Ida Vitale

Poemas

 

Paul Klee: Ad Parnassum

 


 

K

Klee – En clave de infancia mítica, la escala de colores de Klee parte como una nave el estupor del crepúsculo. La máquina de gorjear abre la frontera hacia el país fértil y el mundo clarea. ¿Nacerá cuadro u otra cosa? ¿Cristal o sangre? Sólo todo. Las flechas no fatídicas avanzan leales en su espacio. Los laberintos juegan a la libertad. Las ciudades se despliegan en el horizonte. La geometría de Klee es no euclidiana. Reclama el derecho a ser tan móvil como la naturaleza. Del Blauer Reiter al Blauer Vier, su pintura se “forma” y podrá ser “Estrella, Vaso, Planta, Animal, Cabeza u Hombre”. Nunca un trazo feliz requirió explicación. Klee no quiere dar el hombre tal cual es sino el que podría ser, en otras estrellas, por ejemplo. Klee -esclerosis de la piel- se muere poco a poco, de un modo extraño, pero danza en sus pinturas, en sus grabados: danza de los afligidos, danza de falena, trocado en árboles rítmicos, en el templo de la aspiración “hacia allá”. Al final, cuando la mano no responda, danzará con la espátula. La música lo ha acompañado siempre. La música es su otro enclave.

 


O

 

OBSIDIANA – Piedra de Obsius, etíope, para mí obstinadamente mexicana en su terco, oscuro interior, rápido fuego negro. La sangre de los sacrificios espera, larvada en sus lascas filosas, cuyo festón custodia cruentas fiestas, asediado fulgor que mana gota a gota de obsesivo rojo que de a poco oscurece y empapa de luto indescifrable, mudo, un sagrado campo secular, una pirámide, otras piedras.

Ocasión – Recuerdo, tantas décadas después, aquel cuenco colmado de compota de peras, que no rebotaba como esta elástica sucesión sonora sino que, calmo, se enfriaba al relente, sobre el alféizar de una ventana, aunque detrás de una reja, en un ángulo perdido de l´Île. Había unos determinantes cimientos de hambre juvenil, un ajuste exacto del estómago con el horario convencional de las comidas y un inquieto desajuste con la brevedad de estas ocasiones que dejaban en el aire la exigencia de un complemento gracioso. En el tiempo intermedio había que concentrarse en los castaños, en los gatos habituales, en la sorpresiva transformación de una calle en escalera, en el farol junto a otra, donde una noche pendió el dulce Nerval, equivocarse en un inverosímil concierto para castañuela y arpa (aunque en ésta, Lily Laskin), muy cerca quizás de otra sala donde podría estarse dando la doble agonía de Berthe Trépat y de su espectador, arrostrar nasales y sobreagudas concièrges, dejar registro de la pareja enfurruñada, harta sin duda de émulos de Cartier-Bresson, que remendaba asientos de esterilla contra una pared tan empapelada de viejos carteles como para poder imaginar oculto, muy abajo, un Mucha. Comíamos temprano y poco. La velada proseguía algunas horas más y cierta lasitud del cuerpo recordaba su derecho a un discreto pan con queso para cada uno de acuerdo a sus necesidades. Esa vez, la paz en la noche de las callecitas, el mundo proustiano que todavía se adivinaba detrás de los grandes portales, en los patios empedrados, se perfumó de manera adhesiva con un recuerdo de comedores familiares bien provistos, polo magnético poderoso que torció nuestro rumbo. Pero eran ajenas las peras. Pero olían tan bien. Pero para otros. Pero estaban al parecer abandonadas. Pero, ay, detrás de una reja. Ésta que así nos tentaba era la cocina de uno de esos minúsculos, selectos restaurantes que nacen en las casas antiguas de París, en cualquier esquina de ciertos barrios distinguidos, y desde allí afrentan los cálculos del becario casi ajusticiado de puro desprovisto. Mientras Conciencia y Hambre dirimían medievalmente su disputa, los pies, entrenados para cumplir su función humilde sin entrometerse en cosas que no eran de su incumbencia, al seguir andando resolvieron el litigio. Sin embargo, arriba éramos insistentes. También ecuánimes: ya que la tentación había quedado atrás, dimos entrada a la Moira. Proseguiríamos nuestro paseo, dejando al destino un cierto tiempo para actuar de acuerdo a justicia. Pero si al regresar el tazón seguía tentando al mundo desde allí, entonces no eludiríamos el papel que nos proponía el destino. Es probable que hayamos andado un poco más rápido, que miráramos con nueva distracción la ofrenda arquitectónica. Pintor hubo, hombre manual, que ofreció, llegada la hora, la herramienta del crimen, la navajita desplegada que ensartó con delicadeza las peras y las distribuyó con honestidad, hasta su total consumición. Cierto pesar acompañó los sabrosos frutos de nuestro delito. Seguimos el paseo, pero un fantasma interrumpía nuestro diálogo con las perspectivas: el de aquel almíbar fresco y ansioso al que habíamos despojado una a una de sus razones de ser, dejándolo, claro que a la fuerza, en una inútil persistencia. Como no éramos desatentos, nos dolía, fuera de que no nos había sido de provecho, que aquel forzoso abandono le pareciese burla o desdén al cocinero descuidado. Yo pensaba en una posible compensación: si utilizaba aquel jugo para cocer en él nuevas frutas, qué maravilloso sabor ofrecería al cliente que había debido soportar la espera y cómo éste se la disculparía...

Ofelia - De los personajes no malignos de la literatura, Ofelia es uno de los que menos me conmueven. Pobre Ofelia, insípida, florida imagen de una inocencia difícil de aceptar, ya que, al fin y al cabo, el maniático Hamlet no cesa de entregarle pistas de sus constantes obsesiones e, incomprendido, la destrata con su ironía, que la cerrazón circundante vuelve críptica. Muchos crímenes sanguinarios entre parejas literarias resultan más dignos que esta conducción hacia una fúnebre locura en la que Hamlet se empecina, sin resistencia de la víctima. Admitamos que Polonio el obtuso no vea más allá de sus narices, pero una enamorada a muerte debería ser perceptiva, aun aceptada la tradicional ceguera del amor. Los prerrafaelitas tendían a una cierta macabrina y les vino de perlas eternizarla en el viaje hacia su muerte acuática. En vez de "El tigre en el flotante camalote...", de Zorrilla de San Martín, aquel constante rioplatense de un temprano siglo XX, que ellos no pudieron prefigurar, vieron a Ofelia como una isla de camalotes toda ella, florida, tendida en las aguas más o menos legamosas de una corriente que Dante Gabriel Rossetti supuso bordeada de juncos y otras plantas ribereñas. Hubiese sido distinta la historia de mostrar Ofelia algo de peso y de carácter, aunque fuese malo, para discutir las afirmaciones, neurosis y manías del príncipe, aún contraviniendo las normas de su época. Pero ya se sabe que eso es lo más difícil, cuando el otro espera el aplomo plomizo del aplauso. Incapaz la pobre de afirmarse contra complejos de Edipo y fantasmones de abusiva exigencia, no impidió mediante algún ultraje a tiempo, bien orientado, el coronamiento de la catástrofe con el rodar de alguna corona. La mesura tiene sus desproporciones. Pobre Ofelia, para siempre pelirroja y flotante, sin nunca haber alcanzado su mayoría de edad.

Ofertorio – Taza
                       con su pequeño cielo servido,
                       servida taza,
                                               doble cielo, paz,
                       amor 
voraz. 


Ojo - Humilde homenaje a Christian Morgenstern. Abierto estaba siempre el ojo cumplidor de la cerradura, aun comprobando con enojo que no todo estaba a su altura. De pronto alguien, a su antojo, con una llave volvía oscura la realidad y era un despojo para el ojo y una amargura. Ni visionario ni bisojo ni dado a lágrima o censura, ¿quién puede armarle un trampantojo, perturbar su mirada pura? Nadie lo tilde ni de flojo ni de estrecho de miras. ¿Dura- ría, cómo, si firme el ojo no estuviese, la cerradura?

Olvido – Torrencial, el olvido, ese dios benéfico, nos guarda, velándonos las zonas llagadas de la vida. Baja en una lluvia protectora sobre los posibles perfiles del dolor, sobre la nostalgia, la conciencia de mengua, pérdida o cualquier forma insidiosa del mal, como en los paisajes invernales de la remota pintura china, con montañas y simas cuyas lejanías y profundidades están sumidas en una niebla que parece disimular el dragón que sale de la esencia del agua. También vela a veces lo que podría levantarnos a picos de alegría, también peligrosos, rocas tarpeyas...

Origen – Quizás todo empezó en Sicilia. Sicilia era apenas una distancia, enorme, que mi abuelo paterno* cruzó en un velero indeciso, que tanto avanzaba como desandaba lo andado. Así, los días previstos para el viaje se convirtieron en un prolongado agobio, con la multiplicación paralela de los peces y los panes, secos ambos, único alimento: bacalao y galleta marina. Aquél, aborrecido luego por el abuelo, que a su solo nombre tenía angustias estomacales, desapareció de la dieta familiar. Mi abuela podía declararse oribista (partidaria del general Oribe), o sea blanca, en el campo de la historia nacional, por antiguas fidelidades de casta, con lo cual contrariaba las inclinaciones garibaldinas y coloradas del pater familiae, pero mantuvo con fidelidad el veto al bacalao. Hasta años después no me supe estimada por la forzosa ignorancia de sus sustanciosos olores, que todavía me resultan apetecibles, con algo de la atracción del fruto prohibido. Pero volvamos a aquella isla lejanísima. Saltaba a un primer plano por vía de un rosario subrepticio, que aparecía entre puntillas, batistas y madapolanes en el cajón de la ropa interior de la gran cómoda de mi abuela, escondido a medias por ella, en supersticioso recaudo, después de recogerlo de entre los desperdicios, donde mi abuelo lo había tirado muchos años atrás. A su vista podía desgranarse la historia trágica de su cuñada, en versión audiovisual. Rosario e historia llevaban a una imagen antigua, de un sepia acaramelado, que encerraba entre sus bordes una colina casi sin árboles y en su cima una casa solitaria, baja y grande. Allí dentro, sin duda entre estancias sombrías y sin delicias, debía yo situar la figura delgada de Grazia, bellísima, con un peinado de airosos tirabuzones, que nos miraba con ilusión de futuro desde otra fotografía. Una hermana mayor, cuyo nombre fue arrastrado por su mal recuerdo, intuyendo lo combustible de esos encantos, dejó en testamento la casa a la Iglesia, como dote que aseguró que a su muerte -quizás anunciada- se produjese la incorporación vitalicia de Grazia al convento local. Fue inútil la ira sin recursos de su hermano que, al cambiar su Nicosia natal, primero por Rosario y luego por Montevideo, había ido perdiendo, a cada ola del infinito trayecto, todo derecho al dicterio y a la intervención. Al morir en forma repentina mi abuelo, todavía joven, varios de sus numerosos hijos eran adolescentes o niños. Los ojos avezados de un jardinero que había trabajado con la familia cuando ésta era próspera, descubrieron en mi abuela, encubiertos como no suelen estar entre los pobres de nacimiento, los signos para él familiares de las urgencias angustiantes. A punto de volver a sus tierras sicilianas para agradecer a sus santos las benevolencias de “la América”, se ofreció para comunicar las malas nuevas a la terrateniente, por ese entonces todavía viva, pese a todo.


 

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