Manuel González Sosa

Tránsito a tientas

Estudio preliminar de Jorge Rodríguez Padrón


 

Joseph Mallord WilliamTurner: Puesta de sol entre dos promontorios

 


 

LA PALABRA CONFIADA

 

En el año 1958, Manuel González Sosa fundó en Las Palmas una colección poética que, aun teniendo en cuenta su vida efímera, ocupa un lugar decisivo en la poesía de la última posguerra. Gracias a los Pliegos de San Borondón -tal era su título- accedió a la vida pública un grupo de jóvenes poetas que, andando el tiempo, se convierten en nexo fundamental entre la poesía de posguerra propiamente dicha y las jóvenes generaciones de poetas nacidos a partir de los años cuarenta. San Borondón dedicó sus entregas a Felipe Baeza, Arturo Maccanti y Manuel Padorno, escritores que con el propio González Sosa abandonarán la rigurosa dictadura de la poesía testimonial inmediatamente anterior (que, en cierto modo, también ellos cultivaron) y, sin abdicar del compromiso directo con la historia que aquélla había asumido, ni rechazar tampoco su característica expresividad (la urgencia, la solicitud, los interrogantes fundamentales de la existencia...), se esforzarán por imponer a su obra una mayor exigencia reflexiva, una mayor serenidad, y operar con el lenguaje desde una posición abiertamente experimental, si bien no todos lo hacen con la misma intensidad. En estos poetas debe destacarse, por encima de toda otra cosa, la superación de la contingencia inmediata de los temas y la voluntad metafísica que alienta en su escritura; la dimensión más profunda y abarcadora que encierran sus acercamientos a la realidad; el individualismo, en fin, del que todos parten para avanzar -en un proceso explícitamente conceptual- hacia una plenitud solidaria derivada de la cada vez más exigente exploración de su tiempo y de su lenguaje. Una poesía que acepta el reto de la historia, pero que no renuncia por ello -todo lo contrario- a una perfección estética cada vez más exigente. A esto se refiere Ventura Doreste cuando, al hablar de Manuel Padorno, diga que para contar -para desarrollar narrativamente su discurso poético- el poeta «acude a lo significativamente lírico y utiliza un procedimiento de eliminación y potenciación, con lo cual se acrece la intensidad emotiva». Para añadir inmediatamente que Padorno «no describe con fiel objetividad lo que ve, sino que elige intuíciones y palabras, construye un verso admirable». Procedimientos todos ellos, como se ve, que exigen una dejación de lo inmediato, de lo propiamente narrativo, para favorecer la dimensión poética, trascendente, de la palabra; que exigen igualmente un esfuerzo intelectual sobre el lenguaje y sobre el poema como unidad significativa y estructural. Eliminar, elegir, dar intensidad nueva a la palabra, dejarse poseer de las intuiciones; el poema como ámbito de expresión lingúística que resulta ser, de esa forma, un ámbito de exploración de la existencia. Poesía conceptual más que comunicativa, pero nunca insolidaria; poesía -como escribe Miguel Martinón- «como medio aventurado de indagación y conocimiento».

Pero también será común a estos poetas la tenaz negativa de todos a publicar con regularidad. En realidad (exceptuando las plaquettes o breves entregas que hayan publicado), sólo contamos hasta el momento con uno o dos libros tan sólo de cada uno de ellos (en el caso de Felipe Baeza, ni siquiera eso). Una negativa que, en gran medida, debemos entender como consecuencia de la exigente autocrítica con que afrontan el hecho poético; consecuencia de aceptar el oficio de escritor como compromiso riguroso y extremo con el lenguaje y consigo mismos; consecuencia, también, de una constante labor correctora y depuradora de sus textos, de ese proceso de eliminación y potenciación que tiende a elevar la intensidad emotiva y a reconquistar la pureza y exactitud de la palabra poética. En otras ocasiones me he referido a este caso, recurrente en la poesía insular, del escritor retraído, opuesto a una difusión incondicional de su obra; y he dicho entonces que tal actitud descubre un escaso afán por asumir la condición de escritor, una voluntad diletante, ensimismadora, que no responde a la exigencia de diálogo con el lector que la tarea de escribir impone. He dicho también que tal vez sea éste uno de los escollos más difíciles de salvar por el escritor insular, cuando pretende alcanzar una normal difusión de su obra. El ejemplo de los poetas que ahora nos ocupan, si bien participan de esa misma condición, obedece, y en gran medida, a esos aspectos particulares citados en primer lugar, y ello los singulariza -sin duda ninguna- frente a sus coetáneos.

Manuel González Sosa (1921) es un caso característico en este sentido. A su contrastada actividad en favor de la poesía, que ha sido constante; a su protagonismo como editor de Pliegos de San Borondón (de esa forma participa y se incluye en las actividades de este grupo, a pesar de su diferencia de edad), debe añadirse la creación, en 1962, de la sección literaria semanal del Diario de Las Palmas, «Cartel de las artes y las letras», cuya trayectoria aún hoy se mantiene; después de pasar por diversas etapas, crisis y alternativas. «Cartel» ha sido, durante bastantes años, el órgano de expresión de los escritores de la década del sesenta, lugar de encuentro y de polémica, cuya historia podría explicar, en no pocos aspectos, las tensiones literarias vividas en esas dos últimas décadas. Un nuevo intento editorial -también forzosamente breve- fue protagonizado por González Sosa en 1963: los cuadernillos poéticos de La fuente que mana y corre. Y a lo largo de todo ese tiempo, la obra poética propia fue gestándose en el anonimato. Algunos poemas suyos habían visto la luz en revistas diversas o en las mismas secciones literarias de la prensa insular, pero muy poco más. Será en 1967 cuando una nueva colección poética, también con el título de San Borondón, y editada esta vez por el Museo Canario, al cuidado de Manuel Hernández Suárez, dará a la imprenta el primer libro de González Sosa: Sonetos andariegos. Constituido por diecinueve sonetos, escritos entre 1945 y 1963, definitorios de la personalidad poética de nuestro autor. Estos poemas, y algunos otros aparecidos -como digo- en publicaciones periódicas, nos han permitido reconstruir la trayectoria poética de un escritor que a pesar, como veremos, del interés que la obra tiene, siempre se ha negado a considerarse otra cosa que un simple amante de la literatura que, ocasionalmente, escribe algunos poemas.

La poesía de Manuel González Sosa se escribe desde un incuestionable presente, desde una vivencia muy intensa de su tiempo, situación que por las especiales características de inseguridad, turbulencia y progresiva deshumanización, obliga al escritor a volverse hacia su ayer para, a medida que recupera su memoria, su raíz, reflexionar detenidamente sobre el verdadero sentido de su identidad, no ya individual, sino como hombre arraigado en una existencia y seguro de ese su inquebrantable compromiso. Alguna vez, el propio escritor ha declarado cómo la «patria luminosa y amable; me atrevería a afirmar que enteramente dichosa» de la infancia dejó en él, como herencia, una «casi altanera certidumbre de que lo mejor que ellos me ofrecieron sigue vivo y actuante en mí». La poesía, por tanto, como la propia vida. Poesía ensimismada, que no por ello evasiva, ni ajena a los problemas cruciales del hombre, ni descuidada en la forma. Ese conocimiento existencial que se deriva de su obra se instala en el misterio descubierto en un transcurrir «por geografías interiores», como explica Pedro Lezcano; un misterio que el poeta se esfuerza por racionalizar, por darle forma adecuada y exacta, precisa, rigurosa, con una palabra dialógica que vuelve hacia sí mismo. «González Sosa -continúa Pedro Lezcano- se esfuerza por conocer y sobre todo por conocerse; pero termina humildemente conforme con su humana ignorancia, dueño de una sola certeza: esta certeza de que estoy soñando». La identidad así conseguida es un intercambio, un reconocimiento, a través del diálogo, de una vivencia unánime (la naturaleza guarda la respuesta, pero la capacidad del hombre no es suficiente para «sospechar siquiera qué respuesta/ cela en su voz el mar, el ave, el viento»). Diálogo entre el poeta y aquellas otras criaturas (personajes o no) que son su reflejo espejeante; y diálogo también entre el poeta y su doble: protagonista y testigo, a un tiempo, el escritor formula sus textos desde una segunda persona, desde un tú de carácter reflexivo, cuya especulación dual concluye en amarga ironía o en una solícita conversación consigo mismo, en busca del Dios machadiano, habitante del soliloquio, del convencimiento del amor y del dolor como sentimientos compartidos y solidarios. Aspectos estos últimos que González Sosa destaca específicamente en los dos poemas dedicados a Antonio Machado, uno de ellos incluido en Sonetos andariegos, publicado el otro en la revista Fablas (julio/agosto, 1970). De ahí la fuerte expresividad que opone al silencio:

¿O una distinta luz mis cicatrices
untará? Pero ¿a quién hablo? ¿Acaso
sabe el hombre respuestas ciertas? Vaso 
sólo es de preguntas desaladas.
Y lo demás son bocas apretadas.

La fuerza de una pregunta que contrarresta el hermetismo del mensaje que la realidad oculta siempre. Interrogación ante el misterio de la existencia cotidiana, y explicación (poética) de las raíces del mismo. Localización del lugar de la palabra allá, en el territorio de una infancia cuya plenitud ha logrado mantenerse firme a lo largo del tiempo, y que por eso lo supera, estableciendo una nueva temporalidad (ahora intelectual, metafísica) en la que el poeta se hace con aquellos seres que dieron sentido a su vida:

No he de pedirte
entero tu secreto: si es desierto,
o mar, o senda, o cima, o bosque umbrío 
lo que se ve después. Quiero sentirte
para saber si ahí se está despierto.

Poesía como la vida. Poesía que es camino y sabiduría, y que aun contando con el esfuerzo racionalizador del diálogo, de la distancia conceptual, deja presente la necesidad de recuperar siempre ese principio, de confirmar la virtud conciliadora y reveladora de la infancia.

Pero este caminar hacia el secreto, hacia el misterio del conocimiento, se produce gracias a una fuerte excitación de los sentidos, trasmitida inmediatamente al ritmo con que progresa su lenguaje («A veces, una súbita fragancia,/ o un cántico de niños, quizá un trino,/ estremece mi sangre e imagino/ que alborea el milagro. Y crece el ansia/ de que madure ya. Ya la distancia/ y el tiempo caen a tierra. Un aire fino/ brota frondas. Allí, aquí estoy soñando/ con el mañana»), puesto que con la elevación de los sentidos se hace mucho más nítida y absoluta la captación profunda del conocimiento, de esa sabiduría misteriosa tan arduamente perseguida. Cuando el poeta confiese -sin que ello suponga restricción de valor alguno- la cercana influencia en su obra de poetas como Quevedo o San Juan de la Cruz, de Unamuno o de León Felipe, nos pone en la pista de esa identidad conceptual, fuertemente intelectualizada, de su obra que sin embargo fluye con un fervor pasional que no puede ocultar esa fuerte impregnación de sensualidad; nos pone en la pista de ese sentido místico tan peculiar (místico en cuanto a persecución del misterio) que la impregna toda; nos confiesa, en una palabra, su voluntad esencialmente poética, su deseo de alcanzar la palabra original, inaugural, que define la poesía. Precisamente en un poema ofrecido a San Juan de la Cruz, escribe:

Hasta la propia boca de la fuente 
traigo mi seco verso y su bautismo 
ardientemente pido a tu agua pura.
Como el tuyo, él discurra bajo el puente
del tiempo musitando siempre el mismo 
aromoso latido de frescura.

Nos hallamos, pues, ante una sensualidad que desborda el sentimiento y concentra y ahonda la meditación reflexiva, producida a partir de la contemplación de ciertos absortos o desvalidos con los cuales el poeta se encuentra, bien en la realidad (vid. «Tres poemas peruanos», en Fablas, noviembre/diciembre 1975) bien en la expresiva pintura de Antonio Padrón («Qué música secreta de afiladas volutas/ entra por vuestra sangre y va agrandando en incesante siega de latidos/ la tensa bóveda del éxtasis?»).

Como ya he insinuado, el encuentro con la pureza del lugar y el tiempo (siglos) de la infancia servirá para iluminar el sentido totalizador y solidario de la experiencia. Lo elemental, «la avidez y el goce del contacto con la libre Naturaleza», la referencia constante a elementos desnudos, sencillos y originales (tierra, muro, semilla, vagido...) se elevará a la categoría de sueño, al nivel metafísico, porque lo anecdótico rompe sus límites; el espacio se hace absoluto gracias a la voluntad de transformación poética mostrada por el escritor («Pero sembré los ojos en lejanos/ cielos que las mantenían más hermosas»), y esa plena identidad solidaria se establece fuera del tiempo, en un discurrir poético cuyos ritmos y cuyas presencias inauguran ese orbe deseado.

Al publicarse Sonetos andariegos, hubo quienes dudaron de la oportunidad de reunir, en un mismo libro, poemas tan arraigados en la insularidad (a la que González Sosa no sólo no ha renunciado nunca, sino que la expresa con singular eficacia) con otros explícitamente castellanos por su desnudez y ascetismo, por su condición de poemas de tierra adentro. Lo que no se comprendió entonces fue que esa fusión de lugares y personajes aparentemente tan distintos se justificaba, y además adquiría toda su significación, instalada en esa nueva temporalidad, en ese espacio metafísico que González Sosa inauguraba con su reflexión poética. Eran lugares y personajes con los cuales el poeta coincidía a través de un compartido carácter esencial, gracias a su paralela fuerza en el fluir interior. «No sólo es el paisaje lo que alienta en sus páginas -escribe Rafael Morales-, sino también lo que de él ata a la tierra, lo que él significa bajo el peso interior, íntimo, lo que ahonda en la alegría o la amargura de ir viviendo, de ir caminando». Nada importa, pues, que el poeta se refiera al paisaje de Fuerteventura o que se extasíe ante la rudeza de la piedra que ciñe a la ciudad de Ávila; tanto da que penetre dramáticamente en su propia existencia, como que se acerque a la herencia dejada tras su muerte por Unamuno o Machado y reviva sus, por diversas razones, trágicas existencias. La de González Sosa es una voz que se esfuerza -como la de aquellos escritores, como la de aquellas tierras- en vivir su aislamiento, en polarizarse entre la desnudez idéntica de la tierra en que hinca sus raíces y la ligereza y vibración de absoluto hacia la que tiende siempre su alma y su palabra:

Aquí ya sólo falta izar la fuerte
ancla de piedra y entregar las velas 
a los piadosos vientos de la muerte.

Con estos versos concluye su poema «Fuerteventura»: un «aquí» que se repite de forma recurrente, una confianza en una tierra que no se agota en sí misma, sino que es giro constante provocado por la luz unánime de ese tiempo encontrado:

Todo el paisaje es luz unánime
-mentís definitivo de la sombra-.
Cielos, lavas, el mar, mi cuerpo juntos 
arden en una hoguera jubilosa.
...............................................................

No tengo ya memoria ni apetencias.
Cambié de forma, mas no soy ceniza.
Soy una inmensa piedra giratoria.

Escribe en otro poema, «Metamorfosis», dedicado al paisaje de Lanzarote.

De aquí que su lenguaje se revista de un tono solemne, de una cierta altura literaria, de un prestigio que le confiere su ritmo reposado y, sobre todo, algo que me parece muy importante subrayar: de qué manera esta poesía, asentada sin duda en lo conceptuoso, en una palabra ascética e interrogativa, heredada de poetas como Quevedo o Unamuno, en una palabra urgida y dramática, asume también la continuidad del modernismo que le permitirá magnificar la realidad por medio de los sentidos y de la implantación de una imagen visionaria y de la palabra como conjuro. Tal sucede en un texto de reciente publicación, «Impromptus de La Umbría», pero observado ya embrionariamente en poemas anteriores:

La hoguera del silencio arde en el huerto.
Arrebatada luz el día ordeña.
Cerca de un palpitante libro abierto, 
bajo el durazno en flor, un niño sueña.

No en vano la presencia simbolizadora de la palabra mística de San Juan de la Cruz habita en el centro de esta poesía, como ya he señalado; y no en vano, tampoco, ese esencialismo conceptista está cruzado por la peculiar sensualidad irónica del modernismo insular. Valdrá la pena detenerse en el primero de los textos citados. Se trata, en realidad, de dos sonetos agrupados bajo ese título común; sonetos que González Sosa libera sutilmente de su rigor estructural al rimar alternadamente y en asonante los versos de los cuartetos. Una modificación aparentemente escasa que permite, sin embargo, al escritor instalarse en otra posición con respecto al texto; una posición diferente a la observada hasta ahora («Otro es el blanco de mi búsqueda», escribe en el primero de ellos). Y la sorpresa contemplativa con que lo inicia establece una relación entre los dos polos de su espacio, dinámico y sensual, que hallan su punto de confluencia en la propia mirada del poeta, la distancia perpleja desde la cual observa el mundo:

Contra tu móvil litoral, oh cielo, 
esta ola vuelca sonrosada espuma. 
Ola verde parada en el momento 
de ceder al imán de la llanura.

Así, el espacio se matiza con una extremada sensualidad que es posibilidad, tensión, en el litoral/ llanura, y que es enriquecido cromatismo en la espuma/ ola. Pero, entre ambos extremos, como decía, el éxtasis del instante, significado aquí en el apóstrofe «oh cielo» y en la oportuna atención a ese pararse «en el momento de ceder». Un espacio no sólo ofrecido a la contemplación, sino al goce, a la vivencia, que el escritor acepta hasta penetrar decidido sus laberintos:

Por la cresta de nácar ya me adentro.
Mis pasos por su seno se aventuran.
Valvas, espira, laberintos dejo
atrás. Otro es el blanco de mi búsqueda.

Al ingresar en el misterio que lo arrastra, como la llanura del cielo a la ola, se produce una nueva vibración instantánea, en el primer terceto, donde vuelve a fulgurar esa sensualidad intelectualizada que decíamos: tiempo durativo y tiempo instantáneo dibujan las dos líneas de fuerza que se conjugan en ese nuevo espacio:

El cénit es un ábside de fuego
que en incesante ruina se derrumba 
encima de la concha transparente.

Y es precisamente la transparencia lo que facilita el encuentro con ese nuevo blanco, una transparencia que abatirá «las piedras que obstruyeron/ el turbio rosetón de mis penumbras». Por eso, el último verso, en su impresionante imagen posesiva, concluye con una profesión de fe en la luz: «sorbo esta luz rabiosa y ávidamente». González Sosa, además, elimina cualquier puntuación en el verso, de modo que el adjetivo «rabiosa» adjudicado a «luz» puede valer también como adverbio que refuerza la acción del verbo «sorber». Todo este soneto primero, y no sólo por las formas verbales, funda un presente, determina un tiempo y un espacio poéticos cuya sensualidad es la base de toda construcción, que mantiene un equilibrio sorprendente entre la tensión dinámica contenida en la imagen y la confirmación extática que aporta la reflexión intelectual del escritor.

El otro soneto insiste en la misma tensión entre dinamismo y estatismo. Pero en vez de referida al espacio, referida al tiempo (el subtítulo «La estela», ya nos previene de su valor sucesivo). Un tiempo que gira en una alternativa de creación y destrucción constantes, iniciándose con ese «segar sin descanso» que conduce al cero, a la fijación marmórea del suceder. Se inicia, pues, un discurso (la función de los verbos en presente se destaca ahora de forma especial: «siega sin descanso», «tira», «marchita», «edifica», «amasa») que sólo se romperá al final, en la conclusión encerrada en el último terceto. Pero antes, las dos estrofas centrales construyen ese ciclo sucesivo del tiempo, por medio de imágenes paralelas y contrarias: la primera, que perfila ese lento marchitarse, ese edificar «una nocturna máscara de cera» precisamente con «el zumo de los siglos», con el residuo que deja ese tiempo. Conviene advertir cómo, en el primer caso, el mismo «zumo» es el que edifica esa «nocturna máscara», pero será el tiempo quien amase «con la ceniza» ese nuevo «temblor de belleza». La «fiebre», los «sueños», las «mejillas» serán así los opuestos de la enumeración que cierra el primer terceto («tumba su calle espigas, rosas, alas») que es el resultado (y el poeta los sitúa en el final del ciclo, como la otra enumeración lo está en el comienzo) de amasar con ceniza «otra vez el temblor de su belleza»; el resultado de la repetición del ciclo de la vida y la muerte que se ofrece en una sugestiva relación espejeante. El final del poema es, sin embargo, sorprendente: a la pujanza igualadora del tiempo, a su fuerza siempre constructora y siempre destructora, se opondrá la imagen visionaria de lo que no se nombra, de lo aludido por medio de una metáfora arriesgada en la que se vuelven a unir lo sensual y lo intelectual, la pasión y la serenidad, que González Sosa ha aprendido de los místicos:

Su furia sólo contra ti fracasa, 
miel que filtró la solitaria abeja
del corazón de Cristo desbandada.

La aparición del amor enfrentándose así a la muerte (del «amor constante más allá de la muerte») anula aquella estela que el tiempo ha dejado.

La poesía de Manuel González Sosa, en consecuencia, vive de un doble aliento: de una parte, su incontenible fervor, su pasión por la verdad; de otra, su contenida estructura, su sólida organización interna. Ya advierte Pedro Lezcano que nuestro poeta no es un improvisador, que «en reflexiva decantación, va convirtiendo su obra en vivencia propia». Y Luis Doreste Silva escribió de forma elocuente, al publicarse Sonetos andariegos: «Improvisador nunca, Manuel González Sosa, en tanto orfebre. Ciertamente el gran caudal de ternura podría incitarle. Decantación, siempre...». González Sosa, por mucho que se hunda en el misterio del mundo, por mucho que se pregunte por (y busque) la esencia escondida que unifica ese mundo (y al hombre en el mundo) no deja de ser un poeta confiado, un poeta en quien pervive el fluir inaugural de la infancia y la memoria iluminadora que hacia ella conduce, aunque, como hemos visto, se camine con la misma virginidad en otra dirección. Así, su opción por el soneto, por la ordenación conceptual que el mismo impone y por el desarrollo rítmico que ofrece, ajustará su escritura a tales pautas. Pero, al mismo tiempo, el poeta demostrará la vitalidad de su palabra manejando con notable ductilidad la estructura toda del poema, gracias a la sabia utilización del encabalgamiento, gracias a la intencionada fragmentación de la sintaxis versal con pausas, interrogantes o exclamaciones, y gracias también a la valoración sensual de la palabra con constantes aliteraciones que, curiosamente, atenúan o suavizan la aspereza e incomodidad de las preguntas, de la tensión inquietante que lo mueve hacia lo absoluto:

Cuando hablo 
a ver si me responden, tú, callando, 
me devuelves mi voz sola y ansiosa.
Cada imagen o sombra que se posa 
sobre ti alguna vez, ¿no va a tu fondo 
y allí se queda para siempre, ilesa? 
¿O sólo buceando hacia lo hondo 
de la riada del tiempo se hace presa?

Lamentablemente, la obra poética de González Sosa es, en estos momentos, una obra prácticamente desconocida. Aunque haya seguido publicando de forma dispersa y ocasional algunos textos, pienso que no quedará nunca bien explicada (la nuestra sólo ha pretendido ser una tentativa inicial) hasta que no sea, primero, ordenada de acuerdo con su evolución cronológica y, después, publicada en su totalidad. De todas maneras, valdrá -espero- esta aproximación para entender su poesía en el contexto de su generación, señalando aquellos rasgos que lo acercan a sus más próximos compañeros de aventura literaria, y advirtiendo aquellos otros que determinan los perfiles de su originalidad.

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN

 



AQUEL durazno... Y busco. Y no lo encuentro.
Ni aquel cañaveral, ni la palmera
que entregaba, sensual, su cabellera
al viento que aún retoza. Allá adentro

la cosecha de ausencias precipita
vaharadas de sombra y va velando
las horas que el cenit está incendiando
con los jirones de una luz marchita.

Pero la muerte es sólo una mudanza.
Todo lo acoge bajo los cristales
de su fanal la bienaventuranza.

Árboles, muros, rostros, cuantas cosas
faltan de este paisaje, están, cabales,
vivas, en mi recuerdo. Y más hermosas.


TÚNELES, noches, voces con dientes, manos dentro de unos guantes de ortigas, la inmersión de los pasos, qué miserable precio para este don: sentirte sobre un camino, yendo a cualquier parte, ebrio de la luz donde cuaja ese médano en llamas, aquel vuelo flechando el cenit, los dos labios del horizonte, mudos pero afirmando siempre. (De SONETOS ANDARIEGOS, recopilados en 1992)
INTERMEDIO VENEZOLANO EL DORADO NI riesgos ni horizontes huraños te ocultaban. Pero todos salieron a buscarte por foscos rumbos que pagaban su fatiga y su hambre con ubres manaderas de locura o de muerte. ¿Qué venda espesa los cegaba? Porque basta mirar, como yo miro ahora, a la ladera, al huerto, a la barranca, sólo a cualquier orilla del camino, para untar nuestros ojos con tu fulgor y poseerte sin hazañas ni alquimia, araguaney* solar, trémulo cerro de oro vivo. VISITACIÓN AL ORINOCO CRIATURA soy del jable, de un arenal brizado por la espuma incesante del océano, oh río turbio y vasto que lames mi sombra, modelada hoy por la luz del trópico. Déjame que te beba con mis ojos, que llene mi memoria hasta el fondo con tu visión, que absorba por cada poro el vaho de tu pleamar perenne, sabia en raíces, densa de limos germinales, yéndose en mudas ondas pero herida en la entraña del recuerdo por ecos de clamantes umbrías. Así, cuando rehuelle el terrón de mi cepa, seré muro de aljibe, tacto de nube, ensalmo de raudal arrullando la vieja sed del suelo de irisadas cenizas. Grito soy del sequero mendigando tan sólo vaharadas de tu selva de lentas aguas pardas y espesas, Orinoco. Escúchalo y empápame la entraña con tu hálito. (De CUADERNO AMERICANO, 1997)
ENVÉS No eres tú quien recibe el lanzazo fulgente, sino la noche. Entonces, el viaje en vilo cruza un efímero trecho donde tus ojos pueden entrever el paisaje de la ciega aventura. Un círculo murado de horizontes desiertos. Arriba, sólo el hueco de un cielo fugitivo. Y en el nadir, la sombra cayendo en el vacío sin encontrar el eco de una estela o de un vuelo. (De CONTRALUZ ITALIANA, 1988)
LAS GARZAS NUNCA os vi. Siempre quise horadar vuestro nombre y contemplaros cuando bajabais, lentas, hacia uno de mis recuerdos no vividos. QUERENCIA ERIGES tú sin pausas el sino sedicioso. Nunca cesa tu sueño y, aunque quisiera, nunca descansará. Lo cría la belleza del mundo: el miedo a que tus párpados la aniquilen. Los años disipen tus pisadas, olvido y lejanías el eco de tu nombre, mas la memoria quede errabunda en el aire rondando formas, luces, aromas, pulpas, sones, como un humo invisible. (De PARÉNTESIS, 2000)
ANTE UNA CASA EN RUINAS AQUÍ latió la sangre y se fue trasvasando. Día a día ardió el sueño como hoguera secreta. Dolor o gozo antaño a veces abrevaron criaturas ya perdidas en la muerte o las leguas. Alguna, en este instante, de seguro el abrigo de este nidal vejado conmovida recuerda, y echa a andar de repente su memoria a la busca de un tiempo generoso de las horas risueñas. (Entra un pájaro oscuro por la cuenca vacía de la ventana. Cae, repentina, una piedra sobre la tarde. Pasa su tenue mano el viento por el vello erizado del lomo de la puerta.) Mas no hallará siquiera un rastro evanescente esa sombra anhelosa que aquí acaso ahora llega. La dicha se deshace más pronto que las cosas y de sus ascuas queda solamente la ausencia. FORMA simple, tocada de perfección definitiva, boga sobre los hombros, sola la enlutada yacija. Huele a hornos precoces la tarde de la aldea. Hosco cielo rezuma luz de líquida cera sobre una higuera seca, arrodillada junto al muro de piedra. Humos. Vencejos. ...Y la vida tapiando con olvidos un corazón vacío de recuerdos. PORQUE es de noche, hermanos. Para siempre aquí es de noche. En vano encendemos hogueras en las frentes y en las montañas de la tierra. Nunca es la luz. Nunca será la luz aquí, ni aquí veremos la víspera del alba. La inmensa llamarada de los astros y el caudal de los zumos alumbrados en milenios de búsqueda incesante no bastarán para rasgar la venda que anula nuestros ojos. Somos hombres: pájaros de la sombra, ciegos peces rasando las honduras de un océano. Arriba, derramado sobre el cántico del oleaje, un mediodía perenne tal vez arde. Pero quien surja al ámbito de aquella sobrehaz, ya no es la misma criatura abisal. Se deja tantas porciones de sí misma entre las horas, bajo la tierra, en el recuerdo de los otros hermanos, que acaso ávidamente después añoraría la noche, como ahora el día inalcanzable. SÉ que es de noche, pero sé que arde entre las sombras nuestro sueño, y unta de luz los negros ámbitos. Y vemos radiante espuma en las sombrías olas del tiempo, árboles, alas en fuga hacia una aurora, piedras con mar o mediodía, puros cuerpos que premian con largueza en un instante vastos siglos de tedio, nubes, brazos abiertos anchamente como bahías que nos llaman. Nos da, en fin, la abundante sustancia con que hacemos la cotidiana miel de olvidos y el pan que algunos llaman melancólicamente la esperanza. Con las tibias pavesas que se quedan volando en el recuerdo restauramos la lumbre cuando una dura planta o un viento helado nos la apaga. Nada importa la hora en que sea imposible resucitar de nuevo la fiel misericordia de las llamas, porque ya no seremos -y si somos aún, es porque alguien habrá encendido un día que no acaba. PARÁBOLA LA higuera sobre el aire se volcaba quemada por la flama de la tarde. Roto de plenitud, a mi cobarde apetito su fruto se brindaba, y dudando pasé de largo. Pero volví para comerlo. Era testigo del convite fugaz yo solo. El higo no medró para darse al pudridero. Sino frutal marcó también mi suerte. Batida sin cesar, mi sangre cuaja la pulpa que a colmar vendrá la muerte. Que alguien pase a mi lado en el momento de la plena sazón, que me desgaja si no un íntimo enjambre, o quizá el viento. ¿LLEGA un tiempo tal vez en que las manos pierden su vocación de aves rapaces? ¿El corazón se cubre de cenizas antes de que lo escondan bajo tierra? ¿Tenemos nuestra sangre socavada y por sus minas entra cualquier día una lenta marea que nos pudre con narcótica sal las avideces? ¿Vivir es ir juntando ansiosamente sueños, deseos, esperanzas, para abandonarlos luego uno a uno sin que rabia o dolor llenen sus huecos? (¿Vine a cumplirme sólo en este islote móvil y tenue que es mi sombra en fuga y estorban las raíces que hambreaban viciosamente halagos de otros humus?) ¿O todo estriba acaso en que una fuerza misericorde así nos va templando para llegar curtidos a la fragua donde, omnímodo adiós, quemas tu hierro? NO sé, nadie lo sabe, qué palabras, qué texto escribirá en el viento el azar con el zumo caliente de mi sangre. Pero yo sé que al cabo, donde lo escrito cese, punto final, un poco de oscura cal sembrada resumirá mis huellas. Por eso no preciso tercas señales, tanto recordatorio súbito de cuando en cuando, dentro de tanta pulpa, en pena de cada vuelo ebrio hacia otro azul alzado. Allá donde se hunde mi tiempo en precipicio, del aire que ahora habito se exhalará tu breve polvareda sombría. Lo sé. Lo supe siempre, como sé que en mis huesos secretamente anidas. Por eso, no me aceches día a día los sueños mientras mis horas lleguen encinta de otras horas con luz. No necesito predisponer mi boca a tu sabor. Ayúdame, ceniza, a que olvide. LLANTO SOBRE LA NOCHE NO es de un niño esa queja, no puede ser de un niño aunque del pecho de un niño se derrame. Este nocturno llanto salta desde otro odre de dolor más viejo. Sube desde la cueva profunda donde el tiempo va atesorando lágrimas, congojas, sangre, zumos de agonías, lamentos, cada pena incubada bajo la piel del hombre. Del pozo adonde afluye todo el dolor del mundo que allí, lento, fermenta en el vasto sollozo que ahora anega la noche. Sólo gárgola, cauce, leve arcaduz apenas, es la carne del niño. Ella cruje y se agita, pero un enjambre amargo de ajenas voces viene a sonar en su boca. Así una rama tierna tañida por un viento gemebundo. (De TRÁNSITO A TIENTAS, 2002)

 

[1] Árbol emblemático de Venezuela, se cuaja en primavera de flores amarillas.


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