Lecturas

 

Lord Leighton: Lectora

 


Juan José Espinosa Vargas

La palabra preciosa

[Agustín María García López: Sombras chinescas, Sevilla, La Isla de Siltolá, Colección Tierra, n.º 37, 2015.] (*)


 

“Un día Chiang-tzú y un amigo estaban caminando por la orilla de un río”, cuenta la historia taoísta. “‘¡Qué deliciosamente gozan los peces en el agua!’”, exclamó Chiang-tzú.
‘Tú no eres un pez’, dijo su amigo. ‘¿Cómo sabes si los peces están gozando o no?’ ‘Tú no eres yo’, respondió Chiang-tzú. ‘¿Cómo sabes que no sé que los peces están gozando?’”

Había una vez un niño que echaba agua en trozos despintados de barro de una maceta para contemplar, por las mañanas, el agua helada. Cuando del pueblo llega a Sevilla, este niño tiene 6 años, y en el alféizar de la ventana de un cuarto piso deja, igualmente, reposando agua en un recipiente —con la misma ilusión que espera regalos de los Reyes Magos— para quedarse mirándola helada, al día siguiente; pero el agua, aquí, no amanece helada, y el niño se queda mirándola, sin decir nada. Este niño que se encuentra, asombrado, con la vida como una sorpresa y se ha quedado, luego, extrañado ante el agua que no se hizo carámbano, se ha encontrado con la poesía como se le ha despertado el poeta que es, pero no lo sabe todavía. Sin saberlo, se ha entrado en el ser de las cosas, el aliento del mundo, y de ahí no va a moverse sino a lo hondo, este niño que vino de Villarrasa a Sevilla, y se llama Agustín M.ª García López.

Hay un Yo, más hondo que el yo, que no es que se contagie de la poesía, sino que es poesía. Desde ese Yo ve el mundo Agustín. Agustín sabe que es tiempo, y que ese tiempo que es, es poesía. Cuando sucede en alguien eso, la poesía surge, como la rosa de Silesius, sin porqué.

La voz de Agustín es grande, como su presencia, sin embargo su voz no se oye, es como la luz, en la noche, de las luciérnagas en el bosque. “Hay personas que caminan / calladas”. Su verdadera voz canta callada como un soplo o una música acompasada con la música o poesía del mundo; aquélla que, desde que fuera, se continúa. “Cuanto existe es creación, y su habla es poesía”. “La poesía es revelación / de su ser; / de su ser revelación”, dice H. Mujica.

Yo tengo con Agustín una fraternidad desde 1975. Cuando las ilusiones, como aire, pongamos, hinchaban globos que fueron, luego, a explotar dentro de cada uno de aquellos muchachos y muchachas, que no tuvieron más remedio que hacerse finitos para vivir en lo infinito y, como la nube, pasajeros. Sin embargo, a él no le estalló ninguno; la vida, por el contrario, le estallaba desde dentro. Entonces, Agustín era una criatura desbordada de sí como el agua de un río después de las lluvias que no cesan. Era, como es, generoso. Era el entusiasmo. Con las mismas ganas de aprender de un niño que aún no sabe que aprende, pero él, sabiéndolo. Yo lo recuerdo, voy a decir como ejemplo, en uno de los patios de la Escuela, dando vida a la vida de los cuentos a través de los muñecos del guiñol. No era un niño, aunque pareciera un niño, era un hombre enamorado celebrando la vida con la misma naturalidad que es natural precisamente en los niños y recuperan, en ocasiones, los artistas y los místicos.

10 años más tarde, nuestra fraternidad llega a lo más íntimo y desde lo íntimo nos miramos este hombre, sabio, y yo cuando nos vemos. Desde entonces yo vivo agradecido a él que, entonces, recordó, pensando en mí, lo que yo ahora recuerdo pensando en él. “Antiguamente, Chuang-Tsé soñó que era mariposa. Revoloteaba gozosa; era una mariposa y andaba muy contenta de serlo. No sabía que era Chuang-Tsé. De pronto se despierta. Era Chuang-Tsé y se asombraba de serlo. Ya no le era posible averiguar si era Chuang-Tsé, que soñaba ser mariposa, o era la mariposa que soñaba ser Chuang-Tsé”.

El libro que hoy nos entrega Agustín, el poeta lo halla, manuscrito, en Algeciras. Se llama Sombras chinescas. Sombras que no son símbolo de lo oscuro o de lo oculto, sino, paradójicamente, de lo que clarea. Es un libro de fragmentos de cuatro libros desiguales en cuanto a su extensión, pero en cuanto a su intensidad, iguales, escritos, a veces, en verso, porque, en su mayoría, son poemas en prosa. La voz de este libro es la voz de un heterónimo anónimo de Agustín. El poeta que es Agustín. Un hombre dentro del hombre. El hombre que no tiene nombre, el hombre que da vida al hombre que es Agustín M.ª García López. “El heterónimo es un personaje de ficción que surge de la honda necesidad de creación de un [ser humano]. Es un acontecer interior. Es una fragmentación del yo que busca, en el fondo, la voz del Yo verdadero”. “Los heterónimos”, dice el poeta A. Colinas pensando en F. Pessoa, “son también los primeros destructores del yo y el camino para alcanzar una ‘identidad perdida’”.

El que halló el manuscrito salió de sí y habló desde Sí Mismo. Como la rosa, la brisa. Saboreando lo recibido, ha callado. No sabe… Como el místico, el poeta abre la puerta que descubre que no es puerta ni cosa alguna y se aventura como Eva a lo desconocido y canta. Ese hombre que despierta dentro del hombre que es Agustín ahora lo ocupa entero. Algo que ya era dentro despertó a raíz del encuentro con la amada. La poesía que es la amada le desvela la poesía que él es. Alguien que evoluciona dolorosamente lo mismo que amando. Por eso habla el dolor lo mismo que el amor, aquí.

Agustín es un hombre enamorado del mundo. Y, aquí, el mundo es ella…, o con ella. La que le desvela a sí como ser encantado como cuando era un niño.

El poema que el poeta elaboró a partir de una relación, con él, amorosa, el poeta, antes que nada, desea que sea realidad en la realidad, como una criatura más. Y eso es lo que hace Agustín hoy. Un poema se escribe, a menudo, esculpiendo. Y verdaderamente, Agustín escribió como esculpiendo, nos da la impresión; es decir, quitando, no añadiendo. En la palabra de este hombre que se llama Agustín se ha dejado estar, para quedarse, la belleza. La palabra preciosa. Yo no sé por qué, me imagino este libro como una playa a la que llegaron palabras de agua para quedarse en la arena como charquitos que riza a veces el aire de Poniente, como lagos chiquitos a los que les da el sol o la luz de la luna.

Yo me imagino este libro, también, yo no sé por qué, como un libro vacío igual que una vasija ancha y poco profunda de porcelana blanca. Una vasija cuyo vacío, fértil, se aspira. Y lo que uno aspira es canela, rosas, mar, aire…: imágenes, imágenes, como pétalos de la Rosa o mundos del mundo como “brotan las estrellas como jazmines blancos” (S, 56) [*] o “Desafina la noche y se vuelve de lana” (S, 56), como “el azafrán del viento vagabundo se ha quedado en los labios de una rosa” (S, 41).

Y si hay algo, algo que se sucede como símbolo, ese algo es el agua: “La voz del agua dice del misterio que vive en las sirenas de los barcos” (S, 17). [“Si es de azúcar la lluvia” (S, 33)…, “el río de tus besos, derramado [en toronjas y] en agua luminosa” (S, 42).] El agua es la vida, o donde transcurre la vida, la sabiduría, por donde la amada anda.

Es un libro triste. Hasta el punto de que las letras del nombre del poeta son, para el poeta, “encajes de tristeza” (S, 40). El dolor de los ahogados en el estrecho, aquella vez, por ejemplo, que “Atormentaba la tormenta al mar” (S, 19), ahoga al poeta como lo ahoga la cúpula o burbuja que creemos que es la realidad y asfixia “el canto de la alondra” (S, 24) o la vida como la poesía, que es lo mismo. Es un libro verdadero. El libro de quien, gozoso, junto a la amada, al fin, se ha liberado, y, con ella, lo mismo que ella, sonríe “Abandonados a la flor de oro” (S, 58). Es un libro preciso. “Jamás un copo de nieve cae donde no le corresponde”, se dice. Así las imágenes como el sustantivo, el adjetivo, la coma. A quien se liberó de la palabra, regresa la palabra necesaria, aquella que nos deja respirando el soplo que dio vida al poema, la que nutre, la palabra sustancial, que “hace efecto vivo (y sustancial) en el alma (…) [e] imprime”, decía Juan de la Cruz, “sustancialmente en el alma aquello que ella significa”. Es un libro precioso…

Agustín publicó, desde 1984, hasta Sombras chinescas, los siguientes libros de poesía: El río amarillo, Calcomanías embusteras, Ninguém y, en 2003, De un manuscrito hallado en Algeciras, precisamente los fragmentos del primer libro del libro que hoy presentamos. Participó en diversas exposiciones con su obra visual, así como realizó algunos poemas acción. Tradujo Vertical el deseo, del poeta portugués Albano Martins, que le traduce poemas a su idioma, y realizó una edición conjunta de los libros Un día… y El jarro de flores, del poeta mexicano, José Juan Tablada, introductor del haiku en la lírica hispánica. Formó parte de los consejos de redacción de las revistas malagueñas El nudo de la sierpe y Canente. Junto con el poeta Francisco José Cruz, en 1989, funda y, luego, dirige hasta su número 12, la revista de creación Palimpsesto, así como la colección de poesía del mismo nombre. Funda, también, y dirige, desde 2002, junto con el poeta David González Lobo, la revista de literatura en línea Tinta china. Ambas publicaciones recogen ejemplos de algunos de los poetas más lúcidos contemporáneos, fundamentalmente de ambas orillas del Atlántico. Agustín ejerció el magisterio, es maestro, licenciado en Filología Hispánica y graduado en Filosofía.

Febrero y marzo de 2015, en Sevilla. Juan José Espinosa Vargas


(*) Sigla empleada
S: Sombras chinescas (El número que se pone después de la sigla es el número de la página del libro)

 

 


Juan Lamillar

En torno a la mesa italiana

[Víctor Jiménez: La mesa italiana, Sevilla, Renacimiento, 2015.]



Si, curioseando en la sección de novedades de la librería, nos encontrásemos este título en un volumen de pastas duras y con abundantes fotos de otras clases de pastas entre cipreses de la Toscana, tendríamos la certeza de estar ante un libro de gastronomía. Pero al verlo estampado en la cubierta del esbelto volumen de una de las mejores colecciones del género en España, la certeza nos llevará por el camino de la poesía.

Y si la poesía es comunicación, qué mejor sitio que la mesa (o la sobremesa) para practicarla, aunque Víctor Jiménez comienza por aclararnos en unas breves líneas iniciales, que se duplican en los versos del solitario soneto que abre el libro, el verdadero alcance del sintagma, que deriva hacia el terreno del cine, pero que también nos da la clave para entender el planteamiento de la obra.

La referencia a los actores que se reúnen para leer conjuntamente un guión se completa cuando repasamos el índice, pues todos los poemas llevan títulos de películas conocidas (a veces con un cambio irónico). No es, contra lo que pudiera parecer, un libro de poemas sobre cine, aunque hay que recordar que, si la poesía es una cuestión de miradas, el cine amplía esa condición y la convierte en su fundamento.

En ese juego equívoco, el libro no nos habla de las películas que los títulos parecen anunciar sino que se ampara en ellos para desplegar una geografía (una cinematografía) personal de circunstancias y sentimientos.

Ya sabemos que el tiempo traza emboscadas y que, para defenderse, el poeta tiene sólo la memoria y esas machadianas palabras verdaderas expresadas aquí con acierto en diversas formas métricas, que otorgan al libro una variedad acorde con los temas distintos y con sus enunciados cinematográficos.

Un itinerario, un documental poético, que parte de un tiempo, la infancia, y de un lugar, el barrio sevillano, ya perdidos en la niebla: juegos, costumbres, imágenes veneradas, vecinos que tuvieron que marcharse… Imágenes que la memoria rescata en los poemas de la primera parte, con esos puentes secretos que logran unir la niebla de una noche de Reyes con la del Londres de Dickens.

Aunque aparecen con frecuencia las ferroviarias (el tren como símbolo de la partida, una invitación a la aventura), en el libro van deslizándose las distintas estaciones del año, marcando el ritmo de los diversos tiempos vividos: el del amor, que llena la segunda parte del libro con su nombrar silencioso, con su elegante sensualidad; el de la apertura al mundo, en la más extensa tercera sección, ya que asistimos a la conciencia del poeta como escritor, como lector, como testigo de lo que sucede y va anotando: las redes sociales, la fotografía, la agobiante indiferencia de una pareja, una muchacha frente al mar… Poemas que forman una variada cartelera de incertidumbres.

Víctor Jiménez sabe que un día la muerte «entrará por la puerta» y nos presenta también un tiempo (quizá ese diciembre oscuro y silencioso como símbolo) para las ausencias: la del padre evocado a través de sus objetos, la del amigo, en su viaje de regreso. Ese continuo darle vueltas a la muerte justifica la insistencia en «El último viaje», que comienza con la pérdida súbita y trágica de otro amigo y reitera la ausencia del padre para detenerse en la presencia ausente de la madre, ajena ya al mundo, y desembocar certeramente en dos versos finales simétricos y sentenciosos.

Después de repasar, aunque sólo en los títulos, una muy personal historia del cine, el poeta cierra la tercera parte con un poema, «Con las botas puestas», en el que las referencias se hacen más explícitas, y son las del cine clásico, en blanco y negro, el de la Warner, con los nombres de Errol Flynn y Olivia de Havilland, y las palabras de Custer: «Ha sido muy hermoso caminar a su lado por la vida».

Grato y emocionante ha sido hasta aquí ese caminar al lado del poeta y sus obsesiones, que encuentran un adecuado epílogo en el único poema de la cuarta parte. «Pregúntale al viento» se escribe para responder a la pregunta de un amigo, que puede ser también la del lector: ¿de quién es la voz protagonista?

En su respuesta, el poema es a la vez una reflexión sobre el tema del desdoblamiento y sobre la tarea de la escritura poética y, además, va dibujando un certero resumen del libro, un itinerario que se detiene en algunos de los poemas más importantes y nos los recuerda como en miniatura.

Conviene a este libro un verso de Octavio Paz: «Los otros todos que nosotros somos», pues con los espejos ilusorios del cine y las imágenes (literarias, cinematográficas) Víctor Jiménez firma y filma una peripecia personal que nos es común, pues llega un momento —llamémosle madurez— en el que todos los actores que forman nuestro yo se preparan para escuchar el guión de nuestra vida mirando expectantes al director a ver cómo va a repartir los papeles de la película.

 

 


José Luis Morante

La hierba de las noches

[Patrick Modiano: La hierba de las noches. Edición crítica de Javier Aparicio Maydeu, Madrid, Cátedra, Letras Universales, 2015.]


 

Pese a su comentado extravío —la concesión del Premio Nobel al cantautor americano Bob Dylan, intérprete y autor de algunas letras memorables— el reconocimiento confirma a nivel mundial el prestigio literario de un escritor. Por eso es necesario recordar ahora el nombre propio de Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, París, 1945) a quien la Academia sueca asignó en 2014 el Nobel de Literatura. El reconocimiento consagraba de forma universal el tránsito obsesivo de una narrativa empeñada en diseñar puentes entre memoria histórica y ensoñación. Con oportuno enfoque, la editorial Cátedra deja, entre las novedades de su colección Letras Universales, la primera edición académica de La hierba de las noches, ficción breve con un trabajado introito de Javier Aparicio Maydeu.

Pocos pulsos literarios muestran con tanta convicción el diálogo entre vida y obra. Una y otra vez, el autor refleja sus días en el espejo de la introspección, empeñado en sacar del interior un material urgente en el que ven la luz actitudes, reflexiones y gestos del pasado.

De esta fidelidad al propio universo escritural ha nacido un compendio de títulos claves, tras el volumen Trilogía de la ocupación, que abarca las primeras ficciones: Un pedigrí, Calle de las Tiendas oscuras, Barrio perdido, o En el café de la juventud perdida. Las novelas de Modiano se expanden sobre dos temas centrales: la fuerza de gravedad del recuerdo y el sondeo doloroso en la gestación de la identidad, dos cuestiones reiteradas en las estrategias argumentales. También los figurantes van y vienen por la página escrita, como el padre del autor, Alberto Modiano, un judío italiano cosmopolita, y la madre, una actriz belga de vida bohemia, Louise Colpeyn; el mismo escritor se transforma a menudo en personaje y concede muchos de sus rasgos a las voces del relato. En el inicio del quehacer literario el tiempo narrativo tiene un eje básico: la segunda guerra mundial, con la expansión del nazismo en una Francia que se debate entre la lucha y el colaboracionismo. En este entramado van surgiendo las redes que llegan al lector a través de un impresionismo verbal de textura poética. Como recuerda Javier Aparicio Maydeu, en una de sus abundantes notas a pie de página, Patrick Modiano fue lector de poesía en sus años juveniles, un hábito que mantuvo y que ha servido para enriquecer su estilo con un ritmo cadencioso, con un son armónico hecho de frases cortas y directas, de sobria contundencia, que entremezcla elipsis, evocaciones y silencios.

Abocado a la recreación y a la coherencia, el quehacer creador convierte el pasado en imprescindible material de uso. La novela La hierba de las noches tiene su origen en una evocación de los días juveniles en la topografía de la calle Odessa de París, detrás de la estación de Montparnasse, y en las experiencias vividas en sus márgenes cercanos. El plano de Paris se llena de complicidades simbólicas que se dispersan entre los elementos del ambiente para crear un clima pleno de onirismo, una sub-realidad que abre al lector su ventana indiscreta.

El lugar abre en la memoria una profunda brecha. De forma aleatoria emanan secuencias de otros días cuyo sentido trata de dilucidar con inquietud. Regresa un yo con apenas dieciocho años, que respira alrededor una atmósfera de novela negra; el barrio y toda la ciudad muestran los indicios de la crisis colonial y trata de recuperarse de la recesión acogiendo a tipos casi anónimos que entrelazan sus existencias. Son vidas periféricas, como si desempeñaran papeles inadvertidos y secundarios en un ambiente equivoco.

En ese mapa resucita el recuerdo para dejar sobre la mesa los reflejos furtivos de una conspiración que afecta a los intereses postcoloniales del país en el norte de África. Un suceso histórico, el oscuro secuestro de Ben Barka, líder opositor del rey de Marruecos Hassan II, es el núcleo argumental de la trama. Pero el suceso y su gestación en los aledaños de Montparnasse nunca se trata de forma explícita. Está ahí, y alrededor se mueven personajes sombríos, atados a un anonimato deprimente. Así va creciendo un círculo de relaciones en cuya sordidez se implican otras existencias. El joven narrador —un trasunto del propio Modiano— mantiene una relación afectiva con una de las implicadas y a través de ella va descubriendo las ataduras conspirativas. Líneas de fuga que los distintos personajes van recorriendo hasta confluir en la resolución de la trama, cuando los acontecimientos adquieren un paso natural.

Esta edición de Javier Aparicio Maydeu de La hierba de las noches, obra de 2012, traducida al castellano por María Teresa Gallego se convierte en una didáctica guía de lectura de uno de los más sólidos narradores contemporáneos. Un empeño clarificador que muestra la textura de los diferentes libros con un análisis comparado y una explicación pausada de lugares y datos. Patrick Modiano reconstruye con precisión cartográfica, deja sobre la mesa planos desplegados, itinerarios por los que vuelve el pasado personal que se enriquece con aportes imaginarios. Una vez más, se entiende la escritura como un tejido discontinuo, una urdimbre común de situaciones y personajes entre imaginación y realidad. Patrick Modiano siempre deja la última palabra a la inquieta voz de la memoria. Y su rumor repite: el pasado no es más que un itinerario abierto y disponible hacia el futuro.


 

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