Héctor Brioso Santos

De nuevo, sobre Cervantes, Dickens, Nabokov y Martin Amis

 

Moebius: D. Quijote

 


En un artículo anterior en esta misma revista electrónica pasaba revista a las virtudes de la escritura cervantina ignoradas por la crítica anglosajona, con los ejemplos elocuentes de Nabokov y Martin Amis. A través de los años, las novelas de ambos siguen agradándome y no albergo contra el escritor británico ninguna de las fobias sociales ni odontológicas de los periodistas ingleses y de medio mundo, del todo incomprensibles para mí. Que uno de los más prometedores escritores del Reino Unido se vea perseguido, no por razones de credo, políticas o siquiera familiares -su padre, Kingsley-, sino personales y personalísimas -sus ingresos y gastos o su boca- me parece un claro indicio del despiste cultural de Europa, falta de mejores preocupaciones y, desde luego, carente de verdaderos criterios literarios.

Que mi personal balanza estética se incline más en estos días por la desnudez estilística y el esencialismo (hasta las palabras faltan en su caso) de J. M. Koetzee en nada altera mi gran estima por el genial hijo del gran Kingsley. En el fondo, nada de esto importa en absoluto porque lo que permanecerá siempre serán los buenos, los mejores libros, y los debates televisivos sobre los implantes bucales de uno un otro escritor -la general ignorancia de los españoles nos libra incluso de este mal, entre otros- no sobrevivirán, espero, a la usura del tiempo.

Lo menos que puede escribirse acerca de Amis -de los dos, en realidad- es que es un escritor muy sincero, como muestra su último libro sobre Stalin el Terrible y la terrible izquierda occidental, predispuesta siempre hacia las injusticias de bulto. Y el carnicero georgiano no se merece ni siquiera un libro de Amis, que de todos modos escribe sobre ideas más altas y que, aun desde Uruguay, permanece atentísimo al pálpito de nuestro mundo absurdo. Basta con leer Dinero o Campos de Londres para notarlo, pues en sus libros escucha mucho más a la civilización europea de lo que nunca lo hizo su admirado Nabokov, siempre al cabo un aristócrata.

Quizás fue la rabiosa modernidad y contemporaneidad de Amis -al cabo de treinta años sólo ha llegado hacia atrás hasta Stalin, y no en una novela histórica- lo que lo movió a desechar a Cervantes de aquel modo que tanto critiqué, pues la crítica presentista, aunque tiene sus virtudes, conduce a la ceguera tanto o más que el historicismo miope. Pero recuerdo que entonces escribí que entendía que su mentalidad anglosajona era lo que lo movía a tales anticervantismos, poco generosos con un escritor moderno de otros tiempos y -él sí- adelantado a su época. Aunque sentí también que al fin siempre hay que querer a Amis, pues en sus libros y en su vida sólo hace, como inteligente, lo mismo que Cervantes: remover tópicos, indagar, indagar e indagar en el ser humano y en el mundo que habita.

Resulta curioso que, como el mismísimo Cervantes, en su vida Amis sea también un hombre universal, más allá de las fronteras: inglés de esposa brasileña y con madre en Ann Arbor, turista de medio mundo, amigo de judíos y norteamericanos, asiduo visitante de Israel y ahora residente en Sudamérica que escribe sobre la historia reciente de Rusia... Se diría que quiere comprender vitalmente el mundo, así como lo quiso Cervantes en su momento al acordarse de los olvidados -moriscos, gitanos, mujeres...- y al acercarse a los grandes enemigos de España que fueron turcos y árabes.

Frente a Cervantes, su indagación tiende casi siempre hacia el mal porque es pesimista y escritor de novelas: destapa el frasco de las malas esencias. Y en eso se parece a los novelistas picarescos del tiempo de Cervantes, pero cruzados con la gran narrativa inglesa posterior hasta llegar a su padre y a Nabokov, en una mezcla poderosa e irresistible de fondo y estilo, de furia y de poesía. Y, todo hay que decirlo, también sus novelas son tan violentas y tan virulentas como la que él critica de Cervantes -el Quijote-, novelas con locos, una mujer que desea que la suiciden, hermanos que se odian, viciosos patológicos, alcohólicos... Una fauna peligrosa de verdadera novela de raza. Sólo que Amis en sus propias obras se olvida de la ponderación cervantina, de su famoso equilibrio humano y de su infinita comprensión, pues escribe con furor y con ironía, dolorosamente, casi con dolor de muelas. Y ahora su dolor de escritor lo hermana con nuestro Amis español, el libérrimo y necesario Juan Goytisolo, que está exiliado de España en Marruecos tanto como Amis de Inglaterra en Uruguay.

Se me dirá que a dónde conduce esta extraña apología cervantina de Amis. Respondo que a recordarle que sus críticas contra Cervantes sólo contribuyen a ensalzarlos a ambos como dos novelistas sinceros y críticos a más no poder.

El otro asunto de esta nota es otro problema histórico, de historia de la novela. Porque el gran conflicto de Amis es, a mi modo de ver, su estar siempre en el presente. Hoy día, aunque recurrimos con frecuencia al pastiche histórico y al revival del pasado reciente o lejano, vivimos en un mundo tan complejo que a veces la necesidad de percibirlo nos obliga a simplificarlo: restamos del conjunto el presente (como en las muchas y malas novelas históricas que aparecen) o restamos el pasado. Aunque la segunda opción parece mejor y Amis es un maestro en ella con sus antihéroes de última hora, la historia puede enseñarnos muchas lecciones en el orden cultural e ideológico, como ahora Amis ha descubierto con su odiado Stalin. La literatura y singularmente la novela modernas son presente continuo y en presente se han escrito las narraciones de este escritor inglés, nada evasivo ni nostálgico. Pero esos muchos presentes se van sumando en una interminable cadena histórica, una diacronía de sincronías. Y aunque el proceso es ya inabarcable, la novela inglesa del XVIII y del XIX no habría existido sin la narrativa española del XVI y del XVII, aunque ésta sea tan olvidable para los anglosajones. Esta es la función de los historiadores: atar cabos, trenzar la cuerda; mientras que los críticos de los periódicos sólo se ocupan de las sincronías más recientes, del final de la cuerda. De ahí los errores de percepción del presentista y futurista Amis cuando lee al presentista (pero de su tiempo) Miguel de Cervantes.

Porque Amis escribe tanto en el presente que acaba por convencernos de que está en el futuro: es tan perspicaz que nos hace creer cuando leemos sus novelas de hace años que estamos leyendo historias del porvenir, como en una ciencia ficción bien entendida. Ése es el esfuerzo supremo del novelista actual, que debe ver más allá de su presente inmediato y que tiene que olvidarse del ayer. Y Amis es tan valiente y capaz en ello que huye de las facilidades del pasado reciente, una tentación que asalta a todo novelista, pues es mucho más difícil siempre interpretar lo que vivimos ahora que recordar, como los costumbristas, la vida de anteayer, y las hemerotecas están abiertas para todo el mundo, sin siquiera salir hoy de casa ni alejarnos de la pantalla. Cualquier museo provinciano nos muestra las riquezas de la nostalgia casi sin esfuerzo (la mejor reflexión sobre ello, se me ocurre ahora pensar, puede ser el curioso acecho a Flaubert del antiguo amigo de Amis, Julian Barnes).

Por eso los buenos novelistas saben intuir lo que vendrá, igual que los más excelentes filósofos y sociólogos. Pero también los historiadores, que dominan el tiempo desde el otro extremo. Ésa es mi reivindicación: cuando Amis parece decir "presente y futuro", yo escribo: "pasado, presente y futuro".

Pondré algunos ejemplos más o menos improvisados de este problema, invisible para muchos buenos novelistas, que incluso llegan a leer, como Amis, las novelas de hace siglos como si fuesen recientes. Me propongo ahora releer fragmentos de algunas narraciones antiguas como lo que son y mostrar mínimamente el encadenamiento histórico de unas y otras hacia la modernidad. Y ello no por razones de patriotismo, sino por un elemental sentido de la justicia histórica.

Así, en el arranque del Moby Dick de Herman Melville percibimos aquel mismo comienzo, tan osado que resultaba cómico, de nuestras novelas picarescas clásicas: el "Call me Ishmael (...)" del norteamericano no podía provenir de otro origen que de la novela española del Siglo de Oro, en la que el antihéroe se identificaba o se bautizaba con todo el descaro del mundo, porque ése es uno de los caminos de la novela moderna: la autobiografía de un individuo cualquiera contada sin pelos en la lengua y como si valiera la pena (antes de tal descubrimiento español las historias tenían que ser valiosas y ejemplares). Vemos aquí el periplo que va desde Amadís de Gaula, caballero nacido en un río, hacia Lazarillo de Tormes, pícaro nacido en un río, y desde éste último hasta Ishmael Hands, un marino inmortal que nace cuando escribe las primeras frases de su autobiografía sin miedo a no ser lo suficientemente importante para contárnosla.

Recordemos ahora el inefable comienzo del David Copperfield de Charles Dickens:

Chapter I: I am Born.

Whether I shall turn to be the hero of my own life, or whether that station will be held by anybody else, these pages must show. To begin my life with the beginning of my life, I record that I was born (as I have been informed and believe) on a Friday, at twelve o'clock at night. It was remarked that the clock began to strike, and I began to cry, simultaneously.

Y ahora el comienzo de Great Expectations:

My father's family name being Pirrip, and my christian name Philip, my infant tongue could make of both names nothing longer or more explicit than Pip. So I called myself Pip, and came to be called Pip.

I give Pirrip as my father's family name on the authority of his tombstone and my sister-Mrs. Joe Gargery, who married the blacksmith. As I never saw my father or my mother, and never saw any likeness of either of them (...), my first fancies regarding what they were like were unreasonably derived from their tombstones (...).

La novela victoriana inglesa es novela infantil en gran proporción: niños que nacen, viven, sufren y en muchos casos mueren, como la pequeña Nell en The Old Curiosity Shop (1840-1841), la más famosa de una estirpe de niños sufrientes y abocados a morir en las páginas impresas de la literatura del XIX inglés. Esta novela infantil se ha dicho que deriva de William Blake, singularmente sus Songs of Innocence and Experience, y de William Wordsworth, pero también hay que recordar que no habría sido lo que fue sin el concurso de la novela picaresca española, muy traducida y versionada durante el XVIII a todas las lenguas europeas. El romanticismo cataliza y aquilata el recuerdo infantil, nos enseña a expresarlo al modo magistral de Dickens, pero este recuerdo personal del desheredado sólo puede tener un origen como tal: Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache y sus correligionarios.

Otros elementos son más recientes en la novela victoriana: el dialectalismo, el regionalismo, el sentimentalismo o el humor característico de Dickens, por ejemplo. Pero es este novelista inglés el que ofrece ejemplos más acabados de niños abandonados, enfermos, desvalidos, faltos de afecto filial, y desde luego de padres a juego con esos niños, que no son más que asuntos picarescos. Abundan también en sus páginas las falsas madres y madrastras en todas sus variantes, los maestros crueles e ineptos, etc. Aunque es innegable que los relatos dickensianos proceden de un poso real de desesperación y ruina social históricas, frecuentes en la sociedad inglesa de alrededor de 1840: los infaustos años del hambre. No hay más que pedir: en 1842 una ley británica veda el trabajo en las minas de los niños de menos de diez años, indudablemente porque éstos trabajaban así en la vida real, como el propio Dickens.

Con todo, hay rasgos que difieren. Así, no es frecuente la narración en primera persona en Dickens, aunque este novelista recurre a ella consistentemente en dos de sus novelas más conocidas, que he citado hace unas líneas: David Copperfield y Great Expectations. En general, su autor recuerda en esas obras su propia infancia dolorosa como obrero de una industria de betunes y la estancia de su familia en la cárcel por las deudas de su padre. Si nos fijamos en ellas, veremos que Dickens desarrolla en sus páginas de manera crucial la infancia de unos niños con todas sus circunstancias aledañas, con consecuencias psicológicas y gran profundidad de observación: todo muy picaresco. Entre ellas está la vergüenza por su origen familiar de Pip, verdadero rasgo picaresco de fuste, igual que el tema de la comida en esa misma obra, Grandes esperanzas. Otros rasgos semejantes podrían espigarse.

Pero esa presencia hispánica, esa deuda raras veces se reconoce y cuando se hace es una alusión poco más que pasajera. Así, un notable dickensista y biógrafo del novelista como Peter Ackroyd anota en su introducción de Nicholas Nickleby: señala que esta novela "seems to begin in the same picaresque, freewheeling mode as Pickwick" (Londres, Mandarin, 1991, p. xv). Su descripción oblicua del lado picaresco de ese libro de Dickens se completa al final de su introducción, donde resume la novela en términos de la historia de un héroe joven que se ve forzado a demostrar su estatus como gentilhombre mientras lucha con un cierto número de malvados que intentan hundirlo, oscurecer su nombre y relegarlo a un estatus inferior (p. xviii).

En fin, tal deuda es innegable, aunque permanezca en una oscuridad parecida a la de la vida de los mismos pícaros. Los escritores no la niegan, mirando hacia la picaresca o hacia Cervantes. Así, el propio Dickens rememoraba en el prefacio de esa obra que se acercó al problema de la educación inglesa estando de viaje cerca de Rochester, nada menos que "with a head full of Partridge, Strap, Tom Pipes, and Sancho Panza" (p. xxviii). Ese Sancho Panza, pícaro a su modo en lo que tiene de saberse protagonista orgulloso de su propia vida, aunque no sea contada por él mismo, está también, con don Quijote y muchos más, detrás de los miembros del Club Pickwick, la primera gran novela de Dickens.

En suma, sin Cervantes y sin picaresca pocas novelas podrían escribirse hoy: renunciaríamos a los antihéroes, desde los niños huérfanos de Dickens hasta el mismo Amis de Experience (2000), perderíamos a los tontos por cuyos ojos vemos la realidad desde Sancho Panza hasta el niño de The Sound and the Fury o el de El tambor de hojalata. La novela de ahora distaría mucho de ser la misma sin todos sus don Quijotes, desde Robinson Crusoe y Achab hasta Nazarín, o si sus Sansones Carrasco, Dulcineas irreales, barberos pragmáticos no hubiesen sido nunca creados... Con todos sus etcéteras, la lista podría ser eterna. Española o inglesa, la gran novela es la misma, con una historia única a la que no pueden quitársele fascículos al gusto de Nabokov, de Ian Watt, de Harold Bloom, de Martin Amis o de nosotros mismos.


 

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