Manuel González Sosa

Díptico de los pájaros


 

José Juan Tablada: Oiseau

 


 

 

A la memoria de D. Pedro Perdomo Acedo

 

A pesar de lo cotidiano de su compañía hogareña, no sólo en la ciudad, y a pesar del aura con que fue nimbado desde muy temprano por su difusión y su fama internacionales, el pájaro canario apenas ha sido tenido en cuenta en las islas como filón literario. Pero ello no debe ser motivo de desconsuelo. A menos que le esté reservada algún día una suerte, digamos, equiparable a la de la alondra y el ruiseñor en otras literaturas, la desangelada explotación que aquí han sufrido algunos elementos vernáculos nos lleva a considerar como una culpa feliz el hecho de que sean tan pocos los autores regionales que han reparado en la avecilla emblemática. Emblemática tal vez, más que por cualidades singulares, a causa de que trasvoló madrugadoramente a Europa y fue a insertarse en el repertorio de las presencias que amenizan la vida continental, aclimatándose después en otras latitudes, incluso en plena naturaleza.

Ciñéndonos al campo de la poesía, cualquier muestreo nos depara otras evidencias negativas. Por ejemplo, el manojo de versos que tengo a la vista, integrado por piezas de Cairasco de Figueroa, Montiano Placeres, Alonso Quesada, Pedro Perdomo Acedo y Luis Feria -una por cada autor, salvo en el caso del penúltimo. Se ve aquí que el pájaro cantado por nuestros poetas no es, por lo general, el canario silvestre sino el que es producto de la incesante fecundación cruzada que se inició muy pronto fuera del archipiélago a partir de la raza prístina. O sea, el canario doméstico, morador de jaulas pajareras. Con las dos excepciones (en nuestro caso) representadas por Cairasco y, en uno de sus poemas -éste muy breve- por Pedro Perdomo Acedo.

Pero las aves que lanzan su canto entre los versos de Cairasco no lo hacen en el locus amoenus que sea proyección de un paraje insular. Gorjean en una ribera institucionalizada: en una minuta de topoi, revestido su ser genérico de una apariencia ocasional. Para colmo, llegaron al boscaje de palabras atraídas de alguna manera por el cimbel de la rima. En el epigrama de Perdomo Acedo el canario del monte es invocado más que para lamentar la agonía de la especie nativa, para apuntar hacia el desiderátum de la voz del poeta. En el caso de Luis Feria se trata de otro cantar. Por razones de época y de tesitura personal, su poema se sitúa en una perspectiva que nada tiene que ver con la de los predecesores. El referente es un pájaro ostensible pero visto risueñamente, con ironía que no niega la ternura, en una circunstancia doblemente propicia a la expansión elegíaca.

(Uno sabe que en algunos casos el plus de adhesión al volátil famoso es una secuela del apego al terruño. Son otros pájaros, localmente con menos leyenda, los que se han ganado por sí mismos, sin ninguna mediación, nuestra querencia. El pájaro pinto, o el capirote, o acaso -seguro- el mirlo: la avecilla que nos encantó tantos días de la infancia. Oculta en la higuera, posada en el naranjo, detenida un momento en la horqueta de un acebuche reseco.)

Aunque a primera vista parezca inoportuna su mención cuando se habla de un muestrario de versos, la verdad es que aquí no desentona la noticia sobre el pájaro canario que incluye Viera y Clavijo en su Historia natural. Tanto por su contenido como por la voluntad de estilo que nunca abandona a nuestro polígrafo, esa noticia alcanza en alguna medida el punto de la textura poética. E igualmente la larga cita que la remata, con su cauda de fábula.

En la obra de Pedro Perdomo Acedo los poemas que versan sobre el pájaro no se limitan a los citados más arriba. Son conocidas algunas de las piezas que componen la serie de sus Sonetos del canario, posiblemente de los años sesenta, todos ellos, incluso los inéditos, consagrados a la avecilla oriunda vista en cautividad. Y, de otra parte, quienes han frecuentado el resto de su producción saben de las repetidas alusiones al pájaro que aparecen en ella, apuntando o no a un referente real y sin apelativo tópico.

En el medio en que nació y se crió Perdomo Acedo la avifauna menor además de ser numerosa contaba con el espécimen afamado, que no sólo por ello constituía un motivo idóneo para el aprovechamiento poético. Sin embargo, lo más probable es que el pájaro adviniera inicialmente a la poesía de nuestro autor por la vía libresca. Así nos lo hace creer uno de sus poemas más antiguos, de 1920, en el que el pequeño volátil es mentado con un nombre de ilustre solera literaria y por añadidura ajeno al censo ornitológico de Canarias:

    
	Oh cuerpo material, cuerpo robusto
	forma de mi sustancia,
	primoroso cobijo de mi sueño,
	¿qué decir de ti si la eficacia
	de mi labor futura, cuerpo mío,
	a tu existencia está supeditada?
	Todo mal que te hienda,
	hendiéndome a mí el alma,
	dejará sin albergue
	a mi esperanza.
	El ruiseñor interno necesita,
	para cantar, tus ramas.

Está claro que aquí la grácil criatura animal encarna la aptitud humana para la efusión lírica, es decir, se constituye en símbolo de la poesía. Casi en seguida, y en lo futuro, la identificación de la facultad de la palabra creadora y el órgano de fonación del ave se reitera con cierta frecuencia, de modo global o en forma metonímica, en este caso recurriendo a la mención de algunas partes y propiedades del pájaro: gorjeo, trino, canto, plumas, alas...

En un poema publicado en 1924, el alma y el pájaro ("voz interior", "música interna") ya se muestran expresamente unimismados, y más tarde, por virtud de un creciente despliegue comprehensivo, el símbolo deja de aludir tan sólo al foco íntimo donde opera el estro para referirse a la totalidad del ser espiritual del poeta. Así lo da a entender, aparte de otros datos, el sentido del título de la primera de las entregas de Perdomo con entidad de libro, Ave breve, de 1948. Salvo por lo que se refiere a una única composición ("Oda a mi ruiseñor"), este título no remite al contenido de la obra sino a su artífice, o dicho con más exactitud, al objetivo de su vocación, asumido de modo radical y equiparado a la forzosidad de canto y vuelo inherente a la naturaleza del ave. Con el tiempo, en la Oda a Lanzarote, asaltado por un barrunto de acabamiento, secuela de las sugestiones agoreras del paisaje de la isla, el poeta llega a prefigurarse la inminencia del instante final y su intuición cristaliza en una imagen que evidencia el sentimiento de la analogía de destinos:

    
Está debilitándose, sin sentirlo, el gorjeo
y solitariamente me abandonan las plumas
que han de formar la antorcha lustral de mi cortejo.

 

En su arranque, la poesía de Pedro Perdomo Acedo parece, si no generada, impulsada por la lectura devota de los versos de Juan Ramón Jiménez ya privados de fronda, y ello tienta a sospechar una relación de origen incluso para el caso concreto de la presencia del motivo del pájaro. El hecho de que en Perdomo surgiera éste con la figura del ruiseñor es un indicio a tener en cuenta, aunque pudo ocurrir que el estímulo llegara desde otra fuente de la tradición literaria europea. De otro lado, la imagen de un pájaro como emblema de la poesía no presenta en Juan Ramón, de modo patente, ni la antigüedad ni la fijeza que tiene en el poeta canario.

En toda ella, y sobre todo a lo largo de su primera época, el pájaro es una referencia insistente en la obra de Juan Ramón Jiménez. Con el nombre genérico y con denominaciones específicas, y la mayoría de las veces no en calidad de motivo central sino como uno más de los elementos, animados o no, que concurren en un ambiente o en un paisaje -campiña, huerto, jardín, patio... En estos casos aludiendo siempre a una realidad presente o recordada; y aquí y allá como término de una comparación expresa o tácita. O con función de símbolo, de símbolo polisémico. Símbolo de "formas de la huida" (sueños, evasión, añoranzas) cuando no del verbo del poeta -palabra aventada-, de éste mismo (ambiguamente) o de alguno de sus sentimientos. También, igual que el viento y el rocío, símbolo de los agentes etéreos que llegan de fuera a suscitar consonancias arpadas en el árbol "joven y eterno" -la Poesía-, crecido en un íntimo "castillo de belleza".

Sólo al cabo de los años, a partir de 1953, nos será dado tener noticia de un proceso en virtud del cual los dos símbolos, el árbol y el pájaro, tienden a unificarse entre sí y con el yo del poeta. Así lo vemos en un poema recogido finalmente, según la edición de Leyenda, en el libro póstumo En el otro costado, compuesto entre 1936 y 1942:

    
........................................
Cada vez oigo mejor
a este solitario pájaro
del árbol de mi prisión.
........................................
Cada vez se hace más yo
mi pájaro, que me hace
más yo mi árbol interior.
........................................

 

(En alguna parte, al ser publicado en forma aislada, este poema aparece con la indicación de revivido. Sin embargo, el hecho de que figure en la serie rotulada Canciones de la Florida mueve a creer que no será mucha la distancia temporal que lo separa de la pieza objeto de refundición, si es que existió realmente.)


 

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