Jacinto Choza

Miguel Hernández,
poeta de la vida y de la muerte

 

Rinat Izhak: Retratos naturales

 


I Jornadas "Miguel Hernández: Su huella. Año hernandiano 2010".

Castuera, 26 de Octubre de 2010.


 

1.- Frente de Castuera, 1937.

A mediados de febrero de 1937 Miguel Hernández es destinado al frente de Castuera, mientras trabajaba en Jaén como Jefe del Altavoz del Frente Sur. Un mes después, el nueve de marzo de 1937, se casa en Orihuela con Josefina Manresa, y tres meses más tarde, el 13 de junio de 1937, llega a su destino extremeño. Allí redacta algunos de los poemas del libro Vientos del pueblo, y desde allí escribe a Josefina seis cartas entre el 14 y el 19 de junio de 1937. [1] Las cartas a Josefina de julio y agosto están fechadas en Valencia, y las de septiembre en París, Estocolmo, Moscú, Leningrado y Kiev.

Miguel Hernández colaboró con el periódico del PCE Frente extremeño, de Castuera, que se publicó entre el 20 de junio y el 25 de julio, con una frecuencia de dos números por semana. En esos escritos y en algunos de sus poemas habla de la guerra, de los ideales políticos, de su pasión por España, y apenas habla de Castuera. En las cartas a Josefina, tampoco. Todas son efusiones amorosas del mismo tono cálido que sus poemas. Son su diario de un poeta reciencasado. Aquí no habla de la guerra. La guerra allí tuvo un frente constante en la provincia de Badajoz desde 1936 a 1939. Cruzaba las comarcas de la Campiña Sur y de la Serena, y trazaba una línea móvil que enlazaba los pueblos de Azuaga, Granja de Torrehermosa, Malcocinado, Castuera, Cabeza de Buey, Medellín y otros más hacia el norte.

También en la primavera de 1937 se encontraba en aquella línea del otro lado del frente un soldado dos años más joven que Miguel Hernández, destinado en el cuerpo de sanidad del ejército de Queipo de Llano, Juan Antonio Choza Ferrer, mi padre. También él escribía desde allí cartas a su novia, Encarnación Armenta Camacho, mi madre, que las recibía y contestaba en Sevilla.

Juan Antonio no tenía ideales políticos que le llevaran a impulsar ningún tipo de conflicto bélico. Era desde que tuvo uso de razón pacifista. Estudió medicina, y aunque salió excedente de cupo del servicio militar por sorteo, en las levas de guerra fue destinado al frente como practicante, como sanitario. No disparó nunca un tiro, y pasó los tres años de guerra curando heridos y enfermos.

Desde Castuera le devolvieron a Encarnación una de las cartas que había escrito a Juan Antonio. Su hermana Isabel se la guardó para que ella no la viera. Que devolvieran una carta dirigida a un soldado en el frente no era un buen presagio. Tiempo después recibió carta de Juan Antonio. Habían estado sitiados por el ejército de la República, Fueron días muy angustiosos. Pasaron mucha hambre porque se quedaron sin víveres, y, sobre todo, pasaron mucha sed. Tanta que Juan Antonio, al borde de la desesperación, había llegado a beber agua oxigenada y se le había llenado la boca de espuma, había llegado a beber la propia orina destilada a través de algodones, y había tenido que limpiar la boca y el sudor de los enfermos sedientos también con agua oxigenada del botiquín.

Por fin levantaron el sitio y llegaron refuerzos. Con ellos llegaba Rafael, hermano menor de Juan Antonio, suboficial del ejército de Andalucía y le ayudó. Le escuchó que tenía hambre, mucha hambre. Le llevó a la cantina de suboficiales y le pidió al cantinero que sirviera un par de huevos fritos al soldado. Se los tomó. ¿Quieres más? Sí. Así otra vez y otra, hasta siete. Catorce huevos fritos. Tenías mucha hambre. Si, mucha.

Más tarde Juan Antonio salió del frente de Extremadura y fue destinado a un campo de concentración en la retaguardia, a la custodia de un batallón de prisioneros gudaris. Después acabó la guerra y volvió a Sevilla.

Rompió su diario de guerra cuando dos de sus hijos lo estaban mecanografiando. Quería enterrar la guerra. No quería que sus recuerdos sirvieran para que nadie odiara a nadie. Intentó siempre olvidarla. Pero sin embargo no se olvidaba de Castuera. Cantaba de vez en cuando una canción que quedó para siempre entre mi repertorio infantil:

Adiós, Castuera,
que las chicas guapas son, guapas son;
adiós, Castuera;
adiós, Cabeza de Buey.

La humanidad profunda y densa respiraba a ambos lados del frente, y dejaba sus latidos en otros corazones que ahora trabajan en nosotros y en nuestros hijos, y que ya no se enfrentarán en conflictos fratricidas. Miguel y Juan Antonio pueden decir al unísono

He prolongado el eco de sangre a que respondo.

Miguel y Juan Antonio deambularon por el sur de España y lo recorrieron. Cuando acabó la guerra y, en 1942, se casó, Juan Antonio se instaló como médico en Villafranca de los Barros, y en 1951 se trasladó a Nerva, en la cuenca minera de Riotinto.

Durante los años 40 y 50, en las dos décadas siguientes a la guerra, en las que los españoles padecieron mucha miseria, hambre, enfermedades, falta de atención sanitaria y educativa, falta de infraestructuras de comunicación, falta de información y de libertad informativa, los médicos que salían de las universidades se repartían por el territorio nacional y trabajaron construyendo con mucha abnegación y pocos medios la Seguridad Social. Esa Seguridad Social de la que ahora tanto se enorgullecen, y con razón, España y los españoles. En esos años Juan Antonio, como buena parte de sus compañeros de profesión, libraron algunas batallas importantes, de las cuales las más contundentes y benéficas fueron la erradicación de la tuberculosis y el paludismo de la superficie peninsular. Por su parte, Encarnación, durante las mismas fechas y por lo mismos territorios, también libró, en calidad de maestra nacional, otra de las batallas claves contra loa miseria de los españoles, a saber, la batalla para erradicar el analfabetismo.

En este punto, las vidas de Juan Antonio y Encarnación tuvieron bastante analogía con la de Miguel Hernández, porque Miguel, no en las décadas posteriores a la guerra por desgracia, pero sí en la anterior, también libró la batalla por erradicar la incultura y la ignorancia de las tierras y los pueblos de la península.

Antes de que estallara la contienda, Miguel Hernández participó en tres misiones pedagógicas, en las de Cartagena, Salamanca y La Mancha. La primera fue en 1933 en Cabo de Palos, a donde Carmen Conde y su marido, Antonio Oliver, llamaron al poeta para colaborar con la Universidad Popular de Cartagena, y donde él realizó tareas de recitador, bibliotecario y músico.

La segunda misión fue en 1935 en Salamanca, y la tercera en marzo de 1936 en La Mancha. Por esas fechas, Miguel viajaba por las tierras de don Quijote recopilando información para la enciclopedia taurina de José María de Cossío, y alternaba su actividad de recopilador con la de recitador y bibliotecario en las misiones. Cossío le pagaba el mismo jornal que le abonaron por su tarea pedagógica, a saber, 10 pesetas diarias. Así consta en algunas de las cartas de escribe con membrete del Hotel Castilla de Puertollano durante el mes de marzo. [2]

Las misiones pedagógicas pretendían acercar la cultura a las zonas rurales más desfavorecidas de principios del siglo XX. Durante el gobierno de la segunda república estas misiones se implantan de una forma efectiva, participando en ellas maestros, poetas y artistas de la época: Cossío, Antonio Machado, Pedro Salinas, Miguel Hernández y otros.

El poeta de Orihuela contribuyó a la educación ciudadana de muchos campesinos españoles, analfabetos o deficientemente escolarizados, con una débil conciencia social, política y cultural, y con un horizonte restringido, que escasamente les capacitaba para una vida urbana, y no digamos nacional. Para la mayoría de ellos Europa todavía no significaba nada.

Las misiones tenían precisamente la función específica de abrir las mentes de los campesinos y aldeanos a esa cultura difusa que transmite la vida urbana: información sobre inventos y eventos de otros países, otros continentes, a través de escaparates, cines, teatros, periódicos, presentación de obras de arte, etc., en unos ámbitos donde no existían medios de comunicación social de ninguna clase.

Algunas fotografías de la época, algunos vídeos rudimentarios, y posteriormente algunas películas, recogen las caras de asombro de aquellos campesinos que nunca habían contemplado una película, ni escuchado una pequeña orquesta, ni una representación teatral.

La pasión por promocionar y enseñar, por mejorar las condiciones materiales de vida, ampliar los horizontes mentales e insuflar ilusión en las almas de algún modo cerradas sobre su terruño, eso es lo que hermana a Miguel Hernández y tantos colegas suyos de las décadas de los 20 y los 30, con las de Juan Antonio y Encarnación y tantos colegas de ellos en las décadas de los 40 y los 50. Porque por debajo del signo ideológico que los gobiernos dieron a las actividades fundamentales de sus ciudadanos, los hombres y las mujeres de las tierras extremeñas y andaluzas lucharon por dar a sus hijos una vida lo más digna que ellos pudieron en los momentos en que les tocó vivir.

 

2.- Las fronteras de lo telúrico.

Y ahora, después de haber desplegado sobre la tierra que nos ampara y nos alimenta, el recuerdo de las personas que veneramos y que nos enseñaron, llega el momento de hablar de la poesía del Miguel Hernández, y de lo que significa en nuestras vidas.

Un poeta es un ser agraciado y afortunado, con que la naturaleza regala de vez en cuando a los humanos, para que les enseñe lo que sienten y viven, para que lo digan, lo hagan claro, luminoso, transparente y reproducible, para que graben en esa especie de disco o cinta que son las palabras, un sentimiento único, una vivencia de un determinado vigor y de una precisa vibración, de manera que al pasar por ellas una herramienta lectora como una aguja de zafiro, un rayo láser, o más sencillamente la voz humana, se vuelva a producir, se re-produzca, el mismo sentimiento, la misma vivencia.

La poesía es ese truco del alma mediante el cual lo más valioso de lo vivido no cae perdido en el pasado, sino que se salva en esa región de la eternidad que es la palabra. Y por eso gracias a ella podemos volver a vivir lo mejor de lo que hemos vivido, como a veces consiguen también algunas buenas fotografías y cuadros, algunas buenas esculturas, algunas buenas canciones, algunos buenos vídeos y películas.

Pero cada poeta es diferente, tiene un sensibilidad distinta y una expresión particularmente suya. Un estilo absolutamente personal, como los pintores y los músicos. Y vive y dice las cosas de una manera que es exclusivamente suya. Por eso siempre hay unos poetas con los que sintonizamos más que con otros, porque sienten de un modo más parecido a como nosotros sentimos, valoran de un modo más semejante al nuestro, y dicen más lo que a nosotros nos hubiera gustado decir pero que nosotros ni imaginábamos que podría expresarse así.

Hecha esta pequeña aclaración sobre lo que es la poesía y lo que hacen los poetas, puede declararse a continuación que Miguel Hernández es el más telúrico de los poetas que escriben en lengua castellana, y uno de los poetas más telúricos de la literatura de todos los tiempos y lenguas.

El adjetivo castellano "telúrico" deriva del sustantivo latino tel-us, tel-uris, que significa 'tierra'. Telúrico significa terrestre, terrenal, en el sentido en que se contrapone lo terrenal a lo espiritual, a lo fantástico, a lo imaginario, a lo soñado, a lo romántico. Telúrico significa lo denso, lo fuerte, lo vital, lo profundo, como contrapuesto a lo suave, etéreo, desvaneciente, superficial. También significa lo fecundo, lo caliente, lo comestible y lo potable, lo asible, frente a lo incoloro, inodoro e insípido. Lo raudo y apasionado frente a lo lento y casi indiferente.

La acumulación de adjetivos ilustra débilmente los rasgos del poeta, que no quedan nítidamente perfilados en su telúrica contundencia hasta que se les compara con otros poetas que también cantan a la tierra y al mar, a sol y a las flores, a la mujer y a la vida, pero lo hacen más bien en clave humanista como Machado, naturalista y surrealista como Neruda, costumbrista como Lorca o sentimental nostálgica como Juan Ramón.

De todos estos poetas recibe Miguel influencias, con casi todos ellos mantuvo correspondencia y con todos se relacionó muy amistosamente. Y puede decirse que su poesía tiene sus fronteras telúricas más propias en los momentos en que linda con la de ellos.

De todos los asuntos sobre los que la poesía puede tratar, los más telúricos son los de la naturaleza viva. Vegetación, agua, animales, primavera y verano, otoño e invierno, vida y muerte. Porque en el planeta tierra se da agua, vegetación, vida y muerte. De manera que la vida y la muerte son, por excelencia, los temas de la poesía telúrica.

Machado y Neruda son poetas que describen la naturaleza, la vida y la muerte. Pero Machado y Juan Ramón son poetas de tonos otoñales, nostálgicos, soñadores, que pintan con tonos pastel y que gustan de la sfumatura, de lo difuso. Lorca es un poeta que canta la vida del pueblo, y que dibuja la naturaleza según queda asumida en los avatares de sus gentes. Y Neruda es un poeta que canta la naturaleza en primavera y en verano, la vida en toda su pujanza, pero más que un poeta telúrico es un poeta oceánico, sideral, cósmico, y que canta la epopeya del cosmos.

Miguel Hernández es un poeta que canta la vegetación mediterránea, en primavera y en verano, y el agua del mar y de la lluvia, los surcos del arado, los almendros, las higueras, la miel y las abejas, las palmeras y los limoneros, el toro en su vitalidad y en su muerte, el sexo, la mujer, el hijo. Todo eso en su vida y en su muerte.

Todas esas peculiaridades de nuestros poetas se perciben mejor mediante pequeñas muestras representativas de sus obras.

Cuando Machado describe paisajes, a la llanura le brota alma en "La tierra de Alvargonzález":

¡Oh tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma! (Versos 563-566)

Cuando Neruda describe América, los montes y la vegetación componen un gigantesco poema épico en el Canto General:

América arboleda,  
zarza salvaje entre los mares,  
de polo a polo balanceabas,  
tesoro verde, tu espesura.  

Germinaba la noche  
en ciudades de cáscaras sagradas,  
en sonoras maderas,  
extensas hojas que cubrían  
la piedra germinal, los nacimientos.  
Útero verde, americana  
sabana seminal, bodega espesa,  
una rama nació como una isla,  
una hoja fue forma de la espada,  
una flor fue relámpago y medusa,  
un racimo redondeó su resumen,  
una raíz descendió a las tinieblas.

Cuando Lorca habla de las higueras y la pitas, los montes y las noches se llenan de fantasía gitana en el "Romance sonámbulo":

Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha,
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.

Y cuando Juan Ramón habla del "Álamo blanco", su alma y el árbol se entrelazan en una unidad de serena e íntima nostalgia:

Arriba canta el pájaro y abajo canta el agua.
(Arriba y abajo, se me abre el alma.)
Entre dos melodías la columna de plata.
Hoja, pájaro, estrella; baja flor, raíz, agua.
Entre dos conmociones la columna de plata.
(Y tú, tronco ideal, entre mi alma y mi alma.)

Mece a la estrella el trino, la onda a la flor baja.
(Abajo y arriba, me tiembla el alma.)

Pero cuando Miguel Hernández habla del paisaje, de los árboles, del cielo, del mar o de la tierra, lo que hay es estricta y sobriamente mar, tierra, aire, árboles y flores, que no están invadidos por su alma, ni por la historia, ni por las costumbres, ni quedan borrosos entre la niebla o la nostalgia, ni desfilan como en grandes demostraciones de poder.

Cuando Miguel habla de la tierra, la tierra es tierra, como lo es para los judíos. La comprende a ella misma por ella misma, y la celebra.

La palmera levantina,
la columna que camina.
La palmera... la palmera...

La palmera levantina,
la que otea la marina,
la mediterránea era.

La que atrapa la primera
ráfaga de primavera
la primera golondrina.

La que araña los luceros
y se ciñe los encajes
de las nubes a los zancos datileros.

La que brinda sol en grano al verderol.
La que se arroja de bruces contra el Sol.

El magnífico incensario
que se mece solitario.
La palmera... la palmera...

Al final de una colina,
contra azul extraordinario...
¡la palmera levantina!

La palmera lo primero
que ve el ojo marinero
de los mares de Levante.

La palmera, la que encuna
al arcángel de la luna,
¡la palmera de Alicante!

Vedla, fina,
palpitar en el confín.
Vedla, presa, en la retina
de Azorín.

La palmera... la palmera...

Como manos compañeras,
al dejar mis anchos valles
y marchar de una mentira bella en pos, como manos,
desde fondos de horizontes y colinas
me dijeron las palmeras
levantinas,
"¡adiós!".

Pero todavía en el amor y el erotismo se percibe con más fuerza el rasgo telúrico de la poesía de Miguel, en contraste con sus otros compañeros.

Machado ama y contempla en los ojos de la mujer las noches y los campos, divaga enamorado por los cielos y la tierra.

"Inventario galante"

Tus ojos me recuerdan
las noches de verano,
negras noches sin luna,
orilla al mar salado,
y el chispear de estrellas
del cielo negro y bajo.
Tus ojos me recuerdan
las noches de verano.
Y tu morena carne,
los trigos requemados
y el suspirar de fuego
de los maduros campos.

Neruda se entrega a las vicisitudes del amor y levanta las pasiones más fuertes en una épica y una dramática de la carne que desbordan lo humano y lo terreno.

"Canción desesperada"

Te ceñiste al dolor, te agarraste al deseo.
Te tumbó la tristeza, todo en ti fue naufragio!

Hice retroceder la muralla de sombra,
anduve más allá del deseo y del acto.

Oh carne, carne mía, mujer que amé y perdí,
a ti en esta hora húmeda, evoco y hago canto.

Como un vaso albergaste la infinita ternura,
y el infinito olvido te trizó como a un vaso.

Era la negra, negra soledad de las islas,
y allí, mujer de amor, me acogieron tus brazos.

Era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta.
Era el duelo y las ruinas, y tú fuiste el milagro.

Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme
en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos!

Mi deseo de ti fue el más terrible y corto,
el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido.

Cementerio de besos, aún hay fuego en tus tumbas,
aún los racimos arden picoteados de pájaros.

Oh la boca mordida, oh los besados miembros,
oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos trenzados.

Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo
en que nos anudamos y nos desesperamos.

Lorca protagoniza un erotismo travieso y transgresor, juguetón y flamenco en el paisaje y la noche gitana.

"La casada infiel"

En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.

Juan Ramón apenas da un beso temblando de emoción en el poema "Adolescencia":

Le dije que iba a besarla;
bajó, serena los ojos
y me ofreció sus mejillas,
como quien pierde un tesoro.
—Caían las hojas muertas
en el jardín silencioso,
y en el aire erraba aún
un perfume de heliotropos—.

En el amor y el erotismo Miguel es absolutamente directo, inmediato, esencial, sin distraerse en el contexto ni en la ornamentación, sin divagar por los cielos ni la tierra, sin epopeya, y toda la suavidad y la ternura vienen provocadas por la carne de la mujer y vuelven a ella. Son las que emanan del puro y contundente acto del amor. Así es en la "Canción del esposo soldado":

He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.

Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.

Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.

Así se perfila la poesía de Miguel Hernández como terrenal, hebraica, extrayendo de esta palmera, de esta higuera, de esta mujer y de estos pechos toda su fuerza y su poderío pasional, sin ir a buscarla en las mareas o en las noches, y haciéndolas circular y emanar de esa higuera y esos pechos.

El carácter telúrico de la poesía de Miguel, además de poderse percibir en la descripción del paisaje y del erotismo, se expresa de modo paradigmático en sus cantos a la vida y a la muerte.

 

3.- El poeta de la vida.

El canto a la vitalidad, a la vida, puede registrarse en la poesía de Miguel, en primer lugar, en los múltiples poemas a la animalidad del toro. Esos poemas tienen su relación con la enciclopedia taurina de José María Cossío, para la que trabajó el poeta, como se ha señalado, y con el conjunto de sonetos al toro que publicara años más tarde Rafael Morales, en los cuales se prolonga el eco de la voz de Miguel Hernández. [3]

La vitalidad del toro aparece así:

El rayo que no cesa
14

Silencio de metal triste y sonoro,
espadas congregando con amores
en el final de huesos destructores
de la región volcánica del toro.

Una humedad de femenino oro
que olió puso en su sangre resplandores,
y refugió un bramido entre las flores
como un huracanado y vasto lloro.

De amorosas y cálidas cornadas
cubriendo está los trebolares tiernos
con el dolor de mil enamorados.

Bajo su piel las furias refugiadas
son en el nacimiento de sus cuernos
pensamientos de muerte edificados.

En segundo lugar, y después del canto a las energías vitales del animal ibérico por excelencia, la pujanza vital aparece en el despertar del deseo erótico.

El rayo que no cesa
4

Me tiraste un limón, y tan amargo
con una mano cálida, y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin embargo.

Con el golpe amarillo, de un letargo
dulce pasó a una ansiosa calentura
mi sangre, que sintió una mordedura
de una punta de seno duro y largo.

La fuerza de la vida vuelve a aparecer en uno de los momentos esenciales de la actividad erótica, en el beso:

El rayo que no cesa
21

¿Recuerdas aquel cuello, haces memoria
del privilegio aquel, de aquel aquello
que era, almenadamente blanco y bello,
una almena de nata giratoria?

Recuerdo y no recuerdo aquella historia
de marfil expirado en un cabello,
donde aprendió a ceñir el cisne cuello
y a vocear la nieve transitoria.

Recuerdo y no recuerdo aquel cogollo
de estrangulable hielo femenino
como una lacteada y breve vía.

Y recuerdo aquel beso sin apoyo
que quedó entre mi boca y el camino
de aquel cuello, aquel beso y aquel día.

La vida aparece en el diálogo puramente táctil y gestual, silencioso y ciego, de complicidad y lucha, en que consiste la actividad erótica.

El rayo que no cesa
25

Al derramar tu voz su mansedumbre
de miel bocal, y al puro bamboleo,
en mis terrestres manos el deseo
sus rosas pone al fuego de costumbre.

Exasperado llego hasta la cumbre
de tu pecho de isla, y lo rodeo
de un ambicioso mar y un pataleo
de exasperados pétalos de lumbre.

Pero tú te defiendes con murallas
de mis alteraciones codiciosas
de sumergirse en tierras y oceanos.

Por piedra pura, indiferente, callas:
callar de piedra, que otras y otras rosas
me pones y me pones en las manos.

El canto a la vida es canto a su fuente, a la mujer, y el canto a la mujer entonces es canto al valor supremo, canto a lo más absoluto que el varón puede ver y tocar, oler y gustar, percibir y gozar.

"Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío"

Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío:
claridad absoluta, transparencia redonda.
Limpidez cuya entraña, como el fondo del río,
con el tiempo se afirma, con la sangre se ahonda.

¿Qué lucientes materias duraderas te han hecho,
corazón de alborada, carnación matutina?
Yo no quiero más día que el que exhala tu pecho.
Tu sangre es la mañana que jamás se termina.

No hay más luz que tu cuerpo, no hay más sol: todo ocaso.
Yo no veo las cosas a otra luz que tu frente.
La otra luz es fantasma, nada más, de tu paso.
Tu insondable mirada nunca gira al poniente.

Claridad sin posible declinar. Suma esencia
del fulgor que ni cede ni abandona la cumbre.
Juventud. Limpidez. Claridad. Transparencia
acercando los astros más lejanos de lumbre.

Claro cuerpo moreno de calor fecundante.
Hierba negra el origen; hierba negra las sienes.
Trago negro los ojos, la mirada distante.
Día azul. Noche clara. Sombra clara que vienes.

Yo no quiero más luz que tu sombra dorada
donde brotan anillos de una hierba sombría.
En mi sangre, fielmente por tu cuerpo abrasada,
para siempre es de noche: para siempre es de día.

El canto a la vida en su fuente, en su inicio, en su germinación y en su fructificar, da paso también al canto a la vida en su fruto ya cuajado, maduro y suelto, en el canto al amor de la madre por el hijo apenas nacido, que es también, y tanto o más que la mujer, vida.

"Nana de la cebolla"

Una mujer morena 
resuelta en lunas 
se derrama hilo a hilo 
sobre la cuna. 
Ríete niño 
que te traigo la luna 
cuando es preciso. 

Tu risa me hace libre, 
me pone alas. 
Soledades me quita, 
cárcel me arranca. 
Boca que vuela, 
corazón que en tus labios 
relampaguea.

Por último, y de modo inexorable, junto a la vida aparece la muerte como lo más terrenal y propio de los seres humanos. Los antiguos griegos se designaban a sí mismos y a todos los hombres como "nosotros, los mortales", los que tienen una vida que termina, por contraposición a los dioses, "los inmortales", los que tienen una vida que no termina, y son eternamente felices.

 

4.- El poeta de la muerte.

Miguel Hernández percibe y siente la muerte como la mayor tragedia que vive el ser humano. Una tragedia insoportable, que tiñe de tonos sombríos toda su vida y toda su poesía, y que sólo admite como paliativos el consuelo de que la vida propia haya servido para dar una vida mejor a su gente, a su pueblo, a su patria. En segundo lugar, la muerte tiene como consuelo, igual que para los judíos, el pervivir en la descendencia, en una descendencia numerosa y larga.

Todos los registros del dolor de la muerte aparecen en los poemas de Miguel Hernández. El de la muerte del toro, del amigo, de los compañeros de guerra, del hijo y de él mismo.

algún día se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía (El rayo que no cesa)

El dolor de la muerte del toro se expresa en

El rayo que no cesa
17

El toro sabe al fin de la corrida,
donde prueba su chorro repentino,
que el sabor de la muerte es el de un vino
que el equilibrio impide de la vida.

Respira corazones por la herida
desde un gigante corazón vecino,
y su vasto poder de piedra y pino
cesa debilitado en la caída.

Y como el toro tú, mi sangre astada,
que el cotidiano cáliz de la muerte,
edificado con un turbio acero,
      
vierte sobre mi lengua un gusto a espada
diluida en un vino espeso y fuerte
desde mi corazón donde me muero.

El dolor por la muerte del amigo queda recogida de modo insuperable en la "Elegía a Ramón Sijé", donde se niega todo consuelo posible y donde la rabia, la impotencia y la desesperación aparecen tal como son:

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

. . . . . . . . . . .

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta. 

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

El dolor por la muerte en el frente de los compañeros de combate se expresa con la aceptación de un mínimo y resignado consuelo:

"Sentado sobre los muertos"

Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses,
beso zapatos vacíos
y empuño rabiosamente
la mano del corazón
y el alma que lo mantiene.

Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.

Acércate a mi clamor,
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes,
que aquí estoy yo para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles.

El dolor por la muerte del hijo es tan intenso que no deja resquicio para la rabia ni para la desesperación, porque en esos sentimientos hay todavía un poco de fuerza, y el dolor por la muerte del hijo no deja ninguna, absolutamente ninguna.

Solo queda un poco de consuelo en la descendencia, en los frutos del sexo y del amor, en esa prolongación del eco de la sangre a la que la propia vida responde también como un eco, en los hijos:

"Muerte nupcial"

Cuanto más se miraban más se hallaban: más hondos
se veían, más lejos, y más en uno fundidos.
El corazón se puso, y el mundo, más redondos.
Atravesaba el lecho la patria de los nidos.

Entonces, el anhelo creciente, la distancia
que va de hueso a hueso recorrida y unida,
al aspirar del todo la imperiosa fragancia,
proyectamos los cuerpos más allá de la vida.

Espiramos del todo. ¡Qué absoluto portento!
¡Qué total fue la dicha de mirarse abrazados,
desplegados los ojos hacia arriba un momento,
y al momento hacia abajo con los ojos plegados!

Pero no moriremos. Fue tan cálidamente
consumada la vida como el sol, su mirada.
No es posible perdernos. Somos plena simiente.
Y la muerte ha quedado, con los dos, fecundada.

Eso es lo último que cumple decir a nosotros, los mortales. Eso es lo que hizo y dijo Miguel Hernández. Lo que enseñó a su paso por nuestra tierra, por Levante, Andalucía y Extremadura, por Orihuela y Castuera, el más telúrico de los poetas de lengua castellana.


 

Notas

[1] Son las cartas numeradas 106 a 111 en la ediión de la Obra completa, Espasa Calpe, Madrid, 1992, vol. 2, pp. 2506-2511.

[2] Miguel Á. Nepomuceno, "Miguel Hernández participó en tres misiones pedagógicas", Diario de León, 14/02/2010, http://www.diariodeleon.es/noticias/noticias.asp?pkid=507974.

[3] Miguel d'Ors, Los 'Poemas del toro' de Rafael Morales, Eunsa, Pamplona, 1974.


 

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