Leopoldo de Trazegnies Granda

La casa de Orrantia

 

Manuel Hernández Mompó: Paisaje 2

 


 

El viento amarillo de los años cuarenta cubre paredes y azoteas vecinas pero en la casa de Orrantia el aire era menos áspero, tenía otra consistencia, más vegetal.

No sé qué hago en el piso superior, en el cuarto donde se encerraba mi abuelo sin que nadie supiera cómo ocupaba su tiempo. Creo que estoy castigado. En la estantería, confundido entre tratados de medicina y un microscopio grande que parece un pelícano intrigado, hay un ejemplar que en el lomo se puede leer "The moon is down", de John Steinbeck; un domingo vi leyéndolo, repantingado en el sofá bajo la escalera principal, a uno de mis tíos, Julio, el que aprendió inglés en su estadía de estudiante de comercio en Nueva York.

Una radio de tubos incandescentes ronronea un bolero desde el patio de servicio, como un gato más, de pronto alguien la apaga y las flores rojas del jardín, las de cresta de gallo que se ven desde el comedor, tiemblan en sus tallos como si sostuvieran en equilibrio un cielo inmenso. Aparece mi madre con una falda ligera, acampanada, la veo a contra luz, tiene treinta y cinco años y es alegre, dice algo que no alcanzo a entender y se sienta en una silla de lona, echa la cara atrás como para acaparar la tibieza de un sol envejecido en una tarde, se oye el mar lejano como si se estuviera hundiendo y tengo la certeza de que mi madre percibe el olor del salitre y el yodo.

Algunos de mis primos menores asoman por las innumerables puertas que dan a las terrazas, al jardín, al patio donde se guarda el Packard negro de mi abuelo; revolotean sobre las baldosas como golondrinas sin alas, llevan en las manos cristales que han ahumado en la cocina y los levantan como si quisieran cortar el sol a cachitos atronando el aire con chillidos. Luego salen sus padres, entre ellos mi tío Germán con su mujer alemana que no tienen hijos; miran a los niños con cierto temor, excepto a uno que les inspira ternura porque se le murió su madre el año pasado y está callado. También hay matrimonios de todas las edades que no conozco pero que se desenvuelven con confianza en la casa de mis abuelos.

Me produce una sensación agradable no participar en la reunión, es como ser invisible o volar sobre un territorio nuevo. La mujer de mi tío Germán habla de sus hermanos que han pasado la guerra mundial y permanecen en Alemania. Las palabras que más se repiten son: "hambre", "miseria", "destrucción", "Franckfurt", "Berlín", "Londres". Mi tío Julio habla de los nazis y levanta la voz, creo que se refiere al libro de Steinbeck que está en la estantería. Yo no consigo enterarme porqué los europeos decidieron destruir sus países a bombazos.

A mi tía Rosita la tienen que ir a buscar para que salga, se resiste, quiere quedarse tejiendo, es hermana de mi abuelo, pequeñita, con su misma sonrisa indulgente, toda vestida de negro, maestra en una escuelita de niños pobres, la acomodan en una silla con brazos que cambian de orientación varias veces antes de sentarla. A ella le hizo un milagro el arcángel san Gabriel; una vez le corrigió los exámenes de gramática mientras estaba enferma. Cuando se despertó los revisó y descubrió que los arcángeles tienen buenas intenciones pero no saben ortografía, encontró que san Gabriel había cometido muchas faltas. A mí lo que me maravillaba era que hubiera sido un arcángel y no un santo.

Veo pasar por el fondo del jardín el pavo real cojo que Maricucha cura con mimo, va dando saltos con las plumas revueltas como un caleidoscopio roto. Las palomas llevan media hora volando bajo, desenredando la sombra perfecta de los árboles.

Así era la casa de Orrantia, moderna y misteriosa.

En esa tarde vimos que el sol empezaba a pudrirse, como un durazno colgado de una rama transparente. La luz se licuaba a la altura de los tejados, era un vidrio a punto de quebrarse. Mi abuela le hizo un gesto duro con la mirada a la más joven de mis tías que no terminaba de irse; durante el almuerzo ya le había advertido que a las embarazadas les trae mala suerte, que no debía ver el sol. Ella se ríe y se entretiene como una niña pícara y va envolviéndose con los malos presagios detrás de las cortinas.

Me pregunto qué hago yo arriba, en el despacho de mi abuelo. ¿Otra vez se han olvidado de mí? Mi padre no ha llegado, mi madre se vuelve de vez en cuando intranquila hacia la puerta al tiempo que se arregla el pelo. Mi padre podría contar muchas cosas de la guerra.

De pronto vimos cómo la luna suplantó al sol, al pavo se le resbalaron de las plumas todos sus colores y en el cielo estalló lentamente un incendio negro, como una herida redonda, que nos dejó perplejos. Después de tantas noches sin luna se presentaba inesperadamente con la violencia mansa de la espuma alta del mar.

Las sirvientas se asomaron a la noche por las ventanas de la cocina y señalaron unos puntos luminosos. "Son las constelaciones ocultas", dijo mi tío Germán con voz melancólica. Alex y Kichi, abrazados en un rincón, se miraron sin decir nada, a ellos los silencios los unían más que las palabras, aún no estaban casados. Los demás comentaban el eclipse haciendo gestos extraños e incomprensibles, como si encarnaran fantasmas oscuros bajo una lluvia naranja. Y empezó a volver a amanecer pasadas las cinco de la tarde, el sol resplandeció otra vez en las paredes del cuarto donde yo estaba y brilló el microscopio.

Abrí entonces el libro de Steinbeck al azar, traduje erróneamente el título por "La luna se ha caído" e intenté interpretar el texto:

"High in the air the two bombers circled, mud-coloured planes. They cut their throttles and soared, circling. And from the belly of each one tiny little objects dropped, hundreds of them, one after another. They plummeted a few feet and then little parachutes opened and drifted small packages silently and slowly downward towards the earth..."

No entendí nada, pero me pareció mágico como la tarde.


 

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