Rafael Adolfo Téllez

Los cantos de Joseph Uber

 

William-Adolphe Bouguereau: La joven pastora

 



YA TARDE, DELANTE DEL PORTÓN DEL VIEJO CEMENTERIO...

Ya tarde, delante del portón del viejo cementerio
me despido
de unos parientes venidos de provincias,
con ramos de trigo aún
en el ojal
de su pálida chaqueta
y el andar cabizbajo del que sabe que al mirar
el sol rojo del ocaso se aprende casi todo.

Digo adiós a sus tímidas maneras,
sus enormes sombreros
y esa altivez extraña, 
la altivez misma que amé en mi padre,
mi padre que está ahí bajo la tierra
en una de esas tumbas.

Mientras cierran el enmohecido portón
un anochecer de noviembre.

Mi padre ahí bajo la tierra.

Y al que los gallos,
sin embargo, despiertan en su tumba
para que distribuya los rayos del sol cada mañana.


Una casa con alero de paja Ya en la noche regresó a la vieja casona de sus padres y después de echar los cerrojos sacó de un arca que no abriera hace mucho, algunas monedas, dos o tres cartas, el retrato de una mujer a la que amó, un manuscrito lleno de manchas de lluvia y tachaduras... Luego, del encerado de su corazón, borró todos los nombres menos uno y de un soplo apagó el candil para tenderse en su rudo camastro. Uber vive al dorso de esas tapias, en una casa con alero de paja. Vive en el canto de uno de esos pájaros.
Un tango para Ana Viejo café de las afueras al que un año y otro año llegas, con tu raída bufanda color de oro viejo, mientras oigo no las voces, no la música, sino la lluvia... La lluvia que viene de tan lejos con su sayal de lana negra y moja la sucia cristalera del recodo donde tomo mi taza de café en una mesa en la que a menudo conversa conmigo el mismísimo Gardel. Viejo café al que te acercas, un día cualquiera de mi juventud, mientras aún en tus ojos arde el sol de las gitanas, mientras oigo no las voces, no la música, sino la lluvia pobre.
Juliette Amo a una mujer de nombre Juliette, aunque nadie se llama Juliette en estas tierras. Aquí crecen la palma y el lentisco y, en el amanecer, los hombres desafían al temporal, apoyados en el mostrador sucio de una taberna. Los carros partieron, pero han vuelto: este lugar es muy pequeño y todo en él semeja una vieja fotografía color sepia perdida en el fondo del fondo de un lago que se perdió también hace muchos días. Las calles no conducen ya a parte alguna y nadie me recuerda y nadie recuerda tampoco a una mujer de nombre Juliette, aunque Juliette esté en el umbral siempre, al caer la tarde.


 

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