novela a pesar de haberla inventado varias veces, preparando justamente el nacimiento de la novela inglesa del XVIII. Es llamativo el vacío histórico en el que escribe este británico, pero puede que sea saludable, porque nos ayuda a entender la actitud de los lectores comunes, de esos que no desean leer libros viejos, pues éstos aparecen cifrados en un código distinto y, al parecer, incomprensible. Aquí la diferencia de código es, por lo menos, doble (aunque Amis no quiera verla ni la mencione): del español al inglés y del español de ahora al de entonces: poniéndonos en sus zapatos, del inglés de Smollett al brillantísimo del mismo Amis.

No puede negarse, en cambio, que Cervantes funciona por repetición, imprimiendo a su libro una circularidad, entonces novedosa, aunque para nosotros y para Amis el mecanismo resulte primitivo. Él la llama "descabelladas coincidencias" y "laberíntica intriga"; en España y en Latinoamérica, como Amis recalca, muchos la reputamos por un gran acierto de la historia de la novela moderna, creo que con razón. Considerar el Quijote sólo como una "alegre sucesión de desastres y palizas" puede parecer ingenuo, pero es tan tendencioso como definir (y juzgar) Lolita como una alegre sucesión de actos de pederastia. Y las dos cosas se parecen demasiado a lo que el mismo Nabokov hizo con el Quijote: resumirlo en fichas, como los esquemas preliminares que hacía para sus propias novelas. La estupidez de su crítica de Cervantes es tan famosa en España que el gran novelista-ajedrecista ruso-norteamericano consiguió aburrir y decepcionar con su ensayo cervantista a todos sus lectores, hasta entonces encandilados por sus novelas.

Más verosímil es que Cervantes reciclara en este libro "material de relleno", aunque es exageración decir que aprovechara "toda la basura, todo el heno y toda la paja de la literatura popular de su tiempo", pues hasta ese acarreo, auténtico, se hizo con más altas miras que el mero rellenar páginas: descubrirnos la inanidad de la admiración del humanismo renacentista hacia la cultura popular y a la vez la brillantez del sentido común más grosero y aplastante (Sancho Panza) por encima de la alta cultura mal entendida (don Quijote). Pero el logro mayor es la sutil alternancia de ambas, que descubrió M. Molho con notable inteligencia, a la zaga del mentado Américo Castro. De nada de esto habla Amis, pues ninguno de estos delicados y cambiantes esquemas puede resumirse. Menos mal que hacia el final de esta poco fiable reseña de una traducción se le reconoce al Quijote algún valor, llegados ya a la segunda parte del libro, en frase lapidaria: "Don Quijote se volvió loco por culpa de los libros, y ahora entra en una realidad que se ha vuelto loca por culpa del Quijote". O: "Es una historia tristísima. Don Quijote de la Mancha, el gran artista manqué: trató de vivir lo que no podía escribir". Tópicos al uso, pero algo es algo.

Pienso y siempre pensaré que los lectores se adaptan a los libros, y no al revés. Si es que pueden, que ése es su problema y su sino. Y no creo que Carlos Fuentes se anime a seguir el consejo de Amis de recortar -"cortar y magullar y trocear y rebanar"- el Quijote para las nuevas hornadas de ignorantes que traerá el siglo XXI si Dios no nos ayuda. Las magulladuras y cortes ya se los hicieron los ilustrados, los románticos, los Unamunos, los Azorines y los Ortegas, entre otros muchos. Y hasta Fernando Arrabal afiló su bisturí, mientras otros sacaban la navaja flamenca. Pero el libro sigue incólume, por lo menos en los países de habla hispánica, después de sobrevivir a todas esas gentes, a través de infinitos recortes, antologías, traducciones, interpretaciones, montajes teatrales y óperas, excelentes, buenos, malos o pésimos. ¿O es que el espantoso Don Juan de Marco es mejor que el de Tirso o el de Mozart (a Zorrilla ni lo nombro aquí), aunque éstos no resulten tan fáciles de entender?

En mi descargo añadiré algo más, a mi vez, por si acaso: tampoco escribo en calidad de energúmeno hispánico, sino como lector cualificado, profesional y, a la sazón, como conocedor de las tres puntas de ese triángulo de escritores de mi título, lo que creo que me habilita algo para esta tarea de desagravio. He leído cuantos libros de Amis (y de los Amis) han caído en mis manos, en su lengua o en la mía, aunque el que más me ha seducido es el más fácil en apariencia -para mí un libro harto maduro y conmovedor- que es el formidable Experience. Por eso espero que no se lean estas líneas como una diatriba de un español ofendido contra otro anglo incómodo (que al menos ha decidido no ignorarnos olímpicamente, al modo del olímpico Bloom), sino como la reflexión de un lector sobre otros lectores, quijotescamente plantado en medio del camino de los libros y las cosas. Y, pensémoslo asomados a la historia: ¿cuánto no hubiese irritado al españolísimo Cervantes, que tanto fustigaba a los omnipresentes escritores italianos de entonces, una reseña de un novelista inglés contra su Quijote, acusándolo con tanto desparpajo de viejo, malintencionado y aburrido, casi lo mismo que de él dijo vengativamente Avellaneda-Lope?

Pero, en suma, si Cervantes era -para sí mismo- un "ingenioso inventor", no lo es menos el autor de Money, cuyo título es ya de por sí una escandalosa revelación en nuestros tiempos... Ambos hacen sátira del mundo y parodia de los libros, generalmente a la vez y generalmente con una sonrisa cómplice, con maravillosa ironía corrosiva, inglesa. Quizás de todos modos -¡oh disparate!- Cervantes fuera inglés, como repite Ferreras; si no, ¿cómo sería posible leer en Amis frases tan cervantinas, andando los siglos, como las siguientes (de Money):

Todos nos hemos enterado de que hay un problema de verosimilitud ¡La televisión es real!, piensan algunos. ¿Dónde queda, entonces, la realidad? Todo el mundo necesita, exige, una personalidad de las que producen impacto, una vida de serial de teatro callejero, todo el mundo quiere meterle un poco de arte a su vida... Nuestras vidas poseen cierta forma, cierta configuración artística (...) [2].

Fuera bromas, nos falta el escritor de hoy que quijotice y cervantice oportunamente nuestro mundo grotesco de seriales televisivos y reality shows. Quizá sea Amis la persona indicada para la tarea, y lo escribo sinceramente, sin un átomo de ironía, desde Alcalá de Henares.


 

NOTAS

[1] "La lanza rota. The Adventures of Don Quixote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. Traducido por Tobías Smollet", en La guerra contra el cliché. Escritos sobre literatura, Barcelona, Anagrama, 2003, pp. 411-417.

[2] En la p. 364 de la trad. esp. de E. Murillo (Barcelona, Anagrama, 1992).


 

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