José Ordóñez García

Los conflictos y la interpretación (2):
La identidad es crisis de identidad

 

René Magritte: La reproducción prohibida

 



“¿Qué misterioso instinto indujo al indio a poner sobre su cabeza una lucida pluma de ave? Sin duda el instinto de llamar la atención, de marcar su diferencia y superioridad sobre los demás.” (José Ortega y Gasset)

“Nos limitamos los unos a los otros; nos distinguimos, nos diferenciamos, y, como advierte Stendhal, diferencia engendra odio; somos progenie del odio y de la enemistad. Homines ex natura hostes.” (José Ortega y Gasset)
 

Y así, un día, cuando todos tuvieron su pluma ya no hubo diferencia ni distinción; más tarde la diversidad de color hizo de cada pluma una singularidad específica, pero la amplia gama de colores homogeneizó nuevamente la peculiaridad. Todos fueron peculiares, iguales, ningún “yo” era superior, sólo distinto. La supremacía, la identidad incomparable hubo de lograrse mediante la cantidad, la tenencia desmedida. Y sólo la fuerza pudo establecer la jerarquía, el límite por debajo del cual fue la identidad un asunto de verticalidad y no de horizontalidad. No sólo se trataba de querer ser distinto sino de querer ser más. Diferencia por arriba, identidad fundada en el poder. Yo soy lo que tú quieres ser, que es como decir yo tengo lo que tú quisieras tener y no tienes. Yo soy, tú no eres.

Pero la pluma también aniquila la identidad, aquella más precisa y limpia que nos hace saber cómo nuestro final es “irnos con los más” (así definían los griegos el morir); allá en la tierra nos encontraremos, de una vez, en el seno de la indiferencia absoluta, lo que nunca quisimos ser, porque la indiferencia se imagina como la carencia de ser y, por tanto, como lo que está fuera de la identidad. En la tierra sólo hay restos, y a ellos preguntas del orden ¿quiénes sois? ¿quién eres?, carecen de importancia. La pluma allí no es más que un vestigio de uno que ya no se distingue, es la pluma de unos restos humanos. Así las cosas, cuesta entender el empeño actual por transformar la identidad en amalgama. Ridley Scott nos ofreció, en “Blade Runner”, la manifestación extrema de esa nueva civilización mediante una extraña ciudad abigarrada de eclecticismo lingüístico y tecnológico, y transitada por seres a la búsqueda, precisamente, de una identidad. Aquellos personajes en busca de autor, exigiendo su pluma, su origen y su diferencia, ofrecían una imagen tan patética como aquella de la paloma huyendo de las manos de Roy Batty (Rutger Hauer) al final de la película (“… Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.”).

Vemos casi a diario cómo Nike [1], la marca por excelencia, ofrece la pluma que ya no hay que buscar; su trazo, impronta eterna de la constancia añeja de su nombre ya transubstanciado, representa una identidad minimalizada y reconocible, que hace de quien la ostenta el ser virtual al que se ha visto arrojado. Porque la identidad está fuera, al igual que la respuesta. El horror interior, la disolución de dentro, exige mirar fuera. Poseer ese trazo, que no su soporte -unas zapatillas deportivas como otras cualesquiera-, ha significado el triunfo de una malicia sutil. De esta forma se ha logrado que la identidad se vea reducida a una cuestión que ha de resolverse en lo dado, mediante una acción de apoderamiento. Soy lo que tomo para mí, accediendo, entonces, al grupo de los que poseen (así se constituye el consumidor, que es un consumidor de identidad). Este fenómeno, que parece caracterizar a nuestra época en su empeño por la identidad, acaba por ofrecerse como disolución de la misma, y de este modo la época de la identidad es justo la época de su disolución. Así llegamos a comprender que la identidad, siendo el terreno sobre el que se asienta nuestro sentido, el de cada uno, resulta ser, no obstante, lo más incierto, lo más difícil y lo más frágil. Toda identidad precisa de una forma, ha de poseer un contorno y, en consecuencia, un límite capaz de constituir la diferencia implícita como necesidad operativa del proceso identitario. Sin embargo, en el momento en que nos desenvolvemos en un contexto dictatorial y expansionista la identidad asume una función homogeneizadora, y aquí es donde la cultura, que en la mayoría de los casos sólo es el vehículo de una ideología o de una visión del mundo, juega un papel fundamental; ella es el martillo y el cincel de una determinada personalidad. Identidad y cultura pueden considerarse términos sinónimos, no es posible una identidad sin cultura en sentido estricto. La idiosincrasia cultural ha venido a convertirse en materia de reelaboración económica y estética merced a la idea de progreso, único valor que decide sobre el grado de civilización, de ahí que el problema de la identidad se resuelva justamente aniquilándola (y no precisamente debido a una aspiración mística). Para ello se utiliza el “resorte” del deseo de una forma verdaderamente eficaz: mediante los “mass media” se intenta estimular no un “qué quieres ser” sino un “a quién te quieres parecer”. Esto es precisamente lo contrario de la identidad, ya que desde esa posición nunca habrá diferencia sino semejanza. El indio, el solo indio de todos lados. Se cree ingenuamente, a mi parecer, que la identidad es algo evidente, claro, y no se suele caer en la cuenta de que lo único claro es su carácter constructivo, artificial, que si asentimos sin problemas a eso de la identidad es porque en absoluto se piensa en ella o se piensa como algo que es “de suyo”, cuando en realidad es lo menos esencial que existe y liberarse de ella, en un cierto sentido, produce más un alivio que un conflicto. La identidad es un fenómeno básicamente situacional y esto es lo que trataremos de explicar a continuación.

La identidad, en términos y circunstancias concretas, se manifiesta habitualmente así: “¿quién eres?”, “¿quién soy?” (¿quién eres tú? ¿quién soy yo?). No hay alarde en esto, algún “síntoma” que nos ponga en guardia frente a lo corriente y a la corriente de lo corriente. Todo el mundo está convencido de eso de la identidad y, además, de que esa identidad mantiene una estrecha relación con el ser. Sin embargo, la identidad viene de fuera como ya se ha visto (¿quién eres tú?), ninguna persona de lo corriente se percata de esta corriente, es Platón quien cae en la cuenta y nos dice: “-¿Y no sabes que el principio es lo más importante en toda obra, sobre todo cuando se trata de criaturas jóvenes y tiernas? Pues se hallan en la época en que se dejan moldear más fácilmente y admiten cualquier impresión que se quiera dejar grabada en ellas” [2]. Como vemos, Platón ha entendido que lo que uno es viene de fuera (antes Homero, como la autoridad); así que ahora se propone establecer un nuevo “fuera” (no homérico) que marque la pauta de una nueva educación, de nuevos modelos, tal como son precisos para hacer posible la ciudad descrita en la República [3] (y la ciudad es el artificio de un esquema pedagógico y, por tanto, conformador de personalidad). Y en esa ciudad no basta con ser sin más, en bruto, pues eso sería como no ser, por tanto hay que instalarse en algo concreto: carpintero, pintor, guardián, etc. Sin embargo, Platón entiende que el guardián sea guardián, lo cual indica que ha de mantenerse constantemente en esa ubicación; que su posición ontológica no ha de estar sujeta a cambio sino que ha de ser permanente. No se admite un estar guardián, un estar carpintero … no se admite la diversidad circunstancial en un mismo individuo, o siquiera la democracia de una diversidad de situaciones comportamentales en un mismo individuo, al menos en la ciudad ideal; parece que es necesaria una ubicación constante, localizada, una continuidad activa que no cambie excesivamente ni en cortos espacios de tiempo, porque esto supone una introducción de la imprevisibilidad, una corrupción del orden y de un saber cierto del sitio de cada uno, un sitio dispuesto a responder en el instante de su demanda, y esto convertiría al guardián en una apariencia y no en un ser tal como desea Platón (el filósofo gobernante que sabe del ser de cada cosa, y cada cosa como un ser disponible), una imagen del mundo ideal que ha de perdurar durante toda su existencia. El gobernante tiene que saber (puesto que es el artífice de la ciudad) dónde está cada uno, y ese estar constituye el donde es de cada uno; tiene que tener poder y control sobre el “sitio” (topos, ubi) [4] y, para ello, ha de establecer primeramente los sitios, educar para ellos y colocar en ellos a quienes estime oportuno. De este modo, ocupar un sitio es fundamental para ser vigilado, pero, a la contra, cuanto menor sea el tiempo -o la permanencia- que uno está en el sitio, mayor será el despliegue del control, pues necesitará del rastreo.

A resultas de Platón vemos cómo el ser humano no es en sentido estricto sino cuando entra en cultura, en el sitio, en la ciudad; no posee un ser definido de modo óntico más allá de lo meramente animal y, así, sólo es posibilidad, materia civilizatoria. Carente de identidad, ésta sólo le sobreviene tras la “elaboración cultural” y esta identidad se cifra, a tenor de los modelos eidéticos, en un ser-como esos modelos establecidos y para ubicaciones establecidas. De esta manera, la cultura es una elaboración ontotecnológica para que el ser potencial (un modo de la disponibilidad) sea transformado en un estar-ahí ya concreto, óntico. De forma somera el proceso puede describirse así: “ser>ser+algo>ser+algo+fijo”; y por educar, que es un educar para eso, se entiende: “guiar, llevar algo hacia aquello que hemos establecido” [5]. La identidad aparece como el señuelo de la culturación. El saber de sí sólo es posible en un contexto de reflexión y de introspección, cuando uno no está pendiente de la dentellada al acecho, cuando uno ha dejado de estar en constante peligro. No puede haber identidad bajo amenaza, porque así se está pendiente de lo ajeno… aunque sólo sea para limitarse a salvaguardar lo óntico más primario, nunca lo ontológico. Y no puede haber identidad sin impresión, a tal fin la educación constituye la impresión misma y, en consecuencia, un reconocimiento del “fuera” como la única base referencial del proceso identitario. El comportamiento es la expresión de la impresión (que es el principio, lo originario, lo anterior), la integración en una escena común cuyos actores se reconocen exclusivamente en ese contexto, lo cual nos permite afirmar que mientras la educación es lo que queda impreso, la cultura es la huella que nos identifica. En el ámbito de la mímesis platónica, este mismo discurso nos revela a la identidad como una impronta; la impresión del fuera que uno encuentra al mirar por primera vez; cuando el que llega se encuentra con el que está ahí confundiéndose lo histórico y lo natural, el después con el antes. Esta confusión que indica a lo confuso, en tanto que materia moldeable, es lo que puede ser trabajado, sólo el niño es confuso y expresa lo confuso (una masa, una disponibilidad). La impronta le hace nítido, puesto que el niño no tiene identidad (impresión) sino afectos y estados anímicos (expresión). El niño “es”, en un sentido psicoanalítico, mientras está en el fuera de la cultura, frente a ella … aunque esto le aparte precisamente de la identidad, puesto que de algún modo aún está en un fuera de la configuración cultural, pero rápidamente será incorporado en las formas básicas del número (como elemento estatal) y el nombre (como elemento familiar). A fin de que la cultura logre construir al ciudadano, según la estructura de la polis, Platón concluye que lo que hay que hacer es controlar lo que impresiona para decidir qué es lo que debe impresionar y qué no: “-Debemos, pues, según parece, vigilar ante todo a los forjadores de mitos y aceptar los creados por ellos cuando estén bien y rechazarlos cuando no; y convencer a las madres y ayas para que cuenten a los niños los mitos autorizados, moldeando de este modo sus almas por medio de las fábulas mejor todavía que sus cuerpos con las manos” [6]. El gobernante expresa aquí su deseo, el imperio de su deseo en relación al otro, sin ningún tipo de miramientos, no se trata de lo que es sino de lo que tiene que ser, o dicho explícitamente: de lo que yo quiero que sea, porque sólo yo -Platón, el filósofo y gobernante- sé cuál es tu verdadera identidad. ¿Y cuál es ésta? Sencillamente la que mejor sirve a la ciudad (mi deseo proyectado y trascendido), según tus características; se trata de una identidad fundada en la funcionalidad y la operatividad. Podríamos presentar a esos “forjadores de mitos” como “los después”, el espacio de lo evaluado: conveniente / inconveniente, bueno / malo, es decir: como el juicio hecho sobre el puro acontecimiento del “es” al que hay que identificar para arrancarlo de lo diferente (pero considerando a lo diferente como aquello que es indiferente a la identidad). No podemos olvidar que no se puede juzgar lo ontológico porque es pura expresión, no impresión. El ser es acontecimiento, el venir a la aparición, como la instancia originaria tras la cual tiene lugar lo acontecido (“los después”) y entonces lo óntico, la concreción, la diferenciación, lo que se da ya al territorio del deseo. Sólo ahora puede tener lugar la impresión: la ética, la moral, la conveniencia o inconveniencia, la manipulación constituyente de la identidad.

Se ha de saber qué sucederá para optar por sucesos (impresiones) específicos que aseguren un comportamiento del todo previsible, moral, y esto no sólo es una exigencia platónica sino también -y mucho mejor elaborada- aristotélica [7]. Educar en esto o aquello es modular el carácter para tener un control sobre lo que hará, lo previsible. Y sólo porque la cultura es la técnica de lo previsible (si se funda básicamente en la manipulación) es siempre una reducción óntica de lo abierto, de lo ontológico (la asombrosa como infranqueable vía de la verdad de Parménides). El individuo está previsto, está planificado, y el futuro se manifiesta como la imposibilidad de un acontecer originario, una otra manifestación del ser, a la que tal vez sólo pueda prestar cierta ayuda el psicoanálisis lacaniano. Esto nos conduce ahora a un planteamiento en el que la identidad se manifiesta en relación a un “horizonte de expectativas”, ya que los otros, y El Otro de Lacan, hacen de la identidad una correspondencia con la imagen impresa en el otro a resultas de una repetición, puesto que esos otros y El Otro quieren que “me manifieste” siempre comportándome de un modo ya reconocido, acontecido, un modo en el que el otro me “identifica” porque respondo a lo que considera de mí, a lo que ha fijado en su mente como una aparición homogénea, un alma fiel. Se espera que uno sea como “era”, como venía siendo, como el otro me tenía “pre-visto” en su mente y en su memoria. Así se confirma el horizonte de expectativas del otro. Lo que se espera de cada uno de nosotros es que “actuemos” (dramaticemos) según las expectativas del otro. ¿Qué se esconde en las expectativas del otro? ¿Qué las sustenta? Que satisfagamos sus deseos; nos obligan a que coincidamos plenamente con la manifestación que un día le ofrecimos quedando así nuestro “modo de ser” fijado en un comportamiento, pero este comportamiento no es uno entre otros, sino sólo aquel que se ajustaba a las expectativas de otro, y la educación no es más que la alienación institucionalizada de otro (Platón, Aristóteles, planes educativos de unos intereses-deseos específicos, etc.). Ser esto o aquello es “ser para otro” (con todo lo que implica esta expresión); que es el otro quien considera y decide mi “ser”, que en realidad no es otra cosa que mi obligación, mi deber, a manifestarme continuamente de una misma forma, y esto es así porque ciertamente yo nunca soy, ni puedo ser, a lo sumo sólo se trata de “estar”; un estar a la disposición de los deseos del otro. Mi ser consiste -si se puede hablar así- en “estar dispuesto”. Mi identidad es la disponibilidad. El deber consiste en limitarse a cumplir los deseos del otro en detrimento de los de uno. Todo deber es represión, otra cosa es opinar moralmente sobre la represión, si es o no necesaria o conveniente y cuándo y cómo es necesaria o conveniente. Platón pretende resolver justamente este dilema estableciendo, de modo dialéctico (para que la fuerza se valga de la seducción en vez de la violencia), que su moral es la más conveniente.

Uno ha de imitarse a sí mismo en el momento en que fue interiorizado el deseo y la voluntad de otro y quedar reducida la cuestión de los estados temporales de comportamiento a una continuidad de índole homogénea, ontológica. Esto puede verse como un modo de expresar la no diferenciación ontológica: confusión del estar (óntico) con el ser (ontológico). No obstante, Platón opina que la identidad tiene que ser no sólo construida sino también continua: “¿Deben ser imitadores nuestros guardianes o no? ¿No depende la respuesta de nuestras palabras anteriores, según las cuales cada uno puede practicar bien un solo oficio, pero no muchos, y si intenta dedicarse a más de uno no llegará a ser tenido en cuenta en ninguno aunque ponga mano en muchos?” [8]. Identidad y especialización van ligadas, porque la especialización es fundamental para que el reparto de modelos se mantenga firmemente, y sobre todo para que en la tópica social las funciones queden perfectamente delimitadas. Cada uno “debe estar ” en “su sitio”… si quiere ser tenido en cuenta, dice el hábil Platón. ¿Para qué o por quién ha de ser tenido en cuenta? ¿Qué es eso de ser tenido en cuenta? No hay impedimento alguno para ser capaz de realizar bien varias tareas: uno puede ser un perfecto conocedor de la mecánica de un automóvil, a la vez que un perfecto conductor y constructor de automóviles, y ser un experto entomólogo. Otra cosa es destacar por encima de los otros, algo del todo innecesario para la vida aunque muy necesario para ser señalado, singularizado, identificado de modo específico. El narcisismo puede ser un perfecto instrumento de control a poco que uno sea seducido por la fama derivada de la admiración. Una vez logrado ese “ser tenido en cuenta”, está a la mano la conversión en autoridad y en pronta tradición. Pero, incluso así, la versatilidad puede ser de gran valor si los intereses de la convención social lo requiere.

Sin embargo, Platón es un innovador, un constructor de civilización y, en consecuencia, un hombre consciente del relativismo de la identidad. Entiende la constitución del “yo” frente al objeto (o lo conocido) como algo que tiene que romper con la tradición en tanto que ésta no trata con un “yo” sino que se limita a ser una mera repetición guiada por arquetipos. Éstos no son razonados ni sometidos a crítica sino que son asumidos sin más, como algo que viene de fuera a cubrir un vacío interior. De este modo, el individuo no existe como tal sino que es como una materia informada y conformada por la tradición. Desde un principio, algunos griegos pudieron darse cuenta de que eso de la personalidad (la mascarada) o el ser de cada uno era algo de lo que se carecía y que tal vacío, necesitado de relleno, era colmado por la tradición (oral) en sus personajes heroicos. La construcción, por tanto, de una civilización, fundamental para la agrupación e identidad de un colectivo, era algo necesario y evidente. Uno no podía ser de éste o aquél modo, según su sola voluntad, autónoma, sino que su identidad estaba planificada y realizada de antemano en los héroes tradicionales. Ese esquema es el qu e advierte y considera Platón para reformularlo en su República, lo cual significa que, entonces, la identidad puede configurarse de forma diversa a la imitación tradicional. Ahora ya no se trata de un “ser-como”, a la antigua, sino de un “ser-lo-que-quiero”, es decir: un “ser-como” pero dispuesto a raíz de la nueva estructura de la ciudad y sus necesidades. En ese punto los griegos surgidos del concepto, y no de la figura, han podido ser o sentirse mucho más libres que nosotros, puesto que ante ellos se desplegó el horizonte de la posibilidad pura, no como a nosotros, que nos encontramos de nuevo, y es lo ordinario, atados a arquetipos y a la imitación “clásica”; que somos más “seres-como” que los griegos posthoméricos. Cuando hoy se habla de que el individuo ha de llegar a ser lo que quiere no parece que, con ello, se esté indicando un modo de ser distinto a las identidades establecidas, sino que más bien se refiere a un oponerse a esas propuestas, esto es, que ser una identidad fundada en un “yo” al estilo socrático consiste en ser un “no”: o “eres-como” o “eres-contra-como”. Y esto, en muchísimas ocasiones, acaba con el individuo en el diván, en la cárcel, en el psiquiátrico o en el monte … siempre fuera.

Dentro de la civilización no puede haber una identidad absolutamente diferenciada, del todo excepcional. Aristóteles tenía razón, al principio siempre está la imitación: el niño imita al padre, a la vez que el padre le hace imitar determinada cosa cuando el niño no lo hace “como debe” (como “se” debe). Llegado el momento de la autoconciencia el individuo que quiere ser dueño y señor de “su” identidad, que de hecho quiere una identidad propia, una autonomía y diferenciación ontológica, lo que hace es echar mano de lo que le pone ahí delante el mundo y optar por aquello en lo que más se ve (desea). El elenco fenoménico aparece así: “yo quiero ser como Ronaldo”, “yo quiero ser como Botín”, “yo quiero ser como Cela”, “yo quiero ser como El Che”, y esto es lo mismo que: “yo quiero ser como Aquiles, como Héctor, como Ulises …”. Fijaciones en imágenes que implican, a su vez, unos talantes y unas virtudes. Con menos frecuencia niños y jóvenes, y algún que otro adulto sincero, espetan hoy, por lo común, “yo quiero ser futbolista, o avaricioso, o escritor, o revolucionario”, que son conceptos que carecen de rostro, porque ese rostro se lo debemos poner nosotros y, con él, nuestra impronta, nuestro modo de jugar al fútbol, de ser avaricioso, nuestro modo de escribir, etc. Es decir, nuestra manera singular de ser cada una de esas cosas pero sin ser Ronaldo, Botín, Cela o El Che. Buscamos que sea nuestro rostro el que veamos y no el de ellos. Sin embargo, al final de ese proceso siempre aparece el mismo rostro, porque ya es el rostro y no un nombre. ¿Y si al final donde viese a Ronaldo me viera yo? ¿Y si Ronaldo fuese yo? Bajo la primacía del concepto el rostro es intercambiable. El concepto es individuo y el rostro es persona (máscara). En este sentido, la noción de “yo” alumbrada por Platón, a través de Sócrates, trae una liberación del concepto oculto tras la máscara del rostro. Ahora uno no debe ser como Aquiles, sino ponerse en el lugar de Aquiles para hacer que el concepto se constituya en algo más fundamental que el rostro. Uno no debe adoptar la máscara de Aquiles, sino que uno debe convertirse en la máscara del rostro que es el concepto.

En definitiva, y a raíz de esta escueta reflexión sobre Platón, diría que la identidad en realidad no es. Por expresarlo de un modo más claro, y pecando de radicalidad, propondría que la identidad es un asunto, o un fenómeno, que acontece y se manifiesta como “crisis de identidad”, o lo que es lo mismo, que sólo cuando uno dice que “está pasando por una crisis de identidad”, queriendo decir con ello que, de repente, no sabe quién es, entonces es cuando verdaderamente está “en” la identidad, en el asunto de la identidad, en su fenómeno; cuando está en el rostro del concepto, o incluso en frente del concepto, sin máscara, es cuando verdaderamente se encuentra inmerso en el tema de la identidad. Así, podríamos decir que el surgimiento del “yo”, con Sócrates y Platón, en respuesta a la imitación de la tradición homérica, es producto de una crisis de identidad. Que la constitución de la separación entre sujeto y objeto (o entre concepto y máscara) obedece a la crisis que supone la inoperatividad de la tradición homérica para la conformación de la identidad griega en ese momento ya histórico.

Para terminar añadiría -como un paso del ser como Aquiles al ser como Dios- que la identidad es hasta tal punto un constructo que, en su colmo, ese “querer ser como” imagina una manera cuya característica primordial es la realización partiendo de nada (de ningún algo) y, sobre todo, la realización de LA IDENTIDAD sin referente, de nada, como un acontecimiento extraordinario, como un acto de magia blanca: aparición de la IDENTIDAD. ¿No sería eso lo monstruoso? ¿Uno que no es como alguien? ¿Uno aún sin rostro? ¿Uno inimitable? La tradición occidental cuenta con “Yhv” (el dios de los hebreos) y con una presentación suya a través de Moisés (“El que soy”; “El que será o estará”, como alguien que no da mucha cuenta de sí), pero antes, en el Génesis, habla del hombre como una imagen suya. Que Adán, el que está hecho de barro, no se debe a sí sino a otro, no posee identidad -si queremos expresarnos así- porque su ser no es suyo, no se le debe a él (ha sido el resultado del deseo de otro, de la voluntad de otro: Adán está ahí porque Dios ha querido). Es cierto que en el relato Adán no se pregunta nunca por sí mismo, no tiene autoconciencia y vive “con-fundido” entre el resto de los seres. Es cuando “quiere ser como”, cuando le vienen todos los males. Por lo común se piensa en la identidad como en aquello que hace a una cosa ser específica y diferente a otras. En este sentido, la identidad está con la cosa. Una huella dactilar es lo específico del DNI, sólo que a la huella se le acompaña un rostro y un nombre, más un número, para que la parte identifique al todo y el todo a la parte. Pero, siguiendo la reflexión sobre el relato del Génesis allí donde la habíamos dejado, vemos que Adán “quiere ser como” Dios. Adán, modelo para todos los hombres, esto es, que todos los hombres “son como” Adán, quiere ser como Dios. Por ello, cuando la serpiente tienta a la mujer y ésta responde que no pueden comer del árbol prohibido porque morirían (o llegarán a saber y ser conscientes de que son mortales), la serpiente le responde: “¡Que vais a morir! Al contrario, es que Dios sabe que en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Génesis, 3 - 4, 5). El “ser como dioses” es el acto mimético por el cual se atrae el hombre la desgracia, pero ese “ser como” no busca una imitación de lo superficial, de lo aparente, sino de la presunta esencia de lo divino: ¿qué es Dios? ¿qué tiene que le hace ser Dios y no otra cosa; que lo hace radicalmente distinto y “mejor” que el hombre? Dios no hace algo como él o mejor que él sino algo peor; no sigue la pauta genética, que, teóricamente, mejora a la especie. Conoce el bien y el mal, sabe diferenciar, identifica, porque fundamentalmente la diferenciación exige identificación, y Dios o los dioses saben la diferencia en un ámbito especialmente sutil, puesto que esa diferencia no alude, se parece, a meras cuestiones matéricas u objetuales sino a un espacio eminentemente abstracto. Adán nombra y diferencia, y por tanto identifica, en relación al mundo natural, a lo inmediato, pero: ¿qué ocurre con el comportamiento y con la autoconciencia? ¿qué ocurre cuando el ser humano descubre de sí mismo que es diferente al “reconocer” el sexo, los atributos del género? Así pues, la felicidad, el paraíso, se caracteriza por asumir una identidad, digámoslo así, ya dada; una identidad que no es el resultado de una reflexión y una resolución que decide “ser como” y, en consecuencia, que surge al amparo de aquel “lo que uno quiere ser no es” porque lo que se es adviene a la conciencia a resultas de lo que se pretende ser. Es esa experiencia volitiva de la identidad, que mira fuera, la que incide en lo que se es, justo en aquello que antes no llamaba la atención. En el juego de la tentación se despliega toda esta problemática de la identidad, que aparece a expensas de un conflicto activado por la manipulación del deseo. El “querer-ser-como” es una manifestación del deseo, aunque para ello sea necesario poseer / tener aquellas características y facultades propias del objeto de deseo. Uno sólo puede “ser-como” si, a la vez, posee en sí lo específico del objeto a imitar, lo cual quiere decir en este caso que, para ser como Dios, uno necesita “conocer el bien y el mal”. Y cuando se logra ese conocimiento: ¿se es ya como Dios o los dioses, o se es ya dios o un dios? Ahora entramos en la diferenciación entre “ser como” (imitación) y “ser” (mismidad). En la imitación siempre hay una suplantación, no una conversión, lo cual indica que o hay mímesis o hay lo tal cual. Sin embargo, cuando defendemos la convencionalidad de la identidad, su carácter meramente artificial, admitimos de algún modo que en el proceso que lleva a la construcción de la identidad se da inevitablemente el componente mimético. Uno inicia su andadura personal sin identidad, sin tener conciencia de que posee una idiosincrasia específica y diferenciadora, además de la información proporcionada por la afectividad y la sensibilidad. La visión interior viene determinada por lo que se ve fuera, por el afuera. Se quiere lo que se ve ahí delante, la impronta que atrae, fija y dicta la pauta del que no sabe de sí. La noción convencional de la identidad es sólo una consecuencia de la ignorancia y de la voluntad dominada por el deseo.

 

 


NOTAS

[1] Nice, transcrita al castellano, diosa griega que personifica la victoria. Se le identifica con la diosa Atenea. De ahí que la marca deportiva utilice una “v”, hecha de un trazo, como seña de identidad.

[2] La República. Trad. José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano. Alianza, Madrid (1999), libro II, 377 a-b, p. 155.

[3] V., para un estudio específico de la propuesta platónica frente a Homero, el ya clásico como excelente libro de Eric A. Havelock: Prefacio a Platón. Visor, Madrid, 1994.

[4] Esto es justo lo que le pide Don Juan Mato, el indio yaqui, a Carlos Castaneda en uno de sus primeros encuentros con los psicotrópicos (v. Carlos Castaneda: Las enseñanzas de Don Juan. F.C.E., Madrid, 2.ª edic., de la 26 reimp., 2000).

[5] Lat. Educare: preparar la inteligencia y el carácter de los niños para que vivan en sociedad, según María Moliner. Una definición que resulta, a nuestro parecer, bastante irónica. Eso de “preparar la inteligencia” es la masa tierna que Platón ansía moldear como el pan. Y esto es como hurgar, modelar, socializar, que no es otra cosa que domesticar (cfr. Peter Sloterdijk: Normas para el parque humano. Siruela, Madrid, 2001): ser capaz de vivir en una casa -sitio, recinto, cerrado- en una construcción, en un cosmos … lejos de la naturaleza, lo salvaje, lo violento, lo imprevisible, lo inhóspito, del deseo y su colmo. Allí donde lo más parecido a la identidad es el hambre, el dolor, el miedo, la alerta, la angustia. La educación es a los seres humanos lo que la domesticación a las bestias. Y Platón es, con La República, un domador actualizado.

[6] República, 377 c, p. 156.

[7] V.  el tratamiento de la tragedia y de los héroes trágicos, en relación a la mimesis y a la catarsis, en la Poética.

[8] República, 394 e, p. 185-186.

 


BIBLIOGRAFÍA

 

Alemán Lavigne, Jorge y Larriera, Sergio: Lacan: Heidegger. El psicoanálisis en la tarea del pensar. Miguel Gómez Ediciones, Málaga, 1998.

Aristóteles: Poética. Edición y traducción de Salvador Mas. Biblioteca Nueva, Madrid, 2000.

Castaneda, Carlos: Las enseñanzas de Don Juan. F.C.E., Madrid, 2.ª edic., de la 26 reimp., 2000.

Havelock , Eric A.: Prefacio a Platón. Visor, Madrid, 1994.

Platón: La República. Trad. José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano. Alianza, Madrid, 1999.

Sloterdijk, Peter: Normas para el parque humano. Siruela, Madrid, 2ª edic., 2001.



 

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