José Ordóñez García

Baltasar Gracián: prudencia y filosofía práctica

 

Anónimo: Retrato de Baltasar Gracián

 


0. (Escepticismo, carácter y pragmatismo).


Se considera a Gracián un escéptico. ¿En qué sentido se sostiene esta "acusación" para un miembro de la Compañía de Jesús? ¿Cómo un individuo que ha consagrado su vida a tareas piadosas y a la meditación divinal puede ser un escéptico? Sólo en su significado más elemental y corriente ha de entenderse esa adscripción: no creer. ¿En qué no cree Gracián? En la mera especulación, o lo que es lo mismo: en una reflexión que se pierda en nociones y ámbitos ajenos a los problemas de la vida diaria. Por eso, para nuestro hombre, filosofar, pensar, no es otra cosa que encontrar la mejor solución para una situación vital determinada, y para ello es necesario armarse de una serie de argumentos "racionales" y "objetivos" que posibiliten la clarificación del problema en aras de una elección acertada.

¿Podemos considerar entonces a Gracián un racionalista? Si por racionalismo entendemos la capacidad de análisis crítico y ponderado para enfrentarse de la mejor forma posible a las situaciones, entonces lo es, y lo es en un sentido peculiar, pues este racionalismo está impregnado en sí mismo de prudencia, o dicho con más exactitud: racionalismo y prudencia vienen a identificarse. Sin embargo, su escepticismo también influye en este aspecto; ¿racionalismo y escepticismo? Hasta cierto punto. No podemos olvidar que el carácter supone una limitación para la conducta sensata, que el sentido común se aparece debido justamente a una necesidad, no a una facultad dada sin más. Gracián es perfectamente consciente de la impronta subjetiva, por ello el carácter es lo que limita, condiciona y hace posible el ejercicio de la racionalidad en el pensamiento y la acción. Ser práctico consiste en saber esto, en no engañarse ante los imperativos del carácter, por ello dice el jesuita:

Carácter e inteligencia: los dos polos para lucir las cualidades; uno sin otro es media buena suerte. No basta ser inteligente, se precisa la predisposición del carácter. La mala suerte del necio es errar la vocación en el estado, la ocupación, la vecindad y los amigos. [1]

Esto es como decir que la racionalidad es garantía de éxito por sí misma. Como vemos, también el "carácter" forma parte inevitable de nuestra personalidad, y ahí precisamente es donde entendemos una suerte de punto de fuga en relación a nuestro modo de actuar, puesto que toda acción proviene de una decisión y en toda decisión no sólo interviene la racionalidad sino el carácter. Para entendernos, jamás quedará fuera de mi decisión, tras la elección, mi incapacidad para no saber, por ejemplo, decir "no" por los motivos que sean. ¿Estamos en asistiendo, con Gracián, a la primacía del carácter, de las pasiones, sobre la razón, sobre la voluntad consciente? ¿Se adelantó a Hume y, sobre todo, a Schopenhauer? Así es. Por tanto, el carácter prima sobre la inteligencia de modo que un sujeto no logra hacer lo que debe, en todos los casos, sino que en muchísimas ocasiones se limita a hacer lo que puede: ¿qué? Procurar, en la medida de lo posible, que la razón "condicione" o "conduzca" la iniciativa del carácter. Nietzsche, Schopenhauer o Freud sólo desarrollaron más rigurosa y sistemáticamente lo que este jesuita ya veía claro en el siglo XVII.

Escéptico ante el dominio de la razón de manera absoluta, escéptico, por tanto, ante la capacidad del sujeto para pensar, elegir, decidir y actuar conforme al sentido común y a la sensatez. El carácter nunca es sensato sino acéfalo. En esta obra que comentamos, la más difundida de todas, podemos ver que está compuesta de una recopilación de aforismos para que nos guíen de la mejor manera en nuestras tomas de decisiones y en nuestras acciones. En este sentido se podría decir que nos presenta el contenido referencial, la pauta, que tendríamos que seguir en determinada situación para salir airosos de ella. Y estas directrices se refieren al carácter, son como los preceptos que mejor nos ayudan a controlar el carácter; se fundan, pues, en el escepticismo ante la razón. Ningún precepto moral, y menos aún los derivados de una determinada confesión religiosa, aseguran una existencia libre de problemas y contratiempos. La fe en Dios ni en la vida ejemplar de Jesús evitan ni las frustraciones ni los fracasos de nuestras mejores intenciones a la hora de conducirnos por el mundo.

En esta obra los preceptos, o consejos para la mejor manera de habérselas con los otros, parecen seguir una pauta sostenida por la convicción anticipada de la inseguridad, el error o la elección errónea originadas por las veleidades del carácter. Es como si partiese de un axioma subjetivo parecido a éste: ya que no es posible la absoluta racionalidad en la planificación y desarrollo de nuestra actividad cotidiana, al menos procuremos tener en cuenta una serie de preceptos para alcanzar nuestros objetivos. Se trata de una racionalidad práctica basada en la simple constatación del fracaso y las veleidades surgidas del sometimiento de la realidad a ideales de todo tipo. La condición humana no está por encima de su enclave natural, por ello ni toda la existencia está asegurada por el sentido común en su más alto grado ni por los imperativos del deseo. En esta confrontación tiene lugar el espíritu práctico de Gracián, inscribiéndose de este modo en la más clásica tradición escéptica y estoica, y mucho antes de que se nos vuelva a llamar la atención, en este sentido, por figuras más recientes como la de Schopenhauer.


1. (La prudencia y la cautela. El mundo y la jungla).


Sólo al hombre le compete la prudencia, al animal le es propia la cautela. Es ésta una distinción que podemos derivar de Aristóteles. Con ello es posible establecer una diferenciación entre lo que sería propio de la racionalidad y la educación y lo que sería propio de la naturaleza y la imitación. Sólo el hombre puede ser prudente, pero no cauto, y sólo el animal puede ser cauto, pero no prudente. Así, mientras la prudencia se adquiere la cautela se imita. Sin embargo, y para ser más exactos, tendríamos que decir que mientras en la infancia la cautela es un fenómeno compartido por el hombre y los animales, la prudencia es el resultado del crecimiento humano basado en dos elementos fundamentales: el lenguaje y la educación. Por ello, será la moral la que establezca una clara separación entre el mundo y la jungla, entre la cautela y la prudencia. Los hábitos que venimos repitiendo -como la mejor manera de actuar con los otros y frente a la naturaleza- no son sino el resultado de los intentos por salir lo mejor parados ante una misma situación que viene caracterizada por la necesidad.

Pero ser prudentes ya supone un aprendizaje basado en la acción y en la rectificación y acondicionamiento de la decisión; racionalidad concreta. En este sentido, la prudencia (hombre) tiene un referente experiencial y hermenéutico: el mundo como enemigo; mientras que la cautela (animal) tiene a la naturaleza como enemiga. Por ello es considerado Gracián un pesimista, por su convencimiento de la hostilidad del mundo, y por eso mismo atribuye a la prudencia un lugar preferente entre los "requisitos útiles" para la desenvoltura de la existencia. La hostilidad es el término que se arroga un sentimiento específico del sujeto en cuanto se ve frenado en su actividad mundana; es el mundo -paradójica construcción humana- el que revela una insuficiencia en el sujeto, el que le muestra la imposibilidad de lograr sus fines. Que nuestro artificio para contrarrestar la violencia ejercida por la naturaleza se transforme, a la postre, en nuestro enemigo no deja de ser, por lo pronto sorprendente. ¿Por qué? Porque siendo el mundo el ámbito creado por el sujeto para la materialización de las posibilidades meta-físicas, termina por convertirse en el muro que frena y hace imposible esas mismas posibilidades. ¿Nos ayuda la prudencia a lograr, mediante la utilización de las mejores estrategias, nuestros fines-posibilidades? Hasta cierto punto así es, pero... en la mayoría de los casos a base de renunciar a los propios deseos y situarnos en lo "deseable", es decir: en asumir como posibilidades propias las ya establecidas. Sirva como ejemplo esta sentencia sobre la capacidad de adaptación:

Saber adaptarse a todos... porque la semejanza atrae la simpatía. Observar los caracteres y ajustarse al de cada uno... [2]

La prudencia, entonces, en tanto guía de la acción práctica, consiste en no destacar por la diferencia, precisamente porque ésta, en la medida en que manifiesta posibilidades nuevas a las necesidades encontradas, supone soliviantar el orden establecido, hacerse odioso por arrogante o vanidoso... en definitiva hacerse hostil a los otros. Por ello, y al hilo de Gracián, el mundo me es hostil porque yo mismo puedo provocar hostilidad. ¿Habrá de ser este el punto de partida para establecer el objetivo de una orientación filosófica? ¿el de tener como horizonte de trabajo la hostilidad que los otros me hacen sentir y, de este modo, tener como su objetivo la prudencia en tanto en cuanto aprendizaje para la limitación de esa hostilidad? Pudiera ser, aunque... ¿invadiríamos así las competencias de otras disciplinas como la psicología? [3]

Interpretaciones nuevas, métodos nuevos, así de simple; o también reelaboraciones nuevas (o desconocidas) y actuaciones o abordajes nuevos (o desconocidos). Es cierto que uno descubre un mar por primera vez a pesar de que se llame Mediterráneo, al margen de que otros muchos lo descubriesen después de saber el nombre y de que todos los comentarios sobre el mismo mar parezcan agotar la posibilidad de un nuevo comentario; tanto si es a partir de la experiencia directa o a partir de las de otros (de la percepción o de la lectura). La cuestión es que los preceptos de Gracián son justamente orientadores para solventar, en la medida de lo posible, el sufrimiento generado por la hostilidad del "mundo" (en realidad los otros). Y esta vivencia hostil, si no va acompañada de alucinaciones o delirios, sino de queja, ofuscación, incertidumbre o apatía, puede ser desplegada por una intervención fenomenológica y hermenéutica que pueda ayudar al sujeto a entender y comprender la situación penosa facilitándole nuevas perspectivas sobre el asunto. De hecho, los preceptos del AP no buscan simplemente provocar una adaptación sino, sobre todo, ofrecer unas líneas estratégicas para evitar los conflictos en las relaciones intersubjetivas. La pregunta, como fenómeno peculiar de la acción filosófica, es siempre una puesta en cuestión no sólo de lo que hay fuera del sujeto sino también de lo que está dentro de él (tal como lo muestran las intervenciones de Sócrates). Sin embargo, se me dirá, y con razón, que Gracián nos ofrece "respuestas" al cómo y al qué, no preguntas; aclaraciones, no dudas. Es cierto, pero sólo aparentemente, porque las aclaraciones y respuestas que encontramos en AP son el resultado de preguntas y dudas. ¿Qué hacer para no tener problemas con tu superior? Respuesta de Gracián: "Evitar las victorias sobre el jefe". [4]

En nuestro jesuita la prudencia también tiene otra característica singular: se propone como una defensa ante la hostilidad del mundo. De ahí que la filosofía se preste a ser un ejercicio de resistencia y sobrevivencia, a esa tarea debe aspirar y no a especulaciones sin sentido práctico. ¿Se trataría entonces de una posición racionalista en sentido estricto? Ocuparse y pre-ocuparse por los avatares de la vida cotidiana parece más propio del existencialismo y de la fenomenología existencial, aunque es cierto que en ambos casos la razón se constituye en elemento indispensable de ambas corrientes. Si bien es cierto que en el caso de Heidegger, su forma de ocuparse en la existencia adquiere tintes racionalistas por su conceptualismo; las abstracciones heideggerianas suponen una categorización especulativa de la vida ordinaria, pero en ningún caso proporcionan una guía para la acción. Tal vez la noción de "arrojados al mundo" pueda ofrecérsenos como una forma sutil de comprender también al mundo como algo hostil. Uno experimenta hostilidad cuando se ve en una situación no decidida por él, cuando se ve "puesto ahí", obligado, por ende, a adaptarse y a incorporarse de la mejor manera posible. La hostilidad es el primer sentir (en esto ni Gracián ni los existencialismos se diferencian) del sujeto en el mundo. Lo que no se aviene a nuestro deseo, lo que no se nos somete, provoca en el sujeto malestar. Por ello, también Gracián se inscribe en una larga tradición que, desde Platón a Lacan, busca la limitación del malestar en el sujeto al mayor grado posible. Si uno hace un recuento estadístico de las prescripciones en el AP encontrará que en más del cincuenta por ciento se trata de fórmulas para mitigar el malestar.

Una vez sucedido el encontronazo con el mundo, una vez sentida la hostilidad del mismo, de la gente que lo habita y lo sostiene, una vez que, en definitiva, nos vemos "fuera" de un sitio en el que de hecho estamos "dentro", al sujeto no le queda otra opción que procurar hacer algo con su situación, y para Gracián lo que hay que hacer no es otra cosa que salir lo más airoso posible de la falla surgida entre el ser y el deber-ser. Aquí radica el pesimismo de nuestro "filósofo". El mundo no es como debería ser y es muy difícil que llegue a ser como debería. Las pautas de una razón práctica emergen, por tanto, de esta claridad de conciencia; cómo ser capaz de vivir en un ámbito que no es como tendría que ser. Hay que lograr un modo de actuar, y el pensar sólo se pondrá como algo subordinado a la acción (a las pretensiones de la acción, sus fines), pero esa acción ha de estar dirigida teniendo en cuenta que ella busca un acercamiento a la efectividad, a la mejor manera de comportarse en aras del éxito. ¿Qué éxito? ¿lograr lo que uno quiere? ¿qué es lo que se quiere? Obviamente no los deseos de uno, al menos esos deseos del todo inviables; no se trata de hacer lo que yo quiera sin más, sino de aquello que me supone menos problemas en relación a los otros (tal como el precepto dado por Gracián para no poner al jefe en contra de uno), ya que los conflictos se deben, como vemos en AP, a las relaciones intersubjetivas, al trato con los otros.

En todo "deber-ser" subsiste la idea fantástica de enmienda sobre lo que hay, y esta cosa es lo que nutre a la técnica de su sentido y justificación más nítida. El encuentro del existente con lo que "es" no tiene nada que ver con el encuentro con lo que no se tiene, puesto que la confusión entre "ser" y "tener" suele ser bastante frecuente. Pero es de esto de lo que precisamente se trata; el mundo ha de ser como el que tengo en mi mente, o como aquel que tuviese todo lo que yo quisiera. El mero hecho de ser no justifica el deber, no hay mundo soñado que no esté lleno de cosas, que no tenga cosas o que no esté exento de las cosas que no me gustaría que tuviese. Por tanto, el deber, en su sentido práctico y real, es un "deber-tener": el buen coche, o el mejor coche, no es aquel que debería ser "rojo", "rápido", "cómodo", sino el que debería tener el color rojo, rapidez y comodidad. "Haber" y "tener" son concretos para el "deber" frente al "ser" y "estar", más abstractos (sobre todo en sus dimensiones espacio-tiempo).

El conocimiento práctico no busca enmendar -puesto que lo situaría en la estela del deber-ser- sino ajustarse; acepta lo que hay, básicamente el hecho de los comportamientos, puesto que es con lo que uno se "encuentra", es decir, con "lo que hay". A mucha gente no le gusta que le muevan el asiento, y mucho menos que se lo quiten. Así, pues, la hostilidad y el deber-tener vehiculan una actitud que es propia de este pesimismo: la capacidad de adaptación.


2. (La prudencia es un artificio, no es natural).


No somos prudentes. Este es el axioma que, desde antiguo, recorre todo intento de enmienda, de moralidad, y es, en consecuencia, la verdad subjetiva de más amplio acuerdo. Por tanto, la prudencia, en cuanto tal, pertenece al orden de lo que "deberíamos tener", puesto que no somos prudentes; no es una cualidad que venga dada con la existencia, no se encuentra inscrita en el "ser". Para Gracián, que no pierde de vista esta condición, la prudencia se convierte en la técnica de la sobrevivencia frente a la hostilidad; toda la obra no es más que un compendio de prescripciones para hacernos lo más prudentes posible en nuestro comportamiento. La adaptación al medio es, por sí misma, un ejercicio de prudencia y un reconocimiento de su artificiosidad, de ahí el fracaso que amenaza a cada acción, a cada elección. Es por esto que forma parte de lo fantástico y de lo posible, ya que su carácter antinatural supone un aviso de cara al éxito y al límite.

Nunca seremos prudentes, parece obvio, a lo sumo actuaremos con mayor o menor prudencia, pero tampoco tenemos la garantía del bienestar por el mero hecho de haber actuado de manera ponderada. El aprendizaje de la prudencia exige, entre otras cosas, ignorancia, error, riesgo y fortuna. Sólo porque uno ha fracasado, porque ha sufrido un envés, se plantea la posibilidad de actuar de otra forma en la siguiente ocasión; uno llega a aprender "cómo no debe hacer, actuar o comportarse", pero no porque lo hiciese de forma incorrecta (que puede ocurrir en el trato con las cosas), sino porque la reacción del otro le era del todo imprevisible. Por tanto, no se puede aprender a comportarse de manera adecuada a la situación si antes no se ha marrado. Sólo porque el trauma o la frustración fueron lo primero, lo inmediato, lo natural, pudo ser la prudencia lo segundo. A la primera acción le sucedió la reflexión. Y en muchos casos el aprendizaje reflexivo lleva a un ejercicio de la prudencia que consiste en no actuar; abstenerse de toda acción, que no sea la de la huida.

En la Ética a Nicómaco Aristóteles insiste una y otra vez en la virtualidad del sujeto para lograr comportarse de manera prudente, pero sin perder de vista el carácter convencional de ese proyecto. La naturaleza no nos hace prudentes, ni sabios ni comedidos, sino que se limita a velar por nuestros intereses biológicos y poco más. El logro de lo carecido es una de las metas genuinas de la existencia, pero no hay existencia que nos asegure eso. Cuando la pasión y el deseo se imponen sin más volvemos al estado en el que somos en sentido estricto, una condición que no tiene a la prudencia, porque de eso es de lo que se trata justamente: de satisfacción, y no de contención. Por ello, la prudencia es una suerte de técnica adquisitiva "contra" el empuje (pulsión, Trieb), la capacidad para tener al empuje. Sin embarbo, no es tarea fácil. El intercambio económico en relación al malestar ha de ser crucial; sólo renunciamos a aquello que nos va a proporcionar más malestar que bienestar, de este modo optaremos por lo que menos malestar nos produzca: ¿Por qué ha de expresarse en estos términos? Porque uno sólo renuncia al objeto de su deseo y al empuje si con esa renuncia obtiene menos malestar. Pero no todo el mundo lo pasa mejor si renuncia, hay bastantes individuos que lo pasan peor cuando renuncian, y es en estos casos donde la prudencia es algo del todo no sólo inútil sino, además, contraproducente. La prudencia sólo tiene sentido en términos de bienestar, concretamente en el grado de bienestar; ese punto más allá del cual empiezo a pasarlo mal, sufro. No obstante, si se da el caso de que el sujeto se lo pasa bien con aquello que le hace sufrir entonces ya se ha traspasado el umbral no sólo de la prudencia sino de la salud; ahora el sujeto es inaccesible al sentido común porque goza.

De algún modo, el sujeto nunca está del todo a la altura del artificio, de su artificio, de la represión (no es posible la prudencia sin ella). La arrogancia y la soberbia son las peores enemigas de la contención, puesto que obvian todo aprendizaje a raíz del fracaso, por ello el sujeto repite una y otra vez sus intentos esperando obtener un resultado distinto al de hasta ahora; cosa poco probable si no cambian las condiciones que se han venido dando en la situación en la que el sujeto ha tropezado una y otra vez. Es como si se estuviese convencido de que hay una probabilidad de lograr algo distinto, a pesar de que siempre ocurre lo mismo. Insistir contra un muro que no ceja en su espesor y densidad es completamente inútil, y pareciera que el individuo cree más en los milagros que en la posibilidad de otra alternativa. Las cosas no son la mayoría de las veces como quiere el sujeto, no están ahí a la espera de que él les dé su tarea; las pasiones son ese muro que actúan por sí mismas, que no tienen otra tarea que la de desbancar al sujeto de su pretendido gobierno. En este sentido, todo acto de prudencia constituye, en su fracaso, la vuelta del sujeto a lo que es, a eso que siempre actúa antes que la razón, a eso que siempre nos obliga a pedir disculpas... puesto que es lo primero, lo inmediato. Por ello, la prudencia se ha podido construir como un intento de frenar a lo inmediato, como el segundo momento, la segunda naturaleza, lo divino en el sujeto que, en cuanto cualidad estrictamente humana, "procura" de alguna manera vehicular en otro orden aquello indecidible en tanto que inmediato. Todos los preceptos del AP tratan de/con lo inmediato y su peso en el condicionamiento de los avatares existenciales, de cómo apostar, desde la razón, por un método frente a lo intempestivo, de tal modo que la existencia se convierte en la razón contra la vida de las pasiones; o de la viabilidad de lo mediato frente a la fuerza de lo inmediato. Por ello, la existencia es a la prudencia lo que la vida a las pasiones. Cuanto mayor sea el peso superyoico de la prudencia mayor será su fracaso, porque no hay posibilidad alguna para ella de modo absoluto, sólo se puede aspirar a su carácter regulativo, a que lo inmediato no se pasee por nuestra acción de manera imparable, soberbia. Podemos ser mejores de los que somos, pero nunca peores de los que somos, puesto que cada sujeto acontece desde lo que es, existe contando ya con su dimensión subjetiva. Sólo cabe el empeoramiento a raíz de una lectura que tiene como referente el "deber-ser". En el orden ontológico no hay algo así como más o menos ser, sólo hay "es", y jamás está el sujeto por debajo de su "es", jamás es una nada. Así, en el peor de los casos, el fracaso sólo consiste en la vivencia del regreso a su "es" para un sujeto concreto y, por ende, la convicción de que toda mejoría es temporal y, en consecuencia, propia del "deber-ser" (lo que se quiere-ser) de lo que sólo es "aparentemente".


3. (Importancia del comportamiento).


El éxito o el fracaso vital se deben al comportamiento. No se fracasa en el pensamiento abstracto, en la ideación, sino en la "publicación" de ese pensamiento, ya sea de palabra u obra. De ahí que la prudencia (o represión, o contención) se relacione, como es obvio, con la acción, pues sólo en ella tiene lugar el comportamiento. Pero el comportamiento supone la inclusión del "otro", es un término que alude a la experiencia del otro relativa a mi acción, es él quien me evalúa, quien me muestra, por sus comentarios, la pertinencia o impertinencia de mi acción. Desde este punto de vista, la prudencia no se revela más que como la corrección de mi comportamiento a raíz de la reacción del otro ante ella, de tal forma que, en la próxima ocasión, mi actuación tenga ya en cuenta la incidencia del otro y realice mi acción a tenor de su correctivo. De este modo, el otro se convierte en el gestor de mi prudencia.

Debemos renunciar a nuestra espontaneidad y hacer del otro la guía de nuestro comportamiento. De ahí que la prudencia se nos revele, ante todo, como un arte para la modificación de la conducta. Pero la espontaneidad y el conductismo van muy bien en las edades tempranas, la prudencia -a la que normalmente se la relaciona con la madurez, con el señor y la señora mayores- sólo tiene éxito, en su instalación subjetiva, a raíz del fracaso repetido, y para ello el sujeto ha de equivocarse, es decir: ha de comportarse, antes que otra cosa, espontáneamente. En sentido estricto, la educación, o la tarea de la educación, tiene que ser conductista, puesto que ha de hacer que el individuo de temprana edad reconozca lo antes posible que su comportamiento natural le lleva no sólo a la derrota sino, fundamentalmente, al peligro. Los niños no son imprudentes (para ello tendrían que haber sido antes prudentes) sino espontáneos, no se comportan sino que actúan. Aprender a comportarse consiste en comportarse como se ha establecido para una ocasión concreta. Y todos sabemos que el modo más rápido de lograr ese aprendizaje es a través del dolor, puesto que sólo lo que intimida, sólo aquello que produce un malestar insoportable es capaz de frenar la acción espontánea, por ello la civilización no puede renunciar, para sus nobles propósitos al malestar, a la "producción" de malestar. Se objetará que el conductismo trata de eliminar el sufrimiento del sujeto originado por un comportamiento específico en una situación determinada. De este modo, nos encontramos con esta paradoja: conductismo educativo para redireccionar el comportamiento a los parámetros sociales establecidos (comer con cubiertos y no con las manos) y conductismo re-educativo para evitar la repetición de hábitos que nos hacen sufrir (evitar los bares con maquinas de juego para no caer en la tentación).

Sin embargo, hay un dato interesante que nos hace pensar en la prudencia sin renunciar, a la vez, a nuestro deseo. Es el caso de la investigación científica. No se trata de renunciar a construir la bomba atómica sino de experimentar con ella en aquellos sitios que no supongan riesgo para la vida humana. En este sentido, la prudencia sólo es un elemento paramétrico que intenta controlar la incidencia de los resultados negativos de una acción y de un comportamiento. De este modo la prudencia no se opone a la experimentación sino que, por el contrario, interviene para garantizar la confianza y la fiabilidad en ella.

Bien. Gracián nos dice en AP cómo debemos comportarnos, "qué" tenemos que hacer "para", en definitiva trata del cambio de conducta, porque si no fuese ésa su finalidad práctica entonces no tendría sentido sostener la "artificiosidad" de sus preceptos; no reconocería que venimos al mundo con un modo de comportarnos que en absoluto se ajusta a las exigencias de ese mismo mundo. De tal modo, el sujeto tiene que ser capaz de "sentir" y "vivir" esa corrección como una verdad "objetiva", y para ello no hay mejor vía que la de la frustración; la espontaneidad me puede llevar al fracaso o al éxito (sin garantías), en tanto que es una acción inmediata. Sólo la reconducción reflexiva, mediada por la frustración o el error, puede facilitar el éxito del sujeto en su incorporación a la comunidad, por ello la prudencia es una forma de mediación entre lo espontáneo y la convención.


4. (El mundo; el enemigo).


Las pasiones son enemigas de la prudencia. Esto parece un axioma indiscutible para Gracián. Sin embargo, se trata de un tema antiguo, repetitivo y recurrente en toda nuestra cultura. ¿Cómo hacer para no sucumbir a ellas? ¿Cómo podemos superarlas? Sabemos que es una tarea imposible, un objetivo noble para la constitución de toda moral que se precie y que perdure. Pero las pasiones es justo lo que nos caracteriza, es lo que tenemos y somos, lo que nos sucede en el mundo y lo ineducable, lo incívico. Cuando Gracián nos presenta al mundo como "enemigo", no sólo se adelanta unos siglos al existencialismo y a la fenomenología existencial sino que establece una consideración práctica sobre el horizonte en el que ha de incardinarse toda reflexión. La racionalidad, que es responsable de la construcción del mundo en cuanto defensa contra la naturaleza (depredadores y asesinos), asume el papel de contenedora y represora; lo que siento puedo expresarlo en palabras, y esto obliga a un ejercicio de reflexión, puesto que he de elegir la mejor vía discursiva, el mejor enunciado, la palabra más eficiente, para "calmar" el dominio del afecto.

La enemistad del mundo -lo que no deja de ser una paradoja- consiste en ser el campo racional para lo que no es racional. La ambición, la avaricia, la promiscuidad, la ira, la envidia... son mundanas. He aquí la perplejidad: la naturaleza para los instintos y el mundo para las pasiones. Lo que no logra en la naturaleza lo logra el sujeto en el mundo, por ello es necesario dominar una técnica, tener un método, si queremos sobrevivir en el espacio instituido por otros a su imagen y semejanza: la pasión de los banqueros, guiados por la avaricia, dictaminando y gobernando la educación que les viene bien para seguir aumentando sus riquezas. ¿Qué método pudiera ser ése? ¿Qué "poner" para soportar los embates y fracasos de la pasión? La respuesta es evitar; no hay mejor modo que volver a considerar una relectura de aquel "quien evita la tentación evita el pecado", porque, de hecho, la prescriptiva de Gracián se reduce a ser un muestrario de consejos para "evitar" el malestar. Si uno procura no hacer tal cosa logrará dejar a un lado las posible consecuencias. Y para tener la garantía suficiente de que eso es así "debe" actuar de una forma determinada. De este modo nuestro jesuita, siguiendo el espíritu pedagógico de Aristóteles, tiene muy claro que es en el comportamiento donde tiene lugar el éxito o el fracaso; la actitud evitativa se relaciona directamente con el comportamiento. Para ello, es la racionalidad, la planificación y el sentido común los elementos básicos del comportamiento evitativo. El sentido práctico de Gracián nos enseña que la soberbia es uno de los grandes enemigos del buen sentido, ya que el empecinamiento por cruzar una y otra vez esa calle que tanto miedo nos hace sentir no conduce a parte alguna; podemos intentar comportarnos valientemente una y otra vez, y no conseguirlo otras tantas veces. Así, lo único que experimento es mi fracaso para lograr actuar de manera distinta a como actúo. Así, también es como puedo experimentar la violencia del mundo que me muestra, una y otra vez, cómo no doy con lo que debo sino que me encuentro siempre con lo que hago. Pero el mundo puede ofrecerme, a su vez, la posibilidad de actuar de forma distinta; tengo la posibilidad de ir por otra calle, o ir acompañado, o a otra hora. En mi caso concreto puede que la valentía no sea tanto un valor a lograr sino la experiencia de mi soberbia. Por tanto, lo que tendría que evitar es precisamente caer en la ofuscación de esa pasión que me impide asumir lo que soy y actuar en consecuencia. La enemistad del mundo es una consideración que sólo me lleva, en este caso, a conocer mis límites y asumirlos como algo negativo, es decir: como el principio de realidad que gobierna la dirección de mi comportamiento.

Esto nos lleva a la siguiente cuestión: ¿son las pasiones fenómenos de la mundaneidad? La respuesta parece fácil a tenor de lo que venimos diciendo. El mundo es el sitio del "ser-con", de la relación, de la intersubjetividad, pero el mundo es una realidad ontológica, lo surgido de la mente, ni del mar ni de los árboles. El mundo, por ser lo artificial, lo convencional, lo cultural, es también el "espacio" de las pasiones; en la naturaleza no hay envidia, ni avaricia, ni ira... no hay notoriedad ni prestigio, no hay reconocimiento. En la naturaleza si vive y se deja de vivir. Sólo en el mundo hay deseo y frustración. Los valores mundanos son los más sutiles y terribles, porque sólo en el mundo uno puede morir de envidia o de avaricia. Es el mundo donde únicamente tiene lugar, y sentido, algo así como el "deber-ser", porque es en ese mismo mundo donde somos pasto de todas las furias. No es posible ser-en-el-mundo al margen de las pasiones, de hecho ellas son las constituyentes de la subjetividad cotidiana, por ello el comportamiento siempre ha de ir en el camino de un mejor posicionamiento subjetivo en el mundo, que no es otra cosa que el contexto intersubjetivo dominado por la alteridad. En la mundanidad el semejante se manifiesta bajo el aspecto del extraño, y por ende del enemigo, y es esa situación de embarazo, de incertidumbre, en definitiva de miedo, lo que posibilita la constitución histórica de las pasiones, su acontecimiento óntico-ontológico.



NOTAS

[1] El Arte de la prudencia. Ediciones Temas de Hoy, 6ª edic., Madrid, 2004, p. 1. Citada a partir de ahora como AP.

[2] AP, n.º 77, p. 46.

[3] En Gracián no hemos encontrado términos como “síntoma”, “diagnóstico” o “terapia” (¡Faltaría más! Dirá alguien), a pesar de que se ha de ser muy burdo para no reconocer en determinados pasajes de esta obra suya cómo la consecuencia de esa hostilidad es el malestar (y no todo malestar se reduce a esas categorías ni lo determina de forma absoluta). Todos sabemos que el malestar, o sencillamente el sufrimiento, es mucho más antiguo que todas esas categorías procedentes de la clínica contemporánea y que en cada época se ha intentado “saber hacer algo” con él, de tal modo que mientras el sufrimiento es histórico la “clínica” es histórica en sus métodos pero también historiográfica (en la medida en que varía la interpretación y la aplicación de paliativos). Si yo dijese que Platón, gracias a su República, se nos revela como el primer conductista de la cultura europea seguramente me lloverían improperios de todo tipo; ¿cómo voy a definir a Platón con un término surgido siglos después de él? ¿cómo puede Marx ser marxista o Cristo cristiano? Nuestro jesuita es prescriptivo, no diagnostica pero prescribe, nos dice el “cómo” para afrontar una determinada situación, y en esto no se encuentra lejos del médico convencional que nos invita a seguir una serie de pasos para “evitar” la enfermedad o la recaída, nos previene.

[4] AP, n.º 7, p. 4.


 

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