Fernando Mansilla

Los animales de Fernando Mansilla

 

Hokusai:
 Bestiario

 


LA DORADA


 

Dorada: Pez acantopterigio que tiene una mancha dorada
entre los ojos y es comestible estimado.

1

Agua. Todas las noches sueño con agua. Veo puertos de mar, ríos, embalses, océanos, lagos, acequias, pantanos... Yo estoy, en mis sueños, pescando grandes peces oscuros que se deslizan bajo las aguas transparentes, así que interpreto el acto de pescar como símbolo de quedar atrapado en algún tipo de trampa. Enganchado. Pongo por ejemplo enganchado al tabaco, al café, a una mujer... Lo que falla en el sueño es que el pescador sea yo, el enganchador, que no el enganchado, cuando en la cruda realidad no hay pescador más pescado que yo. Pescado en varios frentes, como una vulgar trucha (si bien es verdad que por causas más apetitosas que una lombriz de tierra o una bolita de masa de harina con sardina).

Más lógico sería soñar que yo era una dorada, hermosa y oblonga, surcando los mares en busca de un bocado que echarme al insaciable buche cuando, medio oculto entre las algas, localizo un suculento gusano y me dirijo hacia él sin demasiada cautela. Aguzo el oído, pero más por puro placer oceánico que por sospecha. Recojo los ecos del mar, el trote rítmico de los hipocampos, el canto de las sirenas... El mar parece tranquilo. Abajo el fondo arenoso, sin rocas, por arriba el cardume de insignificantes pececillos. Nadie me lo puede disputar. El gusano es mío.

Me deslizo en línea recta, abro la boca, me lo zampo, cierro la boca y empieza la pesadilla. De inmediato un dolor agudo, el infierno que se me clava en el delicado paladar, y no solo se hinca en mi carne sino que, como si tuviera vida propia, me jala hacia la superficie, no, hacia la costa. Coleo con rabia, pero cada coletazo es un trallazo en el paladar y el dolor es tan intenso que me desvanezco ligeramente. Sea lo que sea es irresistible y tengo que dejarme arrastrar, no oponer resistencia, si no opongo resistencia el dolor disminuye un grado y me permite pensar. Inmovilizo mis aletas, mi cola y mis agallas, eso me hace ascender y llego a la superficie, saco la cabeza fuera del agua, al aire mortífero. Analizo la situación y comprendo, allá donde se acaba el mar y empiezan las arenas de la playa, en un punto no muy lejano, un tipo con los pies metidos en las aguas del último rompiente sostiene una caña de pescar de respetables dimensiones. Con la mano derecha maneja el carrete y tensa el sedal, con la izquierda sujeta la flexible caña. Me sumerjo de nuevo y no me engaño, las doradas somos peces realistas, tengo un anzuelo clavado a fondo en el paladar y siento mucho miedo. Un pulpo, que está presenciando el lance y es testigo de mis apuros, huye temeroso por el fondo de arena. Inútil pensar en pedir ayuda. El pulpo lanza un chorro de tinta y desaparece envuelto en sus propias tinieblas.

Cegada por la tinta, inmovilizada por el dolor, no puedo luchar, no puedo tirar, no quiero clavar más el doloroso hierro en mi carne y me dejo arrastrar dócil por el sedal sin ofrecer resistencia. El pescador debe haber comprendido que ya no hay lucha y piensa que soy suya. Me dejo guiar hacia la superficie de las aguas, quiero sacar de nuevo la cabeza. El sol está cada vez más bajo y yo estoy muy cerca de la orilla. Recojo el sonido tentacular de una medusa arrastrada por las corrientes mar adentro y le transmito mi mensaje de despedida. Voy a morir. Me reservo el último espasmo, pero sé muy bien que todo ha terminado para mí.

Nadar brillante entre las saladas aguas, comer, aparearme, desovar en su sitio y a su tiempo. Una vida simple de dorada. Todo ha terminado para mí. Este año no desovaré, porque este hombre que ahora recoge los últimos tramos del sedal y me saca del agua me quiere devorar.

Alguna vez fui testigo de un drama similar. He visto salir del agua peces como yo, doradas o de otra especie, jalados por la fuerza irresistible del sedal, rumbo al pavoroso destino de la tierra firme. Entonces no pensé que aquello me pudiera suceder. Y yo sabía, no puedo fingir ni alegar ignorancia porque yo sabía que soy comestible. Tantas veces he visto un sedal... sedales rotos, enganchados en las rocas. Y también sedales en activo, con mortífero anzuelo cebado, ya con suculento gusano, ya con olorosa mezcla. A veces, incluso, me comí el cebo y eludí la trampa, estimulado y aplaudido por toda la fauna marina. Aunque, generalmente, cuando se descubre el engaño se prescinde de tentar la suerte y sólo los más osados se atreven a mordisquear la peligrosísima tentación.

Pero he picado como un vulgar besugo. No lo vi, solamente vi el gusano, estaba hambrienta y olvidé la habitual prudencia, me olvidé de pescadores y de la tierra seca en donde acabaré mis días, asfixiada y frita y roída hasta las espinas.

Y como lo cuento, me sacan del mar. Ya me falta el agua y mis agallas se dilatan y contraen espasmódicamente, pero sólo encuentro aire. Me ahogo. Veo la cara del hombre, serio, y las arenas de la playa.

Me levantan en vilo, colgada del anzuelo. ¡Qué dolor! Siento que se me va la vida y todo se me vuelve borroso, únicamente este dolor insoportable no se nubla, no se difumina, es cada vez más concreto y se expande por todo mi cuerpo. Sólo dolor y asfixia, la más fabulosa impotencia jamás sentida.

Entonces, revienta todo, reviento yo y parece que también el mundo revienta. Me desgarro rota por un dolor bestial, un trallazo en el paladar. El pescador me ha arrancado el anzuelo de un solo tirón, seco y enérgico, y caigo en la arena con la boca destrozada.

En la playa moriré asfixiada. No boqueo, quedo inmóvil, concentro mis últimas y escasas energías para el coletazo definitivo. No estoy lejos del agua. Utilizo mi rabia y mi dolor para conseguir uno de los espasmos más formidables en la marítima historia de las doradas. Salto en vertical, atisbo el mar desde el aire, un coletazo para ganar terreno, intento alcanzar el agua, maldita sea, y vuelvo a caer en la arena, en el mismo maldito sitio.

Estoy enfocando con mi turbia mirada al pescador. No está solo. Dos hombres verdes le acompañan.


2

Mientras cobraba la presa le habían desaparecido las preocupaciones, pero ahora que la dorada estaba fuera del agua y la lucha había terminado volvió a sentir la angustia en la boca del estómago. Intentó concentrarse otra vez en la pesca. El animal, todavía vivo, no se había tragado el anzuelo hasta el estómago, como sucede a veces, sino que lo tenía clavado, no muy profundamente, en el interior de la boca. No muy profundo pero sí bien clavado, así que calzándose el guante para no cortarse la mano con el fino sedal, y de un solo y fuerte tirón, pudo desprendérselo sin necesidad de usar las tijeras, recuperando así el aparejo entero.

No se concentraba, no podía olvidar el verdadero motivo por el que estaba allí, a orillas del mar. La dorada exangüe, liberada por fin del doloroso anzuelo, yacía inmóvil en la arena. Estaba atardeciendo y quedaba poca gente en la playa. Consultó su reloj, el enlace se retrasaba considerablemente y eso le hacía sentirse desazonado. Sí, estaba inquieto. Dirigió su mirada a los montículos de arena tras los cuales discurría la carretera con la esperanza de ver aparecer al hombre que esperaba. Nadie. Echó un vistazo al cesto donde guardaba los aparejos y otros útiles, se puso de rodillas junto a él y abrió su tapa. El paquete seguía en su sitio y el pescador no deseaba más que deshacerse de aquello cuanto antes. Desvió la vista al pez que había coleado levemente en la arena. Aún vivía. Nunca había pescado una pieza de tal magnitud y, justamente hoy, que si estaba allí pescando no era más que por disimular, justamente aquella tarde, había cobrado la dorada de su vida. Arrodillado en la arena se quedó mirando al animal pensativamente. Sacó del bolsillo del anorak un paquete de tabaco, y entonces, mientras encendía un cigarrillo, los vio a lo lejos. Por la orilla, en dirección al sol poniente, venía caminando la pareja de la Guardia Civil.

La primera reacción fue huir inmediatamente, dejarlo todo y huir, pero estaban cada vez más cerca y lo tenían directamente encarado. Mejor era, pensó, no precipitarse. Dando por terminada la jornada de pesca apagó el cigarrillo y empezó a recoger todo el tinglado, separó el aparejo del mosquetón que lo unía al sedal y rebobinó el carrete hasta recuperar todo el hilo. Después, desmontó y plegó la caña en tres tramos guardando aparejo y carrete en el cesto. Ya los tenía encima. Relacionó en su pensamiento la ausencia del enlace con la llegada de los guardias, lo que le provocó un desagradable escalofrío.

Se detuvieron junto a él. Uno era muy joven, el otro, de más edad, era el que llevaba los galones. Ambos impenetrables.

—Buenas tardes —saludó el sargento.

—Buenas tardes —respondió el pescador.

Un paso atrás, el número miraba todo sin perder detalle. La tarde se estaba poniendo triste, pasó graznando una gaviota solitaria.

—Bicharracos así de grandes no se pescan por aquí todos los días —dijo el sargento señalando con la mano izquierda el pescado moribundo. Con la derecha se agarraba la correa del cetme.

—No —corroboró secamente el hombre.

Y quedaron los tres en silencio.

—¿Usted es de por aquí? —interrogó el suboficial.

El contacto no había llegado. Si el contacto hubiera llegado él habría entregado el paquete y ahora todo sería más fácil y respondería con despreocupación cualquier pregunta que le tuviera que formular la ley, pero el contacto no había aparecido. Miró a los ojos marrón sucio del sargento y enseguida desvió la mirada.

—No soy del lugar —respondió el pescador— pero como si lo fuera. Vengo aquí todos los fines de semana, también en vacaciones cuando...

Se interrumpió sin terminar la frase, estaba dando demasiadas explicaciones. Se le había secado la boca y notó con alarma que empezaba a formársele una bola de nervios en el estómago. Otra gaviota pasó volando por encima del trío y el pescador quiso haberse ido volando con ella.

—¿Así que aficionado a la pesca? —preguntó el guardia sin graduación hablando por vez primera.

—Pues sí —contestaba el pescador.

—¿Y hace mucho que descubrió usted estas playas?

—¿Dice que viene todos los fines de semana?

—¿Siempre viene solo?

No cesaban las preguntas. Los guardias no preguntaban por preguntar, ni por animar la conversación. Era evidente que venían a por él. Alrededor del cesto el número merodeaba y miraba curioso la enorme dorada.

-—Todavía vive —dijo el pescador intentando concentrar toda la atención en el pescado—. La he sacado hace un momento.

Pero a nadie importaba la dorada y el hombre observó con angustia como al sargento se le endurecía la mirada.

—¿Me permite su documentación por favor?

Sudaba frío por todos los poros. El enlace no había llegado. Por contra, aparecía la Guardia Civil. Se estaba haciendo de noche. Entendió que habían cazado a su contacto y que éste había cantado. Lógico. Ahora venían a por él, cuando el sol era una esfera roja que desaparecía ya tras las montañas del Oeste. No quedaba nadie más en la playa, ni siquiera las gaviotas.

El pescador extrajo la cartera del bolsillo trasero de sus pantalones. Con el rabillo del ojo observó cómo el número se colocaba cautamente a sus espaldas. Les dio el documento que tomó el sargento. El siguiente paso sería el registro. Tuvo la certeza de que abrirían el cesto y darían con el paquete. El sargento dejó de leer en la documentación y señaló el cesto.

—¿Qué lleva ahí?

Se vio en el cuartelillo de la Guardia Civil, esposado, interrogado. Luego, el inevitable juicio y, por fin, el presidio. En este orden. Sólo quedaba ser más rápido que ellos. Entonces saltó la dorada.

Fue un salto formidable, quizás el espasmo final de la muerte. Un salto en vertical prodigioso para un animal que agonizaba. Se diría que quiso alcanzar el mar en un intento inútil y desesperado, pero se alzó vertical y cayó vertical, ni una sola pulgada más cerca del rompiente. Lo justo para que el sargento desviara la mirada que hasta el momento había tenido fija en el pescador. La punta del zapato, dirigida a la entrepierna del suboficial, no erró el disparo. Cayó doblado el sargento en la arena sin decir ni "ah" como un saco de patatas, con la respiración cortada. Luego, como a cámara lenta, el hombre vio al otro guardia desenfundar su pistola y quitarle el seguro en silencio. Entonces, el pescador se tiró en plancha a la arena y agarró lo primero que le vino a mano: la dorada. El guardia, situado de espaldas al mar, apuntó y disparó al hombre que tenía enfrente. La bala se incrustó en la arena. El pescador, a su vez, moviéndose veloz y antes de que su oponente repitiera disparo, empuñó el pescado por la cola y, tras darle dos veces vuelta, se lo lanzó con gran ímpetu contra el rostro, pero el número agachó ágil la cabeza y la dorada le pasó por encima, casi silbando, a milímetros del charolado tricornio.


3

El impulso me lleva volando hasta la orilla y aterrizo en un palmo de agua, donde las olas llegan y se van y yo quedo medio varada con el olor de las manos del hombre todavía en mis escamas, y estoy aturdida, panza arriba. Una ola me adentra en el océano, otra me devuelve a la orilla. Veo, de nuevo, la playa. Un hombre de tricornio está tendido en la arena. El otro, de pie, tiene un arma. Veo al pescador corriendo por la playa y escucho un disparo. El cesto está volcado y se ha desparramado todo. Yo giro sobre mi propio eje pero vuelvo a quedar panza arriba. No puedo hacer otra cosa que esperar, medio asfixiada todavía —las agallas contraídas y medio cuerpo fuera del agua—- entre las olas que me llevan y me retiran de la orilla, tan cerca aún de los hombres, de la caña de pescar ahora inofensiva despojada de hilo y anzuelo.

Es casi de noche. El pescador es un puntito que corre y se aleja. El hombre del tricornio, más cercano, rodilla en tierra, le apunta con su arma. Oigo otra explosión, siento que la marea baja, las aguas se retiran y el océano me succiona desde sus entrañas; vuelvo a girar sobre mí misma, media vuelta ¡lo conseguí! he recuperado la postura. Menos mal, porque panza arriba es postura de pez envenenado. Pero he recuperado la postura y la orientación. Aprovecho el retroceso de una ola para zambullirme definitivamente, al mismo tiempo que se me abren las agallas y respiro profundamente una bocanada de agua. Estoy agotada y me duele todo el cuerpo, pero he vuelto a las negras aguas y a la negra noche. En el silencio del mar no se oyen los disparos.

 


EL ÁNGEL DEL PAVO


 

Pavo: m. Ave gallinácea, con plumaje de color pardo
verdoso, cabeza y cuello cubiertos de carúnculas
rojas, así como la membrana que lleva encima
del pico; tarsos fuertes, y en el pecho un
mechón de cerdas.

 

1

Celebrarán la Nochebuena asando un pollo criado y engordado con sus propias manos. João Guimarães do Sarmento, a instancias de su cocinera María Gerson, había instalado un pequeño gallinero en el jardín de su casa. Allí convivían una pareja de pollos, un gallo, una gallina y un hermoso y ya desarrollado pavo. Pero sucedió que merodeaba por el barrio un perro que desde hacía algún tiempo le tenía echado el ojo al gallinero. Este perro, callejero, sin amo pero esclavo de su desfallecido estómago, padecía la enfermedad del hambre. Pasaba las horas esperando su ocasión, enflaquecido, viejo y de malas pulgas. Y la ocasión llegó cuando la cocinera, necesitada de algunas viandas y especias que faltaban en su despensa, tuvo que ausentarse de la casa por un tiempo breve pero suficiente. Tan despistada como miope se dejó abierta la verja del jardín, y ahí es por donde se cuela nuestro can sin desaprovechar un segundo. Se dirige sin vacilar al gallinero y derriba la frágil puerta al tercer empellón. Se rompe la avícola armonía, es más, se arma un revuelo de todos los diablos. El gallo, autoridad indiscutible hasta el momento, es incapaz de plantar cara y proteger a sus súbditos, más que cobardía se trata de impotencia manifiesta. El perro enseña sus afilados colmillos, se le cae la baba. Nadie va a escapar, aniquilará el gallinero sin compasión, su estómago no sabe lo que es la piedad; no es maldad, es hambre.

Asesta una dentellada con buena puntería y degüella su presa número uno, un pollo, qué importa cual. Resbala la sangre por sus fauces y mancha de rojo su pecho canela. Tapona con su cuerpo la salida del gallinero. Nadie salvará la vida, anuncia mientras se zampa este primer pollo en dos bocados, y no ha terminado de engullirlo cuando ya está masticando el cuello del segundo y ¡hop! huesos, carnes, plumas, patas, cabeza... desaparece todo como truco de magia. Gira en redondo y le corta la retirada al gallo, quien, como el que no quiere la cosa, pretendía esfumarse sin decir pío, pero ahora, al verse descubierto planta cara y se la destrozan de una dentellada que acaba con su historia de gallo: pendencias, riñas, autoridad, se acabó. Ahora manda el perro; manda, mata y devora. Se zampa el gallo, se zampa la gallina. Con un ojo mira la carne que engulle, con el otro vigila al pavo que tiembla aterrado en un rincón del gallinero, perdida toda esperanza.


2

Entonces aparece el ángel. Ha llegado sin resplandores, sin músicas celestiales ni nada por el estilo porque no es una aparición, es tan de carne y hueso como el perro, como el mismo pavo. El ángel de los pavos tiene figura de ave, dos alas y el cuerpo recubierto de plumas. No es bello como pensamos que pueda ser un ángel, tampoco es que sea feo. No es el ángel de la guarda de los hombres, es el de los pavos. Inicia un movimiento que dura hasta situarse entre el perro y su protegido. Confuso, inquieto, el can observa la jugada y percibe algo extraño, no sabe qué. Gruñe, calcula el salto: ¡ataca! El encontronazo se produce en el aire, la lucha es rápida, plena de espectáculo y su propia violencia forma en el gallinero corrientes de aire que arrastran tierra y polvo, restos de pollo, pelos de perro, un torbellino de plumas que giran en espiral.

El ángel tiene desgarrada el ala derecha pero no desmaya, asesta unos picotazos endemoniados, rechaza un mordisco que buscaba la yugular y le endiña a cambio una especie de coz en el morro que deja aturdido al can por unos segundos, sentado sobre sus cuartos traseros. Ahora puede observar al ángel en todo su esplendor, se creció en la contienda y se le ve grande, magnífico, casi resplandeciente. Ni el ángel ni el can se muestran ya tan feroces, así que cuando el perro al fin se mueve es para buscar la salida y retirarse no demasiado humillado. Comprende que fue vencido por una fuerza que no era de este mundo, y lo acepta. También el ángel demuestra serenidad y le deja escapar sin más hostigamiento, aún así le dedica un último picotazo en el trasero a modo de despedida.

El ángel de la guarda está maltrecho, su ala desgarrada no le permite remontar vuelo y queda recostado contra la pared al fondo del gallinero. Exhausto cierra los ojos. Es el ángel de la guarda de los pavos, lleva tantas horas salvando vidas de pavo que está cansado, agotado. Apoya la cabeza en las tablas de madera y sin darse cuenta se queda dormido. Su protegido, el pavo, ve la puerta del gallinero abierta, la franquea, escapa y se pierde en la noche.


3

El maestro Diego Veloso dio la última pincelada, retrocedió unos pasos y contempló el lienzo.

—Hemos terminado por hoy —le dice a su ayudante portugués con aire satisfecho.

João Guimarães do Sarmento recogió los pinceles, guardó las pinturas y terminó de ordenar los útiles desperdigados por el taller. Miró largamente el cuadro, sostenido en un caballete y en el cual su maestro —y él mismo— habían trabajado todo el día. Representaba una escena religiosa, la Anunciación. Un ángel de bellísima expresión, una Virgen joven y radiante, espléndida, y el Espíritu Santo representado en la tradicional forma de paloma. Todo era esplendor en aquella tela por mucho que la pintura quisiera ser sobria y severa (esto revelaba una tensión interna que beneficiaba el resultado final).

—Os ha salido bella y convincente, maestro. Es difícil creer que alguien como vos pinte con tanto entusiasmo un tema en el que no cree en absoluto.

—No confundamos, amigo mío —respondió Diego mientras se lavaba y secaba después las manos cuidadosamente—. Igual podría haber pintado una escena sobre los dioses griegos.

—No es lo mismo. Nadie hace una cuestión de principios en negar a Zeus, pero vos, precisamente, sois el primero en afirmaros en vuestra falta de fe cristiana.

—Todo es mitología, João. Ángeles, faunos, vírgenes o unicornios. Mitología.

—Luego está la antipatía que os produce el clero —añadió el luso con aire pícaro.

Se cambiaron de ropa, apagaron las bujías y salieron a la calle. Había anochecido y estaba fresco el ambiente.

—Andando, la cena nos espera —dijo Veloso con entusiasmo.

—Sólo pensáis en el asado de pollo, maestro —replicó con ironía el portugués—. No estáis pensando en el milagro de la Natividad.

—Cierto. Prefiero los milagros de tu cocinera. Porque milagro es que siendo ciega cocine tales exquisiteces.

—Ciega no es, maestro.

Se prendió Diego Veloso del brazo de su alumno y juntos, conversando amablemente, emprendieron el camino de sus destinos.


4

Volvía María Gerson con una libra de pimienta, un odre de vino, queso de oveja y media docena de pasteles de hoja para los postres. Iba pensando en sus cosas, caminaba despacio, con dificultad.

Era María mujer de buen carácter, de tan miope casi ciega, gorda, de unos sesenta años. Esta noche tenía de invitado al maestro Veloso y se quería esmerar. No era la primera vez, todo lo contrario, lo tenía de comensal con frecuencia, pero esta noche sentía ella una especial ilusión, "¿será porque es Navidad?" se preguntaba y no se respondía. Le daba igual. María Gerson no se daba muchas respuestas, carecía de problemas existenciales y actuaba siempre supeditada a los dos objetivos de su vida: cocinar y cuidar de su joven señor, João Guimarães do Sarmento. Ahora pensaba en que se iban a sentar los tres alrededor del pollo asado (João no consentiría que su cocinera cenara aparte), luego le hincarían el diente y brindarían con buen vino por quien fuera, por el mismísimo Jesucristo. Poco creyentes eran João y Diego, pero tampoco rehuirían celebrar aquella Nochebuena, enfrascarse en una jugosa discusión teológica, negar el origen divino de Cristo, reírse de los milagros, criticar furibundamente al clero, en voz baja.

En eso cavilaba María cuando franqueó la verja de la entrada sin prestar atención al hecho de que estuviera medio abierta. Atravesó el huerto, entró en la cocina, dejó las viandas en la despensa, escogió el cuchillo más afilado y se dirigió al gallinero mientras mentalmente escogía un pollo para el sacrificio. "Mataremos el pollo blanco", pensaba y no sabía que el pollo blanco dormía en el estómago de un perro el sueño eterno de los justos. Era noche cerrada, pero María caminaba por el huertecillo igual que si fuera de día porque era casi ciega y no la orientaba la luz.


5

También el gallinero está abierto, no se oye cacarear a la gallina, no se siente el revuelo de los pollos, no está el gallo en su palo favorito. "¿Escaparon? es poco probable", se respondía a sí misma la Gerson. Tantea el suelo, olfatea. Percibe un rastro de plumas y huele la sangre, comprende en cuestión de instantes. "Entró una alimaña y se los zampó sin piedad. Nos quedamos sin cena", reflexiona. Aunque es extremadamente miope se percata de un bulto al fondo del gallinero. Es el pavo. Lo toca, lo palpa. No hay duda. El pavo sobrevivió. María se incorpora y cavila. Vaya masacre. De una tirada el gallinero vacío, sólo el pavo que parece estar dormido, bien raro. Sigue cavilando María y va tomando conciencia del desastre, los había criado con sus propias manos, estaba orgullosa de su gallinero, nunca les faltó un huevo, un pollo asado. El pavo se removió en su sueño. "Este pavo...", piensa y se extraña María y acto seguido sale de su abstracción, es muy tarde y ni siquiera ha matado al animal, los hombres vendrán hambrientos y preguntarán por su pollo. Pues no hay pollo. Esta noche cenaremos pavo. ¿Pavo?

No entiende María como después del zipitoste que se tuvo que montar —si todo ha sucedido tal como dedujo— es capaz de dormir tan lirondamente este animal, a no ser, claro, que esté malherido, inconsciente quizás. Vuélvese a agachar y a palpar su cuerpo, un desgarrón en el ala sí que tiene, y señales de batalla en otros puntos de su anatomía, mas el pavo respira con toda normalidad y no parece estar grave. Aún así hay algo que no encaja, "yo diría que éste no es mi pavo", se dice María mientras siente desazón en el estómago, un cierto malestar indefinido, tanta flojera se le viene encima que se le cae el cuchillo de la mano y golpea en el suelo de pizarra.


6

Dormía el ángel en un rincón del gallinero agotado por la dura contienda, ajeno a la llegada de la cocinera. Duerme pero no descansa pues siente en sueños la llamada de otros pavos en peligro reclamando su ayuda. Sabe que debe despertar y cumplir sus obligaciones pero la fatiga le puede y se abandona, hace oídos sordos a las angustiosas llamadas de auxilio. Al fin, lo que sucede es que está harto, el trabajo es abundante, está solo, y luego para que no se lo agradezca nadie, porque, entre otras cosas, los pavos no son nada agradecidos, los pavos no rezan. Nadie le hace un hueco en sus oraciones nocturnas. Él hubiera preferido ser un protector de hombres, tener otro aspecto. No le gusta parecer un pavo, se siente poco importante, no cree que sea la imagen adecuada para un ángel, y entonces, claro, peca de vanidad. No debería, pero él tiene otras miras, otras ambiciones. Quizás no sea esto más que un momento difícil, lógico después de tantas vicisitudes, pues no es éste el primer pavo que salva ni la primera pelea que sostiene por la salvaguarda de tales pajarracos. Pajarraco. Así se siente: un pajarraco. Si por lo menos ofreciera otro aspecto la cosa cambiaría, pero no, es talmente un pajarraco, hecho a su imagen y semejanza, en todo, incluso en el lenguaje, pues no le ha sido concedido el don de la palabra y sólo es capaz de hacer glu-glú o como diablo quiera que hagan los pavos. Con todo, no deja de ser un ángel y sueña como tal. Sueña con el mismísimo Lucifer. Éste le tienta, le ofrece una mejora en su imagen y en su trabajo, condenar hombres en vez de salvar pavos. La idea no es mala, el sueño es agradable y el ángel no quiere despertar. Sabe que cuando lo haga tendrá que desistir de toda idea pecaminosa, tragarse el orgullo, luchar y vencer la tentación. No quiere despertar, ni siquiera cuando oye el ruido del cuchillo golpeando el suelo de pizarra (y adivina lo que puede suceder si no abre los ojos y reacciona a tiempo).

Siendo un ángel lo están confundiendo con un pavo, tanto es verdad que si no pone remedio lo van a degollar y asar luego con todos los honores. "Es Navidad", piensa deprimido el ángel; lloraría de rabia y humillación, "confundirme a mí con un pavo...", pero no llora por no despertar, por no abrir los ojos y volver a su realidad de pavo. "Pero no soy un pavo", razona. No, pero María está ahí, enarbolando fieramente su cuchillo, no es un pavo pero va a morir como un pavo. Con una mano le agarra de la cresta —rabioso y humillado— le echa atrás la cabeza —soy el hazmerreír de los cielos— con la otra le corta el cuello —Lucifer le habla en sueños— un tajo de izquierda a derecha que le envía directamente a los infiernos.

"No reacciona el maldito bicho", piensa María mientras lo degüella. Lo contempla así la cocinera, la cabeza echada hacia atrás, el cuello abierto, los ojos entornados. La muerte del ángel de la guarda de los pavos. (El suicidio)

Un solo tajo de izquierda a derecha y brota la sangre blanca, transparente. La cocinera miope, más que la diferencia de color capta el penetrante olor a romero que invade el recinto. "Huele a romero", habla en voz alta María Gerson, y no sabe que es el olor de la muerte de un ángel.


7

—María, María, somos nosotros —entró João en la casa, detrás le seguía Diego Veloso, sonrientes los dos, relamiéndose al grato aroma del asado que se está haciendo en el horno de la cocina.

—¿Le has echado romero al pollo? —preguntó Guimarães en castellano a su cocinera.

—No, señor —contestó María en portugués—. No tengo romero en la despensa.

María sólo hablaba portugués. No sabía hablar en castellano, aunque lo entendiera a la perfección.

-Es el pavo, huele a romero —aclaró la mujer, e intuyendo la extrañada cara de los pintores añadió—: huele así desde que le rebané el pescuezo.

—¿El pavo? —interroga João enarcando las cejas—. ¿No íbamos a cenar pollo? —pregunta luego mientras se quitan los capotes y se acomodan en el banco de adobe en la cocina.

—No queda ni un pollo en el gallinero, señor —contesta María y se dispone a cortar un par de tomates para la ensalada—. Todos murieron. También el gallo y la gallina, señor —continúa mientras hace rodajas los tomates.

João se levantó del banco, alcanzó un candil y prendiendo la mecha se dirigió al gallinero. Antes de salir el portugués por la puerta María Gerson se explica de nuevo:

—Tuvo que ser una alimaña, señor. Un perro, un zorro... (en aquellos tiempos era corriente que las raposas, acuciadas por el hambre, rondaran los corrales de las casas en los arrabales de la villa)

Atravesó Guimarães el huerto hasta llegar al gallinero mientras Diego y María esperaban en la cocina. Se acomodó el maestro en su asiento, le sirvió María un vaso de vino y en esto entró de vuelta el portugués.

—Está empezando a llover ahí fuera —comentó y se acercó a la chimenea, hizo rodar un banquito y se sentó enfrente manejando el atizador para avivar la llama.

—¿Estuviste en el corral? —preguntó Veloso y dio un segundo trago a su vaso de vino.

—Estuve —respondió el portugués removiendo los rescoldos al rojo vivo—. Y bien, no hay nada que hacer —decía como reflexionando para sí mismo—. Lo que entrara allá los devoró a todos, maestro. Un ladrón no ha sido, porque hay indicios de que se los zamparon crudos. Un perro, un zorro... como dijo María.

Se alzaron las llamas, convenientemente oxigenadas, en la chimenea.

—Cuando llegué solamente quedaba el pavo. Dormía tranquilamente en el fondo del corral —cuenta María.

—¿Dices que el pavo dormía en el fondo del corral?

—Tal como oís, Don Diego.

Y mientras se acababa de dorar el supuesto pavo en el horno, María relató todos los incidentes relativos al caso que los dos pintores escucharon con atención perpleja. Se estaba bien en la cocina, el fuego había prendido en la leña y la chimenea tiraba a buen ritmo, la lluvia golpeaba leve en los cristales de las ventanas. Diego Veloso y João Guimarães degustaban sus vinos y los acompañaban con pequeños bocados de queso de oveja y pan, el uno frente a las llamas en su silla de nea, el otro sentado en el banco de adobe en la pared, María Gerson de pie, pendiente de que no faltara la bebida ni el pan ni el queso, cronista de los sucesos de esta Nochebuena que celebrarán comiéndose un cuando menos extraño, casi diríamos alucinante, pavo asado. El relato era lo suficientemente atractivo como para no cambiar de conversación hasta que anunció María que ya el pavo estaba listo y pasaron a la estancia, salón comedor, para dar inicio a la cena de aquel 24 de diciembre.

Buen gusto tenían tanto João como su cocinera y daba gloria contemplar la mesa que María había dispuesto siguiendo los consejos de su señor. Sobre un impecable mantel blanco, un ramo de claveles en el centro y dos fruteros repletos de frutas del tiempo que parecían combinar sus colores de manera calculada. Los platos de cerámica habían sido decorados por los pinceles del propio João, como las fuentes de loza, una para la sopa, otra para la ensalada: lechuga verde, aceitunas negras, blanca cebolla, aceite dorado, tomate rojo y cambiemos el tercio porque después de la sopa ya está aquí el deseado pavo al horno y feliz Navidad trinchó João el pavo, separó las alas, los muslos, las pechugas y brindaron por su felicidad presente y futura, y, en tono irónico, por la salvación del alma del pobre pavo "que ya no huele a romero", observó Diego Veloso. "Pues tanto mejor", aseguró el portugués, "porque no me convencía esa rara invención de mezclar los sabores del romero con el pavo asado".


8

Y comieron los tres de aquella carne tan tierna que se les deshacía en la boca, como esos dulces que parecen algodón liado en palo (fibra de azúcar tostado) y que cuando lo quieres masticar desaparece toda su consistencia quedando reducido a un sabor. Así era aquella carne. Pero su gusto era realmente extraordinario, divino. Los tres sabían que aquello no era normal, mas seguían masticando, sin detenerse apenas, enganchados al sabor celestial de aquella carne casi transparente que desaparecía en la boca, se deshacía hecha líquido y entraba en sus estómagos y en sus espíritus.

No decían palabra, quien prueba el sabor del cielo difícilmente soporta la experiencia. Ya en los primeros bocados abandonaron los modales, tenedor y cuchillo como si no existieran. Semejaban cerdos devorando sin darse tregua, y si alguno intentó hablar sólo salieron gruñidos de su garganta.

Acabó João su parte y sin mediar palabra ni reflexión ninguna lanzó un alarido antes de derribar a María de su silla y arrebatarle con gran codicia la comida que quedaba en su plato, la cocinera eructó desde el suelo y un fétido olor a romero podrido inundó la estancia. Desesperada, viendo que le arrebataban su ración, quiso hacer lo mismo con el plato de Veloso, pero éste, adivinándole la intención, le asestó tal patada en la sien cuando ella intentaba levantarse que la cocinera volvió a dar pesadamente con los huesos en el suelo. Un hilillo de sangre corrió por la comisura de sus labios. Estaba muerta.

Se respetaban mutuamente ambos pintores y no se atrevían a meterse mano, definitivamente desentendidos del cadáver que yacía en el suelo siguieron comiendo a grandes bocados hasta dar cuenta por entero del ángel sacrificado, huesos incluidos. Resbalaba la pringue por sus bocas y ofrecían un más que lamentable aspecto, grasientas las barbas, las ropas, descompuestos los rostros por la incontrolable gula. Luego, los dos pensaron lo mismo, pero Diego, a pesar de sus muchos años, fue más rápido en reaccionar y sin pensárselo dos veces agarró el cuchillo de trinchar y con gran presteza se lo hincó a João en el costado izquierdo, hasta la empuñadura. El portugués sorprendido, parece que quiso decir algo, pero nada dijo, eructó, tal como hiciera María Gerson, con nuevos efluvios de romero podrido, y cayendo sobre la mesa, murió.


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Diego se dirigió a la cocina sin mirar siquiera los dos cadáveres, buscó afanosamente en la basura hasta encontrar patas y cabeza del pavo. Comió éstas primero. Luego, la cabeza. Le arrancó el pico de un mordisco y tuvo que apartar la vista para no ver cómo aquella cabeza abría los ojos y le sonreía desde lo más hondo de los infiernos.


 

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