Lecturas

 

Cristóbal Rojas: Boceto para una lectora

 


Manuel Carmona

David González Lobo: La poesía es comunión [publicado con autorización de la revista Rick's Café]


 

Se sienta el Rick´s Café a hablar con David González Lobo que hoy presenta su poemario Dulcamara (Ediciones en Huida) en la Casa de la Provincia de la mano de los escritores Miguel Florián, Agustín María García López y del editor. Será una tarde hermosa en un espacio donde confluyen la historia y los pueblos, la Judería sevillana o Barrio de Santa Cruz, junto al Alcázar árabe y frente al Archivo de Indias. Y de las vivencias propias y de su familia y amigos de aquí y de allá nos habla con sus versos David González.

De la aventura de la tierra que le vio nacer para embarcarse en su propia odisea para buscar su paraíso personal. ¿Lo habrá encontrado? Lee su lírica y lo sabrás.

¿Cómo ayuda la poesía a cruzar ese puente entre la noche y la lluvia?

La poesía, afincada en la interioridad de las personas, en sus sentimientos, capta la realidad, la traduce, y expresa, mediante un objeto artístico, el poema, el deseo de transformarla; es decir, a través de ese texto nos desvela de nuevo el amor, la vida y la muerte; refresca, revive y nos alerta ante estos temas fundamentales y todos los subtemas y motivos que lo forman.

La poesía enciende la luz de la atención, remueve, nos coloca frente a nosotros mismos, frente a los otros, con los otros, nos identifica; por eso la individualidad del poema se hace legión, porque es vida de uno que es vida de todos; la poesía es comunión. La poesía nos da la mano y sirve de piel mojada o de paraguas.

El agua maternal, ¿es la herencia recibida? Mientras el agua del río, ¿es la vida elegida?

El agua maternal es el hilo principal que nos ata la tierra, que nos circunscribe; estamos marcados por la idea protectora o no de la madre; a cada cual le toca o no cierto nivel de protección o desamparo y desde ese estado inicial comienza nuestra historia personal, nuestros monólogos, nuestros diálogos. Es probable que la historia familiar, sea una u otra, nos marque hasta la muerte; aunque también es posible que el agua del río, la vida elegida, nos haga comprender y ejecutar una ruptura inevitable con la sobreprotección o con la distancia, o si no hay rupturas radicales sí asumiremos, para crecer, una compresión compasiva y crítica que nos distancie del desamor, del egoísmo, de la indiferencia.

Cómo compensa el río el dolor de la lengua.

Escribir poesía siempre será aproximarnos al objeto sobre el cual escribimos; escribir poesía es profundizar y traducir nuestro mundo personal y hacerlo legión; pero por más intensa, profunda, cercana, crítica y expansiva que sea la escritura, ella es fulgor, cambio, movimiento, un estado pasajero que siempre impulsa hacia delante, hacia atrás; la poesía es una noria, cielo y tierra en la emoción del giro. El lector, mi hermano, el otro yo de la escritura, recoge la emoción que quedó en el poema; lo frágil se ilumina y el poema y la poesía recomienzan.

Cómo se siente uno, extranjero, cuando da de beber a animales, mujeres, pobres y tristes frente a la mirada inquisitorial de los plutócratas.

Uno se siente desamparado, excluido, juzgado, lento, humano, mujer, pobre, triste, agua, camino, fragilidad, comunión. Nos distinguen ciertos y marcados rasgos en cuanto a la equidad y el reparto de los bienes públicos. La organización y gestión del estado debería propulsar, a través de la educación, hombres libres que no necesitasen casi nada a nivel económico, aparte de la vivienda, de la alimentación, la salud, el trabajo y sobre todo el disfrute del poco tiempo que tenemos para vivir.

¿Qué análisis haces de la inclusión de los inmigrantes en España?

Tomo como mía la frase: mi casa es el mundo y mi familia es la humanidad; nunca he tenido país ni países; sí, nací en Venezuela, y quiero profundamente a mi país, pero podría haber nacido en Colombia, en Túnez, Tailandia, en Portugal, qué más da. Soy González Lobo de apellidos y eso históricamente me acerca de pleno a la cultura española pero mi sangre también es india, negra, y vaya usted a saber… después de tanta mezcla. Hijo, como todos, de culturas y tradiciones varias.

Los derechos y deberes deben partir de la libertad, la responsabilidad y del reparto justo, de lo que el sentido común dice que debería ser de todos y no de un grupo étnico, de una condición económica, social, de una inclinación sexual, más poderosas tradicionalmente.

A qué cumbres deseas llegar con tu búsqueda.

A la comunión a través de la poesía; a acercarme cada día más a la oralidad; a terminar el poema y no saber por dónde empezar el próximo poema, en el sentido de no anclarse uno en fórmulas que tienden a hacer perder el fulgor, la mágica sorpresa de la alquimia del lenguaje poético.

¿Qué capacidad sanadora tiene la naturaleza frente a las heridas de la vida?

Somos naturaleza para empezar, y por sí misma la naturaleza es, en su parte vegetal, productora del oxígeno que necesitamos y consumimos todo el reino animal. Eso es ya suficiente de por sí. Pero la naturaleza en general está provista de múltiples elementos que ponen a funcionar plenamente nuestros sentidos. En ella se halla contenido un equilibrio constante entre la vida y la muerte que nos alucina por su complejidad cíclica y nos alerta de nuestra propia fragilidad. Casi todas las facetas del comportamiento humano podrían verse a través del espejo de la naturaleza. Además sus infinitas formas son un gozo para el pensamiento, la reflexión, el descanso, la meditación, y un gran texto que artistas y personas en general han humanizado porque su especial cercanía nos acompaña, vivifica y fortalece; la naturaleza dialoga con nosotros y nos hacemos amigos.

¿Qué se conserva de tu mirada infantil sobre tu pueblo y gente?

Se conserva la lluvia a raudales, días enteros lloviendo en Barinitas, mi pueblo; un pueblo del piedemonte andino venezolano; el jardín selvático del patio de nuestra casa (la actitud amorosa de mi madre ante la naturaleza); mi padre tejiendo redes en el poyete de la ventana de la tienda, en la antigua casa de mis abuelos, o leyendo por las noches después de volver del trabajo (la incisiva actitud de mi padre en la conversación y el diálogo); el olor del chocolate con canela que preparaba mi madre los días de lluvia y neblina, el huerto que mi hermano y yo cuidábamos ya no sé cómo y al que un día entraron todas las aves del mundo, dijo mi hermano cuando regresamos del colegio y el huerto había desaparecido; recuerdo gente sencilla, apacible; también recuerdo niños haciendo ruidos con el trompo, la perinola, las cometas, los balones, el béisbol, la algarabía infantil en general. La tienda de mi padre tenía cuadraditos de alcanfor, chanclas, hules, exvotos, material escolar, zapatos, alambre de espino, grapas, clavos, cuerdas para atar ganado, pistones, plomos y cartuchos de escopeta, manteca de cerdo, de caimán, manteca de tigre, aceite de hígado de bacalao, aceite de ricino, quina, guarapo de piña, chicha, rosquitas de pan de horno, verduras, hortalizas, legumbres, cereales…

Ah, y la música de los bailes (quien no bailaba no existía) y la guitarra, las maracas y el arpa de la música tradicional, de los boleros, de las serenatas que anunciaban el camino de los amores.

Venían los campesinos con sus cargas de frutos, cereales, tubérculos, que vendían a la tienda de mi padre o hacían trueque. Queda Francisco García con su burro camino al conuco.

En aquella casa, y en aquella tienda de mi infancia está el origen de mi poesía. En mi cuarto de la infancia y de la adolescencia, de suelos rojos, leí a Rafael Cadenas, a Eugenio Montejo, a Enriqueta Arvelo Larriva, Fernando Pessoa, José Ángel Valente…

¿Cómo eran tus conversaciones con tu hermano Ariel bajo el árbol?

Mi hermano Ariel simbolizaba la aventura y el peligro que conllevaba. Nuestras conversaciones eran parcas, mi hermano era músculo, potencia y el salto al monte, a las montañas, a los arroyos, a los ríos. Él apenas movía los labios con una sonrisa de hermano mayor y eso significaba tú aquí a mi lado y a mi ritmo pero yo era más pequeño e inexperto y él se perdía en medio del monte, se abría paso entre las lianas; iba ladera arriba o ladera abajo como una exhalación, y cuando volvía, en la procelosa compañía de los muchachos de su pandilla sonreía con la picardía de su edad de hombre en ciernes. A veces ante el desconcierto hablaba como un señor de todos los tiempos y de todos los espacios y decía que él me vigilaba siempre y que no había nada que temer y así fue siempre; pero yo sí temía y gimoteaba y temía a las serpientes, pero cuando me hablaba como un dios o como un padre, los temores desaparecían poco a poco como mis lágrimas.

Sobre qué te gustaría hablar que no hayamos hablado.

De la ingente labor que están llevando a cabo las editoriales independientes, como la que publica mi poemario, En Huida, a favor de la difusión literaria y en especial de la poesía.

Encarar tal aventura es establecer un puente desinteresado entre el escritor y su comunidad, para que la compañía, el compartir sensibilidades permita, a través de la luz que aporta la literatura, apostar por el gozo, la reflexión, la crítica.

La editorial En Huida da cabida a nuevos valores literarios que continúan la tradición poética andaluza, española e internacional y apuesta también por escritores de comprobada andadura literaria. En estos momentos críticos, económicamente hablando, sólo se puede decir que estamos delante de una aventura amable, poética, quijotesca, que merece un aplauso y nuestro apoyo.

 


Agustín María García López

Inés María Luna: Día feriado, Sevilla, Ediciones En Huida, 2013


 

Si hubiésemos de dar nombre al sol que vive en la almendra misma de la poesía de Inés María Luna, quizás no sería otro que la misma luz. La autora, habitando las ramas-renglones de un árbol de luz, inscribe su periplo lírico en la rueda de espejos donde gira el tiempo circular de las cuatro estaciones, ámbito de la pura transparencia, que se constituye en conjuro del tiempo de Cronos, y que desemboca en el océano de la luz total: "No importa si hay que subir, / si en el camino perdemos las cosas". En el mismo camino se halla lo que se pierde. Y es el canto el que halla, machadianamente, lo que se pierde. El tiempo del reloj carece de sentido. No consiente dadores de sentido, sean poetas o hermeneutas. La autora sabe que un día fue nuestro cuarto el aire, que habitamos el aire. Aire pespunteado, aire que, con su mínimo hatillo de recuerdos, nos sale al encuentro trayéndonos el día —día cóncavo y convexo—, con su trama de luces y su urdimbre de instantes. El tiempo es un camino, un methodos, para "sacar de ti —Salinas dixit— tu mejor tú". Se ha dicho que Edmund Husserl no dio una respuesta clara ante la pregunta de saber cómo se llega a la última esencia despojada las cosas, sin destruir las cosas. Quizás la respuesta no sea otra que el ser definido por el otro; ése es, a la vez, el límite y la piedra de toque para saber si hemos alcanzado lo mejor y lo último; ser yo por ser tú, "vivir en los pronombres": "Y al fin y al cabo, / esa es la vida, / indagar por dónde / se nos sale el alma, / esperar que un día / llegue el milagro / que convierta el amor / en la gramática, / y todo lo confunda, / desde la raíz".

La autora contempla desde el ámbito de su Morón natal, juanramoniana luz con el tiempo dentro, la ruptura de límites que se sale del límite, que abre las cuatro esquinas infinitas, que la gramática de colores del mundo ha pintado con la cal de su infancia. Y se sitúa en Diciembre, como línea de tierra del ángulo diedro donde converge y diverge la rueda de los meses. Un alto en el camino del devenir redondo. Diciembre como clave del misterio, como portada inédita del libro de la vida: "diciembre era la puerta de una iglesia / y los libros que aún no habíamos leído".

La vida eclosiona —como una flor de fuego— en un instante. Las bisagras del sueño igualan vida y sueño. El sueño dispara sus flechas sobre el blanco de la vida. La vida guarda ensimismada un carcaj de sueños, cuyas flechas se dirigen al centro mismo de su corazón. Las "llagas de amor vivas" de la vida animan a la vida a Melibea. Inés María dialoga con Melibea, que es otra forma viva de dialogar consigo misma. Melibea fue la víctima de una red de palabras, de un hechizo insidioso de palabras. Celestina la puso cautiva en una torre sin ventanas, con aspilleras de palabras. Y la pasión fue un círculo de fuego de palabras. Tan sólo de palabras. Calisto estaba mudo de palabras. Y la vida eran sólo las palabras. No hubo para la dama Melibea una vida fuera de las palabras: "Te hirió la juventud, / la juventud, Melibea, / había que superarla, / y seguir viviendo." Con otras palabras. No con palabras —como dijera Alberti— "heridas de muerte las palabras".

La autora inscribe su decir en la rueda metamórfica de la memoria. Diversidad de signos y de símbolos, sin Piedra de Roseta, cifra o clave. Y se busca a sí misma. Pessoa, a quien tan bien conoce, multiplicó su silueta en los planos cubistas de un "drama em gente"; ella se busca a sí misma en otras tantas muchachas, por unas calles donde se transparentan las calles de Lisboa: "No sé si con el tiempo pudo ser, / o en algún lugar me quedé perdida. / Y en una ciudad con frío, / alguien que es como yo / sube a un tranvía, / alguien que es como yo / mira las calles, / alguien que es como yo / lleva un abrigo, / y unos libros bajo el brazo".

La segunda sección del libro, cuyos poemas llevan por títulos topónimos portugueses, se abre con una cita de Alberto Caeiro: "Porque yo soy del tamaño de lo que veo, / y no del tamaño de mi estatura…" El poeta canta el aliento de todo para con todo; es del mismo tamaño ontológico que el clavel o la amargura, que el unicornio o la veleta. Diferentes, distintas son las cosas. En el poema que inicia la serie, "Playa de Fábrica", "el tiempo se diluye en un espacio, / que hace que todo sea igual, / y nada sea igual". Diferentes, distintas son las cosas. E iguales, muy parejas son las cosas. Por eso las amamos, porque tienen esencia. Pero esa esencia nunca es absoluta, nunca —como bien dijo el sabio Nagarjuna— es separada. Porque tienen esencia, y porque no tienen esencia separada; por eso renunciamos a medirlas, por eso renunciamos a contarlas, por eso renunciamos a pesarlas. Son tan sólo los pasos septembrinos los que miden los recuerdos: "Septiembre va creando / su propio paisaje, / una luz que cuenta / que nunca es inútil / el paso de un día".

En estas hojas de luz no caben conciencias interiores. Ancho es el mundo. Entre cuerpo y conciencia no caben distinciones. Entre cuerpos y conciencias tampoco: "Todo se va ocultando, / poco a poco, / en movimiento lento, / todo volverá a ser. / Yo buscaré el lugar / que cada año me espera. / Será mi cuerpo / donde el mar resucite".

"Cacela Velha" no existe; bueno, sí: es el envés del agua, donde cantan sus propios pájaros y se animan sus propias sombras. Siluetas de amor y tinta china patronean unas barcas de saudade: "aquí donde todo es silencio", en la telaraña de plata —inflamada de luz, invisible— del aire. Suele el tiempo acompasar sus latidos; e hilar con sus latidos sus madejas de formas peregrinas. No borda en su cañamazo raíces ni tampoco árboles: da forma a sus rizomas. Tejen un sol eterno y ardiente que se alimenta de sí mismo, y que es —¡amor!— todas las cosas: "tiempo en que todo se une, / en que las cosas se contemplan, / quietas de asombro, y de mar".

Clave y cifra del libro de la mágoa es Lisboa. Si alguna ciudad es un álbum de estampas peregrino, ésa es Lisboa. No ciudad invisible, como las que fundaba Italo Calvino, sino invento —¡sí, invento!— del poeta. Arquitectura frágil de luz pura, enferma de poesía, su recuerdo siempre nos trae la vida: "Para poder vivir, / como si siempre llegara a Lisboa."

En el poema "Fin de año", la autora muestra su deambular interno por humanos paraísos, países intersticiales donde arde el fuego último de su dilecta sencillez, transfigurada en armonía vital. Su propia soledad la lleva a ser la voz que clama en el desierto, el único calor, ya amenazado.

Pensadores y poetas beben —para decir según las dos formas sagradas del decir— de la fuente del thauma, del asombro. Decía el Estagirita que "las sensaciones son amadas por sí mismas, incluso al margen de su utilidad, y, más que todas las demás, las sensaciones visuales". La mayor alegría se cifra en las siluetas luminosas que invocan la presencia del recuerdo: "del recuerdo que nos dejará / una alegría de mirada nueva".

En los versos de Inés María Luna, toman cuerpo ciudades, breves urbes como las de las miniaturas medievales, con vivos ríos de orillo; las ciudades de su poesía son rosas polipétalas, centifolias, que se expanden desde su centro mismo, desde su "corazón / que en la lluvia tiembla". Sístole y diástole de Évora, escondida ciudad invisible. Y el corazón alemtejano no es otro que el propio corazón de la escritura, que habita en el silencio, donde cada vez que amanece se formula la misma pregunta. Y nunca halla respuesta su fábula imprecisa: "Yo, criatura viva, / oigo mi voz, / sigo siendo pregunta en el silencio". La naturaleza se extraña, abandona a la autora. Como las sirenas, como los centauros, siempre adentro y afuera, nuestro vivir angélico. Hoy las cosas han trazado la clausura de sí mismas. Una espada de fuego en cada punto —sea externo o interno— de la esfera parmenídea: "¡Qué quietud de las cosas, / todo siempre en sí mismo!".

Una luz detenida viste las estaciones. Una luz sumergida que no quiere abandonarse al ritmo de las estaciones, al ritmo circular de la vida; una luz que quiere hundirse, como si fuera un tiempo deshojado, en los abismos del mar. Luz que ha arrojado al borde del camino su bordón gitano: "Y este silencio, / y esta luz, / que es otra luz, / que quiere y no puede / alejarse del mar".

Dijo Confucio que "los peces son para el agua; los hombres, para el camino". Ramón Pérez de Ayala llamaba al mar "el sendero innumerable". Todos los caminos se hallan contenidos en los rumbos del mar. La Rosa de los Vientos o el signo de la vida. En "Tavira", "como si no bastasen las iglesias, / los castillos, y estos árboles, / y escuchar a Mariza, / junto al quiosco de la música, / cantar María Lisboa, / después de todo el mar, / y un barco que nos lleva".

En "Día feriado", poema que da título al libro, la autora muestra su decidido afán de empaparse de vida, de "vivir todo el tiempo", por más que "alguien cuente los minutos", pese y mida la vida, hurtándole su esencia, y la conmine a una vida destemplada. Quiere vivir una teoría de instantes, de instantes florecidos, sin paréntesis. Plenitud sin relojes. Y suspira por unas migajas más de vida. Unas migajas de oro, "que pueda ser la vida / como un día feriado".

La tercera sección de Día feriado se abre con una cita de Álvaro de Campos: "¡Ah, no ser yo todo el mundo y todos los sitios!". El ser humano es —a tuerto y a derecho— un microcosmos, una conciencia abierta que está unida con todo. Porque un mismo principio une tiempos y espacios. La autora se sitúa en el mundo intersticial de la imaginación, mundo de la luz. El tiempo se explica y se complica en nuestro ser-memoria. La tiniebla llama a la luz, pero este llamado es ininteligible. La luz es inocente y afirma su presencia frente al miedo. La luz crece y se crece. Se dilata en puro ser conciencia abierta y pura, luz total que se escapa del miedo y su amenaza.

"El tiempo se detiene en esta plaza". Árbol, pájaro, sueño, trujimanes del instante. El mundo es, como el sábado lorquiano, una "puerta de jardín", una permanente puerta de jardín, sin espadas de fuego. Contemplando la piedra, la piedra se contrae y alabea, para hacerse tan sólo como un lienzo inconsútil donde se proyectaran los cromos distinguidos, distintos y distantes, del recuerdo.

"En verano el vino se presenta / como una promesa / de felicidad cierta." Es el verano signo, símbolo y estandarte del eterno femenino. Círculo de lágrimas verdaderas donde chiquillas con vestiditos de percal y trenzas duras conjuran la batalla de los años, donde el tren de la infancia gira y gira inocente en su cinta sin fin. Donde el vino es una flor de tierra que nos unge los labios y sintetiza el mundo en palabras de oro.

Existe un viaje interior donde el tiempo se aduerme en el espacio y el espacio, de nuevo, nos visita. El viaje responde a la mesura y no a la mensura. Se trata de comparar el tiempo y el espacio con medidas circulares que alejen nuestro tren de las dos estaciones de Escila y de Caribdis, "para que esta luz sea cierta, / y que el tiempo se encuentre / con su espacio, / a su debido tiempo". Las mínimas presencias, instantáneas, del gozo, trazan un mundo de oro y ébano, como las bandas del cuerpo fugaz de las abejas. En la intimidad última, el mundo rezuma y se resume en las sonrisas: "No olvidaré la luz, / la vista presentida / desde la sala. / La noche, la piedra, / la mirada feliz / de los desconocidos".

La ausencia es un exilio del tiempo transparente, de un espacio enjoyado de rocío. Una huida del círculo feliz de los encuentros. Ha descendido el tiempo de su tiovivo loco. Y es ahora "otro" tiempo, un tiempo solipsista. Porque "La ausencia permanece en las palabras, / en la evidencia de los ojos, / en la memoria de este día. / Pero sé que ya es otro tiempo. / Ahora hace un minuto que no estás".

Inés María Luna ha distinguido las voces de los ecos, el fuego de la ceniza. Como Hoffmann, ha devuelto a los árboles su desnudez primera, desnudez que no es cruda. Un halo de prestigio —clámide transparente— los envuelve en el "tejido de rosas de su pudor", que diría Francisco Villaespesa. El mundo adquiere el color oloroso de la tinta de imprenta y del papel de los cuentos, "la sensación de vida agradecida", la sonrisa más cómplice. La luz se constituye así, una y otra vez, en justo medio: "El hombre que soy / se queda con la luz", poder que llega a ejercerse sin saberlo. Impulso vocador de la vida. Han quedado al margen trágicas desmesuras, que aguardan el instante, un instante tan sólo, en que el sol baje la guardia: "Lo contemplan la oscuridad y el frío".

La multiplicidad de lo distinto es el bien. Porque, como afirmaban los pensadores del Medievo, "ens et bonum convertuntur", el ser y el bien son convertibles entre sí. La multiplicidad de lo mismo, donde nada posee esencia, ni separada ni de modo coinmanente, es el mal. Si los versos son, en su etimología latina, "surcos", la fábula verdadera, que no es lógica, o que, al menos no es sólo lógica, sino también, y sobre todo, ontológica y, a la vez, moral, se escribe con nuestros propios renglones torcidos. Dijimos antes que todo es igual por ser distinto y que todo es distinto por ser igual. Vivamos en la vívida fábula. La aventura se abre paso por caminos vedados. En palabras de Inés María Luna: "No hay que despojar a las cosas / de su poesía, / de su confusión, / de no saber adónde vamos, / no siempre la certeza es luminosa, / yo quiero la luz del andar perdido".

 


Agustín María García López

David González Lobo: Dulcamara, Sevilla, Ediciones en Huida, 2013.


 


2:11 Cuando ya fue grande, Moisés salía a ver a sus hermanos, siendo testigo de la opresión en que estaban; y un día vio cómo un egipcio maltrataba a uno de sus hermanos, a un hebreo; 2:12 miró a uno y otro lado, y no viendo a nadie, mató al egipcio y lo enterró en la arena. 2:13 Salió también al día siguiente, y vio a dos hebreos riñendo, y dijo al agresor: "¿Por qué maltratas a tu prójimo?" 2:14 Éste le respondió: "¿Y quién te ha puesto a ti como jefe y juez entre nosotros? ¿Es que quieres matarme como mataste ayer al egipcio?" Moisés se atemorizó y se dijo: "La cosa se sabe". 2:15 El faraón supo lo que había pasado, y buscaba a Moisés para darle muerte; pero éste huyó del faraón y se refugió en la tierra de Madián. 2:16 Estando sentado junto a un pozo, siete hijas que tenía el sacerdote de Madián vinieron a sacar agua y llenar los canales para abrevar el ganado de su padre. 2:17 Llegaron unos pastores y las echaron de allí, pero Moisés se levantó, salió en defensa de las jóvenes, y, sacando agua, abrevó su ganado. 2:18 De vuelta ellas a la casa de Ragüel, su padre, les preguntó éste: "¿Cómo venís hoy tan pronto?" 2:19 Ellas respondieron: "Es que un egipcio nos ha librado de la mano de los pastores, y aún él mismo se puso a sacar agua y abrevó nuestro ganado". 2:20 Dijo él a sus hijas: "Y ¿dónde está? ¿Por qué habéis dejado allí a ese hombre? Id a llamarle, para que coma algo". 2:21 Moisés accedió a quedarse en casa de aquel hombre, que le dio por mujer a su hija Séfora. 2:22 Séfora le parió un hijo, a quien llamó él Gersón, pues dijo: "Peregrino soy en tierra extranjera". 2:23 Pasado mucho tiempo, murió el rey de Egipto, y los hijos de Israel seguían gimiendo bajo dura servidumbre, y clamaron. Sus gritos, arrancados por la servidumbre, subieron hasta Dios. 2:24 Dios oyó sus gemidos, y se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. 2:25 Miró Dios a los hijos de Israel, y atendió.

ÉXODO, 2, 11-25.


 

I. In itinere.


Nos dijeron
que no éramos de aquí,
que éramos viajeros,
gente de paso,
huéspedes de la tierra,
camino de las nubes.

          Rafael Alberti


Dulcamara es un cuaderno de derrota, en uno y otro sentido, y un libro de bitácora, y un grimorio de magia prodigiosa que oculta el poder de su virtud en las alforjas gastadas de un peregrino abierto a todos los senderos que se bifurcan en las encrucijadas de la vida. Para darse de manos a boca consigo mismo, hay que salir de sí mismo en busca de la tierra prometida, para hallar en sí mismo esos racimos colmados que precisan dos hombres para su transporte. Sólo hay una clave de bóveda, cifra o número mágico que trace el rumbo sobre la carta de circunnavegación. Agustín lo sabía: "Ama…, y haz lo que quieras".

Una tarde, al sol poniente, siete muchachas, hijas de Jetró, el sacerdote de la tierra de Madián, refugio de Moisés, se disponían a dar de beber a su rebaño. Los pastores lo impidieron. Moisés los puso en fuga y dio de beber a las ovejas que apacentaban Séfora y sus hermanas. El peregrino, el huido, el derrotado, el extranjero dio de beber a todos su agua de imposible alegría, oculto su venero en el envés de la ceniza: "En los áridos campos / bajo el resplandor / la sed y las fiebres // tú // el extranjero // delante de los poderosos // diste de beber / a los animales / las mujeres / los pobres / y a los tristes", herederos de la tierra. Tras empuñar el bordón de llamas, prendido en la zarza ardiendo, "la espalda diste / con lágrimas en los ojos". El peregrino desposó a Séfora, carne de su carne, encuentro íntimo del amor con el amor, profunda mismidad sin solipsismos: "Soy Séfora / hija de los que guardan rebaños y sueños // Mi señor / también de lava / estoy hecha". Sacerdotisa y vestal grávida de los sueños.

La desnudez del peregrino no se hurta a las bandadas de pájaros, no se oculta a la presencia de los tristes. En calidad de microcosmos, se hace símbolo y analogía de todo: "El sol que se va / habla como quien concluye la asamblea // También soy la luna / el paisaje en sombras / y los animales". El poeta peregrino, empuñando de nuevo su cayado, duda y teme: "Lana de tu miedo / o el espejo de un ovillo / manchado / de sangre // En el césped te sientas / y la tarde cae // Espinas y sombras".
Moisés transfigurado y peregrino, el cautivo de la cárcel del mundo contempla cómo la luz inédita del reino intersticial ha inflamado los ramos. El poeta no precisa del valor taumatúrgico del árbol que en sí mismo se enrama, hurtándole la posibilidad de ejercer el sacerdocio órfico, para nombrar así una a una las cosas al socaire del amor: "Iluminada está la rama / Para qué darle nombre al árbol".

El poeta no puede hallar su voz sin la voz paralela de Séfora, que una y otra vez avisa de su amorosa presencia. Séfora. En la arena. En los perfiles de los fata morgana. En la indefinición de límites entre los pétalos de la flor de la alegría y las espinas del rosal de la tristeza. Promesa permanente de vida y de virtud, redonda ánfora llena, abismo incolmatable.

Detenido ante el muro labrado, en presencia de la piedra, de unos sillares mampuestos del Castillo de Irás y No Volverás, el poeta aguza su oído para escuchar la voz que susurra por almenas y merlones; su orfandad busca y halla presencias fraternales, su alteridad se trueca —siquiera sea en un punto— en mismidad.

Las letras tienen ojos. Se arraciman en los muros precarios. Se refugian —aterradas— en la flor del cuaderno, y conjuran la infancia, que se defiende tras un minúsculo antifaz. Como en el Poema de Parménides, la palabra siempre es. En la hendidura de una piedra bivalva comienza la andadura —espiral explicada, complicada y contraída— de la historia. En sus facetas jánicas se escribe a fuego el nomos, la torá, la ley, "mas sin embargo / la hierba ondula".

Decían los sabios medievales que la naturaleza es un libro. Tal vez sea ésa una de las razones de ser de la filología. Del amor de los bibliófilos por sus objetos mágicos. Materia viva, hilozoica. Hay plantas que se perecen por el agua; y el origen del agua está siempre río arriba; en el origen. La hendidura del agua, la escritura del agua es "llaga de amor viva". Donde habita el dolor. "Donde habite el olvido".

En la bellísima síntesis de un poema de Albano Martins, podemos leer: "Toco-te. // E todo o oiro se dissolve". "Dije: Todo, completo", escribió Jorge Guillén. En el pequeño paraíso momentáneo del locus amoenus, todo se funda y funde en flor de oro; "oro resplandeciente", consigna en su cartera el poeta.

El peregrino atraviesa en su destierro un río de azogue. Los seres humanos se empecinan en discurrir por un derrotero inacabable e inmenso. A través del refugio maternal e indeterminado del tiempo circular que define la niebla: "Míralos / amar/partir / también / bajo la niebla".

—Alguien —un talón delicado, ¿femenino, quizás?— ha intentado romper el círculo. Ha mantenido encendida su lámpara de aceite; una vestal fecunda, sombra viva en las sombras, filigrana de soles, caligrafía de estrellas, enramadas de lluvia.

En los reinos intersticiales de la luz, en cada uno de los granos de arena que redondean la luz y la circuyen como su almendra última, brilla un rubí de sangre. Se convierte la tienda del poeta en un ámbito de luz dado a la permanencia. La tienda misma se metamorfosea en reino intersticial, en tierra prometida. Éxtasis momentáneo que provoca a la vida, a la rosa de cristal del entusiasmo. Pero Moisés no se da por satisfecho. Inicia —una vez más, y ¿hasta cuándo?— su viaje circular, su da capo eterno, por más que haya llegado a la esencia del "fuego siempre vivo, que se enciende según medida y se extingue según medida": "Y tú sigues buscando / cuando llegas a lo más alto / de la cumbre".

Ashavero, inocente, ha arribado, por fin, a una tierra cualquiera. Y se apresta a ungirla como si fuera la tierra prometida. La contempla, aspira su trasminar a vida, se aduerme en el terciopelo de su son, y alza los paravientos que propician el diálogo. El Árbol de la Vida, el Chun Yun, al alcance de una mano. Al de la otra, el sendero innumerable, el mar. Cualquier tierra es la tierra prometida: "Aquí planto la tienda // Ésta es la tierra".


II. Carmina mediterranea.


El filósofo alemán Karl Löwith, que anduvo cautivo por Italia durante la Primera Guerra Mundial, consideraba que la humanitas era connatural al mundo mediterráneo, por su sentido del límite fuera de toda hybris, del límite ilimitado que sin limitarse limita.

El peregrino ha levantado de nuevo sus reales. Rompimientos de nubes en los cielos, y matas de romero y lentisco en los caminos mediterráneos. Arroyos que espejean el cobre de la tarde. Letras heridas han quedado a la orilla del camino. Las palabras, como las del gran Will, son del color de los sueños. Dice Paz en su cita: "La noche con olas azules va borrando estas palabras, escritas con manos ligeras en la palma del sueño". Las amarguras viejas —Machado dixit— se han trocado en blanca cera y dulce miel. Rilke quiere apartarse del amado. Y se tensa en el arco para buscar el impulso de un justo medio que equidiste por igual de toda hybris. Sólo así puede alcanzar el nietzscheano retorno de lo mismo, la voluntad dionisíaca de poder. Sueños de nomadeo, como a Basho, asaltan de nuevo al poeta, porque, en palabras del propio Rilke, que el peregrino hace suyas, "no hay que permanecer en ninguna parte".

Antes de sumergirse en el río del silencio, el poeta interroga a las flores humildes, rogándoles la clave de su enigma, que no es otra que el silencio celeste: "Mira las margaritas / y habla cuando lo creas necesario".

Como en un bondadoso jardín de August Macke, los paseantes bailan una contradanza de sombras: "Un hombre de espaldas / un adolescente / un viejo / una señora / una muchacha / pasaban por el jardín / como recién llegados / como palomas / como pájaros / como gatos / mirando las hojas secas / haciendo ruido". La luz se desmentía entre los restos salvados del naufragio. El pecio no fue capaz de escribir el perdón. Se había vuelto cobarde en la prisión del tiempo.

Una muchacha huida voló —como en un lienzo de Marc Chagall— hasta que las nubes desdibujaron sus perfiles: "Cuando el viento / abrió las ramas / y viste la corona del fruto / la muchacha era una nube / y todo había pasado". En el tronco hueco estaba la puerta que se abría al infinito. Relativo infinito.

Una taza de agua, colocada en las lindes del camino, señala la línea de tierra de los besos, cuando raya el crepúsculo. Una nueva despedida  —"nos despedimos otra vez"—  y un eterno camino: "Alguien se pierde / y la luz va arrasando el cuerpo y la floresta".

El dolor se conjura de nuevo con las heridas mínimas del fuego primigenio. Letanías dibujan el universo mundo con sus invocaciones. En la dulzura de la noche se abre siempre la flor del camino. En los ojos de antaño los ojos de hogaño. El tiempo es un naipe de tres caras. Coincidentia oppositorum.

En la flor de la pérdida, alienta nuestra vida. Un bosque de recuerdos perdidizos alimenta la torre de Babel de la nostalgia. Si todo se oscurece en la raya del agua, está "confundida la lengua" —son dos versos de Ana María Oviedo Palomares— "que deshace su delgado tallo herido".

Los pájaros —errantes y dispersos, como el propio poeta— se individúan en una bandada. Ven hurtársele su flor salvaje. Abandonan su errancia y se vuelven domésticos: "Dices / mejor un canario / en una jaula perfecta / un periquito / y hasta una paloma / si no hay remedio".

La pregunta que taladra las rocas toma cuerpo como flor, arena o arroyo. Séfora se pregunta la pregunta. Y la naturaleza sólo va a responder con ecos. Con palabras sonoras sin la almendra del sentido. Lo dice el verso final, cita de Rojas Guardia: "La noche / oscura / negra / la noche con un racimo de estrellas / el aire del amanecer / y este temblor lleno de ecos".


III. Flos coffeae arabicae.


El poeta, como Antonio Machado, se apresta a "distinguir las voces de los ecos". Detrás de su búsqueda incesante, alienta el maestro de donde fluyen hoy casi todas las originalidades. Murió en París con aguacero. Hemos dejado, a propósito, para este momento, la lectura de la cita que abre el libro y le presta su último y primer sentido: "Quién hace tanta bulla, y ni deja / testar las islas que van quedando". Hemos dicho que el poeta cholo es la fuente de donde fluyen hoy casi todas las originalidades. Los archipiélagos de la poesía fueron dejándonos tan sólo algunas "ínsulas extrañas" —San Juan de la Cruz, que tanto sabía de nadas plenas, así lo dijo, nos lo dijo—. Ese griterío inane, esa bulla, dificulta la asumpción del maravilloso testamento del poeta que sabía que "hay un viernesanto más dulce que ese beso".

La más bella imaginería de la poesía más bella de la generación del 50 es la imaginería de Luis Feria. La infancia es la clave de bóveda del infinito relativo, cuyo recuerdo es un lorquiano "perfume de flor de cuchillo". Todo —apofansis— se iguala con nada —apofasis—: "Infancia: un aroma. Un dolor, un cuchillo, una huella, una ceniza. Todo. Nada". Así concluye Más que el mar, que David González Lobo trae a colación.

El peregrino ha llegado ante un dintel ausente de empalizadas y de espadas de fuego. Es la meta metamórfica del camino posible e imposible que lleva —órbita circular— hasta la infancia. Agustín y Nicolás de Cusa funden pasado presente y futuro en un presente eterno. Los griegos de los primeros tiempos no tuvieron en cuenta la eternidad de rango histórico. Fue el tiempo del aión el tiempo circular de la vida a la vida. ¿Conseguirá el poeta encarrilarse al círculo?

Todo va a resolverse a la luz de los diálogos. Deslizándose por un intersticio, la sombra —que se quiere luminosa— del poeta, se cuela —inédita otra vez, "por un milagro de la primavera"— en su habitación de niño.  Ante el fondo de tiempo del aión reproducido, desfila un friso de humanidad herida e inocente, sangre libre: Josefa, el tío Luis, el abuelo Pedro, la tía Pepina, el tío Guillermo, "como un muro de laberintos"; Francisco García con su burro, y Delia, su hija, "que no había conocido el amor"; Marta, Rolando y Freddy el Negro. Salvados en el viento órfico, por el silencio que pare los diálogos, impresionados en un celuloide que nunca muestra la palabra "fin". En el presente eterno y recobrado del tiempo de la vida, desplegado como un rodar de manzanas olorosas sobre las colchas vírgenes, el poeta complica los opuestos en un pliegue, donde "todo alienta con todo y se sostiene", como se dice en mi "Intermezzo".

Los ojos de la infancia suelen marinearse por las copas de los árboles. Desde el naranjo hasta los arbustos de los arrayanes. Los niños convocan a los colores. En las flores de jade se inicia una metamorfosis de claveles. El niño ordena sus lápices de colores, transforma perfectamente serio el caos en cosmos. Es en este momento cuando irrumpen en el comedor los dragones chinos, defensores esforzadísimos de la infancia. Los poderosos dragones, en cuyas colas brillan los coloridos ocelos múltiples de las colas de no sé qué mágicos pavos reales que recuerdan a los lienzos de Juan Romero. Inocentes dragones que expelen por sus fauces chinescas un fuego "con llama que consume y no da pena"; enarbolando sus varas de virtud, convocan con sus batintines a las diez mil cosas y posibilitan el baile metamórfico del niño, érase que se era luciérnaga o pájaro carpintero. El niño, sentado frente a un mundo que, un sí es no es, lo contraría, se alarma; no quiere que se difuminen nunca los dragones que le roban las natillas. Doña Filomena, la maestra, le sugiere al niño trabajos ponderados. Cada cosa en su sitio: el papel de colores, el tarro de goma arábiga, las tijeras… Cuerpos geométricos, nítidos, claros, de volúmenes perfectos, aburridos…

El niño cortichea colas de dragones, fauces de fuego —no se sabe si de la dinastía Ming o de la dinastía Tang—, pintarrajea sobre las cartulinas con tintas chinas rojas, anaranjadas, amarillas, verdes, azules, añiles, violetas… Doña Filomena se desespera. "No podía evadirme de una buena vez de aquellas colas de serpientes / aquellas alas aquellos trazos de fuego azulado tan combustible / Ellos y el trabajo geométrico no se llevaban bien // La cena se enfriaba y a mí me miraban largamente y en silencio".

El poeta ha visto florecer, como Aarón, su vara de virtud, su bordón o cayado, otrora de fuego. Signada por la infancia, toda tierra, que fue sólo un momento la tierra prometida, es, ahora, a pesar de todas las carencias, o quizás por ellas mismas, la Tierra Prometida: "En mi viejo cuaderno / apenas hay números desdibujados / esqueléticos / las manchas de unos peces plateados / una luna amarilla / y unos granos de maíz que crecían en los bordes de las líneas".

 


Agustín María García López

Juan Manuel Flores: Vox populi
[Juan Manuel Flores: Ha llegao la mañana, edición y prólogo de Marianna Maierú, palabras preliminares de Agustín María García López, Sevilla, Ediciones en Huida, 2013, 2.ª edición]


 

I.  Vita mortem superavit.

 

Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.

Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.

Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.

Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.

          Manuel Machado

 

La poesía popular —y otro tanto les ha ocurrido a los artistas contemporáneos que han logrado estilizarla en sabias composiciones— ha tenido mala prensa. Repárese en que podría haber modificado la frase anterior con el adverbio ‘siempre’, pero he preferido no hacerlo. Pese a todos los eruditos a la violeta, y pese a todos los ¿artistas? que han hecho de un solipsismo estéril su bandera, no ha sido así siempre; y no me refiero a los que —como nuestro padre Rubén— se comunicaban con todos sin que les estorbase su torre de marfil, sino a los que olvidan que la poesía es —y no sólo, por supuesto, pero sí en primera instancia— comunicación; y comunicación total, vocada hacia las diez mil cosas, que, en su presencia inocente, nos tienen a los seres humanos por sus dadores de sentido y hermeneutas. La mala prensa viene de antiguo. Incluso aparece en épocas tan dadas al gusto popular como la Edad Media, que en nuestra tierra florece con el espíritu mudéjar. Según escribe Alcuino de York, "Nec audiendi qui solent dicere, Vox populi, vox Dei, quum tumultuositas vulgi semper insaniae proxima sit" (Epistolae, 166, §9), o lo que es lo mismo, "Y no debería escucharse a los que acostumbran a decir que la voz del pueblo es la voz de Dios, pues el desenfreno del vulgo está siempre cercano a la locura".

Todo arte popular habría sido el pálido reflejo de un gran arte perdido, como llegó a decirse en un momento; y así trataron, en consecuencia, una vez y otra, de inocularnos este antipático virus en nuestros primeros años universitarios. Afortunadamente, ni entonces ni ahora estuvimos dispuestos a aceptar el dogma inamovible. Se nos iban los ojos detrás de las líneas donde Federico García Lorca —contemplando el palimpsesto romántico— distinguía entre la cultura de la sangre y la cultura académica; la aristocrática sangre humilde de los Ortega, de los Ezpeleta …, de los Flores.

"Vox populi, vox Dei"; frente a todos los intentos de robarles su esencia común a todas y cada una de las diez mil cosas, que así llamaban los chinos al conjunto de todo lo que hay, siempre hubo una cultura popular acallada, tal vez hoy más que nunca, disfrazada con aquel traje "absurdo, loco, ridículo" que le habían puesto al niño pobre en el poema juanramoniano; cultura popular que aflora en la intrahistoria de Miguel de Unamuno o en la microhistoriografía contemporánea, como cuando Carlo Ginzburg nos narra en El queso y los gusanos la pasión y muerte del molinero Menocchio, que sostenía tesis precristianas de carácter materialista, pensamiento soterrado de raigambre popular que atravesaba, como una marca de agua, como otra marca de agua, el recorrido histórico del Medievo, y que fue imposible sostener en la llamada Modernidad.

La órbita popular —y neopopularista—, a la que prestaron sus finos oídos poetas de la significación de Federico García Lorca, Rafael Alberti o Fernando Villalón, puntúa, de una u otra forma, y ya desde la misma dedicatoria "a Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol, que me mandaba moras y claveles", la biblia del krausismo, que no es otro el verdadero sentido de Platero y yo, como lo demostrara Michael P. Predmore; en dicha órbita se inscribe la obra poética de Juan Manuel Flores, que se constituye en  libro de aventuras —recuperado hoy por las mani di fata de Marianna Maierú— donde son indistintos los poemas para ser leídos y las letras para ser cantadas, y aun me atrevería a decir que la más afiligranada tensión poética, "donde llueven las rosas / y la gente no sabe de tristezas", se escora, en mayor medida, hacia estas últimas: "Un jazmín dos veces blanco /  se mira en el agua quieta, / la noche tiene mil calles / con las ventanas abiertas".

La Rosa de los Vientos abre sus puntas hacia ocho vientos y veinticuatro rumbos. Sumadlos, y tendréis treinta y dos direcciones, que colman de caminos la rosa de la vida. Si recorremos, con nuestro fardel de memorias al hombro, las treinta y dos encrucijadas luminosas, y nos escapamos hacia el universo mundo por los intersticios donde los contrarios se funden y confunden, desembocaremos en los vastísimos campos donde se abren y expanden las dos palabras mágicas por donde rezuma y se resume la poética de Juan Manuel Flores Talavera: la vida. Triste y alegre; alegre y colorista, sobre todo, pese a los posos de honda melancolía que, a veces, se transparentan en sus versos de luz y música de esferas: "amárrame con tus trenzas / a la tierra y a la vida / que tengo tantas heridas / que sé tanto de tristezas…". Cuando Juan Ramón Jiménez fue requerido para escribir unas breves palabras, a manera de  prólogo, para la edición infantil de Platero y yo, dijo que, en el libro, "la pena y la alegría son gemelas, como las orejas de Platero". Juan Manuel Flores sabía perfectamente que la vida halla en sí misma su propio sentido: "Pero una voz remota me susurra: / Mañana el sol será niño de nuevo". Sin apartarnos del mundo medieval, que hemos tomado como punto de partida, traeremos  a colación el verbo numinoso del Maestro Eckhart: "Si nos preguntásemos sobre la vida durante mil años diciendo ¿por qué vivir? y hubiera una respuesta, no podría ser otra que ¡sólo vivo para vivir! Y eso es porque la vida es su propia razón de ser, mana de su propia fuente y fluye de continuo sin jamás preguntar por qué, sólo porque es vida".

 

II. Amor est magis potens quam mors.

 

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan lleno de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.

               Federico García Lorca

 

Dos son las formas sagradas del decir. Del sagrado decir sin dogmas ni absolutos. Desde la vertiente ontológica, José Ortega y Gasset nos dice que "[El amor] es un acto centrífugo del alma que va hacia el objeto en flujo constante y lo envuelve en cálida corroboración, uniéndonos a él y afirmando ejecutivamente su ser". Perfecto. ¿Cómo podría decirse ahora lo mismo desde la otra forma sagrada del decir? Muy sencillo. Y muy difícil, a la vez: "Vendrás atravesando / crepúsculos inciertos / hasta el claro cenobio / de mi verdad rotunda, / te fundirás conmigo, / y ya no contaré / más soledades". La síntesis de Juan Manuel Flores, "gratia plena", recoge el carácter fluyente del amor: "Vendrás atravesando / crepúsculos inciertos…", vida-muerte durativa, extendida, que nunca acaba de abandonar las paradojas del instante. No es sino el crepúsculo, multiplicado en luces —donde la soledad abre su pecho—, la encarnación última de la promesa hecha por el pasado inmediato, plasmada en un futuro que signa el presente prodigio, referido a una verdad que no es lógica, sino moral por emotiva; el ámbito donde eclosiona la cálida corroboración, unión y afirmación del otro. Ante la espada de Damocles que suspende el tiempo sobre los amantes, el poeta susurra la clave que puede conjurarla: "Yo guardaré tus besos / uno a uno, / para poder vivir sin tu presencia".

El poema que sirve de colofón a Más que el mar de Luis Feria concluye con esta sentencia: "Vida o muerte. Es lo mismo". Cuando paseamos por la Sevilla más honda y humilde, "mi Sevilla / con sus dos trenzas de siglos / sigue siempre siendo niña", donde nos reciben las viejas joyas arquitectónicas de San Marcos, Omnium Sanctorum, San Gil, San Julián,  Santa Marina o, allende el río, Santa Ana, y olemos los mismos jazmines que se desbordaron por los muros de nuestra infancia, cuando "nada me había empañado / la sonrisa, había tanta blancura en mi mirada, / que el cielo era celeste / y se reían las cosas", volvemos a ser testigos de "la luz con el tiempo dentro". Retornan —como en la procesión neoplatónica— los días en que nos regalaron el Atlas de Salinas o los Cuentos de Hoffmann. El aire se puebla entonces de ángulos e intersticios por donde fluyen las presencias posibles e imposibles. Se han roto todas las distancias. Ya no tendremos que volver a preguntarnos si Juan Manuel Flores, el artista rebelde, el bohemio elegante, el flamenco exquisito, el poeta prodigioso, el amigo excelente…, está vivo o muerto. Decía el poeta Torres Clavijo: "porque es Sevilla, como siempre fuera, / la que canta a la vida en primavera". Vita mortem superavit. Amor más poderoso que la muerte. El poeta, que ha encarnado el eterno femenino en la lorquiana "torre / enjaezada, de Sevilla", "llena de arqueros finos", habrá muerto "gustando primveras [...] / peregrino en el cielo de tus ojos", tras la promesa de que "vendrá sangre cada primavera, / hecha pájaro o flor, / fuente, sal y murmullo".

 


Gabriel Barrios Fedriani, el lexicógrafo desatado
[Gabriel Barrios Fedriani: Amor, humor y polisemia. Ese diccionario que casi todos llevamos dentro, ilustraciones de Inma Delgado, Sevilla, GestImpresión, 2013]


 

I. Territorios inexplorados: el diccionario

 

«—Papá, ¿qué es pandiculación?
—Lo que tú haces todas las mañanas al despertarte.
—¿Y qué hago yo al despertarme?
—Estiras los brazos, estiras las piernas y bostezas.
—¿Nada más que eso es la pandiculación?
—Nada más.
—¡Qué cosa tan rara!
—Sí; muy rara.»

 

Así comienza uno de los capítulos de La isla sin aurora, una hermosa novela fantástica del maestro Azorín. Siempre que recordamos nuestra niñez con el telón de fondo del diccionario se nos viene a la memoria una escena semejante. No sé en qué novelón de mi infancia leí el siguiente exabrupto: «¡Tenía un dedo cortado a cercén!». 

—Papá, ¿qué es «a cercén»?

—Léemelo.

—«¡Tenía un dedo cortado a cercén!».

—Quiere decir que se lo cortaron de raíz. Desde aquí.

Mayúsculo fue mi asombro. No sabría decir ahora si el maldito dedo sobrevoló o no mis pesadillas infantiles, pero es evidente que no he sido capaz de olvidar aquel apéndice truculento hecho más de palabras noveleras que de carne y hueso.

Está claro que preferíamos tener a los adultos como diccionarios semovientes. Era una forma extraordinaria y palabrera de comunicarnos afirmativa y sentimentalmente con el mundo. Aunque, sin duda, fue una maravillosa distracción para las íntimas y familiares noches de invierno contemplar en el tomo enciclopédico del Diccionario Hispánico Universal las ominosas pelucas del clasicismo francés —Boileau llegó a parecerme un personaje de novela gótica— o, en nuestro libro de lectura, las sorprendentes y más bien escasas ilustraciones a todo color y a toda página con «La catedral» de Feininger, la «Terraza de café por la noche» de Van Gogh o el «Retrato de Jacqueline» de Picasso.

Uno de los más entrañables tebeos de la niñez, el célebre Jaimito de Editorial Valenciana, publicación blanca donde las hubiera —tan sólo el Pumby le ganaba en tales menesteres— publicaba semanalmente una historieta de Serafín, el que más adelante sería el célebre Marqués de Serafín, debelador de aristócratas golfos y marquesas trastabilladas que, enarbolando su sempiterna botella de tintorro, se enlazaban a una columna del casino con las tres vueltas de su collar de perlas, para evitar así la camballada definitiva. Tal historieta se titulaba de manera genérica «Doña Tere, Don Panchito y su hijo "el" Teresito». Ya sabemos cómo catalanes y valencianos gustan de anteponer el artículo al nombre propio. Aunque esa referencia al Teresito pueda provocar una sonrisa cómplice de cierta ternura, la verdad es que «el» Teresito no era lo que se dice un niño ejemplar. Si no, que se lo preguntasen a su maestro. Pero D. Panchito y, sobre todo, D.ª Tere hacían como si no fuese con ellos, y de este modo, Teresito aparecía ante nuestros ojos como un angelito; eso sí, un tanto, digamos..., peculiar. Un día, D.ª Tere y D. Panchito fueron con su retoño a una de aquellas jugueterías como... ¿recuerda alguno de Vds. la Juguetera Sevillana, en la calle Alfonso X el Sabio, antes Burro?; también vendían libros, como aquellos ilustrados con historietas, de la célebre Colección Historias, de Bruguera; acudíamos allí alguna tarde de Junio, para regalarme, por mis buenas notas —en Lengua y en Literatura, en Geografía, en Latín y en Historia, ¡claro está!, no vayan a pensar que en Física o en Matemáticas— El Talismán, de Sir Walter Scott o los Cuentos de Grimm y de Hoffmann. Pues bien, Teresito, como por equivocación, habría aprobado, no lo recuerdo con demasiada claridad, un examen, y para fomentar el seguro despiste de tan acendrado perezoso, decidieron comprarle, sí, un diccionario. Para un niño, para una niña, un pequeño diccionario, como el celebérrimo Iter-Sopena, presente en todos los armarios de todas las aulas que huelen a lápices de cedro y a gomas de borrar, es, antes de que se cansen y pasen a revolotear alrededor de cualquier otra cosa, una fiesta momentánea. Recuerdo cómo los chiquillos y las chiquillas buscaban, sonrientes y clandestinos, en su primer encuentro con el diccionario, disimulando ante el maestro, y con fortuna o sin ella, palabras, digamos…, picaruelas. Ya en su casa de papel y tinta, Teresito, haciéndose el interesante, buscó en la parte enciclopédica de su diccionario, la que, por aquello de los «santos», lo atraía más, un nombre que, por lo rotundo de su fonética, y por haberlo oído en el colegio, le parecía importante: «Colón». Aunque no se sabía muy bien el abecedario, encontró muy pronto la letra C: «Colón: Véase Cristóbal». Teresito torció el gesto. Su madre lo remitió a la palabra requerida. Esta vez, quien torció el gesto fue su padre. Aquel diccionario, obsequiado con tantas expectativas a Teresito, se permitía definir así la nueva entrada: «Cristóbal: Véase Colón».

 

II. El lexicógrafo desatado.

En los últimos tiempos, y en Sevilla —yo siempre lo digo a casi todo el que me oye—, los poetas se han desatado. Nunca hemos conocido, o, al menos, nunca hemos asistido a tanta y tanta presentación de libros, ciclos poéticos, lecturas y recitales como en estos dos últimos años. Mientras todo esto sucedía, parece cómo si los lexicógrafos anduviesen ocultos, emboscados, agazapados, encubiertos, escondidos, retirados, encubridizos… y de otras mil maneras que suelen recoger los diccionarios de sinónimos. Y no es culpa de ellos. Incluso una de las mayores eminencias mundiales de la lexicografía, D.ª María Moliner, no fue considerada digna de pertenecer a la más docta corporación de nuestro país, por pura y simple envidia de útero, patología que, pese a su constante y muy antigua evidencia, no fue capaz de catalogar D. Segis, el sesudo y sexudo médico vienés.

Semiocultos, pues, han andado los señores y señoras dados al noble cultivo de la lexicografía. Mi buen amigo Gabriel Barrios Fedriani, aquí presente, se ha propuesto poner remedio: ¿No han derribado los poetas su proverbial torre de marfil? ¿Vamos a ser menos los lexicógrafos? Y «culo veo, culo quiero», se ha servido de toneladas de sal fina, que por su tierra no escasea, para poner en órbita no sólo a Colón, sino también a Cristóbal.

De este modo, y para que luego dijera D. Ramón Trujillo que no existía como tal la polisemia (o pluralidad de significados de una misma palabra), nuestro gaditano y asilvestrado lexicógrafo ha puesto en circulación, nunca mejor dicho, entre otras entrañables figuras, la del aguerrido munícipe que, embelesado ante los ojos, la sonrisa y el talle de su compañera de trabajo, le espeta: —¡Poli, sé mía!

Hay diccionarios bastantes para empapelar toda la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia: reales, irreales, enciclopédicos, ideográficos, de sinónimos y antónimos, etimológicos... (por cierto, ¿sabéis de donde viene la palabra ‘trabajar’? Según el Corominas abreviado, procede del bajo latín tripaliare, que viene a significar algo así como ‘ser torturado por medio de tres palos’. ¿Ah, no? Si no me creéis, consultadlo en la página 577, columna izquierda, ¡toma erudición!).

Este guiño al Corominas me viene que ni pintado para traer a colación otro tipo de diccionarios que no debe faltar en vuestros anaqueles: el diccionario humorístico. Son multitud las voces que se prestan a las vueltas de tuerca del lexicógrafo montaraz que esta noche nos acompaña junto a la Calle de la Feria, una vía que, siendo coherente con su nombre, si no existiera habría que inventarla. Pues bien, esta selva de calles y rúas, callejones y siete revueltas, direcciones, rumbos y rutas, sendas, caminos y veredas, carreteras y estradas, que entretejen la trama y la urdimbre de un diccionario, más allá de todos los cristóbales y de sus no menos ilustres colones, se vuelve feria y fiesta, luz de domingo, cuando se enjoya de sal fina con perlas como ésta, con su aclaración pragmática y todo:

Calamidad. (Añade claridad al llamar al seguro en casos de siniestro grave). Si cae un rayo y se rompen cinco habitaciones de una casa de diez, damos el parte diciendo que se nos ha producido una Calamitad. 

Una obra como la que gozamos esta noche se halla dispuesta a acompañarnos siempre. Decía Dante que los libros son los más excelentes amigos. Tan excelentes, que sólo nos exigen limpiarles el polvo. ¡Que levante el dedo aquél de vosotros que no se haya perdido leyendo entusiasmado y abandonando el plumero! Una vez que leáis el Barrios Fedriani, escondedlo de sus congéneres. Si no lo hacéis, quedaréis malditos para siempre: no volveréis a limpiar más el polvo de toda la casa, que quedará convertida en un almacén de harina, y vuestras caras parecerán haber recibido el impacto de una de aquellas tartas que Jaimito solía estampar en pleno rostro, al menor descuido de sus víctimas. Per in sæcula sæculorum.

 


Francisco Martínez Cuadrado

Eleusis o la belleza lacerante
[Miguel Florián: Eleusis, Madrid, Ediciones La Palma, 2012]


 

La poesía de Miguel Florián, cuya esencial unidad y coherencia ya habíamos puesto de relieve en otro lugar, recorre pausadamente el camino hacia la perfección. Su último libro publicado, Eleusis, no es solo una etapa de ese camino, sino una verdadera cima, un promontorio desde el que podemos contemplar su devenir poético y acaso predecir la próxima estación, de la que, como adelanto, pudimos leer el impresionante poema "Perséfone" en el número doble 15-16 de Tinta china.

Cada vez más precisa y depurada, su palabra se nos presenta ahora límpida, exactísima, despojada de todo lo que no sea profundo sentido y sentimiento poético.

Y si bien volvemos a encontrar los temas cardinales de su poesía, el tratamiento que se hace ahora es muy diferente. El tono elegí aco, que se había iniciado en Mar último (2000) y, sobre todo, en Reparto de sombras (2005), no solo domina todo el poemario, sino que en algunos versos avanza hacia un sentimiento de desolación que solo el modo contenido de su poesía y su alejamiento de todo exceso declamatorio o sentimental consigue atemperar. Es como si en su lucha contra el poder irresistible del tiempo y la destrucción, el poeta hubiera arrojado definitivamente la toalla.

Veamos, pues, algunos de estos temas y su desarrollo en el poemario. Uno de los que se impone desde el primer momento al lector es el de la belleza. La belleza procede ante todo de la contemplación de la naturaleza y, en menor medida, se refiere también a la belleza femenina. Como en libros anteriores, las aves, el mar y el mundo vegetal constituyen la base de ese sentimiento estético. Pero es este último el que se impone con mayor fuerza, quizá porque la base de los misterios de Eleusis pertenecen precisamente al ciclo de la vegetación, pero sobre todo por el desmesurado y antiguo amor del poeta por la botánica en general y los árboles en particular. Disculpándome de antemano por la pedantería filológica, me permito ofrecer el siguiente inventario que da cuenta de la importancia de lo vegetal en el libro. Encontramos, en efecto, todos estos términos: olmos, ciprés, olivo, acebuche, manzano, cedro, álamos, naranjo, castaño de indias, abedul, higuera; lentisco, espino, juncos, jaral, agave, tajinaste; fruto, cereza, membrillo, mora, almendra; mies, cereal, espiga, maizal; hinojo, cinamomo; violeta, jazmín, amapolas, lirios, malvas, margaritas; helecho, trébol, grama, heno, líquenes; semilla, polen; tubérculos, raíces.

La contemplación del mundo natural suele operar de dos formas diferentes en la poesía de Miguel Florián. En algunos poemas el objeto observado (y no solo contemplado, sino a menudo percibido también con el tacto y el olfato) despierta la evocación de esas mismas sensaciones en otros momentos del pasado, especialmente en la infancia. Así ocurre en "Membrillo": se describe el fruto con toda su riqueza sensorial, "el aroma ácido y amarillo", "su carne seca y agria", su luz "mansa", "su perfume" aspirado en la memoria, su sabor endurecido y áspero. Sensaciones que confluyen todas en el recuerdo de la madre cuando coloca un membrillo "entre la ropa recién planchada".

En otros, la belleza produce en el poeta un sentimiento de perfección, de quietud en el tiempo. "Es fácil / ser dichoso en instantes así", leemos en el mismo poema. Pero es precisamente este sentimiento de eternidad y belleza el que se ha quebrado definitivamente en la mayoría de los poemas. La contemplación de la belleza se ha convertido ahora en una experiencia dolorosa, quizá porque es recuerdo de una hermosura y una plenitud perdidas o refugiadas en los rincones de la memoria. Y el poeta nos lo repite: "Me lastimas, belleza"; "El dolor del instante, la belleza"; "Me lastima la piedra / cuando la miro limpia, rutilante, / reposando en su luz". Una profunda nostalgia acompaña estas visiones de lo hermoso que el paso del tiempo convierte en efímeras e inalcanzables: "Fue desatando el tiempo / el lazo gris de la melancolía". Y en otro de los poemas esta belleza no es solo triste añoranza, sino presagio de muerte:

La belleza se adentra en la materia
y se pierde en la calle en cuerpo de mujer.
Y nos derrumba.
Esta es la avenida Tverskaya, la belleza
avanza por la acera.

(Me hiere adentro de la carne,
sus filos me laceran y me dejan vacío,
solo, desnudo ante la nada,

y me conduce al umbral de la muerte.)

Una novedad representa la incorporación a este escenario natural de un paisaje minero de exacta geografía (Villuercas, Logrosán, Almagrera), unido también a recuerdos infantiles y trasmutado al mismo tiempo en símbolo del origen profundo de todos los misterios, en una suerte de viaje al centro de la tierra:

					   Allí
habitaban los duendes, los vagos animales
del misterio, criaturas viscosas, imposibles,
que pueden comprenderse desde el temor y el sueño…

A lo largo de toda la obra de Miguel Florián la luz ha sido la representación feliz de esa belleza y esa perfección. No es de extrañar, entonces, que si la belleza se ha convertido ahora en una experiencia lacerante, también la luz aparezca en este poemario con una tonalidad cambiante. Luz inaccesible y quebradiza ("Muy poco puede hacer la violeta / para alcanzar la luz…"; "La luz en ti se rompe") o luz que lleva al pasado y al recuerdo más que a la plenitud del presente: "La luz se ha confundido con el sueño / con el aroma intacto del jazmín". Por el contrario las sombras siguen avanzando, porque todas las cosas llevan en sí el designio de la muerte. En uno de los poemas más hermosos del libro ("Eso que tiembla sobre tu mano es fuego…") se expresa dramáticamente cómo habita la destrucción en el centro mismo de la vida. Esa fuerza vital está representada por el fuego: la voz, la mies, el aire, el agua, el amanecer y su luz... todo es fuego, llama cenital, vida que se afirma. Y después de proclamarlo el poeta cierra la composición con estos versos desgarrados:

Pero dentro del fuego, en el centro del ascua, 
un murmullo de sombras amenaza.

En otros poemas este destino de muerte se expresa directamente como signo o estigma: "Respondiendo a un designio sellado / cayeron las hojas de los olmos" leemos en uno de los poemas. Otro, dedicado al padre, se titula precisamente "Estigma" y concluye:

En su frente aparece una palabra,
un signo extraño, una marca de fuego

que no alcanzo a entender.

Y en el que comienza "El desierto cercado de la luz…" nos muestra este fatum de muerte escrito sobre el hombre en el momento mismo de la creación:

Mundo naciente, recién aparecido,
como si no existiéramos ninguno de los dos.

(Secretamente se graban los signos de la sombra.)

Hay, en fin, algo que acentúa el pesimismo de la obra. En poemarios anteriores, la palabra era capaz de rescatar los objetos de su destrucción. Nombrados, quedaban establecidos en el mundo permanente de la memoria y se salvaban de las sombras del olvido. Pero aparecen en Eleusis varios versos en los que el poeta parece haber perdido la fe en su propia voz, en la capacidad de la poesía para revivir y recrear ese mundo efímero:

No logro retener las aves
en mi voz,
ni la línea brumosa de los barcos.

La voz del poeta es ahora la voz de la tierra, un deseo de renacer que nos lleva al mito central del poemario: los misterios de Eleusis. Para volver a nacer el árbol se desprende de sus hojas, vuelve al légamo y renace en la espiga. También el poeta se vuelve hacia la tierra, conversa con las raíces y los tubérculos y tiene, necesariamente, que desprenderse de sus palabras, palabras que en otro tiempo habían intentado atrapar la belleza, la luz, el fuego:

Me amparé en las palabras,
ahora deseo hablar la lengua de la turba,
soy la simiente que se pierde, y desespera
ser espiga de nuevo.

Es necesario morir para volver a nacer. Así nos lo dice la naturaleza con su ciclo anual, que los sacerdotes de Eleusis habían convertido en símbolo de resurrección:

Reúnete en mí, tierra, y vuelve a edificarme,

pide el poeta y nos ofrece todavía una esperanza, bien que dolorosa, en medio de la tiniebla.

 


Francisco José Ramos

Miguel Florián: Eleusis, Madrid, Ediciones La Palma, 2012.


 

El libro Eleusis es un crisol de la obra toda del poeta español Miguel Florián. Quien esto escribe puede dar testimonio de ello, pues la amistad que le une al poeta, de más de treinta y cinco años, ha seguido también muy de cerca la persistente dedicación con la que Florián ha ido construyendo un mundo poético cada vez más límpido, más riguroso, más certero y profundo. Este deseo de pulcritud, en virtud del cual, la belleza se adentra en la materia, para valerme de un verso suyo, es quizá el rasgo más persistente de su poesía. La materia del poema son las palabras; la materia nuestra, en tanto que animales de palabra, es el tiempo. Por lo tanto, las palabras son más que palabras y el tiempo es más que tiempo. Ellas son las criaturas del pensamiento que se renuevan en la experiencia temporal del lenguaje. ¿Y el poeta? Aquél que sabe lo que busca, sin llegar a descifrar nunca la matriz de lo que sabe, porque su única certidumbre es la certeza de lo enigmático: Busco tu luz, el tallo de tu sombra, / la almendra endurecida, / el misterio / inocente del agua, una palabra limpia. Las imágenes poéticas son la cifra de esa traslúcida palabra que nunca se habrá de encontrar.

No hay mundo sin lenguaje, no hay lenguaje sin mundo. Una imagen poética es la manera en que el lenguaje forja y habita el esplendor de esos mundos suyos. No basta con decir, sin embargo, que semejante mundo es un mundo imaginario. Más bien habría que decir que las palabras forman un cuerpo siempre por configurarse a tono con el fugaz destello de una imagen que se torna venidera. Con un tal movimiento, tan intenso como imprevisible, tan evidente como elusivo, se instala el ritmo poético de la respiración, es decir, lo que llamamos espíritu. "Y así el espíritu", escribe Lezama, "se cuelga al lado del cuerpo". Un poema se logra porque respira, y un poema respira porque adquiere el soplo, el vigor neumático de una forma inédita.

A la luz de esto, podemos leer en el título Eleusis una iniciación a los misterios de la poesía. Pero puesto que el misterio consiste en la evidencia de lo que hay, las maneras de nombrar son innumerables, e innumerables son los secretos a voces de la poesía. Ese nombre sin número es justamente aquella cifra de lo indescifrable que el poema avanza para dejar en claro su vocación, su llamado: EL DESIERTO CERCADO DE LA LUZ, / El blanco rumor del aire intacto. / Mundo naciente, recién aparecido, como si no existiéramos ninguno de los dos. (Secretamente se graban los signos de la sombra.)

En Miguel Florián el soplo del espíritu posee el pudor de una ignota sensualidad con la que el cuerpo del poema nombra la fuerza amplia y penetrante del aire. El erotismo es sutil, casi ingrávido, pero incisivo y penetrante, como el vuelo de la espuma en alta mar, al suave golpe de los vientos: El aliento se dilata en los pulmones, / tu línea limpia de mujer, / tu pelo que se esparce, ajeno, en la maleza. Y más adelante: Ese bucle, este brazo, / el atisbo de un seno adolescente. Y ahora más adentro: En el recuerdo se estremece el mar, (lo mismo que los senos / de la muchacha, intactos.)

Eleusis es el nombre de un mito, de un misterio antiguo que perdura en la longevidad de las piedras, en la aferrada piel del liquen, en el verde aciago de los musgos, en el eco mineral de las fosas cristalinas, en los contornos de los restos de una ciudad abandonada, en la arena de un mar tan próximo como lejano. Todo ello se hace presente en estos poemas; como si cada uno fuese, de hecho, el ritual del brebaje inicial de la poesía, el kikeón con el que se filtra el ancestral material poético. "– He bebido el kikeón –decía el iniciado en los misterios de Eleusis, declarándose digno de la visión suprema", nos dice Giorgio Colli, quien añade: "Mezcla de cebada triturada, agua y menta, el kikeón es la bebida que restablece las fuerzas de Démeter en su búsqueda de la hija raptada, y por eso alude en el ritual eleusino a una identificación con la diosa, a la asimilación de una multiplicidad fragmentada en la unidad divina". Florián renueva con su excepcional ímpetu poético el sendero de este ritual con el que la vida y la muerte se funden en la experiencia abismal de la existencia. Hay pocos poetas hoy, mujeres y hombres, tan altamente comprometidos con la poesía entendida como lo que es: límite sin límites, es decir, horizonte de una significación que se abre al esfuerzo asintótico de la palabra por dar, y es de una ofrenda que recibe de lo que se trata, con la forma de lo ilimitado.

Cabe afirmar que la palabra poética tiene siempre como trasfondo la memoria mítica. En efecto, si entendemos por mito una descarga simbólica de imágenes elaboradas a la luz del trasfondo arcaico de la memoria, entonces cabe reconocer en la palabra poética la restitución de la fuerza inmemorial del mito. La poesía florece con el ingenio de los mitos. Pero, del mismo modo, el poema se las ingenia para generar, una y otra vez, el mito de la poesía. La obra de Florián nos ayuda a pensar que lo que tradicionalmente se ha llamado el "yo poético", son más bien las mutaciones de la siempre anónima primera persona en singular – máscara impersonal de todas las personalidades – que declara: Porque algún día yo seré las cosas que amo (Cernuda). Los poemas de Eleusis, siguiendo la trama de Empédocles y Ovidio, se reanudan en versos que retienen el gusto, el tacto, el ritmo, el color y el perfume de una natura renacida: NACERME EN TI, IRME EXTENDIENDO / como la yema blanca del naranjo, / romperme en flor y ser semilla, / fruto después, y luego rama tuya / amada por el viento. La poesía de Miguel Florián hace valer lo que ya dijera hace años Jorge Guillén del poema: "Una tentativa poética debe atender ante todo a la determinación de su lenguaje: su propio ser". Un mundo poético es precisamente eso: un experimento, una tentativa que expone, sin necesidad de explicar nada, el jardín de sus propias fulguraciones. El poema habla para nombrar lo que dice sin que haya que decir aquello que nombra. No es sólo un asunto de insinuación sino de travesía.

La travesía es la instantánea de un viaje donde el lirismo es movimiento hacia esa otra cosa que se aparta de la lira y que, con toda precisión, podemos llamar delirio: ATRAVIESO LA NOCHE HASTA TU BOCA, / me adentro en tu materia, en tu sangre lunar, / me consumo en el fuego / informe de tus átomos. ¿Hombre? ¿Mujer? ¿Hermafrodita? La identidad sexual se diluye en el pleonasmo de unas imágenes cuya voluptuosidad consiste en el hecho de que cada uno es cada una, y cada una, el otro y la otra. Estos versos son los de un vértigo donde el sueño y la vigilia parecen romperse, como el oleaje, en el espacio inmóvil de las piedras. Lo pétreo es el límite, en efecto, de lo que se sabe o ignora: QUÉ HABRÉ DE HACER SI EN LUGAR DE TU CUERPO / me tropiezo con las rocas del sueño. / Y caigo a lo informe del hombre, a su seno insaciable. ¿Qué es, pues, el hombre sino aquello que no llega nunca realmente a ser por más "ser" –o sed–  que haya en su voz? La metáfora es la alienación que recorre la travesía de su mismo delirio.

Los poemas de Eleusis nombran, sin decirlo, lo que podría llamarse el misterio de lo elemental, es decir: el instante en el que los sentidos se incautan de la sorprendente forma de las cosas, en el agua, el aire, la tierra, el éter y el fuego conjugándose para dar paso a la mudanza interminable de las apariciones. La inmediatez de la poesía, ajena por completo a los afanes meticulosos del concepto, posee en la obra de Miguel Florián un rasgo fundamental: el asomo al umbral de las metamorfosis, allí donde el acto de nombrar se funde con aquello que se nombra. Por ello, el intenso colorido y la delicadeza inusitada de sus imágenes, permiten que las palabras recuperen la resonancia mítica y musical de la memoria. Al así hacerlo, se abre el candil de la nostalgia, del "deseo doloroso de regresar". Más que añoranza, esta nostalgia es lúcido reconocimiento de que no hay manera de volver a la fuente misma de lo inolvidable, a la inscripción primordial del nacimiento, al rumor inicial del lenguaje, a la incandescencia del logos.

Por más que el poeta insista en la acequia del escepticismo, todo poema, para que sea fecundo, ha de fundarse en una fides, en un acto de fe que la palabra liga al acto de nombrar. Sólo así puede el poema nacer y disolverse en el cuerpo amoroso de la poesía, así como la blanca espuma brota de la fuerza seminal de las aguas. Todo poema empieza y termina siendo una experiencia afrodisíaca, un embarazo (o posición embarazosa, según se vea) que pone en evidencia la desnudez con la que Venus nace y renace del abrazo impertérrito del Cielo y de la Tierra.

Eleusis gravita, con fervor, pero con serena intensidad en torno al mito de la infancia; en torno a esa edad todavía sin habla (infans) donde las horas son puras, porque es ahí donde el poeta juega con el cuerpo de la madre (Roland Barthes). Esta pureza no lo es por sus pautas morales, sino por sus breves ceremonias, por sus ritos ínfimos, por sus rondas de purificaciones; en fin, por sus gemidos que ríen o lloran, al paso de esas horas que guardan, en definitiva, la edad del porvenir. Se muestra así una exacta confluencia entre la infancia sin habla y el habla primordial con el que la poesía nombra lo elemental de los mundos. Aquel "acto de fe" no es, por cierto, un asunto de creencias ni de convicciones. Es un asunto de fidelidad al momento, para valerme de una expresión del filósofo Alain Badiou, por el que irrumpe la poesía y con el que se forja el estilo, la perspicacia verbal que se yergue desde el ineludible dolor de la existencia.

Desde esa historia que es la suya, la obra de Miguel Florián contiene la inscripción de una memoria que hace de la emoción poética el vector carnal de los pensamientos; el sentir de una inteligencia que sabe escuchar la serena conmoción de la voz. Toda gran poesía, aunque de ella brote el grito, es meditativa porque sabe guardar silencio. Este saber es, necesariamente, un asunto de gusto (sapere), de sapienza. Hasta donde la palabra sepa llegar, hasta ahí llegan las posibilidades, en potencia infinitas, de su significación. Por ello, la infancia puede llegar a ser la del tiempo de la palabra que acoge la memoria de sus desdoblamientos que es también la del eterno doblez de las cosas:

Vuelve la tarde gris, el perfume de hinojo,
la tinta de las moras, también aquella ermita.

Caminaba de la mano de un niño que era yo.

Todo estaba presente, el tiempo enorme
lleno de luz cumplida, como un mármol
denso y duro que no puede quebrarse.

Tiempo a punto de hacerse eternidad.

Algo de perfección encuentro
en este existir de las cosas siendo otras también,
el afán de los seres para permanecer.

Perfección del momento en que camino
de la mano de un niño (y ese niño soy yo).

Los poemas de Eleusis son el resguardo de un susurro que mitiga el dolor de vivir con el placer indeciso de un encuentro verbal. Lo indeciso del placer no contradice lo decisivo del encuentro. Hay un dolor genuino en aquello que se nombra porque nunca se sabe bien de qué fondo, ardiente y oscuro, emergen las palabras como criaturas del fuego, emblema por excelencia del deseo. Pero hay también un genuino placer, que ronda los bordes del goce, en la tentativa con la que la poesía irradia la voz, a la manera en que el amor de una piel inquieta se posa en los labios temblorosos de aquél que bebe. He aquí su expresión en un poema íntegro, donde el fuego rige la fusión de todos los elementos hasta alcanzar el suelo que anuncia el fulgor de las cenizas, y que parece evocar la llama de amor viva que tiernamente hiere del alma su más profundo centro:

ESO QUE TIEMBLA SOBRE TU MANO ES FUEGO, 
como es fuego la voz que ahora lo nombra. 

Es amarillo fuego la mies que se levanta.

Y el aire que respiras y el agua es también fuego.

(La sed que no se sacia.) Es fuego cenital
esta mañana limpia que se enciende en el alma.
Amanecer de luz que transfigura el cuerpo,
el fruto, la semilla oscura de los sexos.

Pero dentro del fuego, en el centro del ascua,
un murmullo de sombras amenaza.

El "pero" apunta con su carácter adversativo al verso que lee en paréntesis "(La sed que no se sacia)", a la manera del soto voce, que evoca la insaciabilidad del deseo. (En pali, la lengua de la antigua literatura budista de la India, deseo se dice tanha, y significa justamente "sed".) Los paréntesis son fundamentales en la obra de Florián, pues cumplen, entre otras, la función de marcar la pauta melódica de una voz íntima que comenta las voces del poema. Pero, estamos ante algo fundamental que no tiene otro sostén que la volátil algidez de las imágenes. Ellas, como el fuego, se encienden para aplacarse y volver, una y otra vez, a la manera del eterno retorno nietzscheano, es decir, a la afirmación de la edad sin edad (aeternas) de justo este mismo momento que nunca es igual: (con el enano informe / en el portón inmóvil del instante.). Un momento que quizá sea, justamente, el del deseo y, por ende, el de la muerte, pues la sed que no se sacia no hace otra cosa que consumirse, como el fuego, en su propia intensidad.

No casualmente se habla en francés de la petite mort, para referirse a la sacudida instantánea del orgasmo con la que el cuerpo se centra en su vientre (hara) para abrirse (kiri) a la efusión de las entrañas. Lo visceral de la palabra poética se expone así, como si indagara (a la manera del rápido zumbido de una daga), en la insondable mortalidad de lo viviente. Puesto que no hay manera de llegar ahí, donde todo brota y donde todo vuelve, y de cuya germinación sólo persisten los ecos y las sombras de la memoria, el poeta transforma el misterio en la evidencia de lo que hay, y que por mostrarse se hurta también a la mirada. Por esta razón, hay que apartar la vista, pues ya no cabe hablar de demostración: tan sólo del encuentro con lo que calla. El vocablo mystérium, que junto al de mistikós, aluden al gesto de cerrar los labios, no aparece ni una vez en este libro cuyo título remite a los misterios eleusinos. Pero el profundo sentido telúrico de dicha experiencia de iniciación, y con la que se entrelaza el tejido mítico de los cultos dionisíacos, adquiere en los poemas de Eleusis una presencia obligada que nos conduce a escuchar, como si desde esos mismos fueros abisales se nos hablara, generosamente:

Hablo con la boca apretada a la tierra
para que me escuchen las raíces.

Me encuentro ya en sazón, dispuesto a enmudecer
(reconozco el silencio detrás de las palabras)
quiero conversar con lo que se esconde,
reconocer mi voz en los labios sellados.

(Y se eleva la espiga para caer de nuevo
abierta sobre el légamo.)

El légamo es el lugar de las muertes, allí donde el tiempo pierde sus sombras. (¿O son las sombras las que pierden su tiempo?) Ahí lo confuso se funde con las exequias de lo que será la vida siempre: un desaliento, un llanto, una luz, un aliento. La insondable mortalidad es también el centro que devuelve la vida al velo de lo que no es ni extinción ni eternidad. La muerte se escurre por la vida, y la vida se escurre por la muerte, en un transcurrir indiscernible, por el que todo ocurre y nada en vano pasa. En la penumbra de los versos de Eleusis (Oscurecemos lentamente. / Oscurecemos.), se alza el anhelo de otro destino nuevo, de ese persistir en la existencia con la que el deseo reanuda sus peregrinaciones. No pueden pasar inadvertidos los insistentes juegos de luz y las repetidas apariciones del mar en Eleusis y, en general, en toda la obra poética de Miguel Florián. Las palabras aquí, insistimos, son más que palabras; son voces que sirven de resguardo al silencio que evocan: el viento, los pájaros, el tiempo, el desierto, la ceniza… El poeta piensa, y deviene amante de la sabiduría. Con ello, y cito de nuevo a Lezama, la poesía se vuelve sobre sí misma para oír su propio silencio.

Cerremos, a la manera que se cierran los labios, con unos versos de Florián y otros paralelos de Cernuda y de quien esto escribe, para componer así un nuevo poema que ilustra perfectamente lo antes dicho:

Y de repente, el mar… El mar, y nada más
El mar, ni silencioso ni mudo, sino silente.


 

Cabecera

Portada

Índice