José María Morales Reyes

20 Contraluz 02

 

Manuel Hernández Mompó: Novios

 


 

I

Sobre la costa emerge la luna. Los últimos bañistas secan sus cuerpos fríos. La bajamar amplía la playa. La espuma es la mortaja de la marea. Tras la raya del horizonte, el mar fabrica toda su extensión.

Oscurece a favor de la brisa. Las sombras del pinar bailan macabras. Los voladores exploran los senderos de las dunas. Un faro lejano desafía la oscuridad con sus vueltas eléctricas. Al fondo ladra un perro desesperado.

A medianoche unos galeones cochambrosos aparecen en alta mar. Sus velas harapientas se ocultan entre jirones de niebla, sus proas silenciosas cortan el agua como tijeras el paño. En sus popas flamean banderas tenebrosas: los esqueletos de antiguos corsarios entonan a bordo canciones obscenas. Ebrios anuncian su llegada. Tienen podridas las patas de palo y tatuadas las tibias, vacías las cuencas de los ojos y ensangrentadas las espadas. Camorristas, se reparten sus tesoros en voz alta.

Van a la deriva; cuando encallan, asaltan la orilla y atacan las siluetas que produce el viento. Luego, alrededor de las hogueras, las caninas supervivientes bailan eufóricas la danza del salitre y celebran sobre la arena, en la madrugada cubierta de ron, la victoria sobre el tiempo y los espacios inacabados.

Al amanecer, los felices perros vagabundos encuentran sorprendidos el manjar que colma sus olfatos: un gran botín de añejos huesos bucaneros, dispersos por las retamas de Punta Umbría.


II

En la calle Sierpes aparece de mañana un viejo paticorto, cargado de espaldas; por las esquinas se apoya en un bastón de palo santo, con aspecto de comeniñas. Cuando está borracho se llama a sí mismo el Ridículo Emperador de las Musarañas, con expresión frenética.

La destemplanza de su voz marca la intensidad de sus cogorzas. Tiene la cara surcada por navajas y los dientes sucios como estercoleros. Lleva la camisa abierta, y envidia las artes engañosas de los trileros.

En los espejos de los escaparates se amenaza con sus puños, o se tira de las barbas delante de su nefasta imagen. Le gustaría ser invisible para no verse por las calles y acude a su título, gratuito y extravagante, para pedir el respeto de los mirones.

Cuando encuentra una pava de habano en el suelo, da saltos de bufón y suelta tacos con la potencia de un altavoz; luego se agacha, inventa un escorzo extraño, chupetea las losetas, y coge la colilla con la boca.

Ante las caras de asombro, enciende la pava y saca la lengua; después le pega dos caladas al cigarro, mastica las hebras prendidas en sus labios inmunizados, se ríe con ganas y se dedica a besar con su boca maloliente a las actrices que ocupan las carteleras de los cines cerrados.


III

Hay un bar, poco conocido en Sevilla, donde puedes encontrar junto a tu codo distraído una compañía infrecuente. Ingenioso, beodo o lampiño, dogmático sin gafas o pensativo con ojeras, te ves sentado con quien eras la noche anterior o el año pasado. Es un encuentro ridículo que no le sucede a quien mira y bebe Valdepeñas.

En un sillón de mimbres y sombras una mujer apagada llora en su hombro de veinte años la prudencia cochina, culpable de una vida mojigata. Un enano airado exige explicaciones a un deshecho convulso. En un rincón un adolescente apuñala cincuenta y dos años baldíos, mientras se ríe de su sombra.

El bar es una refriega idiota, envuelta en una atmósfera de calma chicha. Las paredes tienen el color de la hepatitis. El dueño bosteza aburrimiento en un silencio incalculable: una cucaracha, aplastada hace un mes, se mancha las patas en un correteo divertido por la ensaladilla.

Es hora de pedir un tinto para ahuyentar a un niño cabezón: desde hace rato me tira de la manga, con la esperanza de que le cuente un cuento de fantasmas.


IV

En la Gran Plaza, un hombre higiénico ofrece sonrisas a la entrada de una tienda seria. Parece pequeña pero, a un lado del mostrador, hay una puerta entreabierta que da a un patio de mármol. Allí se exponen numerosos disfraces nocturnos; gorros de hadas, capas de príncipes medievales, baberos de otros siglos, trajes inusuales, ropa añeja y retales amontonados en largos mostradores de madera.

Los empleados taquicárdicos persiguen histéricos, con el pelo embadurnado de brillantina, el desorden que aman los curiosos; con mimo, guardan la pátina de polvo que cubre los vestidos.

Una tarde, castigado por sus miradas serviciales y afligido por sus llantos, compré una chaqueta de terciopelo rojo con botones exagerados y cuello negro. Pagué con una moneda de veinte duros y rebañaron la caja, para darme de vuelta un montón de flamantes pesetas viejas de papel.


V

La Orquesta de los Sonidos Invisibles tocaba en las paradas, limaba con sus corcheas la paciencia de los usuarios. Los compases llenaban la espera, y los oídos encantados dejaban irse a los autobuses vacíos. La música no se borraba de las mañanas soleadas y Sevilla seguía un vía crucis pagano de chin pum, trompetas y platillos.

Durante un tiempo no se habló en las tertulias de otro tema. De Nervión a Triana, la Orquesta había plantado conciertos en la calle: pasodobles en la Alfalfa, aires de Nueva Orleans en la plaza del Duque, mambos en la Macarena. El baile rodeaba la música en los barrios festivos, en las mañanas cuajadas de sorpresas.

La última actuación se llevó a cabo en la plaza Nueva y el pueblo los dejó solos frente al ayuntamiento, en un concierto solemne que fue a escuchar con alegría al día siguiente.


VI

Sale claramente del agua, junto al puente de Triana; bajo la luna llena estival, se escurre con las manos su espléndida barba de verdín.

Atiende al nombre de Antonio y, por ser cojo, se mantiene sobre una sola pierna. A la luz de las farolas brillan sus mejillas mojadas. Suele ser serio, comedido y callado, pero es capaz de sorprender a cualquiera al lucir, en su vestuario acuátíco, peces en la solapa.

En su época, fue mago de los tornos y ganó con el barro fama de alfarero irrepetible. Cuentan que desafió a la arcilla hasta la saciedad y consiguió tornear vasijas admirables; y dicen que la perfección de sus piezas provocó la loca envidia de un artesano mezquino que, amargado por sus propias limitaciones, arrojó sus obras maestras al fondo del río.

En el lecho aún las busca. Triste y solitario, a veces sube a la superficie, esperanzado en la promesa de un buzo que juró dejarle sus obras flotando en las aguas del Guadalquivir. En ocasiones se abandona a sus pesares y aumenta con unas lágrimas el caudal del río; en otras, en cambio, recuerda sus tiempos felices y vuelve a ser un hombre bromista: anda a saltos sobre el agua y sorprende a los turistas boquiabiertos, al perseguir a trancos a los barcos que navegan.

Cuando nacen los aplausos en las orillas abarrotadas, saluda con agrado al gentío y vuelve plácidamente, entre olés y vítores, a las profundidades donde lleva a cabo su búsqueda incesante y desesperada.

Jamás volverá a pisar la orilla, de donde tantas veces partió en busca de la vida.


VII

El amanecer aún no alumbra las casas de la aldea, nocturnamente escondidas; en la plaza, la fuente callada acompaña el silencio de los montes; en la puerta del casino duermen la melopea dos mozos abandonados al relente. El viento silba aires de pena; pronto mostrará la luz del alba los tejados ocres a las perdices madrugadoras que sobrevuelan los contornos.

Una silueta joven sube inclinada una ladera, camino de la mina lejana. Jaras y abulagas cubren el pedregal. En un charco reciente, el peso del animal ha dibujado en el barro el descanso de un jabato. El minero cambia su hatillo de hombro al llegar al llano, al carril por donde los camiones trasladan las entrañas de la tierra. A la carrera, un conejo descubierto busca su madriguera.

Sentado en un risco del Andévalo, un cabrero agranda su paciencia con una flauta. Desde lejos observa como el muchacho recoge las diminutas piedras de pirita caídas en el trasporte a causa de los baches.

Buscador de vetas y chalado de los malacates, guarda en el hato el mineral que le envenena la comida. Luego, al llegar al tajo le devuelve al vacie, al montón de las toneladas, las piedras nimias que resbalan por su pendiente como besos inútiles sobre mejillas muertas.


VIII

Los días inexistentes, vestidos con un vaporoso tul de mañana vacía, se anima el Mercado del Trueque en una calleja angosta. Los transeúntes se sorprenden por el abrupto florecer de vírgenes barrocas y relojes jubilados, transistores sin lenguas y despertadores somnolientos, extintores agotados y balones de badana.

Apartado, coloca su tenderete un hombre retorcido por la artrosis, con aspecto de olivo. No compra ni vende; aunque muestra sus reliquias, sentado como un bonzo en medio de ellas. Junto a un Niño Jesús atacado por la verdina, tenia una llave hueca con un escueto cartel a su lado: CAMBIO LLAVE MÁGICA POR LIBRO INTELIGENTE.

Saqué del bolsillo de la gabardina un tomo de un autor iluso, que pretendía desbrozar la selva del pensamiento a machetazo limpio. Repasé por última vez sus páginas, enmarañadas y arbitrarias, y me llevé a casa una llave, en pleno uso, que atesoraba la sublime facultad de cerrar las borracheras y abrir los sueños.


IX

Lleva abrigo y sombrero y busca la acera del sol, en el inicio de la primavera. A su paso canturrea un tanguillo desafinado, al aroma de las verjas en un día de pájaros.

Hace rato le persigue una estampida de cámaras fotográficas. La gente le acompaña desde los jardines de Murillo; cerca de los Alcázares esperan los extranjeros. Un limpia atiende a su negocio: mister, ¿un poquito de to shine? Han venido puestos de turrones y almendras: en la mañana suave suena un compás de palmas.

En la catedral voltean campanas: por sus aledaños vuelan negros pájaros de luto. Hay apuestas por ver si son cuervos de mal agüero. El hombre indeformable sube ya la broca de la Giralda. Pronto aparecerá en el campanario con su eterno cigarro; por el aire subirá una raya de humo, un hilo etéreo.

Cuando el viento lo corte, se quitará el abrigo como si se desprendiese de su piel. Mirará al tendido y tirará al vacío la prenda, hecha un gurruño. A continuación saltará con la mayor elegancia y caerá en el sitio acostumbrado, como si hubiese acertado en una diana.

Antes de pasar el sombrero, y pedir la voluntad, se volverá a poner sobre sus hombros su abrigo de trabajo: el mismo que usó ayer, el otro día, o el año pasado.


X

Una procesión de menesterosos y tullidos tiene la costumbre de pasar ebria al anochecer por mi calle, mientras le suelta obscenidades a las mujeres de faldas apretadas y escucha el chirrido metálico de las ruedas de sus carricoches, siempre por delante como el destino. Bajo la pelúa que cae de los tejados, piden con el pelo estropajoso y un cacho de pan duro en la mano, impregnada de miseria.

Con frecuencia un viejo se queda atrás. Con la dignidad de un presidente olvidado toma asiento en uno de los bancos ofrecidos por la acera. Apoya contra el respaldo una bicicleta sin pedales, se quita su sombrero inventado, saca a relucir una sonrisa deshilachada y coloca sobre sus rodillas una caja de cartón llena de trastos.

Al tanto de sus zapatos rojos, saca al rato de la caja un cepillo medio calvo. Coge betún con las manos y se lo unta al calzado; mientras frota con la bayeta no se permite un movimiento equivocado. Cuando los zapatos son dos soles brillantes del treinta y nueve, sube a la bicicleta y comienza un rabioso pedaleo de patadas al aire. Es entonces cuando vocifera y larga esas blasfemias soeces que escandalizan al vecindario.


XI

Llueve. Desde anteayer no escampa: se ha escondido el arco iris con su bufanda de colores. El niño feliz, con el traje negro y sombrero de fieltro, pasea y reparte buenos deseos con la niña de la cola de caballo. Buena suerte, señor; feliz día, señora. Pueden regalar flores de papel o hacer bailar a su perro bajo el paraguas, al compás de la armónica.

Ayer bajaban por la calle Cuna con un ramillete de globos; los contaban mientras le hacían cosquillas al álgebra. Al paso saludaron a la señora del tabaco, las cerillas y los papelillos de fumar. Torcieron hacia la Magdalena y allí, subidos en un banco, ofrecieron a la concurrencia un deseo.

Un desdentado pidió dientes de oro y una anciana soñó en voz alta con un pensionista honrado. Una mujer histérica pretendía la curación de un mal de ojo y un gordo glotón exigió una bula para comer carne. Se desearon lociones para la calvicie, trajes para los domingos y relojes nuevos, y se rogaba con fervor tener los pies más pequeños cuando un chiquillo, apretujado entre la gente, pidió esa latilla de gaseosa tan imposible de conseguir que el niño feliz guardaba en un bolsillo de su traje negro.


XII

Un hombre maniático, inacabado a falta de una oreja, coleccionaba relojes con devoción intemporal. Un ciento, y una docena más, cuenta en los días estériles y en las noches de sueños huidos.

Lleva siempre una chaqueta de pana cruda sobre sus hombros escurridos, como el pelo blanco sobre sus ojos cansinos. Es un hombre adusto, de gestos serios; un autodidacta, encerrado en su afición, absorbido por el misterio escondido en el movimiento de las ruedas dentadas.

Gracias a sus cuidados funcionan todos los relojes; sin embargo los carrillones no coinciden a la hora de dar las en punto, las medias y los cuartos: unos adelantan a paso firme y otros atrasan como si tuviesen pesadas agujas de hierro. Entre todos interpretan ficticias horas continuas, nunca calladas, como olas.

Pocas casas más abajo, en un descanso de la cuesta terriza que entra en el pueblo de Cortegana, un viejo pulcro suele sentarse a beber aguardiente al atardecer. Allí bajo la parra que cubre la terraza y los veladores del bar, se entretiene escuchando el canto desincronizado, la eterna sinfonía de las horas, mientras observa los castaños en flor que cubren la sierra y contempla, en la cima del monte escarpado, el castillo medieval.


XIII

Traspasado el mediodía, una mosca menuda ejercitaba sus élitros en vuelos novatos, al filo de las doce y media. La primavera razonaba sus lúdicos colores en los patios, un trío de violines desconocidos se unían en un allegretto.

Un niño vestido de invierno, con pálidas medias lunas en sus mejillas menguantes, entró en la calle atacada de parálisis dominical. Voceaba perdido en una afonía profunda; tronaban sus negros ojos eléctricos, llovía ciertamente sobre las huellas de sus pasos.

Aulló el viento y levantó con su voz los papeles acróbatas que reposaban en el suelo. Quebró las plácidas sombras de los árboles y alzó la hojarasca. Una repentina polvareda envolvió a la mosquilla indefensa que, al azar y al son el aire, entró por la ventana abierta de una cocina, acompañada por el agitado volar de una revista ecologista.

Sobre un chinero, un tarro de cristal cubría su fondo con un poso de miel y el insecto, con sus entrañas infinitesimales vacías, voló hacia la quietud del vientre cristalino. En el olvido de lamer sus patas melosas, indiferente a la cerámica que conquistaba los testeros, no advirtió el relampagueo de unos pasos ni la forma de guadaña de unas manos dispuestas a cercenarle su placer.

El niño, ahora con cara de luna llena, ajeno a las delicias de un banquete minúsculo, colmó el tarro de miel y la mosca hambrienta encontró dulce la muerte en los umbrales de la tarde.


XIV

En las afueras de Sevilla hay una venta, perdida en un recodo de una vereda, que sólo es posible encontrar una vez.

Recién blanqueada, tiene una puerta de madera. En el porche, bajo un techo de chapas, hay tertulias al aire; dentro, candela en invierno, cantes y baile.

Yo estuve allí una noche clara, y bebí vino con sabor a bulerías. Las estrellas embrujaron al cielo en la madrugada; la quietud, preñada de quejíos, trajo horas placenteras.

Tuve la fortuna de vivir aquellos inesperados momentos únicos pero, con la llegada del alba, palidecieron las voces, se esfumaron los parroquianos, se desmoronó la venta y me encontré tumbado en medio de un camino polvoriento; frente a una puerta herrumbrosa donde se podía leer, en letras desgarbadas, la palabra CHATARRERÍA.


XV

Empuja un triciclo en el laberinto de las calles matutinas; en el aire, deja un pregón: Compro papeles viejos, periódicos, libros viejos, los compro.

Una mujer gastada lo acompaña, con una mano puesta en la cintura. Una prole de niños, metida en la caja, pelea agarrada al manillar, entre paquetes atados con cuerdas. Ella se queja de las manías de su marido; de las tardes perdidas, apalancado en la silla verde de enea, leyendo lo que compra.

El hombre calla a la espera de su momento. Los viernes por la tarde, subido a la silla verde, responde en la plaza Santa Marta, en un lugar tan céntrico y apartado, a esas preguntas que nadie sabe: ¿cuánto pesaba la espada de Carlomagno?, ¿qué ojo perdió Desperdicios?, ¿a qué hora se hundió el Bismarck?


XVI

Ese viejo cetrino paseaba mucho a la vera del río, con andares cansinos y ojos amnésicos. Apoyado en la barandilla del puente, veía el agua correr y soltaba en voz alta quimeras desconcertantes como eucaliptos en alta mar: cuando yo muera, decía, gitanillas y claveles colmarán el Guadalquivir y no habrá proa de buque capaz de abrir en dos sus aguas, empachadas de ramos y guirnaldas.

Absorto, se le iban las horas, mientras un pañuelo de seda ondeaba en su cuello como la bandera de los sueños. Su simpleza se escapaba de las manos cuando hablaba de su entierro: rosas y geranios vendrán de campos y azoteas para seguirme, como cola de pandero, por los caminos de mi deseo.

Estas palabras fueron desechadas, como frutos de su frágil mollera, hasta el día en que unos paseantes empezaron a comentar incrédulos el panorama que les ofrecía a sus ojos aquel atardecer: el Guadalquivir se escondía bajo un manto de flores y los mercantes paraban sus motores, encallados en un sin fin de hojas, verdes como el agua. A lo lejos, a unos metros de altura, un hombre esquéletico como un tallo, llevaba tras de sí una estela de pétalos amarillos, rojos, morados, rosas y blancos.


XVII

Una premonición hirió el ánimo del funambulista. La niebla encerraba la noche entre paréntesis, abolía las distancias. Una voz operística rasgó la oscuridad con un aria. El reloj de una iglesia le dio una referencia exacta: las diez y cuarto.

Guardó en un bolsillo de su abrigo las gafas empañadas; entre los vericuetos de una ciudad desconocida, encontró el hotel donde luego no halló el sueño. En vela, una idea fija unió la noche y la mañana como el cable tenso, el camino aéreo que a media tarde le aguardaba sobre la calle empedrada, iba desde el campanario de un convento a las almenas de una muralla.

Temprano, unos niños curiosos inspeccionaron el lugar; señalaron con el dedo unos pájaros multicolores posados en el alambre. Mucho después anunciaron la actuación las campanas. A las doce, el funambulista cacheó la pértiga, vestido con ropas blancas. Adelantó el pie derecho y luego lo dejó atrás en el paso siguiente; con ese gesto, desafió la altura.

Cercano el final, a unos metros de las almenas, los pájaros respondieron a su presencia con un vuelo y el hombre al echar un vistazo instintivo a aquel aleteo, se vio cegado por el reflejo de un edificio acristalado que inutilizó sus ojos, inmersos en la aventura de un camino sin retorno.


XVIII

El hombre que llora está sentado junto a una farola, y la gente lo acorrala pasmada. Camisa blanca, zapatos grandes, pantalones anchos atados con una guita. Quieto y amable no gime con espasmos. La gente abandona los chiringuitos urbanos, se amontona indefensa. El hombre que llora no llora.

Se comenta un extraño repique de campanas en la catedral, y alguien dice ver una repentina claridad imposible en el agua del Guadalquivir. Las parejas abandonan las caricias en los portales; de los teatros salen curiosos, en los balcones hay geranios y bocas abiertas. Una cometa pasa, se ve pasar, y llegan rumores confirmando que el reloj del ayuntamiento no dio la hora. La historia desparramó por las calles, entre oscuros presagios y suicidios, la noticia.


XIX

El agua de la ría brilla como una espada sarracena hendida en la marisma. En los bares portuarios maldicen los marineros borrachos. Cerca del muelle cenan las gaviotas que afinan la puntería a la luz marchita del atardecer. Una patera navega a base de músculos aguas arriba: avanza con una sonata monocorde para estrobos y chapoteo de remo. Junto a los norays un hombre ensarta un gusano en un anzuelo. Tras el malecón andan a juego un gato blanco y otro negro. Un chaval salta alegre un charco pasajero.

En la desembocadura, el sol tiene el color de los salmonetes. Una vela blanca es la alcancía del viento, allí donde la lejanía impone sus reglas. Sentado frente al océano al anochecer, un viejo marino de piel oscura como la arena, saluda la aparición de las estrellas y levanta en su honor su última botella de aguardiente. Tiene la cara surcada de dunas y bebe a morro; le agradece al alcohol por los servicios prestados. Acaba de salir la Polar, y ya son dos, por los efectos del brebaje. Un banco de atunes cruza ante su mirada dando saltos de plata. Su barco hace agua y pronto vendrá la madrugada para echarle por encima su negra capa.

Al amanecer lloviznará sobre su cuerpo varado. En las cuencas de sus ojos muertos se despedirá el agua con un triste chop chop chop. Su reloj de bolsillo, mojado en su mano abierta, marcará las tres y cuarto a la hora del alba.


XX

Un hombre pensativo vio a otro dormido bajo una manta vieja, tumbado de madrugada en un escalón de mármol, en la puerta de una sucursal bancaria; con aire melancólico, siguió su camino y dejó a sus especulaciones correr libremente por la avenida solitaria.

Algo más tarde una collera en celo se arrulló a su lado; pero pasó de largo, alentada por la llama de un besuqueo constante, en busca de un dormitorio cercano. Sus pasos lentos se detuvieron un instante junto a la cabeza del hombre tapado, aunque apenas si llegaron adivinar un bulto de reojo. Una mano alcanzó allí a un pezón erecto, y las otras tres comenzaron al punto el juego de acariciar lugares que, desde luego, no eran de madera como la puerta de la sucursal.

Sí lo observaron los regadores y los basureros: cada cual imaginó su cuerpo oculto según sus dotes; unos le añadieron una barba herrumbrosa a su cara, y otros un color a sus ojos o una boca adicta al alcohol. Se les antojó desdichado, harto de ser pobre, cultivador de desgracias y coleccionista de enfermedades; sin embargo, la seguridad sólo les acompañaba cuando hablaban de una manta vieja que cubría el cuerpo de un hombre.

El sol salió a su hora; despidió las andanzas de los últimos noctámbulos: dio por zanjadas las hipotéticas conversaciones del amanecer. Palió en algo con su luz el frío del escalón, y calentó levemente los ateridos huesos del enigmático soñador. Apagó con su presencia las farolas y siguió imperturbable su cotidiano caminar hacia el zenit de mediodía.

Los ruidos y la gente aparecieron con la mañana. Pronto quedaron sorprendidos los primeros empleados de la sucursal ante una cama tan dura; pasaron sobre sus sueños y lo tuvieron, por un momento, bajo las suelas de sus zapatos. Una vez dentro, se entretuvieron en convertir al hombre dormido en un comentario general al vaivén de sus corbatas diarias.

Pero el último en llegar, el jefe, no tuvo ocasión de entrar en la feria de sus opiniones: antes de cerrar la puerta, la manta reveló su contenido. Un joven de rasgos fríos, vestido a la moda, con una escopeta de cañones recortados y una botella de anís seco, le pidió permiso para aguardar en su compañía la apertura de la caja fuerte, mientras el público llegaba.

En ese intervalo, dio de beber a los oficinistas sobrecogidos y los distrajo con cuentos de salteadores de caminos; apuró la botella al contemplar la caja abierta y, antes de la hora de abrir las puertas, se despidió cortésmente y salió a la calle con el maletín de cuero del señor director, envuelto en la manta que tiró al doblar la esquina.


 

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