José María Algaba

Mi padre está escuchando el mar


 

René Magritte: La condición humana

 


 

MI PADRE ESTA ESCUCHANDO EL MAR





E a fazer doer aos olhos os muros caiados

Y haciendo que los muros encalados nos duelan en los ojos

	   Alberto Caeiro



Il ricordo, obiettai, non anticipa, segue.

Eugenio Montale

		


Mi padre está escuchando el mar, 
lejos, en el recuerdo del mar. Inmóviles mis hijas 
giran en derredor de una sombra, de un silencio:
yo soy quien ve el fulgor de la luz en los muros encalados, 
y se adentra por él como el pájaro muerto por la muerte.
Y quien cierra sus ojos (y es Homero)
frente a otra sombra más intensa y más inescrutable y azul,
el mar al otro lado de las cumbres, y el cielo sobre ellas, 
el cielo que no necesita descender ni palpar el olor de la sangre, 
vivir en su presencia: la tierra que en las manos se contiene
y escapa como el pájaro que les dejó su súbito alborozo 
-esos pájaros muertos que escapan a la muerrte-.


Está la luz al fondo, sobre el acantilado que no refleja el mar. Y el mar se oye, y quien lo cruza es el silencio: el nombre que mi padre pronuncia -y no lo sabe, me está trazando el mar-. Por un instante voz, voz de mi padre y voz del mar. (No puede abrir el niño las cancelas, y vuelve desolado, conversa con mis hijas y se oculta de mí tras las palabras, como la muerte, el tiempo, la verdad). Mi padre está escuchando el mar -no es el mar de una tarde, ni el mar de una mañana, ni el que comienza y no termina-. Lo escucha desde un nombre, desde un instante, desde el sol que penetra en la tierra. Mi padre está escuchando el mar.
Ayer, mañana, hoy. No son el fruto, ni siquiera el árbol o la tierra: un nombre los contuvo y los expresa (un diálogo, un comienzo, un desolado soliloquio, una espera, ¿un límite?). Mi madre aún se llama madre. Antes de que la luz quemase su lengua se hilvanó, fue siguiendo los pasos de la luz, pasos sin horizonte. Nos duele lo creado. Más que el dolor. Mi madre aún se llama madre, una lengua y un tiempo, un amor, una muerte. El niño los expresa, y escribe madre, madre sola como los hospitales y como la certeza de no llegar a nadie. Mi padre está escuchando el mar... Un nombre contiene un día exacto, nunca truncado.
Pasan los ríos sucesivos. Desde la margen calma, mi padre está escuchando el mar... Lo nombra y pasa el río, y el agua pasa por la sombra de los ríos. Callan los pájaros y el mar y el viento. (Conjuras, sueños y consignas en otra lengua se escribieron). Tuvo que definirse el mar, definir el silencio: sólo una línea helada, frágil. No oye su rumor, ni el encresparse de sus olas, ni su calma. Mi padre está escuchando el mar, lejos, en el recuerdo del mar.
EL ACANTILADO I Desde el acantilado mi alma es este coro, este sinuoso y cálido dominio de los élitros. Y es el final, me dices, y otra vez son tus manos, y otra vez el silencio se ahonda más en la luz. No pude separarte de Dios ni de la muerte, y silenciosa pasas sin pronunciar mi nombre. Ni siquiera el amor es siempre el mismo, madre. Ni el frío ni el hogar para siempre encendido serán quienes despierten las manos que no saben qué escribir o los labios que de hablar se olvidaron. Inconstante es la música. Abalorios dispersos, heladas en el límpido resurgir de las olas, y estos pájaros rígidos lanzados al vacío que una vez y otra vez entran por la ebriedad. Me buscas y te busco desde lo más profundo del animal herido, en el tejido amargo. Ahora que el sombrío comienzo de la muerte es su final. Ahora que el dolor de tu cuerpo es el dolor que viene de la palabra escrita. Ahora que los muertos se llevan mis palabras y las cubren de almagre y de hojas amarillas. Y ahora que estas alas que son como desiertos o largas letanías, entran por la ebriedad una vez y otra vez. Mis hijas por el mismo lugar por el que pasas.
II Ayer es siempre ayer: azuladas libélulas, ríos que no terminan nunca, que acabarán por rehacer las palabras. Pero no es siempre. Siempre es la luz delgadísima que sufre en las magnolias. Un tiempo se me acerca y sé que nace en mí, pero son los latidos del mar sobre las barcas, el lagarto que inmóvil a pleno sol recuerdo y las nubes que ahora se han cerrado. No es siempre. Y aún parece que estés, que tus manos estén en la tierra que mueves de tu olvido a mi olvido. Ayer es siempre ayer: los almendros y ríos, los arroyos y albercas ya limpias de verdín. Y aún parece que estés, que estén en tu silencio. Y estás porque mi voz te habla desde rías lejanas, desde el viento. Parece que es ayer. Yo sé que en esta casa las palabras me encuentran, que escribo con aquello que encuentro, que morimos y no hay continuidad en nuestra muerte.
II Los ojos ven lo escaso, el árbol mudo. No tienen la belleza del moral, de los vilanos leves sobre el mar y las casas. Y tienen más de lo que ven. Una voz tan visible y oculta como el aire. Ausencia son y el brillo de la música. Y mueven las palabras de la muerte a la vida, como se mueve el alba, lentamente el camino. Un punto exacto son entre el dolor que ven y la belleza; entre el dolor que sufren y la belleza. No un lugar y un tiempo sólo. Todo lo viven su profundo silencio, y es el sol que los quema y al que no saben cómo hablar.
EN LA LADERA DEL PARRAL Y si Dios fuese único o si la muerte sola, y sola la verdad sombría del amor, la verdad del entonces y la verdad del luego, en mí sólo estaría llegar y detenerme, como lo hacen los pájaros que no tienen más Dios ni más fronteras que esta ladera del parral. Si pudiese elegir me quedaría, madre, como ayer te quedaste en un instante muerto, el instante en que vino a verse en mí la vida, que en el lugar de Dios y de la muerte estaba. Y sé cómo sentí sus heladas navajas y todo su silencio, como ahora, en este griterío de pájaros helados, hechos de sangre mía y de su soledad, aquí, en la ladera.

 

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