Juan Cuevas

Poemas


 

Manuel Hernández Mompó: Mercado con toldos

 


 

     Apenas importaba la ceniza de la mirada, la lluvia chillando bajo la blusa, jirón de tierno viento. Corrías deprisa, de espaldas a la memoria que escribía tu rostro en el zaguán de una casa en penumbra, inventando planetas de sal que giraran el sol de tu angustia, construyendo jaulas de humo para asfixiar tu otoño de pájaros azules, tu perfecta soledad en el centro de la noche maquillada con esparadrapos.

     Apenas importaba el roce de tus dedos sobre el papel, los labios rotos por cuchilladas de versos y otros animales subterráneos, el violín desvencijado que dormía en tu pelo tan triste y oscuro; sólo quedaba tu mirada atrapada en el carrusel de las constelaciones.

 


 

Duerme una luna gigante
en tus senos cerrados,
y la cal de tu sangre
se hace carne en mis dientes.
No es tiempo de levantar asfaltos,
hieden las tuberías rotas
en el barrio bajo.
Que trémulo pétalo
nacerá del alquitrán fermentado,
sólo hijos sin sueños,
infinitas tristezas firmadas,
donde mueren las risas urbanas
de la periferia
a corto plazo.

 


 

     Qué difícil ignorarte y ocultarme, llamarte sin que tu nombre asuste este temor antiguo de sentir las manos llenas de aires y palabras, de tropezar otra vez con los mismos ojos del gato y maullar a la luna parda. Pero es tiempo de bolsillos abiertos y agua de mayo, de redondear las esquinas de la soledad, de mirarte tanto tiempo cómo buscas, cómo respiras, cómo callas, porque tu voz es un terrible silencio que grita la verdad oculta de las cosas, el sendero mágico donde ácaros y sierpes hacen un amor envenenado y mortal.

 


 

...qué pesadez... la conversación
gastada como el mostrador, y la luna
que siempre llega cuando mi vaso
está vacío.
De la ausencia me quedo con su alcohol
más transparente para prender
los colores que me hieren.
Soy alguien a quien mi voz sueña,
un ronco trago de triste alegría
que bebe del viento que nace en tu mano.
Qué importa que el vino implore,
ya abren tizas de sol mis dedos
sobre su nuca escarchada.
Esperar. Sólo esperar.
Cuando la noche sea una señora
yo seré la más puta de las estrellas.

 


 

Dónde mueres cuando fermentas
el anochecer entre tus dedos,
quiénes trepan la alborada
que se nutre de muertas nubes rosas,
cuándo nacen los juncos
en la orilla de los besos que me negaste,
cómo podré ahuyentar tus ojos
inyectados de amarillas salamandras,
que nacerá de mi regazo
si todas las hadas buenas
raptaron mi cuento más hermoso.

Quedará aún la chimenea encendida,
los gatos fumando el iris del humo,
la fotografía ocre de un tiempo roto
entre mis párpados afónicos.

 


 

     EL VENENO DE LAS NUBES

 

     Pudo ser el demonio de la noche envuelto en humo rancio, la raíz que ardía en tus uñas invocando olvidos o sueños, la soledad repentina como una botella vacía, la herida luminosa de un astro caído, el alambre de los días o tal vez mis ojos emponzoñados del veneno de las nubes; pudo ser cuando la costumbre comenzaba a dibujar el aire que habías aprendido a respirar, cuando una bandada de violines penetró tu sexo o tal vez cuando el azahar de mis bolsillos perfumó de tristeza la plaza donde nos conocimos para despedirnos.

 


 

     Nace el viento en tu mano cuando, nocturna, acaricias mi vientre hambriento; y son dos frutas de sed la yema de tus lágrimas que a mi boca endulza con su mermelada de inconclusas mariposas.

     Se nubla el verbo que niega tu lengua mientras avanza el otoño que morderá tus labios con su blanca quimera de juguetes rotos y aromas de seno tibio.

     Quieta la noche. Sólo un sprint de estrellas fugaces que vierten tus caderas, un maratón de besos que nada en la saliva infinita de la luna hasta trocarse humo de un abrazo compañero, cansado y vital, una derrota de amor compartido condenado a cadena perpetua.

 


 

Los vientos han llenado mi armario
y las lunas danzan en mis párpados.
Todo es tan lento que puedo oír crecer
las alas de tus labios cuando me besas,
el vino derramado en tu pelo caer
sobre mis palabras en amor dadas,
tu voz como raíz de mar que gira y gira
anclada en un solo amanecer de fruta y canción.

 


 

Quedan escombros y perfiles
enormemente tristes
ante el sonido de un móvil;
el asesino huye con el corazón
entre las uñas,
y yo estoy tan cerca de mis venas
que hasta los cristales lloran.
No queda nadie en la madera.
No hay fuegos para inventar
músicas venenosas;
sólo autobuses naranjas
recorriendo la ciudad sin horizontes.

 


 

A veces se me nieblan
las ganas de acariciar el aire,
desgarrar en un susurro
los cabellos que te nombran,
descubrir calles sin rostro
donde escondíamos lluvias y risas,
imaginar que mi buzón de correos
solo recibe facturas de luz
de tu mirada.

 


 

Era un desacuerdo de zapatos,
un torpe atropello de palabras a contramano,
era la risa de cenar fuera de casa
porque ya el café
nos endulzaba tanto por la tarde,
era olvidar bajar los peldaños de uno en uno
y de una en una contar
las estrellas de las noches arañas,
naufragar en cada sábana
y dejar arder la pestaña de los sueños.

Era buscar la lluvia en un almacén de paraguas rotos.

 


 

     HIEDRA

 

     Quizás entonces acercarme a ti como una canción olvidada, despojarte lentamente de nubes y espinas, deletrear cada hebra de tu pelo que huye tras el viento libre de cualquier mar a medianoche.

     Con la timidez de un pájaro de luz, encender tus manos acurrucadas en el olvido, tus iris rotos como agua de versos, desaprender la geometría que trazan las ciudades para descubrir las lunas que recorren tu cuerpo en la noche de mis labios.

     Así, desnuda y llena de alba, inventaré un lenguaje de hiedras y naufragios por donde trepar y sucumbir al deseo más bello y terrible.

     Con su maleta de sal y su risa de cerveza, Agosto nos traerá su álbum de horas muertas para llenarlas de caracolas y serpentinas, como si de una verbena en el mar se tratase.

 


 

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