Jorge Rodríguez Padrón

Más que el mar: una lectura

[La poesía de Luis Feria]


 

Luis Feria

                                               Luis Feria

 


La infancia no sería más que el proceso de lavado y plancha de una prenda anterior innata y heredada, que no era la tuya todavía. No basta la vida corriente y moliente para encontrarla. Hace falta el descubrimiento del lenguaje y depurar la sintaxis.

VICENTE NÚÑEZ


 

No descubro nada. El propio autor me lo advirtió muchas veces: esos dos libros singulares en la obra de Luis Feria (1927-1998), Dinde y Más que el mar, lo ocuparon durante un tiempo muy anterior a la fecha de su publicación [1]. Sería erróneo, por tanto, hablar de ambas obras en función, exclusivamente, de los años en que aparecieron (1983 y 1986). Deben ser leídas como parte del proceso único que sigue la escritura de nuestro autor, a pesar de la intermitencia con que fueron publicadas siempre sus distintas entregas. Eso, por una parte. Pero habremos de salvar aquí otro escollo que, por inercia, lectores y críticos han levantado ante ambos libros, al decir de modo muy liviano que se trata de dos series de breves narraciones. Ya en la contraportada de la primera edición de Dinde [2], se crea en el lector la falsa expectativa de que "en estos breves relatos [se las verá] con una historia que, de tan evidente, asume la nitidez de las cosas maravillosas" [3]. No se está leyendo bien. Ya va siendo hora de adoptar la necesaria perspectiva para que nos llegue la iluminación de la más cierta originalidad contenida en la obra de Luís Feria. Que nada tiene que ver, por cierto, con las simplificaciones canónicas que se usan para vincularlo -creyendo que así se le otorga mayor mérito- a la escritura generacional de su tiempo.

Que su nombre no figure en antologías o recuentos histórico-críticos de la poesía española del mediosiglo, no debe extrañarnos en absoluto. Ni debemos rasgarnos las vestiduras por ello. Lógica es también la ausencia de Angel Crespo, Antonio Gamoneda, César Simón -y entre los más próxímos- de Manuel González Sosa, Manuel Padorno o Arturo Maccanti. Aunque, en un momento inicial, pudiéramos creerlos concomitantes con sus coetáneos de referencia, muy pronto, y partiendo de motivos que pueden ser comunes, abren otros caminos de exploración literaria y -lo más importante- abordan las múltiples posibilidades de la palabra poética, para que ésta irradie, con plena libertad, hacia plurales sentidos, zafada de los consabidos referentes y de los estrictos significados que se dictan como dominantes en su generación. Francisco Brines o Jaime Gil de Biedma, por ejemplo, llevaron su obra hasta un muy limitado redil; prudentes (y reverentes) ante la materia temática única y sin poner en cuestión el lenguaje poético en ningún momento: dicen lo mismo, y nada más; escritura sin frescura (ni natural, ni descarada) la suya. Y se comprende también que empiece a resultar difícil, incluso para quienes se declaran expertos, hallar casilla segura para José Ángel Valente, si se quiere forzar su obra al mismo canon. O que hasta la poesía de Claudio Rodríguez se lea mal, y se entienda peor, sometida a aquel dictado. La lectura de Luis Feria, en consecuencia, debe hacerse dejando a un lado tales prejuicios, ese empeño reductor de buscarle sitio donde no le corresponde. Su verdadero valor, el de su resistencia, siempre declarada, a todo tipo de andaderas.

No hay que perder de vista, tampoco, dos circunstancias, para mí decisivas, a la hora de comprender cómo la escritura de nuestro poeta se desvía voluntariamente de lo que podríamos llamar decir general de su tiempo, y busca lugar propio para hacer habitación. Primera circunstancia: Fábulas de octubre venía a introducir, en la reflexión moral con que se había iniciado esta obra (Conciencia, 1961), la presencia de la memoria personal: el yo concreto de Luis Feria enfrentado allí a la condición erosiva del tiempo, de la edad. El título, con la referencia explícita al mes de su nacimiento, me parece de sobra elocuente. Y como son fábulas, no es descabellado pensar que, de esa manera y con ese libro, Feria buscaba enlazar con la escritura del momento; máxime, si recordamos que el libro se publicó en 1965, cuando la poesía española empezaba a dejar de ser de posguerra para virar hacia una mayor reflexión sobre la memoria individual, hacia una necesidad más urgente de conocimiento (y reconocimiento) que de simple comunicación (y testimonio) de la realidad inmediata. No es así. Dieciséis años transcurren hasta la aparición del siguiente poemario de nuestro autor (Calendas, 1980); y no será sólo de tiempo este hiato: la intención de los nuevos poemas y, de manera especial, su forma concentrada y concisa, de significativa intensidad, rompían abiertamente con la orientación discursiva (y hasta narrativa) del libro de 1965. Porque Calendas, y su complementario Clepsidra (1983), mostraban el salto cualitativo de un mayor atrevimiento en el lenguaje, y sobre todo en el ritmo, para hacer mucho más eficaz el uso de la temporalidad en el poema. Con ello, un nuevo principio; segunda -y crucial- inauguración.

Pero hay otra circunstancia, decía. En ese momento, Luis Feria regresa a Tenerife, después de residir durante casi treinta años en Madrid [4]. Había trabado allí contacto y amistad con escritores y artistas implicados en los cambios de aquella segunda encrucijada de posguerra. El regreso definitivo a la isla lo desconecta de lo que podía entenderse como una acción común, pero libera también a su obra de las posibles imposiciones que, desde dentro, hubiese debido soportar. La distancia que toma (radicalizada luego hasta la intransigencia) resultaría a la postre muy beneficiosa para su escritura, aunque muchos digan -y lamenten- que pudo perjudicarle, en lo que a su repercusión pública se refiere. Tampoco es así. Bruguera, en Barcelona, Arenal, en Cádiz, Pre-Textos, en Valencia y Madrid, serán las editoriales y colecciones que, sucesivamente, acojan los libros que Luis Feria escribe en Tenerife, desde 1983 en adelante. Ese momento del regreso, el momento en que Dinde, primero, y Más que el mar, poco después, adquieren protagonismo en el curso de su obra. Dos libros que yo siempre he leído -y entendido- como complementarios; incluso, en Más que el mar veo una contrahechura del primero, y corrobora lo que ya dije: no son relatos, no cuentan historias, no viven de la mentira de la ficción, buscan la verdad de la poesía. Con la misma naturalidad con que fluye su escritura poética y respira su palabra, Luis Feria abre aquí un espacio más dilatado para que la una y la otra se realicen a plenitud. No debe pasarse por alto el detalle de que empezó a escribirlos en aquella pausa de dieciséis años. La prosa no niega, en modo alguno, la poesía; le da otra dimensión, que es cosa bien distinta.

Dije complementarios, porque Dinde y Más que el mar se escriben desde el mismo entendimiento de la infancia como territorio existencial y verbal. Véase, si no, el celo con el cual el poeta utiliza la palabra en los dos libros. Más que una serie de textos sobre la infancia son una escritura de la niñez. Una cartilla, si me apuran; unas planas de caligrafia temblorosa y titubeante, porque se entrega en ella la vida. No vuelve el autor hacia el pasado, ni busca refugio allí; no escribe como consecuencia de un melancólico sentimiento de pérdida. Dinde -y me refiero ahora al sustantivo del título- nada tiene que ver, como desea el profesor Mainer, con el sentido "dulcemente funeral" del vocablo; no encierra la simple "evocación de una infancia" que ya no existe... Ir hasta el lugar de la infancia como lugar del ser; y mantener vivo el sentido lúdico y la apuesta irreverente con que allí la existencia se manifiesta como libertad. Esas cinco letras, con trazo torpe, rayan la pared seria de la muerte: una pintada para quitar hierro fúnebre al trance y seguir con todo descaro; en ella, leo descreimiento: una pequeña gran venganza. Que el tiempo pasa implacable, como viento, sobre la vida, ya se sabe; lo que no hace Luis Feria es quedar paralizado ante su solemne teatralidad, mejor será agitar esa viveza que, al madurar, solemos desechar con absurda inconsciencia. Dinde -el libro- sienta este principio; su escritura -dinámica y fecundante- despliega la energía imparable de los años niños y de la palabra aquella, resistentes a la complacencia de la madurez la una y al orden de la lengua la otra.

Pero también se resisten a cierta postración lírica convencional. No creo que exista en Dinde "una especial y pudorosa expresión de la intimidad", ni "seriedad benevolente", ni "rictus de desengaño", como anota José Carlos Mainer. Demasiada corrección para quien, como Luis Feria, escribió siempre alzado contra reductoras simplificaciones y convencionalismos establecidos. Ante su escritura, de nada sirven razón y orden de sabiduría; el poeta los niega siempre. Por eso, quien lee debe hallarse investido de la misma sinrazón que allí hay y es descubrimiento; imprescindible, para ingresar en su mundo, la inocencia de un no saber que se traduce en atrevimiento creador. Tampoco sirve creerse uno dueño de la ortopedia de una gramática. ¿"Piensa y recuerda un niño pero escribe un escritor", como explica el profesor Mainer [5]? A mí, desde luego, me enseña a leer y a escribir el niño que, al hablar, vive en esas páginas; y lo hace con tanta desfachatez que me descubre hasta dónde es posible que la lengua alcance para tanta iluminación. Ironía hay, sin duda; pero nos quedaríamos cortos deteniéndonos en ella: inversión intencionada y total del mundo, de la perspectiva con que habitualmente nos situamos ante él, con una intransigencia infantil que no está dispuesta a comulgar con ruedas de molino. Así ya estamos en disposición de leer. Atrevámonos.

Cuanto he querido explicar hasta aquí se refiere a la hermandad entre Dinde y Más que el mar. Pero ya adelanté que este libro es contrahechura del primero; y con ello pretendo subrayar que, en el desarrollo de su escritura y en la nueva construcción de los textos, nada hay tampoco de retorno añorante o sentimiento de pérdida: Luis Feria no trae la infancia al presente, en una suma de recuerdos; va siempre hasta aquel territorio, y de esa manera los textos que escribe suponen un renovado principio, que arraiga en la inocencia antes que en la aceptación irremediable de lo acabado. Pero en Más que el mar cambia, sobre todo, el registro verbal, y la concepción misma del texto como unidad, de forma que lo más afectado por ello es el ritmo, mientras la materia temática y la intención y sentido de la escritura se mantienen. Revés, por tanto, de Dinde; lugar en donde el curso seguido por el escritor halla su cumplimiento más cierto. ¿O no se pregunta, desde la misma cita de Chiyo que abre el libro, por la demasía que sólo alcanza el perseguidor de lo mínimo? Enseñanza esencial, cuyo norte se pierde cuando entramos en el fárrago de la existencia, y nos creemos mayores y más sabios y mejores, porque gozamos de edad, saber y gobierno, ciegos ante la evidencia de que, a cada paso que damos, nos alejamos más de aquel territorio del ser.

Leo a Ernesto Sábato: "cuando nos vamos despidiendo de proyectos (...) más nos acercamos a la tierra de nuestra infancia, y no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel íntimo pedazo de tierra en que transcurrió nuestra niñez (...) Y entonces recordamos (...) No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en el ser humano adquieren increíble magnitud". Decir "pequeñas cosas" siempre me ha parecido un error. ¿Pequeñas con respecto a qué? Y ese mismo "íntimo pedazo de tierra", ¿por qué va a ser menos que el mundo abarcado -o presuntamente abarcado- en la madurez, pura utiIidad? Si estas prosas de Luis Feria son importantes (y lo son), habrá que considerarlo de esa manera: no la infancia como reducto pequeño; plenitud existencial por sí misma, y no porque la engrandezca artificial o sentimentalmente la memoria. El viejo sabio argentino añade cómo la mirada, en esa coyuntura, se vuelve no hacia los abismos del tiempo sino hacia vastos territorios donde resistir "al tiempo y a sus poderes de destrucción (...) forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito" [6]. Sus palabras, ahora, tan pertinentes. Porque Luis Feria, al recuperar ese sitio inmune a los efectos del tiempo, cumple con el oficio mayor de "pequeño cazador de libélulas" y avanza hacia el vértigo interrogante que abre una dimensión insólita a la experiencia existencial, gracias al renovado vigor de la palabra que allí también será principio luminoso. ¿Habremos de llamar a eso eternidad? Sábato lo hace; y sus razones tendrá. Pero la recurrencia de la niñez, en la obra toda de Luis Feria, no se va por las ramas de ninguna abstracción conceptual. Aquí, contundencia de lo inmediato, con esa brusquedad que también es un modo de la inocencia.

Partiendo de ese logro, las más grandes conquistas. En el límite de la madurez, la línea divisoria donde se instala la palabra de un nosotros que, al hablarnos, nos compromete. Pues no basta con el asombro o el entusiasmo que animan esta criatura; una vez poseídos por esa energía verbal, ya no podemos abandonar, ni evadirnos hacia nuestra infancia para eludir responsabilidades, para estar a salvo de los conflictos de la madurez y decir ese no absurdo al tiempo. Como si con eso bastara. Luis Feria, con su experiencia que es entrega, nos lo enseña: quiso, tal vez, esconderse en aquellos confines, buscó protección en tan luminosos parajes; lo que encontró, sin embargo, y lo advierte, fue el riesgo permanente de vivir, y que la cómoda costumbre es la estrechez en que entramos después, "moscardoneo de vuelo bajo que nada remueve, ni enseña, ni transforma" [7]. El asunto no consiste en volver hasta allí, sino en mantener el compromiso de vivir en aquella rebeldía constitutiva (que bien comprometido es), permanente vigilia donde el niño sueña mientras se resiste, con todas sus fuerzas, a ir a la cama. Leer Mas que el mar, o Dinde, desde esa perspectiva que insiste en el dolor de haber perdido tanto, me parece leer mal estos dos libros de nuestro poeta. Aquella luerza explosiva de la real gana, cuando aún no se ha alcanzado uso de razón, debe entenderse como algo más que una simple referencia memorable: programa de vida; y ya digo, nada fácil de cumplir.

Leamos "La infancia". No pasa desapercibido el tono celebratorio que Luis Feria le da; ni tampoco se oculta la condición del presente como "mediodía del ser": abolición, por tanto, del discurrir del tiempo y fundación vertical de la palabra; oponer a los hábitos el principio fecundante de una explosiva sensualidad ("al absorber la dicha, fermentábamos"); y el verbo, como consecuencia, apuntando hacia su más absoluta dimensión: infinitivo, sin principio ni fin, sin servidumbre de tiempo ni de persona ni de modo ("no queríamos sombras"). Pero tampoco se lea esto como inconsciencia negada a las certezas. De ahí que antes me refiriera al compromiso que nos transmite, a la despierta disposición desde la cual el poeta escribe la niñez. Así termina el poema: "Los días, rojos: no existía el vacío. Infancia concluyente, ¿qué sería olvidar?". Evidencia, sin remilgos de tristeza ni añoranza desmadejada; cierre interrogante, latido -verbal y cordial- que señala en dirección a la existencia y nos empuja, renovador, hacia la aventura que aguarda. Algo bien distinto de la retórica manejada por los poetas de la generación del 50; ellos quedaron satisfechos en la irresponsable seguridad que les otorgaba el recuerdo de lo pasado, aunque disimulan declarándose fieles a su vida y a su voz. No es tan sencillo todo, viene a decir Luis Feria; porque alcanzar aquel territorio, buscándolo como cauterio, descubrió que fue error; de pensamiento y de creencia, pero también -y sobre todo- de la forma que se suponía idónea para expresar poéticamente dicha experiencia.

"Los sinónimos" puede arrojar más luz en esta reflexión: la misma sacudida de la existencia sufrida por las palabras, materia de la cual está hecha la primera. No es la lengua instrumento bien templado y conocido y presuntamente dominado; el escritor Luis Feria avanza por él como por un campo de maniobras, o por un país siempre por descubrir en donde hallar el tesoro mayor del ser y del conocer. ¿Por qué, si no, las caprichosas equivalencias que da en este texto y, de modo muy particular, la pluralidad en la cual desembocan ("Infancia: un aroma, un dolor, un cuchillo, una huella, una ceniza. Todo. Nada" ... ¿Hace falta otra vida después de ésa? Allí, completa; y nunca abandonada a la rutina de los hábitos. Intentemos una prueba que considero concluyente: si nos acercáramos a cualquier poema que, con paralela intención, buscase la infancia o la memoria permanente de lugares y tiempos idos, en tantos poetas coetáneos de nuestro autor, sólo la insistencia pertinaz en el adjetivo marca una distancia insalvable, hincha de retórica la voz; si observamos además que, al caracterizar el sustantivo de esa manera, lo encierran en su significación única y ya establecida, no podemos ver a estos poetas sino como hábiles amanuenses. Frente a ellos, la vigorosa energía con que Luis Feria penetra la lengua en tanto que organismo vivo, y la habita como verdadera casa deI ser: el sustantivo, por sí solo, abierto a cualquiera de sus sentidos posibles; corre el riesgo de nombrar cuanto pueda haber a partir del momento en que se profiere. Y a saber por qué parajes anda ya nuestro "pequeño cazador de libélulas": ha saltado sobre la melancolía para entrar en el mundo; y me digo, la infancia también cuerpo dispuesto a la fecundación, no lugar de acogida, país de exilio para el escritor.

¿Abandonamos la infancia, mundo que creemos nuestro, sin deseo de regresar; concedemos, acaso, mayor importancia a ese otro lugar adonde debemos llegar? De tal disyuntiva sabemos mucho los insulares; y es una marca mucho más cierta de ello, en el caso de nuestro poeta, que la tópica canariedad que invoca José Carlos Mainer, al emparentarlo con Morales, con Quesada y hasta con González, en el prólogo de Dinde. Es la encrucijada en la cual se halla Luis Feria, como dije antes, cuando Dinde y Más que el mar se hacen presentes en el proceso de su obra. El exilio, la situación del escritor; y no puede estar condicionado por el deseo de volver; mas bien, como dijera Vera Linhartova, es una forma de emprender "el camino que lleva a un sinlugar, hacia esa otra parte que siempre sigue estando fuera de nuestro alcance" [8]. Comprendemos entonces que Feria, regresado por debilidad, no pierda el norte que para él es, sin duda, "el lugar al que debe llegar", siguiendo el curso de la escritura, su verdadera existencia. Cuando salió de la isla, buscaba el camino hacia un sinlugar: al regresar, no interrumpe la búsqueda, ni el hecho de la vuelta frustra el impulso vivo de su poesía (de ahí, el malestar que siempre padeció tras su regreso: volver a casa y no sentirse en casa): su obra se tiende como puente para pasar a "aquella otra parte que siempre ha estado fuera de nuestro alcance". Nancy Huston contesta a Linhartova: "el lugar, la lengua que abandona el escritor desplazado, son el lugar y la lengua de su infancia". Nunca abandonó Luis Feria ni ese lugar ni esa lengua; ahora bien, con ellos irrumpe en el discurso habitual de la poesía de su tiempo, y lo interrumpe: invade con su lengua infantil el lenguaje poético de sus coetáneos y establece allí un modo diferente de mirar y decir el mundo, que es también una manera de salir (exilio, siempre) hacia el sinlugar deseado.

La propia Nancy Huston expresa su convicción de que ningún escritor "conseguirá escribir algo verdadero, hermoso, poderoso, si ha tachado su infancia, amordazado u obliterado sus emociones, todas las imágenes con ella relacionadas, si ha decidido por adelantado que el lugar de la infancia tiene bastante menos importancia que el lugar adonde se dirige"; porque -concluye- "el sinlugar no existe; o, si existe, lo hace en el exterior del mundo, en el cosmos abstracto de las ideas que exploran los filósofos y los místicos; un terreno que no es, en ningún caso el de los y las novelistas". Sin embargo, la escritura de Luis Feria es, precisamente, verdadera, hermosa y poderosa, más allá del simple hecho de que en ella se trate el tema de la infancia; ni siquiera porque maneje una cuota sobrada de emoción o ternura cercanas a aquella edad. Aun derivando hacia el espacio y la lengua de la infancia, Feria no hace dejación de (y menos disimula) su voluntad de perseguir el sinlugar. Un dato capital para entender su condición de raro dentro de una generación que prefirió la comodidad que suponía explorar aquella sentimentalidad con un lenguaje carente de riesgos, y que no era -por supuesto- el lenguaje de la infancia, sino un estereotipo que facilita su metafórica denominación.

El sinlugar existe, parece responder Luis Feria a Nancy Huston; le da existencia la voluntad vital y verbal de alcanzarlo. ¿En el exterior del mundo, tal vez? Precisamente. Porque es materia y objeto de poesía. Si a la infancia se va para quedar en ella, por supuesto que se niega la posibilidad del sinlugar; y el resultado será un cuento, orden sucesivo y horizontal del relato: todo se cierra en la anécdota reproducida puntualmente por el recuerdo. Pero si a la infancia se llega (es el caso de Luis Feria) como a una frontera desde donde, gracias a la riqueza del verbo, se pueda dar el salto al exterior del mundo, entramos en el milagro de la poesía: ni orden sucesivo ni discurso horizontal; desde esa encrucijada del tiempo, en la perpendicularidad cenital del hallazgo. No, no es patria de novelistas esta frontera. Y así se explica que la escritura de nuestro poeta pida aquí una prosa interferida por la poesía y su milagrosa sacudida, en erótica coyunda. Por descontado, encierra una fuerte carga de temporalidad, ¿cómo, si no, debatir con la infancia?; pero la palabra, que es poética, se revuelve contra ella y la empuja hacia el desvío (aquella inauguración del sustantivo que señalábamos). Y la fecundidad de este lenguaje se derramará en una prole de deslumbrante dinamismo y fuerza imaginativa, nacida del balbuceo y atrevimiento con que el poeta, a partir de aquí, dará siempre su palabra.

Al final de Dinde, pasan nubes ("tribus somnolientas del espacio") que parecen borrar tanta vitalidad anterior; se percibe, incluso, un decaimiento en la respiración verbal, mientras aquéllas se deshacen en hilachas de desilusión: "Así se fue la infancia", reza la última frase, de tono sentencioso. Pero, unas pocas líneas antes, advierte el escritor que "su cándida navaja inquietante amenazaba, presagiaba desdichas". Y si ya vimos el sustantivo, pido aquí atención para los adjetivos con que se transfigura la navaja oculta bajo la blandura del algodón de aquellas nubes: ese presagio. La frase, ciertamente, nos remite a una evidencia tantas veces dicha de forma similar; pero me interesan los adjetivos porque con ellos apunta -en las últimas líneas de aquel libro- una madurez, una plenitud sabia muy diferente a la de los mayores, como alcanzada que ha sido en un debate existencial con la infancia; y será ése el punto de inflexión para pasar a la escritura de Más que el mar. No puede extrañar, por consiguiente, que se recuperen aquí diversos motivos de Dinde; que nos tropecemos, en más de una ocasión, con personajes cuyo parentesco con los de este último libro no pasa desapercibido. Eso sí, con un tratamiento literario muy diferente: cae el aderezo anecdótico y el texto se adelgaza y se despoja conforme se hace más radical ese salto hacia el exterior del mundo, interior de la existencia y del lenguaje, que habíamos anotado.

Si, en Dinde, un jardinero "sacaba su alma al pozo y con ella extraía la suya, quieta y ausente toda la noche allá en el fondo"; aquí, "El leñador", creando idéntica fascinación por esa magia que llega de no se sabe qué lugar, pero que estalla entre las manos del niño: "No dijo una palabra; abrió la jaula; voló el sol. La libertad del ave fue la nuestra". Pero podrían ser lo mismo, Margarita o Estebilla o Pisalgato aquellos que estos Juan Silverio, Gardelita o Tristán Nicandro... Vidas, a fin de cuentas, copiosas en su libertad o en su derrochadora ilusión. Gentes fuera del tiempo, ajenas por completo a una utilitaria materialidad; pero nunca perdidas (o elevadas) entre las nubes de una espiritualidad abstracta: todos en la brega difícil de existir. Tampoco preservados por un halo de ternura; si ésta existe (y vale) es porque se deja contaminar de una ironía cada vez más efectiva, que repercute por igual en la mirada que el escritor proyecta sobre cada cual y en la viveza con que la palabra acaba diciendo su condición excepcional. Léase, si no, "La santidad". Por su extensión, se diría que se deja llevar por lo narrativo, diferenciado así del resto; pero no hace sino corroborar, con más atrevimiento si cabe, la particular sabiduría poética de esta escritura, y el valor que la prosa tiene en tal ejercitación. Aquí, la forma verbal en su variedad (subjuntivo y condicional) concede a lo que se presume relato una singular extrañeza que remite a lo dudoso e inquietante; aquí, también el humor es otra forma de atrevimiento; aquí, en fin, con uno y otro procedimiento (al que se añade la ambigüedad que preside toda la escena; esa santidad herética), acabamos por entrar en un ámbito y una atmósfera caprichosamente invertidos, en donde nunca se sabe con qué orientación e intención se produce tanta escatología.

Pero en Más que el mar volvemos a convivir con la prodigiosa humanidad de los árboles (mucho más sensitivos estos que el evocado por Darío) que si, en Dinde, acaban por dar habitación al sujeto, y lo conducen por su laberinto hacia el centro palpitante ("dádiva doméstica y sabrosa, igual que el corazón de nuestro padre"), ahora hablan; y el diálogo tácito desemboca en una actitud retadora por sabia de ese sujeto detenido en el borde del nuevo sendero que ellos abren, el de la libertad. Estos dicen: "Mejor la tierra al raso, el aire ilimitado. ¿Ropa? Desnudos siempre y nunca enfermos". Y el único consuelo ante su seguridad, el preciso y sutil desdén irónico con que se dice sin decir la evidencia de que la pobreza no es aquélla manifiesta en su asombrosa presencia, sino la de quienes miran y no están a su altura y lo saben. Si, primero, contemplación y hallazgo (mayor demora también de la palabra, dando pábulo al recorrido); ahora, estrecha participación existencial, compromiso nacido de la revelación lograda. Y hay niñas, en los dos libros; y en ambos son juego, aunque en el fondo cosa muy seria. Nunca inocencia; descubrimiento que zarandeaba el cuerpo y ponía el mundo del revés. Con ellas, un brote particular de vida, de entusiasmo desconocido; y una distancia también, recelo por su sabiduría y la dificultad de alcanzar tanto ("se les ocurrían cosas muy sabias"). Una frontera que se hacía preciso atravesar para ser, o en la torpeza turbulenta de columpios y bicicletas por el suelo, nunca se sabía provocada por quién, o deslizándose por la pendiente peligrosa de una urgida, explosiva sensualidad: como los juegos, las palabras y las imágenes más atrevidas: "nos lamían la sangre como fresas y relamían y lamían y nos miraban como balando, moviendo el hociquito".

Continúa el pasmo ante el hallazgo. Pero de ese asombro, que es experiencia, la palabra sale reforzada en su expresividad ("Las muy pájaras morrongueaban abiertas en la hierba oliendo muy a verde, a te quieres casar conmigo (...) Se hacían las desmayadas, y teníamos que tocarles el ombligo, qué suavón, para avivarlas, y más abajo, y más, y más, y qué era aquello tan terciopelito..."); y la anécdota -como en "La santidad"- no es el objetivo final perseguido por el texto; más bien, el principio de una sabiduría que empieza a crecer después, a partir de una serie de interrogantes, pues el lenguaje ha pasado también idéntica prueba, disparándose las incertidumbres ("y de noche era de día y la luz era de melaza, y todo lo que tocábamos estaba caliente y qué cosa tan rara, tan rara"). Con las niñas, la nieve, otro objeto de conocimiento maravilloso. Con su misterio, en Dinde ("un inmóvil mar sordo, una espuma sin sal y sin estruendo": nombrándola); Más que el mar, desde el otro lado (el título del libro apunta a superación y desbordamiento, a paso de orillas y horizontes), propone otra visión que se adensa y ahonda en la materia, para alcanzar una sugestión mayor que aquella simple equivalencia metafórica. No ociosa retórica, por tanto; el artificio verbal subvertido desde un espacio que, sin desdeñar el desorden de la infancia, acoge el drama existencial, y hablar es invertir el discurso dado, romper sus hábitos con la real gana del juego. Dice Juan Gelman que poesía y palabra encarnan "bajo una lluvia de discursos mortíferos", y que cuando la una y la otra vuelven de esa experiencia, no es que hablen de aquel horror, sino precisamente "desde el lugar donde hay horror atravesado". La misma razón, en la escritura de Luis Feria: vuelve una intensidad de herida, para quedar hablando -sangrando- por ella, nunca sobre ella: "aunque traiga desdicha sólo amaba lo oscuro", concluye el poeta español. Y es aquí donde comienza a torcer el gesto la crítica militante.

Evidente: la apuesta de Luis Feria es desconfianza ante cualquier clase de seguridad asertiva; resistencia a la imagen dada de las cosas y del mundo. La enseñanza que la infancia proporciona, al ser principio e inauguración permanentes, se halla en ese balbuceo, decir que queda sin acabar, abierto a la inminencia, y que por ello obliga a agudizar mucho la atención para completarlo (y apurarlo) en la dimensión de lo posible. Y con el balbuceo, un atrevimiento que denuncia la perversión de un ser prescrito para las cosas, de una sabiduría sin fisuras y por ello dominante. En la infancia habla la razón liberada, y por eso resulta más precisa y luminosa su palabra, por paradójico que pueda parecer. Todo allí es criatura; y gracias a ello se alcanzan las estribaciones más sugestivas -y terribles- de la palabra vallejiana; de la misma manera, hacia ellas derrotamos siguiendo el camino de la poesía de Claudio Rodríguez (en esto, tan próximos Luis Feria y él): objetos, lugares, seres, y hasta el lenguaje; no son simple materia tratada en el poema, o mero instrumento de uso; van mucho más allá, son existencia, con su elevación entusiasta y su dolorosa caída; son herida y quebradura, como en "El charco", estricta paráfrasis del poeta peruano ("Era el charco. Pasar de largo, no; su hueso frío hubiese tiritado, su humillación nos hubiera dolido": nótese el particular ajuste sintáctico). El objeto, incluso, habla de modo peculiar, y hasta tiene sus propios gestos, su movímiento característico, tan suyo todo que nos asombra al ver que participa de nuestra misma fragilidad humana. El lenguaje, por su parte, hace sitio y busca salida para decir lo descubierto: "Hablándole a su son [el cardo] abatía las púas; cuánto cantar de dentro su voz bronca, canción de arriero, música leal".

Vallejo, no me cabe duda. Pero hay otra escritora -uruguaya ésta- cuya obra muestra una disposición paralela a la de Luis Feria. La prosa de Marosa di Giorgio (1932), poesía también, a pesar de su ahondamiento en la memoria de la infancia y sus territorios, por más que su motivo sea el discurrir de aquella peripecia existencial. Poesía porque, a mayor presencia de la inabarcable sucesión de acontecimientos, la palabra crece para contradecirlos, en un prodigioso juego donde el yo poético pone su vida al tablero: hallar la palabra justa, la imagen de rebeldía frente a la impuesta, es un compromiso que, una vez aceptado, resulta ineludible. Juego mortal, pues. A medida que leemos las prosas de di Giorgio, su voz nos transmite esa rara sabiduría que, como en el caso del poeta español, nace en la agitada y explosiva viveza de la niñez, de la asombrada inquietud ante aquella verticalidad de febriles visiones como relámpagos en la sombra que rodea un espacio familiar de encantamientos, juegos y apariciones, de transfiguraciones prodigiosas también. Di Giorgio, en la tradición de Vallejo y Rulfo; su prosa, rasgada, quebrada en síncopas que son paréntesis de alumbramiento. Por ahí, el desvío de Luis Feria con respecto al uso de la memoria en su generación. Aunque se diga, aunque pueda parecerlo en una lectura superficial, nuestro escritor -como Marosa di Giorgio- no cuenta cosas; detiene a cada paso su discurso con abrupto tajo, y vuelve (verso, a fin cuentas) al principio, a la iluminación del hallazgo donde se concentra. En ambos autores, poesía y narración confundidas; el discurso esperado resulta siempre otro. De ahí que Luis Feria no traicione -como es inclinación común en la poesía española- el verso y su necesaria concentración con el despliegue narrativo de una anécdota y su secuela de sentimientos; su escritura se explaya en estos dos libros, precisamente cuando desea otra dimensión, cuando precisa otra respiración; y por eso será en el mundo y en el lenguaje de la niñez donde halle amplitud de territorio para su desenvolvimiento; allí no hay uso de razón, ni cómoda sujeción a pautas establecidas; allí hay que jugarse el todo por el todo.

Sabiduría otra, dije. De la real gana. La palabra guarda secretos, no contiene un significado; y así puede abrirse a lo faltante, abriendo los sentidos del mundo. Léase, por ejemplo, "Las palabras" (cuyo correlato, en Dinde, es "La sabiduría"): sucesiva sorpresa de la presencia material y del acento de vocablos que son criaturas, no simples formas gramaticales. ¿Qué significado puede tener una palabra si suena como éstas?, es la pregunta implícita en el asombrado aprendizaje que consiste en desprender aquellos objetos de su disciplinada carga ("las decíamos recalcando mucho el acento y parecía que se quebraban suspendidas en el aire, que podíamos tocarlas": relación concomitante a la que con ellas tiene Ana Enriqueta Terán, venezolana, o Circe Maia, uruguaya). Subrayo la atención en el acento, ánima y vuelo, verdadero ser de la palabra. Se explica, entonces, que el texto concluya en una invención que, por fin, las desprende de toda atadura, y nada importa si por ello se hunden más en su misterio u olvido. Esto, las palabras. Pero el orden elegido para el discurso que ellas han de configurar muestra una idéntica necesidad de extenderse o concentrarse caprichosamente, de no seguir regla alguna de sucesión sintáctica: síncopas, fragmentación, paréntesis de silencio sugeridor, concentración y sobrentendidos, tan vivos porque arraigan en la expresividad -y libertad- del habla, donde hasta el gesto dice: "En su ruedo sin muerte nos entrábamos; alegría de fronda acumulada, ser uno con su ser. Al intruso advertía: el que me honre hallará ventura; navaja quien me venda", dice que dijo "El naranjo".

Esa exploración por (y explotación de) los recursos del habla será lo que conceda a esta prosa su carácter poético. Que contradice la narración es obvio; y eso lleva a una particular concentración del tiempo (discurso, suceder) en el texto (inauguración, aparecer). En vez de referir lo sucedido antes, volcándose al pasado, el cuento aquí es fundación, un principio. Y en este sentido la oralidad se reconoce como fuerza primordial de la creación literaria, lo que no tiene nada que ver con esa simplificación estereotipada, que sí es artificio, de lo popular. Y, a mayor abundamiento, véase lo mismo el cuidadoso, minucioso trabajo sobre léxico y ritmo, que ese empeño de hacer de la caligrafía maravilla de invención (vid. "La buena letra"). Léxico y ritmo, con tanta indiferencia mirados en la poesía española, o con tanta torpeza manejados. Al concederles ese protagonismo, Luis Feria agita esta prosa que escribe, y le da su energía especial que es alumbramiento [9]. Textos como "El violín" o "El cantor", los mejores ejemplos de cuanto vengo diciendo. Serenidad del primero: su hilo, pespuntando la experiencia de oír cómo alcanzar una rara plenitud: "Sonaba cuando un niño se falsea. Su música insurgente ya iba a descuajarnos, muy a solas nosotros, y terribles. Qué nacer o acabar mismos u otros, qué vivir por creer; la muerte que llegase no era injusta". Violín niño, en su explosiva vitalidad; el objeto no es metáfora de la persona, tiene su misma fragilidad despreocupada; por eso, al vivir, sufre la vida. Violín enemigo, de acometida terrible. Como decíamos, objeto con orgánica vitalidad de criaturas. Y la palabra que respira en paralela síncopa; el ritmo, agitado por la experiencia, tenso en la polaridad de los extremos, reconociendo una fe que es entrega y consumación. De nada sirve la soberbia del saber; lo aprendido es herida, o no es nada: inmolación ("Nos extraía sumos, socavados, con fiebre, sedientos y orfanantes, como absolutamente todo, como nada").

En "El cantor", una experiencia más radical. La prosa matrimonia -prodigio de ritmo y sintaxis- con las quebraduras del cante: voz popular y anónima, entrañada en lo orgánico; voz que resiste a toda armonía y zigzaguea, relampagueante, por senderos de dolor ("como una hoz que siega cuando canta") en donde hasta "la noche se arredraba". Leyendo esta breve prosa de Luis Feria, uno piensa en tanta literatura escrita sobre materia tan atractiva para la voz y la palabra. Viene a la memoria tanto tópico malgastado, tanto que se autoproclama poesía y es apuesta reiterativa que apenas si reproduce, con mayor o menor habilidad, la experiencia contenida en el cante y sus formas. Digo, incluso, desde García Lorca. Aquí, y en prosa, basta una sola frase (la transcrita) y su contexto ("ventas del camino, candiles balbucientes"; "guitarras en guerra, el vino sarraceno"; y en el alba, una carretera abriendo la noche): el golpe de voz aquel no dice el otro, es éste y su misma ferocidad. Ritmo y fraseo, en la sintaxis; pero, en otras ocasiones, cuidadosa modulación verbal que, por imperfectos y gerundios, por subjuntivos y condicionales, proyecta el discurso hacia su continuidad en lo posible. Porque también la acción -nunca rotunda ni asertiva- vive de su continuidad, de su expectativa de futuro, de los condicionantes que la alejan de toda inmediatez. El texto, como venimos repitiendo, una inauguración poética indudable.

Infancia, algo más que un tema literario: un modo de vivir y de decir la vida; un orden diferente del mundo, que es "moroso e inmanente recrearse en la pura relación con el material, complacencia en la que se hallarían indiscerniblemente confundidas ya las virtudes concretas del propio material (...) y la habilidad de la mano que lo manipula, y que daría lugar, por consiguiente, a juegos infinitos" (el subrayado, mío). Así explica Rafael Sánchez Ferlosio [10] lo que denomina "placer funcional objetivo", como rasgo propio de los relatos de infancia. El juego, con su desinterés implícito, no busca utilidades sino el placer -incluso manual y sensual- del momento en que se consume; y también el riesgo o albur que se corre al aceptar esas reglas siempre a punto para ser transgredidas. Por eso, el tema de la infancia no aparece en estos dos libros con los valores que convencionalmente se le adjudican, desde la perspectiva de la narración; y nos importa, desde luego, y se resuelve en hallazgo poético, porque el escritor acude a ella como a la vida, para aprender; en esa experiencia existencial del límite y su prolongación más sugestiva, el principio poético que es descubrimiento y reconocimiento. El propio Sánchez Ferlosio aclara cómo el uso de la narración, en el sentido de proyección hacia un exitus final (no juego, entonces; tensión competitiva del deporte), tiene que ver con el uso de la materia narrativa como "adminículo o instrumento para la complacencia del sujeto consigo mismo (...) juegos finitos, trascendentes, dirigidos y polarizados por el orgasmo final del conseguir" (también subrayo). Que es el modo narrativo "más universal de todos, el más auténtico y primario de la forma narrativa tal como ha venido a cuajarse en nuestra civilización".

Bien claro está: no es éste el camino seguido por Luis Feria; él anduvo por aquellos placeres del juego infinito; y su escritura -aun en estas prosas- no se acomoda a sucesión narrativa alguna, por mucho que parezca recuperar un tiempo feliz ya perdido: el orden que nuestro poeta da a esa materia temática, cuando se propone traducirla a literatura, no se ajusta a la seguridad previa que pide un relato convencional ("relatos construidos ex profeso -sigue Ferlosio- en (...) una suerte de complicidad tácita y previa (...) del autor con los lectores"). Eso supondría claudicar ante los hábitos del discurso literario y avenirse a una cómoda repetición de lo mismos. Luis Feria, por el contrario, nos regala con "la fruición del factor de expectativa", connatural al uso lúdico de la palabra en la infancia, y que los relatos adolescentes desprecian, pues su orden se orienta siempre hacia una conclusión que se desea resolución. Frente a aquel "factor de expectativa", que implica aceptar una disposición fronteriza, el relato convencional cultiva una "tensión participada en fantasía", para alimentar y mantener el deseo de alcanzar una meta u obtener tangibles resultados, una vez consumada la peripecia, mientras la lectura se consume en el momento de hacerla. Lógico, por tanto, que el paso de aquellos juegos de infancia "no polarizados por un exitus final", a estos que sólo buscan conseguirlo, suponga una evidente regresión, como bien advierte Ferlosio: "lo infantil (...) éticamente superior (...) un estadio respecto del cual lo adolescente se ofrecería como atrofia y corrupción (...) impuesta y relacionada como necesaria para la supervivencia". Corolario: la lectura de estas prosas de Luis Feria, debe hacerse desde este comprometido presupuesto. Y así gana en sentido y en valor su apuesta al escribir la niñez.

Hemos insistido en el principio infantil de esta escritura; pero dije también que Más que el mar ahonda en la misma experiencia existencial y verbal de Dinde; que explora, incluso, su revés. Y por eso, contrahechura. Lo infantil no puede entenderse cosa de niños ni espacio en donde mirar complacidos cuanto se perdió. Es algo mucho más serio, porque afecta a una sabiduría de la vida toda, que lo será también de la escritura. Y en este orden de cosas, "Armenia" habrá de leerse como una poética. En el texto concurren todos los extremos del debate que Luis Feria sostuvo consigo mismo, en tanto que escritor. Yo diría parábola en donde se desvela la oralidad como principio nutriente de toda verdadera poesía. Y no tiene por qué ser patrimonio exclusivo del habla infantil: aquel balbuceo, todo balbuceo movido por idéntica inocencia; aquí, la de esta mujer que no sabe decir pero pretende decir cuanto le está vedado. Armenia, el personaje, en la misma disposición fronteriza, da el salto verbal que es mortal porque se decide a aprehender el mundo en la palabra. No es casual la forma dialogada que el poeta adopta en este fragmento. Salvadas todas las distancias que se quiera, la misma inclinación socrática por la mayéutica; aunque sin largos discursos ni explicaciones excesivas ni -mucho menos- laberintos conceptuales. De poesía se trata; de su iluminación. Diálogo, así, de frases muy escuetas, en donde siempre dice las palabras más bellas quien se apresta (y se entrega) para ingresar en la escondida maravilla del lenguaje; lo dificil (y lo impersonal) será el artificio de escritura, lo que es repetición, más o menos fiel, de lo aprendido.

Lo popular y lo culto, frente a frente. Pero con un matiz, al cual ya me he referido: lo popular es lo natural, cuanto nace animado por el habla, cuanto se maneja como cábalas de un juego que conduce a la acción más arriesgada, a una final pero maravillosa sinrazón. Ni altura ni elegancia; escribir es vivir, y vivir, esa aventura en donde late la inminencia del deseo, prolongándose hacia lo posible, porque la palabra, si es poética de verdad (y aquí lo es), siempre irá por delante de lo sabido, y no se contenta con repetirlo. Cuántas veces negó Luis Feria los enredos del hermetismo, cuántas se declaró partidario de una línea clara, aunque, a diferencia de quienes la entienden una ortopedia, nuestro poeta no desdeña -como se ve- el misterio de la experiencia poética, que radica en la inocencia de la infancia y de todos aquellos que, como Armenia, participan de similar entusiasmo, y cuya voz es temblor y temor al descubrir lo que habita en el revés del mundo y del lenguaje: seres que ocupan ese lugar fronterizo y muestran -y ofrecen- su disposición a proyectarse en la demasía, en cuanto les falta para ser. Y todo en un ejercicio de increíble naturalidad. El texto que Armenia logra componer con presumible dificultad (con técnica, por cierto, que el mismísimo Tristán Tzara resumiera en "Para hacer un poema dadaísta") puede muy bien otorgarle el título de escritora "infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida por el vulgo" (son las palabras de Tzara).

Habrá, sin embargo, que precisar a quién se hace referencia con la alusión al vulgo incapaz de comprender; y eso es lo que hace Luis Feria, en el colofón de este capítulo: lee las líneas trazadas por Armenia en su papel, y al leerlas, se oye un limpio y transparente y tierno villancico, armonía de canción anónima en aquel desbarajuste de signos; quienes, por vulgares, no comprenden son aquellos que esperaban una explicación cierta para tanto revés y sinrazón, aunque extraordinariamente natural, vivísimo. La escritura, como su correspondiente lectura, un milagro. Porque se ha probado el riesgo y se ha alcanzado el descubrimiento que toda verdadera poesía entrega con prodigalidad ("Qué inventora soy -se asombra Armenia-. Escribiré más otras"). Nada definitivo se alcanza: es principio renovado para explotar la vida, despejadas las murrias del tiempo ("Nada dijimos; para qué, ella sabía. Corrimos otra vez hacia el amanecer", reza la última línea de "Madre", precisamente) o ese temor y escrúpulo humano ante la muerte. Por eso, la enseñanza mayor será el conocimiento especial al que accedemos una vez cumplida la experiencia poética. En "Las buganvillas" se lee: "Nacieron de reyerta, cauterio o sajadura, y su sangre profusa, al enramarse, negó el vacío, aceptó el espacio, llenando la tiniebla, la soledad, el hastío, de la fiebre violenta, que al ir contra la muerte, nos hizo invulnerables". Nada de mero recuerdo, por tanto; experiencia y herida para negar el vacío y reconocer la totalidad, no el vencimiento. Fiebre que pide continuidad, no postración. Y menos, muerte. La sangre enrama, no se derrama...

Vida siempre. Y afirmada, además, con deseo de plenitud. Cuanto hay después, al cumplirse el tiempo y agotarse la existencia, no es muerte: un espacio que explorar, selva de lo incomprensible que sólo esa palabra natural, en su máxima tensión poética, ilumina. En el poema, interrogantes, fruición de expectativa, pues no se puede aplicar a ese nuevo conocimiento el orden de este lado. Paso siguiente a la perplejidad con que, en Dinde, se asistía a la evidencia de "que cosas que han sido pueden dejar de ser", en la "zozobra de ver llegar el ocaso que nos colmaba de impotencia y frustración"; ahora se va reconociendo una perfecta adecuación a la vida, en su renovada presencia, porque, si no, "¿quién hubiera hablado por nosotros, quién hubiera jugado nuestros juegos?" Subrayo las referencias: voz que no se desea perder; libertad que debe permanecer; y eso está allá (estalla) en la infancia, y su fulgor no se extingue, sigue en el pez, el cuervo, la raíz, incluso en lo más intrincado o peligroso -serpiente, alacrán, vinagre- porque también vive. Hablo del poema "La muerte". Luis Feria no pregunta en él cómo es o será morirse; dice textualmente: "¿Cómo era morirse?" Algo desusado ya, o hundido en un fondo milenario, relegado a un tiempo inmemorial. La muerte, la respuesta que lo apaga todo y abate tanta curiosidad entusiasta. La frase final resulta elocuente, con esa áspera frialdad ("Sin dudar nos contestaron; como si nadie te quisiera"). ¿Por qué, entonces, no atreverme a más, a ser incluso Dios, en vez de resignarme al dictado del tiempo? Esta irreverencia, por encima de aquella otra del remedo torpe y ridiculizador de los mayores, del fracaso repetido al querer ser flor o fuego, por ejemplo. Mucho más fácil ser Dios (no como Dios: sin barba, "ni corona, ni manto, ni cielo, ni nada de eso"); bastaría con ser árbol o agua o mar o niño. Esto, mucho más; que ya se es porque se ha sido. Falta de respeto, en vez de la reverencia que, en Dinde, obligaba a decir: "También para nosotros el tiempo se agrietaba. Invocábamos las alucinaciones de siempre, los ritos mágicos de la niñez, pero ya no respondían", porque -adolescentes- "empezábamos a sentirnos solos y sin nosotros mismos".

En Más que el mar se advierte una inflexión paralela a la que, en Dinde, ponía al sujeto ante la evidencia de su fragilidad, cuando más entusiasmo sentía. Ahora sirve para entrar en una nueva disposición: la certeza del tiempo como violento cercén permanece, pero no se acepta ya con inevitable decaimiento, traducido en sentimentalidad común ("Pero nosotros, ay, nos íbamos marchando, derramándonos de su corazón", se lee en "La abuela", tan próximo todavía al tono que, desde "Las cometas", dominaba en los textos finales de Dinde). La sorpresa, entonces, era verse convertidos en hombres, de improviso, porque "se nos puso de luto la niñez"; sin embargo, la madurez que asoma en el último tercio de Mas que el mar no niega la energía aprendida antes, reconoce en aquella palabra primordial la fuerza que afirma una existencia más dilatada y, en vez de detenerse, impotente, ante la pérdida, se abre en un impulso de continuidad. Así, el final de "La abuela": "Nacía en nosotros diariamente. Y sin embargo, ay, continuábamos marchándonos". Atrevimiento de ir hacia ese nuevo territorio, a partir de entonces sugerido. La muerte no es el final; curiosamente, lo es el dolor (título del último texto). Ni acabamiento, ni tregua siquiera, en este aprendizaje de la existencia; expansión de la curiosidad: "La infancia acorralada intentó adivinar si era condena o salvación lo que sobrevendría". Adviértase la construcción sintáctica y el matiz que a ella aportan las formas verbales elegidas (perífrasis incoativa; condicional) y la disyuntiva en que se prolonga esa acción. Léase, así, la conclusión (que es la del libro todo): "Tuvimos frío, sólo hubimos vinagre; múltiples y sedientos eran los nombres de la soledad". ¿Será preciso insistir en la pluralidad de lo posible aquí expresada; explicar la ambición de conocimiento que en esa sed se contiene? Acicate que desde la infancia se mantiene, por haberla vivido de aquella manera.

Y el mar, en fin. Presente también en Dinde, allí junto a las nubes, para cerrar el libro, hablándonos de una progresiva disipación (ritmo de vaivén que la prosa adquiría). Ahora no es metáfora, ni siquiera objeto: criatura ("Ardía el mundo, nosotros más que el mar. Ah, vaho táctil: qué alta iba la flor", escribe en "El verano"). Porque es como pasarse de la raya; y una nueva, sorprendente, sensualidad brota con fuerza renovada. Y es más sabia. Vida como placer gustado, como saboreo distinto; como luz que penetra y posee al ser, en su totalidad. Desde el principio ("un rompiente muy claro de espuma y de salitre que irrumpía hondamente dejándonos salobres" -ya en la primera página-); pero crece a medida que la madurez se reconoce y asume, y se acrecienta y despliega en el último tramo del libro. De toda la experiencia seguida aquí y en Dinde, se aprende -gracias al arraigo en esa peculiar inocencia- que el mundo es más vida, nacimiento y fruto, permanente dar a luz ("Con su zumo lavábamos las culpas; vivir, qué inmensidad"); vigoroso ritmo verbal y visual de reverberación o vuelo ("¿Quién arrojó la plata por el aire? Un resplandor rasante, una ráfaga umbría: palomas en la noche, su vaho somnoliento"). Interrogante siempre, la palabra poética nos encamina hacia lo incierto, nos desliza por abismos de vértigo, pero no desarmados, ni vencidos: sangre, dolor, ruptura, el aprendizaje puesto a prueba, como evidencian los usos sintácticos, las paráfrasis creativas (vid. "La violeta"). Dominio del lenguaje, dominio de la existencia que en él ha hecho nido y fructifica. A partir de Más que el mar, la escritura de Luis Feria, con su voz definitiva, ganando en intensidad, en vigor imaginativo; la experiencia existencial no se dobla simplemente en el artificio verbal, éste será ya esa experiencia. Hasta el fin.


NOTAS

 

[1] Miguel Martinón (vide. La poesía canaria del mediosiglo. Tenerife, 1986) refiere cómo algunos textos de Dinde aparecieron, con algunas variantes, entre 1969 y 1970, en suplementos literarios insulares.

[2] Editorial Bruguera. Barcelona, 1983. Hay segunda edición: Pre-Textos. Serie Narrativa. Valencia, 1993.

[3] Miguel Martinón (loc. cit.) señala cómo, en aquella publicación previa de algunos textos de Dinde, se aludía a un libro en preparación titulado Poemas en prosa. Asimismo, matiza el carácter narrativo y lírico de esas prosas. Vide. también: Benigno León Felipe, Panorama del poema en prosa en Canarias. Anuario Instituto Estudios Canarios, XLIV, 1999/2000.

[4] Miguel Martinón precisa las fechas: Luis Feria reside en Madrid, primero, entre 1936 y 1940; luego, hacia 1949, como estudiante. Entre 1952 y 1978, de forma ininterrumpida.

[5] Vide. Prólogo a la primera edición de Dinde. También: "Presentación" a Obra poética y cuentos. Pre-Textos. Valencia, 2000.

[6] Ernesto Sábato. La resistencia. Seix Barral. Barcelona, 2000.

[7] Carmen Martín Gaite. El cuento de nunca acabar. Destino. Barcelona, 1983.

[8] Vide. Nancy Huston. "El declive de la identidad". Revista de Occidente. Madrid, noviembre 2000.

[9] José Carlos Mainer (loc. cit.) advierte que Luis Feria "ha evitado la tentación de la prosa poética". Miguel Martinón matiza, sin embargo, esa afirmación con un cuidadoso y muy oportuno análisis de los rasgos de sintaxis no progresiva, recurrentes en estos dos libros de Luis Feria.

[10] Las semanas del jardín. Alianza Tres. Madrid, 1981.


 

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