José Ordóñez García

Conócete a ti mismo...

o la ironía del oráculo délfico


 

Paul Klee: Senecio

 


 

"Haz de tu mierda estiércol y aprovéchalo para que brote
algo bello… y no se te olvide contener la vanidad en la
medida de lo posible"

(ETOR)

 

 

Por lo común, cada uno de nosotros lleva consigo un conflicto, o la insistencia de muchos conflictos que adoptan una imagen o relato unificador. A esa tormenta interna, que aprovecha el sueño y la ausencia de tarea o de cualquier actividad comprometida y atenta, le ampara nuestro olvido, ese no querer saber de ella. De este modo, contamos con la certeza de que sabemos más de lo que decimos y, en consecuencia, que decimos menos de lo que sabemos. Esto es la ironía y somos irónicos con nosotros mismos. Generalmente procuramos olvidar eso, que somos irónicos, que la solución a los conflictos no es otra cosa que olvidarlos: "procurar" olvidarlos. Así, nos encontramos con una intencionalidad, un querer dirigido al olvido, y esto, en sí mismo, resulta imposible, porque el olvido sucede o no, se da o no, pero no tiene lugar cuando uno quiere. El quererlo significa ocultarlo, es decir: olvidar un conflicto es ocultarlo, "hacer como si no estuviese ahí". Las tormentas pasan, así se dice, pero en realidad sólo desaparecen para volver a aparecer, como de hecho ocurre. El conflicto se comporta del mismo modo, de ahí que la tormenta se soporta y, para ello, lo que tenemos que hacer es pertrecharnos bien hasta que desaparezca. Y es así. El conflicto siempre viene de fuera, como la autoridad. Es lo que sucede sin nuestro concurso. De este modo, el conocimiento de uno mismo es algo que tiene lugar junto al conflicto, o dicho más claramente: es el conflicto lo que lleva al conocimiento de uno mismo, pues el no saber de sí es una excusa más que suficiente para que decidamos querer conocernos.

Que el análisis es la mejor forma de resolver un conflicto parece claro. Introduce serenidad, reflexión y, de este modo, una expresión mesurada de lo que tiende a poseernos y tomar las riendas. Al ser un acto consciente, el conocimiento supone una lentitud porque reacciona contra la prisa de la pulsión y del instinto, uno se conoce siempre en un después, en un verse tras la acción, tras lo hecho, lo realizado. Si todo conocimiento se ejerce bajo la norma de una distancia constitutiva de la delimitación entre sujeto y objeto, no es menos la legitimidad de esa norma para el conocimiento de uno mismo. Pero aquí hay un problema: sujeto y objeto son una misma cosa, están en la misma persona. De ahí que para el conocimiento de uno mismo no venga mal otro que introduzca la distancia entre uno y uno mismo para solventar o aligerar la resistencia que de modo natural exponemos para hacer "epojé" de nosotros mismos. Esto es lo que en última instancia realizaba Sócrates: introducir distancia y lentitud allí donde otro se mostraba presuroso. La pregunta siempre es un parón, un frenazo, un hacer salir de sí al que se encuentra inmerso en la pulsión, le obliga a pensar, a ejercer el análisis sobre algo, sea este algo una creencia, una acción o una convicción. Y los conflictos son como preguntas que nos ponen ante nosotros, que nos descubren aspectos desconocidos o poco tenidos en cuenta.

Cuando hemos dicho que todo conflicto viene de fuera no incidimos en el carácter eminentemente práctico, activo, de todo conflicto. Esto obliga a reconocer que es en la acción donde tiene lugar, de modo originario, el conflicto. Por tanto, lo ajeno, lo exterior pone en evidencia el carácter relacional del conflicto. Sin relación no hay problema, como tampoco hay vida; el que ha muerto ha dejado de tener conflictos, porque ha dejado no sólo de vivir, lo biológico, sino de relacionarse, de convivir. En fin, que es actuando como uno se conoce, como uno se descubre, y la pregunta es acción y relación, porque no sólo exige una respuesta sino también una actitud surgida en la acción comunicativa misma, ya que ante la pregunta y ante el que interroga emerge el carácter, el ánimo, actuamos insuflados por un determinado talante. A través de ella podemos expresar miedo, sorpresa, indiferencia, interés, angustia, etc., esto es, podemos averiguar cosas que nos definen y nos constituyen y que han podido estar ahí, ocultas, desconocidas, antes de ser llamadas a comparecer, a actuar. Se ha dicho en multitud de ocasiones que un problema planteado, expuesto, ya no es un problema. Es un modo de decir que lo no dicho, como lo reprimido, es una forma de negarse a reconocer algo, sobre todo porque eso que tenemos que reconocer, que decir, no nos gusta. ¿Y porqué no nos gusta? Porque nos muestra que no somos tan perfectos como creíamos, que no somos mejores, en definitiva nos muestra la ilusión que teníamos sobre nosotros mismos. Por eso, en toda introspección nos descubrimos ilusos, que somos ilusos. Luego el conflicto es consecuencia de una ilusión. Llamamos ilusión, en este contexto, a un saber no confrontado, no puesto en relación, no activo, por tanto a un pseudosaber (doxa), pues aquel saber primario era un saber sólo supuesto, una ilusión: un no-saber. Como Sócrates, podemos decir ahora que sabemos que no sabemos. Sé que me ignoro, porque ahora sé que he estado siendo una ilusión, un creer que sé lo que soy. Conocerse es dejar de hacerse ilusiones… sobre uno.

Todo conflicto supone -o saca a la luz de forma inevitable- sufrimiento. Hay conflicto, hay sufrimiento. Analgésico y análisis constituyen la relación de analogía entre lo físico y lo espiritual; entre el dolor muscular y la preocupación debida a ese: "estar uno padeciendo por algo indeseable, no querido, que se ha hecho fuerte en la mente, en la vulgar cabeza". Cuando la ilusión aparece como tal, y no como un supuesto saber (de sí), aparece entonces el conflicto, pero también el sufrimiento, y éste, como todos sabemos, sucede en la interioridad. Si es cierto que sólo hay conflicto porque hay relación, no es menos cierto que, por ello mismo, el sufrimiento alude al cómo percibe uno, cómo padece uno esa relación. Aquí se muestra, de modo indicativo, el peso que la visión de mundo tiene sobre la percepción de las cosas. El sufrimiento puede revelarnos cuáles son los contenidos de la visión del mundo que nos sostiene, porque es desde ella desde donde consideramos la presencia de un conflicto a tenor de cómo valoramos y cómo nos afectan sus contenidos. Por lo general un conflicto es algo negativo y, así, algo que nos hace sufrir, pero también es cierto que un conflicto es sólo aquello que consideramos como tal, y esa consideración depende del referente, esto es, de la visión que tenemos de las cosas. Según entendamos por lo moral, lo correcto o lo verdadero, así dictaminaremos sobre qué es conflictivo y qué no. Unos sufrirán por una cosa y otros no sufrirán en absoluto ante la misma cosa, porque la visión que se tenga será distinta. Así, el sufrimiento es algo totalmente subjetivo. Y puede ser tan subjetivo que, de hecho, podemos comprobar fácilmente cómo una sola persona puede experimentar un sufrimiento insoportable ante una circunstancia que no provoca sufrimiento alguno, al mismo tiempo y a la vez, a otras muchas. Cuando el sufrimiento se refiere a uno mismo, éste es el peor de todos. El conocimiento de uno puede traer consigo grandes sufrimientos, sobre todo porque la fuente de ese padecimiento no está fuera, ni es ajena, sino que va con uno. Allí donde voy me sufro, porque allí donde voy miro y me relaciono a través de mi visión de mundo: de lo que llevo visto conmigo. El abrirse a uno mismo, mediante la reflexión sustentada en el análisis, conlleva el dar con la consideración que tenemos de las cosas y del sufrimiento como el resultado de la no adecuación de las cosas a nuestra consideración de ellas. Que las cosas no ocurren, ni se comportan, como queremos, es decir, como consideramos que han de comportarse. Vemos cómo en la base del sufrimiento, en su fundamento, lo que hay es la perspectiva, un modo estático de entender el mundo y la vida. Sólo hay sufrimiento cuando hay consideraciones estáticas (otra cosa es que el sufrimiento sea necesario, porque toda consideración ha de ser necesariamente estática). Paradójicamente, cuando uno se abre a sí mismo se encuentra con lo cerrado, con una visión del mundo ya clausurada, y sufrir es comprobar una y otra vez cómo uno se encuentra preso de lo clausurado, cómo uno ha configurado su personalidad y su carácter gracias a eso. La insistencia en el modo de actuar es lo que nos identifica y diferencia de los otros. Los otros nos piden, para que sigan reconociéndonos, que mantengamos una pauta, que aparezcamos siempre coincidiendo con la imagen -etiqueta- que ya tienen de nosotros. Ellos, los otros, dicen que nos conocen, y nosotros a ellos, porque en su base de datos, como en la nuestra, hay una ficha, un DNI, que corresponde al que tienen, y tenemos, en frente. Pero un día ese mismo, el de siempre, te puede espetar: "¡Desde luego no te conozco!". ¿Qué ha querido decir? Que lo físico y lo ético no coinciden ahora, que ven al de siempre pero no comportándose como siempre. La palabra "siempre" resulta terrible, aunque gracias a ella podemos intuir cómo el sufrimiento se debe en gran medida a una falta de elasticidad. Ser elásticos también significa ser adaptable (el junco más elástico es el que mejor resiste al viento y sobrevive a él), lo cual supone un ser capaz de asumirse uno como no se había reconocido hasta ahora y con el menor sufrimiento posible. El conocimiento de uno mismo implica un viaje, no tiene por qué consistir "siempre" y sólo en una bajada a los infiernos (que eso de que el infierno esté "siempre" abajo no es más que una convención, me refiero al infierno y al abajo), y en todo viaje, por propia iniciativa, uno se dispone a mantener un estado de apertura, y esto significa: primero experimentar, con prudencia, y luego meditar, con serenidad. El ir hacia uno mismo es en realidad como un ir hacia fuera, ya que nos vamos a encontrar con cosas que estaban ahí pero nos eran desconocidas. Y el estar abiertos supone una gran elasticidad mental porque hemos de estar dispuestos a asumir cosas que se nos imponen a pesar de nuestros prejuicios, de nuestras consideraciones previas sobre las cosas. Es cierto que el miedo es el primer y crucial obstáculo a superar (como le indicaba Don Juan Mato a Carlos Castaneda en Las enseñanzas de Don Juan), y posiblemente haya que demorarse más tiempo del imaginado en esa primera estación. Si es así, conversemos con el miedo el tiempo que haga falta. Seamos elásticos y pasemos miedo a ver qué pasa, a ver si pasa el miedo y somos capaces luego de decir qué ha pasado con él. Quizás comprobemos en muchos casos que el miedo era una ilusión, una falta de constatación, un imaginar que algo es, cuando en realidad no es, porque es otra cosa distinta a la esperada y que sólo era imaginada cuando logramos constatarla. No cabe duda que uno siente miedo cuando dice que tiene miedo, aunque en realidad es el miedo quien lo tiene a él. Como cuando uno va en coche y siente miedo porque es otro quien conduce y no se fía de él. La desconfianza y el miedo van uno tras la otra: uno no se fía del miedo. Por lo común la desconfianza es el resultado de una generalización, de elevar una acción concreta, individual, a una posibilidad universal, pero que se vive como una realidad personal. No podemos olvidar que lo posible acontecido es lo necesario, pero lo meramente posible no es necesario, sólo posible, y en este contexto disponemos de un 50% para personalizar esa posibilidad de un modo satisfactorio o insatisfactorio. Hay que ser elásticos. Hay que dejar que el miedo se lleve lo suyo, hay algo que aprovecha al miedo para pasar, para ir de un lugar a otro, incluso para desaparecer. No hay duda de que la presión sale por la boca.

En estas circunstancias, que son estados (esto es: situaciones que aparecen y desaparecen), o en la mayoría de ellas, uno padece por lo que no quiere, o mejor, por lo que no es capaz de comprender: "no me comprendo". Éste es el resultado. Pero también, y como una consecuencia de ello: "no me supone ninguna gratificación reconocerme en mis conflictos"; "son los enigmas que me acompañan y que caracterizan mi comportamiento habitual, por el que, además, soy reconocido por los otros como alguien específico". De este modo, uno de los primeros resultados del autoconocimiento es justamente la insatisfacción sobre uno mismo. El primer conflicto, que supondrá a la larga lo que se llama un modo de ser, aparece por lo común en relación al cuerpo: me gusta aquel pelo, me gustan esos músculos, aquellos ojos, esa estatura… etc., etc. Es un modo de decir: yo quiero tener un cuerpo con estas características. La biotecnología y la cirugía estética, amén de recursos menos agresivos, vienen a dar una respuesta a esa insatisfacción, porque en realidad esa situación puede ser definida como: un pensar que el cuerpo de una tendría que constituirse por la voluntad y no por la naturaleza. Que hay como un alguien ahí dentro al que no le gusta el traje que lleva (o que llevo), esto es: distingue entre el traje que tiene y el que querría tener. De este modo el cuerpo se interpreta como una circunstancia y, como tal, puede someterse a la voluntad para ser cambiado o transformado. Hay un absurdo que de tan obvio se olvida, porque el que quiere otro cuerpo ha de contar primero con uno, sólo porque se tiene un cuerpo se puede querer otro diferente, con lo cual el conflicto no reside en el cuerpo como tal sino en la hechura. Desde Platón el cuerpo ha salido muy mal parado: cárcel, objeto de tentaciones pecaminosas, foco de infección, posesiones satánicas… cuando se piensa así del cuerpo, y uno piensa así, no queda más remedio que deshacerse de él lo antes posible. Y, sin embargo, durante la Inquisición el cuerpo se convirtió justamente en el instrumento más preciado para el arrepentimiento y la purificación. Sin ese cuerpo tan denostado poco hubiesen hecho los inquisidores. Volviendo al asunto decimos entonces que la primera impresión sobre nuestro cuerpo es el desconocimiento: mirar al espejo es, como ya se sabe, ver a otro. Y lo primero que hacemos es "re-conocer" a ese otro como "yo", a ese cuerpo como "mío", y sólo el espejo nos pone ante lo que más se parece al todo de nuestro cuerpo (porque sólo vemos facetas de "mí" ahí). Lo interesante es que viendo ahí otro al que identificamos como nuestro cuerpo, terminamos en muchísimas ocasiones queriendo tener el cuerpo de otro, aunque ciertamente ese otro ya no es el reflejo de un espejo sino de mi voluntad: yo quiero tener ese cuerpo, que mi cuerpo sea como el de ése y no como el del espejo. Si desde pequeños no se refuerzan el autorreconocimiento y la autosatisfacción del propio cuerpo y sí el constante bombardeo de cuerpos expuestos desde un determinado punto de vista y según unos intereses económicos específicos, nos encontraremos con los problemas que hoy de hecho tenemos. El cuerpo se cuida, esto es lo más natural y lo más sensato, es lo primero que se aprende después de muchos rasguños, torceduras y golpes. El deporte es la actividad que mejor le viene al cuerpo no sólo para conocerlo y cuidarlo sino también para llevarlo a que exprese sus máximas posibilidades, y al decir "máximas" hay que entender también "límites", y es la naturaleza quien avisa cuando uno pasa del cuidado a la explotación, de lo sensato a lo insensato, de una silueta torneada por los músculos en líneas suaves al barroquismo del cuerpo garrapiñada o al minimalismo del cuerpo fibra de trigo. Son los excesos de la ignorancia y de creer que el cuerpo de otro siempre es mejor que el propio, cuando en realidad todos los cuerpos "son". Ni mejores ni peores. Cada cuerpo es un espacio de conocimiento y posee sus propias y genuinas posibilidades, su idiosincrasia. Otra cosa es el conflicto con el cuerpo a raíz de problemas físicos que impiden un normal desenvolvimiento. Conocer el cuerpo es en cierto sentido hablar con él; y así comer o hacer ejercicio es un modo de lenguaje. Jugos, punzadas o dolor son enunciados que emite el cuerpo y a los que, por lo normal, correspondemos. Y la felicidad, que es bienestar, se nutre de la calidad y el grado de esa relación, no podemos olvidar que la felicidad empieza por un encontrarse bien físicamente. Cuanto menos grita el cuerpo mejor nos encontramos, y al decir "menos" también estamos hablando ahora de límites, porque más allá de ellos sólo hay un cuerpo muerto.

Así pues, conocimiento y felicidad tienen mucho que ver. Y el cuerpo es el primer enigma en el que uno mismo se ve implicado, de ahí que la medida sea el conocimiento introspectivo más antiguo, junto con la filosofía, pues ambas comparten no sólo el género femenino sino una actividad caracterizada por la curiosidad y el asombro.

Por tanto, entrando ya en otro orden, podríamos decir que la felicidad es siempre una aspiración, es lo que uno quiere lograr, pero como ella se manifiesta siendo pasajera esto es lo que la presenta como una aspiración y no como algo en lo que se vive permanentemente (de hecho no hay felicidad predicativa sino desiderativa). En consecuencia, tal vez lo más cercano a la felicidad resida en la capacidad para saber vivir con el enigma: verlo, identificarlo, no huir y pensarlo, pensar en él. Su resolución consiste, o siendo más precisos podríamos decir que: desplegarlo es resolverlo.

En muchos aspectos la sentencia délfica: "Conócete a ti mismo", es una simple ironía; un chiste o enigma es lo que le falta al final: "… si tienes agallas". Porque eso nunca ocurrirá, no hay quien se conozca a sí mismo. Y mucho menos saber, entonces, qué significado tiene esa sentencia, pues si nunca llegaremos a conocernos sólo nos queda "quererlo", "aspirar" a ello. El zorro de Sócrates se reía: "¿Cómo pretendes conocer algo si lo gran desconocido eres tú? ¡Eres una construcción que ignora de sí! ¿A qué aspiras?" Así nos lo podemos imaginar, como alguien que sabía más de lo que decía saber. La diversidad relacional oculta en cada conflicto es un signo que indica algo tan elemental como profundo: la constitución colectiva, y ajena, de todo presunto "yo". Al menos "soy dos"; esto es lo genuino. Soy un desconocido -un me desconozco- y alguien otro que conoce ese desconocimiento. Es ese saberse desconocido lo más cercano a eso que llamamos "yo", creyendo que así decimos algo clarísimo para todo el mundo. Los más pequeños, que suelen ser los más naturales, suelen responder con su nombre a la pregunta: "¿Y tú quién eres?… pues Andrés, María…", como si el yo fuese sólo nombre (dado por otro), que el "yo" no es otra cosa que ese como me llamo. Ser fulano o mengano es tener menos "yo", o no tenerlo, que ser María o Andrés. Tu nombre es tu "yo" sin más. Sin embargo, el adulto se ríe perfectamente de esto. "¡Cómo va a ser mi nombre mi "yo"!". "Yo soy pepe. ¡Qué tontería!" Y, no obstante, el "yo" referido y fundado en el nombre es mucho más específico que ese "yo" expuesto bajo expresiones del tipo: "yo soy ingeniero, médico, filósofo… es decir: yo soy "el resultado de una decisión pasada de cara a un futuro, que se puso a estudiar en una dirección determinada hasta conseguirlo y afirmar de modo específico: yo soy ingeniero". Aunque es largo, no cabe duda que expresa de forma sintética, y más o menos precisa, el contenido oculto de la afirmación: "yo soy ingeniero". Por tanto, y desde la infancia, esto del "yo" es una cuestión maleable, cambiante y transformativa. Cada uso del "yo" se determina en un contexto específico: yo soy Andrés, yo soy joven, yo soy médico, yo soy budista, yo soy heterosexual, yo soy socialista, yo soy extremeño… en fin, al parecer, el "yo" es muchas cosas concretas y ninguna específica en absoluto. Y es que, tal vez, esto del "yo" se deba más a una cuestión de estado que de inmovilidad; más del "estar" que del "ser". El nombre es más de lo que parece. Tras un fuerte impacto emocional a consecuencia de un incidente, lo primero que se le pregunta al afectado es por su nombre: "¡Cómo te llamas! ¡Quién eres!". Así es como se intenta resolver una situación de aturdimiento, un estado de extrañeza y de lejanía de sí, porque olvidar el nombre es como un perderse o irse a esa lejanía infinita que es la enajenación. El nombre es lo que trae aquí, al sitio, al dónde, al lugar, pero es también lo que trae consigo. Conforma y define de entre lo anónimo e impersonal. Es como el pegamento del "yo" a su rostro, pero también es la huella de los otros dejada en cada uno de nosotros, porque el nombre es un "haber sido nombrado" cuando no podíamos nombrarnos porque carecíamos de lenguaje. Pero al igual que nombrados también hemos sido lo querido, convirtiéndonos en el testimonio de otros (del deseo de otros). Conocer el nombre, nuestro nombre, es adentrarse en el espacio del otro y comprender que tras el nombre se oculta una relación con los otros no sólo biológica sino también psíquica; que llamándome "José" actúo en muchas ocasiones como quienes me nombraron. "Uno es igualito que su padre o que su madre", además de lo de otros y de lo que no se sabe de dónde viene. Cuando en el ejercicio del autoconocimiento uno llega a estas lindes surgen preguntas y cuestiones inquietantes, no exentas de problematicidad. A veces uno hace cosas de las que puede dar cuenta porque "sabe su porqué y su para qué", incluso puede hacer cosas sabiendo que las hace porque así lo ha decidido. Cuando uno actúa así se habla de conciencia, responsabilidad e incluso de culpabilidad. No obstante, el hacer o el comportarse de modo que no es la voluntad de uno la que dirige sino que es a tenor de un ser dirigido, de un ser como otro, supone ya un problema. Si lo que es no puede no ser: ¿cómo recriminar a alguien por ello, esto es por ser así o asá? Uno es como su madre o como su padre sin que pueda evitar esto, a lo sumo puede reprimirlo. Pero así reconocemos que lo primario, lo básico, lo constituyente, es lo que uno es. Lo quiera o no. No hay elección, lo que sí hay es el resultado de una decisión de otro u otros. El principio de la responsabilidad está fuera de mí y es anterior a mí, porque hay un querer, un deseo, que es anterior al mío, por tanto soy la satisfacción y la realización de la voluntad ajena -aunque no siempre es así o ha sido así. Todo lo que procede de esa constatación inexorable me exime, aunque en muchos casos me obliga, por tener precisamente conocimiento de ello, a reprimirme. Sólo puedo dar cuenta, en conciencia, de mi represión, es decir: de mi voluntad para imponerme a aquello que en mi interior viene de fuera y desea volver fuera, soy responsable sólo y exclusivamente cuando digo "no", cuando me reprimo. En "tu nombre" acontecen esas dos tensiones, y sólo podré decir "mi nombre" con propiedad cuando quiera voluntariamente la represión, esté convencido de ella. Podría ocurrir que el conocimiento de mi nombre me llevase a otro nombre. ¿Puede uno darse el nombre?

Desde un punto de vista existencial, podríamos cifrar el problema de la identidad básicamente como: "¿quién soy?" Y la hipótesis de trabajo podría partir de esta intuición: la pregunta, el hecho de que uno se interrogue por su identidad es lo que, precisamente, constituye a la identidad. Uno no sabe quién es porque fundamentalmente ha sido constituido por muchos otros. Genética y culturalmente "yo" soy el resultado de una multitud y este saber no es considerado como un saber suficiente para el asunto de la identidad, a no ser que sea precisamente así como se resuelva el asunto de la identidad: considerándola diversa, abierta, llena por los otros, y uno encuentre que esto no supone conflicto alguno, que pensar en algo así como una identidad originaria, surgida con mi existir y en la que me encuentro del todo diferenciado, es una ilusión (y es posible que también un horror, el horror de no parecerme a alguien). Ese "yo" se va haciendo, al margen de que uno caiga en la pregunta por sí mismo. De ahí que el acto de hacer la pregunta: ¿quién soy?, resulta ser, paradójicamente, el momento constitucional y originario de mi identidad. Es el desconocimiento de "mí" lo que me constituye, la experiencia en que se funda la (mi) identidad. Uno descubre su "es" como un "creía que era" o "no creía que era", pero esto sucede, además, ligado a una acción, a un comportamiento situacional. Todos caemos en eso de derivar el ser de uno a raíz de un determinado comportamiento, que siempre sucede en una duración concreta.

¿Qué se dice cuando se dice "soy"? "Yo soy" no tiene género, el género aparece cuando vemos y escuchamos a quien habla. Así, cuando se dice tal enunciado tiene lugar un fenómeno curioso: es el artificio mediante el cual todo viene a determinarse en su individualidad, en su concreción… pero por el hecho de la materialidad, de la visualidad mediante la que se propone un ente específico. Sin embargo, cuando nos enfrentamos a ese enunciado de modo inquisitivo sin más, así, sin rostro, entonces surgen fenómenos asombrosos. Dicho en crudo, o simplemente pensando ya sin imágenes, advertimos su extrañeza. "Yo soy". ¡Qué expresión más inaudita! ¡Qué audaz! Cómo se ha podido aunar lo ontológico y lo óntico del tal modo. Es un ente el que dice eso… pero lo que dice no es sólo y meramente óntico. El verbo ser indica lo opuesto al verbo estar, no es un estado, designa una distancia radical frente a la duración y, por tanto, al tiempo (básicamente como acontecer entre un antes y un después; tal el estar "de una determinada manera"). Porque esa afirmación es como la expresión del deseo más radical. Es como si uno fuese la unidad de todo, lo que es y reúne todo, ese que ve y, viendo, se ve a sí. Pero ése es Dios.

"Y Dios dijo a Moisés: "Yo soy el que soy"" (Éxodo 3, 14). "Yo soy" marca una distancia y una extrañeza absolutas. Es como decir: no tengo que dar explicaciones sobre mi ser; es imposible, e inadecuado, pretender una definición de "mí". No necesitas explicaciones, soy porque no hay más que buscar tras esto. Es como si a la pregunta: ¿quién eres?, la respuesta fuese: "¡Quién voy a ser! ¿No lo ves? El que soy. El único que de verdad es, porque nada ni nadie más puede ser". Lo más y lo menos que le cabe a Dios es ser. De este modo "yhv" no se deja ver, no se deja cazar, por el contrario, el sujeto toma conciencia del más puro límite. La absoluta distancia que establece ese enunciado: "yo soy (el que soy)", es la exigencia del silencio extremo. La razón se pliega y retrocede para sencillamente obedecer, que es un creer sin ver, sin delimitar, trazar, bosquejar un algo o, más básicamente, un alguien. Y efectivamente, si el enunciado reza: "yo soy", al parecer es un alguien (¿o un algo que se personifica para no ser del todo inaprensible?). No acostumbramos a que cosas de índole objetual se manifiesten como "alguien". En cualquier caso hay que añadir, además, el carácter redundante (casi tautológico) de ese "yo soy", pues: ¿no se da por sí mismo en el mero "soy", y de forma elíptica, el "yo"? Efectivamente. Lo cual supone casi la constatación de un enunciado circular, autónomo, autofundamentador. Es como no salir de sí ni aun hablando. La diferencia absoluta, la cosa misma, que lo es por no exigir del que oye más que la absoluta rendición ante semejante desdén. Ni quiere ser, ni quiere no ser. ¿Cómo se mueve la mar? ¿la mar ni se mueve ni cambia? Sólo la imagen podrá cambiar y moverse, pues si mover es desplazar, cambiar es transformarse en sí. Sin moverse, en tanto que desplazar, puede acontecer el cambiar. Sin embargo, "yo soy", y el nuevo "soy" no "está" sujeto al padecimiento. Quien asiste, oyendo, a dicho fenómeno es quien realiza el padecimiento en estricto sentido, pues sufre la absoluta distancia, la inefabilidad de lo que no puede ser narrado sino a costa de realizar predicados inagotables, historiográficos y epocales. "Como soy", "así soy", libre de culpa y de causa para ser, sin predicados que añadan otra cosa que la carencia de la que carezco. "Yo soy" es como decir alteradamente: "no carezco".

Tras Dios hay otro, es el hombre quien se pierde tras él. Se conoce porque todo emerge de sí, pero en aquel "Conócete a ti mismo", dicho al hombre, éste mismo queda fuera, se encuentra con que no se basta a sí para conocerse. Una multitud de facetas y fenómenos aparecen tras el primer encuentro, y otros muchos después, con uno. El conocimiento de uno es como la constatación del inicio de un viaje, porque en esa tarea abierta al presente y al porvenir todo es un ir apareciendo, que uno va en una dirección introspectiva al par que va considerando los fenómenos genuinos que le interpelan. Cuando uno declara que quiere conocerse tal vez no tenga muy claro en principio qué quiere decir con eso. Posiblemente ha llegado a ese punto como resultado de un encuentro singular con algún fenómeno o alguna circunstancia que le ha dejado perplejo o preocupado. Esto supone dar con un primer y elemental conocimiento sobre uno: que en el vivir, que es fundamentalmente acción, hacer cosas, es donde tiene lugar la manifestación y la demanda de ese querer uno conocerse. Porque conocerse o desconocerse es algo directamente relacionado con lo que hago, es saber los motivos por los que ante una determinada circunstancia actúo de una manera o de otra. Lo que ocurre es que el conocimiento se ha visto relacionado siempre con lo quieto, con lo parado, y así conocer una cosa ha consistido, por lo común, y en un contexto eminentemente científico-práctico, en poder manipularla a voluntad, abrirla, diseccionarla, observarla, analizarla, describirla y establecer unas clasificaciones y definiciones. Así ha venido siendo desde Aristóteles. Por lo tanto, este tipo de conocimiento se las ha tenido que ver o bien con cadáveres o bien con la vida en suspenso durante un breve tiempo, pero, claro, este tipo de conocimiento, además de ser un conocimiento del otro, es un conocimiento que se relaciona con lo no activo. La medicina, por ejemplo, es un modo de autoconocimiento, como ya dijimos antes, pero el conocimiento médico anatómico se nutre del estudio de lo quieto, para conocer lo orgánico en términos de medida, composición y características es preciso que todos esos elementos no estén en acción sino que estén en absoluto reposo; para ver un hígado, un cerebro o un riñón, como tal, éstos no sólo han de estar quietos sino también a la vista y a la mano, ahí delante, en una mesa de laboratorio o ante el microscopio. Sin embargo, para ver cómo funcionan cada uno de ellos es necesario que estén en movimiento, que estén funcionando, y para ello la medicina tiene que valerse de una tecnología específica, además de la colaboración del individuo, no del órgano o la glándula. Un órgano quieto no es lo mismo, ni él mismo, que un órgano en movimiento, en su función. Al día de hoy la medicina, valiéndose de otras ciencias, es capaz de hacernos conocer el cuerpo, incluso nuestro cuerpo (mediante escáneres, endoscopias, rectoscopias, ecografías, resonancias, etc.), pero el miedo, la angustia, la satisfacción, la ira, etc., todo eso que configura lo que se llama el carácter y la personalidad, y que están directamente relacionados con la acción, ya no forma parte del acervo médico convencional, al menos por ahora. Aristóteles decía, en la Poética, que la tragedia nos presentaba a los hombres en acción, y esa acción tenía, además, un significado y un contenido específicos puesto que se trataba de la ira en acción, la envidia en acción, la venganza en acción, la prudencia en acción, la astucia, la valentía, la bondad, etc., es decir, que Aristóteles llegó a entender que el teatro -espacio de la simulación- nos permitía ver cómo era un carácter a través de su comportamiento, en acción, aunque fuese no natural sino artificial (hoy día ya se experimenta en vivo y sin ningún tipo de recato, porque el mundo se puede disponer como un gran banco de pruebas). Se podría decir entonces que ésta fue la ciencia médica de lo anímico, aunque lo que se veía allí no eran cuerpos muertos para ser estudiados, no órganos o vísceras, no se trataba de lo quieto o de lo sólo en movimiento, sino de lo activo en relación al carácter, de lo ético. Así se pudo conocer cómo sentir la ira o el miedo, a través de la ira o el miedo de otro; se pudo conocer uno en su ira, o su miedo, aunque aprendiendo un cierto modo adecuado de no excederse en esos comportamientos. Uno se conoce en lo que experimenta, y Aristóteles lo entendió perfectamente, y quien experimenta algo puede ayudar a otro en esa misma situación. No es posible, ni conveniente, reprimir del todo una impronta nuestra, algo que constituye nuestra personalidad, pero sí aprender a expresarla de un modo justo, de forma que no tengamos que sufrir a consecuencia del error producido por el exceso. Tal vez conocerse a sí mismo no consista en otra cosa que dar con la medida de nuestro carácter, con ese punto en el cual podemos reconocernos en lo que hacemos sin que, por ello, tengamos que hacernos reproches, o dicho de otro modo: saber parar en ese punto, más allá del cual empezamos a pasarlo mal. Y a todos nos ha enseñado la experiencia cuál es ese punto, cuál es ese momento. Y resulta significativo que ese momento aparece cuando aparece un "tú"; que uno se conoce porque el otro interviene. Hay que tener agallas para que uno sea capaz de decirse a sí mismo: No.


 

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