Francisco José Ramos

Heráclito y el Buddha: una sabiduría ancestral (*)

 

Nataraja (Wikipedia de Francia): Hoja de árbol bodhi

 


Pero la filosofía debería ser un esfuerzo para trascender la condición humana.
Henri Bergson

Estamos sin duda de vuelta al aspecto último e integral de la experiencia, despojado de la sofisticación teórica; esa experiencia cuya elucidación es el anhelo final de la filosofía, esto es: el flujo de las cosas que es la generalización definitiva en torno a la cual gira nuestro sistema filosófico.
Alfred N. Whitehead


 

I. Introducción

En lo que sigue se sacará a relucir los aspectos más sobresalientes de la enseñanza de dos grandes sabios de la antigüedad: Heráclito (aprox. 535-484ac.) y el Buddha Shakyamuni (aprox. 563-483ac.). [1] Más que un estudio de filosofía comparada, se trata de llevar a cabo un ejercicio meditativo que permita poner en justa perspectiva la vigencia de una sabiduría ancestral.

Destacamos los siguientes planteamientos. Primero, hay que reconocer el común trasfondo histórico de Grecia y la India, de tal manera que no sería adecuado pensar en términos de la dicotomía Occidente / Oriente. En los siglos VI y V antes de la era cristiana, Europa, en tanto que cuna de la civilización occidental, sencillamente no existía. Y la India era un rico y diverso mosaico de culturas que abarcaba un territorio mucho más extenso que lo que hoy constituye la nación-estado que ese nombre designa. Hay, pues, en la antigüedad una experiencia común en la que palpita el amor y la práctica de la sabiduría. (H 1, 7, 10) [2]

Segundo, hay que enfatizar que el acercamiento a las enseñanzas del Buddha que aquí se llevará a cabo no se basa en el ‘budismo’ entendido como práctica religiosa. Si bien es innegable la piedad y devoción hacia la figura del Buddha (o incluso la deificación de su persona), se entiende que las enseñanzas del gran sabio de la India no son reducibles a una creencia o dogma de fe. El propio Shakyamuni insistía en que lo fundamental no es ni el epíteto de ‘buddha’ ni, menos aún, su imagen o figura. Lo fundamental son las enseñanzas o Enseñanza (Dharma, Dhamma), la cual precede a todos los buddhas, y es independiente de que haya o no un Buddha o un Tathāgata (literalmente: «el que así va y viene»), pues ella apunta al corazón mismo de lo real (B, 1, p. 88; 6, p. 91).  En este contexto, lo que se conoce como ‘budismo’ es, en realidad, un desafío extraordinario para la condición humana, en medio de las múltiples y complejas polémicas que se han identificado con dicha nomenclatura a lo largo de más de dos milenios.

No hay que perder de vista que las características con las que en Occidente se identifica una religión, esto es: el supuesto de un supremo Dios trascendente y creador del universo, la idea del alma como una esencia substancial del individuo, la creencia en vida eterna después de la muerte en términos de esa individualidad, no se aplican al sasāna, es decir, al mensaje o dispensación del Buddha. Por eso no es adecuado traducir dicho término como «religión del Buddha», como todavía lo hace uno de los más distinguidos estudiosos del budismo en el pasado siglo XX, Th. Stcherbatsky (B, 10, p. 183).

También es claro que el concepto de religión tampoco es reducible a las mencionadas características. Dicho término remite, como bien se sabe, a la palabra latina religio, la cual está a su vez emparentada con los verbos religatio (acción de ligar o rodrigar) y religo, que significa ‘atar’, ‘ligar atrás’, ‘amarrar’, ‘sujetar’; pero también ‘desatar’. Sin embargo, sea cual sea el significado que le demos al concepto, hay que tener en cuenta que la diferencia categórica entre religión, filosofía, poesía, teología, ciencia, no es aplicable a la milenaria tradición de pensamiento de la India; ni tampoco a la filosofía de la antigua Grecia. En todo caso, en su conjunto, dichas categorías remiten al sentido, tan amplio como estricto, de la sabiduría.

En tercer lugar, se parte de la premisa de que tanto Heráclito como el Buddha son sabios, pero también filósofos o amantes de la sabiduría. Esto quiere decir que sus enseñanzas responden a la verdad de una experiencia y al experimento interminable de la condición humana; son su potencia o capacidad de entendimiento. El concepto de ‘verdad’ tiene en este contexto un sentido experimental y ontológico, pero no metafísico. Esto quiere decir que la verdad atañe a la investigación de las condiciones reales de la existencia, y no a una concepción especulativa acerca de la realidad. La verdad hay que entenderla entonces como alétheia (αλέθεια), en el sentido de despertar del letargo (a-léthe) de la existencia, y cuya realización está siempre latente en virtud de lo que en pali se denomina sati, es decir, el recogimiento y la completa atención con respecto a aquello que se experimenta en cada momento de vida (H, 6, p. 333; B, 6, pp. 164-165).

En cuarto lugar, hay que tener en cuenta que los fragmentos de Heráclito suman alrededor de 129 sentencias aforísticas, recogidas por los más diversos autores. Heráclito no tuvo discípulos sino exégetas, entre ellos, Platón y Aristóteles. Por su parte, las enseñanzas del Buddha están recogidas en cuarenta volúmenes, si nos limitamos al Canon Pali. La literatura posterior de las diversas tradiciones budistas es sencillamente enorme. En ambos se trata, sin embargo, de atender, sin cortapisas, al desconcierto de la temporalidad en la triple vertiente del concepto del tiempo, de la experiencia de la temporalidad y del momento justo (καιρός, khaṇa). [3]

En la tradición Zen este asunto fundamental se formula de múltiples maneras. Como, por ejemplo, con el siguiente kōan: «¿Qué momento es ahora?». He ahí resumida la gran paradoja del tiempo que en las enseñanzas del Buddha se nombra como anicca, esto es: impermanencia, fugacidad y transitoriedad. Esa es la prístina cualidad de todos los fenómenos, sean físicos o psíquicos, en virtud de la cual se pone en evidencia el apego o la adherencia por la que se generan las ideas de permanencia, presencia e inmutabilidad. En otras palabras, la matriz conceptual de la filosofía clásica: esencia (εῖδος), substancia (ουσία), fundamento (αρχή), sub-yacer (ὐποκειμαι). El esfuerzo consiste en comprender la verdadera naturaleza de las cosas y de vivir a la altura de ello. La ontología, bien entendida como la investigación de lo que está siendo, resulta, en este contexto, inseparable de la ética, bien entendida como la manera de habitar este mundo.

En quinto lugar, si bien el énfasis será en las confluencias de Heráclito con el Buddha, no hay por ello que perder de vista, sin embargo, las diferencias históricas, geopolíticas y culturales que envuelven ambas enseñanzas. Procederemos entonces a partir de la elucidación de algunos fragmentos de Heráclito, y de su examen a la luz de las enseñanzas del Buddha. Si bien se han tenido en cuenta aquí la edición en lengua inglesa de Charles H. Kahn (1979) y la edición en nuestra lengua de José Luis Gallero y Carlos Eugenio López (2009), la traducción de los fragmentos es nuestra.

A diferencia de Heráclito y al igual que Sócrates, el Buddha no dio forma escrita a sus enseñanzas. Estas fueron preservadas durante cuatro siglos por una imponente tradición oral hasta ser recogidas por vez primera en la escritura del ya mencionado Canon Pali, en Sri Lanka en el año 29 ac., es decir, casi quinientos años después de la muerte del Buddha. La expansión de esas enseñanzas desde la India a Sri Lanka, la China, el Tibet, Myanmar, Corea, Japón y, en general al sudeste asiático e Indonesia, hasta llegar a Europa y América, ha producido una rica, potente y en extremo variada literatura. Tengamos en cuenta que la escritura supone la puesta en escena del pensamiento, la escenografía en virtud de la cual la imagen y el concepto aparecen (H, 11).

Trataremos las enseñanzas del Buddha de manera independiente, al margen de las milenarias disputas de las diversas tradiciones, sectas y escuelas, pero ateniéndonos a estos cuatro ejes indiscutibles: las Cuatro Nobles Verdades, el Surgimiento Condicionado de los fenómenos, las Marcas de la existencia y la doctrina de los Cinco Agregados o componentes de la individualidad que generan la experiencia, tan necesaria como ficticia, de la identidad personal. Por otra parte, si bien nos concentraremos en el legado de su sabiduría que llega hasta nosotros a través de la más antigua tradición que es la Theravāda, tendremos en cuenta también la revitalización de sus enseñanzas en la obra de Nāgārjuna (siglo I-II dc.), Bodhidharma (siglo VI dc.) y Dōgen Zenji (1200-1253).

Partimos de la premisa de que los fenómenos tanto en su aspecto físico como psíquico están vacíos de toda substancia esencial, aseidad o mismidad en virtud del entramado infinito de las acciones que conforman el devenir o saṃsāra. Entra aquí en juego el concepto medular de suññatā (śūnyatā, en sánscrito). Todos los fenómenos, sin excepción, están vacíos de substancialidad y entidad permanente. El concepto de fenómeno (φαινόμενον) es lo más próximo antiguo al polivalente concepto de dhamma (dharma). Precisemos desde ahora que dicho término remite, en primer lugar, a los fenómenos en tanto que componentes materiales e inmateriales de lo real.

El mismo término de ‘fenómeno’ nos refiere además, de una parte, a todo aquello que se muestra de suyo, en su distintiva singularidad o modo de ser en el proceso, sin principio ni fin, de mutuo condicionamiento (saṃsāra); y, de otra, a lo incondicionado que, por definición, no tiene indicio ni signo (animittā), es decir, al nibbāna o nirvāna. En ese sentido, dhamma o dharma nos refiere a aquello que constituye lo real tal cual es. Finalmente, Dhamma o Dharma, escrito con mayúscula para diferenciarlo, significa, de una parte, la enseñanza del Buddha, la cual consiste en mostrar lo real tal cual es (tathāta), es decir, los fenómenos en tanto que componentes definitivos de lo que aparece y desaparece como realidad; y de lo real en tanto que ámbito absolutamente indeterminado. De ahí el otro epíteto ya mencionado del Buddha con el que él se nombra a sí mismo: Tathātagata, es decir, «lo que va y viene» de acuerdo con lo que realmente hay. De otra parte, Dhamma o Dharma indica también el proceso que conforma lo real en base al persistente aparecer y desaparecer de los fenómenos, pero también en base a lo que no está sujeto a dicho proceso o devenir que es lo incondicionado.

En definitiva, lo real envuelve tanto lo que está siendo o deviene en virtud de la delimitación de los fenómenos condicionados como el trasfondo de lo ilimitado que no está sujeto a condición alguna.

En este sentido, lo incondicionado no es el fundamento de lo condicionado sino, más bien, aquello sin lo cual no tendría sentido pensar ni hablar en términos del aparecer y desaparecer fenoménico de lo real. Tanto lo uno como lo otro constituyen lo que está siendo en la inmensidad del momento o en la infinita fugacidad. Lo fenoménico no es el velo que esconde lo absoluto sino lo absoluto mismo, absuelto de toda aseidad o mismidad. Tanto lo condicionado como lo incondicionado son inasibles en su inmediatez y vaciedad.

Si hay que hablar de «fundamento» del saṃsāra se diría que este consiste, paradójicamente, en su propia actividad abismal, esto es: una actividad que no tiene propósito ni sentido alguno, pero con un referente primordial que es precisamente lo incondicionado. De esta manera, las enseñanzas del Buddha toman distancias del monismo y del dualismo, de una parte, pero también del idealismo y del materialismo, de otra. Lo incondicionado (nibbāna, nirvāna) no es ni un más allá que trasciende el devenir del mundo ni un más acá que permite su inteligibilidad, a la manera de la Cosa en sí de Kant. Lo incondicionado es el referente ontológico y ético de lo condicionado, y no su fundamento metafísico.



II. Desarrollo

Comencemos con los siguientes fragmentos de Heráclito para hacer girar los vectores de nuestro ejercicio meditativo: F. 41 «Lo sabio es un único asunto. Entender la disposición (gnómen) por la que todos los fenómenos se entrelazan con todo (pánta dìa pánton, πάντα δὶα πἀντων).» F. 50: «Lo sabio consiste en escuchar, no a mí sino al logos, y acordar que todos los fenómenos son uno (estin en pánta einai, ἐστιν ἒν πἀντα ἒιναι).» F. 1: «A pesar de que este logos está siendo siempre [eóntos aiei: ἐόντος αἰεὶ], los hombres no logran entenderlo, antes o después de haberlo escuchado. A pesar de que todos los fenómenos ocurren de acuerdo con este logos, los hombres son como los inexpertos [o carentes de experiencia] cuando ensayan con estas obras y palabras que por mí son dichas, distinguiendo a cada uno [de los fenómenos] de acuerdo con su naturaleza y discerniendo lo que son. Pero otros hombres descuidan lo que hacen cuando están despiertos, de la misma manera que se olvidan de lo que hacen cuando duermen.»

Son diversas y conflictivas las interpretaciones que se han hecho del enigmático término logos en Heráclito. También el propio vocablo en griego antiguo es de una rica y densa polisemia. Así, por ejemplo, dice Hegel: «Con el Lógos, Heráclito nombra al Ser, el Uno que reúne todo lo existente; el Lógos es el ensamblaje original, el carácter constitutivo del Ser mismo.» (H, 6, p. 241) Por su parte, afirma Kahn: «Se trata de la afirmación más antigua de un monismo sistemático.» (H, 6, p. 315) Y de nuevo, Heidegger: «El fulgor del rayo pone delante todo lo presente. Este mostrar de un golpe es el Lógos, la posada que recoge y liga. El rayo está aquí como la palabra para nombrar a Zeus, el más alto de los dioses, el sino del Todo. Conforme a ello, el Lógos no sería otra cosa que el dios supremo. La esencia del Lógos haría así una seña en dirección de la divinidad.» (H, 6, p. 350) Frente estas versiones, pongamos a prueba de nuestra parte una elucidación que no es ni teísta ni monista.

Logos nos refiere a lo que está siendo siempre, no al Ser ni a la idea de un Dios supremo. Lo que está siendo siempre — lo sempiterno —, es precisamente lo que llega a ser, el devenir (gígnomai, γίγνομαι) que, en cuanto tal, no tiene un principio originario (arché, αρχή) ni una definitiva consumación (télos, τέλος). El logos es la tensión que en todo momento se manifiesta sin agotar nunca la latente actividad de su despliegue infinito, es decir: la verdad de lo que está siendo. Lo infinito es también lo ilimitado que, sin embargo, no cesa de delimitarse en virtud de la forma de lo que aparece y desaparece en un proceso de instantánea regeneración. Ese sería el metabolismo del devenir que se disipa momento a momento de manera indeterminada en medio de sus persistentes y conflictivas determinaciones: «El conflicto (pólemos, πόλεμος) es padre de todas las cosas y rey de todo. A unos los muestra como dioses, a otros como hombres. A algunos los hace libres, a otros esclavos.» (F. 33)

He ahí el aspecto impersonal del devenir que envuelve a todos los fenómenos en virtud de la incesante temporalidad (aeón, αἰών) y a tono con la reciprocidad de las acciones: «La adversidad reúne todas las cosas, y de la variedad de los sonidos se realiza la perfecta concordancia, y todas las cosas llegan a ser según la discordia.» (F. 8) No otro puede ser el sentido cósmico de la justicia que en pali lleva el nombre de kamma o karma, en sánscrito; palabra que no significa otra cosa que acción, pero que remite a la justa retribución de lo que intencionalmente se hace. En este contexto vale citar el fragmento 28: «La justicia (díke) alcanzará a los que fabrican mentiras y a los que juran por ellas.» De ahí también que el trasfondo del polémico logos — que no su fundamento —, sea justamente la serena actividad del devenir que Heráclito nombra así (F. 84): «transformándose reposa» (metabállon anapauetai, μεταβάλλον ἀναπαεύετάι).

Este último fragmento, al que volveremos al final de esta exposición, llega hasta nosotros citado por Plotino, sin sujeto, remarcándose así la impersonalidad de todos los fenómenos en medio de su singular distinción. Este detalle gramatical, sea o no accidental, pone en evidencia que esto, eso o aquello que se transforma y que identificamos con el devenir es también lo indeterminado en última instancia. En este sentido, el logos es lo más próximo al apeirón (απειρόν) de Anaximandro, el cual nos refiere, a su vez, al caos (χάος) de Hesíodo. El caos es el aspecto crucial e inherente del orden: su configuración.

A la luz de esto, el neologismo caosmos quizá sea una apropiada nominación de lo que es el corazón de lo real. [4] Escribe Heráclito: «El cosmos es el mismo para todos. Ni un dios ni un hombre lo ha creado, sino que siempre fue, es y será: fuego sempiterno que se apaga según medida y según medida también se renueva.» (F. 30) A su vez, el Buddha afirma que «este saṃsāra es sin un principio que se pueda desglosar.» (B, 1, p. 37) Saṃsāra es precisamente el término que designa en pali y sánscrito el devenir.

Logos y cosmos en Heráclito son lo más próximo al sentido de Dharma en las enseñanzas del Buddha, que se escribe con mayúsculas a la hora de designar el orden que rige el entrelazamiento de los fenómenos a tono con sus interacciones. Se trata de una ley que brota — sponta sua — de la actividad inmanente del devenir o saṃsāra. A su vez, el concepto medular de physis (φύσις) remite a los fenómenos condicionados o dharmatā. Se entiende así que que si «todos los fenómenos se entrelazan con todo», entonces ningún fenómeno existe en sí ni por sí mismo. Dado que el entrelazamiento es justamente el metabolismo del devenir que «siempre fue, es y será», entonces no hay un origen primordial de los fenómenos, pero tampoco una permanencia ni extinción definitiva. La actividad del devenir o saṃsāra se autorregula con su propio desenvolvimiento.

Lo que está siendo siempre, lo sempiterno, no es una esencia substancial o una entidad subyacente e idéntica a sí, en el sentido de la filosofía clásica de Platón y Aristóteles o de la escolástica. Se trata de una continua y, a la vez, momentánea actividad que persiste de manera indefinida a tono con el proceso de una combustión infinita. Indefinido significa que está siempre por determinarse; infinito significa que todos las determinaciones fenoménicas se abisman, momento a momento, en los confines de lo ilimitado.

No hay en un sentido estricto, «ser» o «no ser». Lo que hay está siendo siempre de acuerdo con la instantánea renovación del acaecer, y no ya la duración eterna de una substancia temporal. Ello es tan evidente como di/simulador (simulacro y disimulo) en virtud del juego, tan lúdico como trágico, del entendimiento y de la ignorancia. (H, 11) Se explican así los fragmentos 130 y 16 respectivamente: «La naturaleza es impulso di/simulador.» (physis kryptesthai phylei, φύσις κρύπτεσθαι φύλεῖ); «¿Cómo puede eludirse lo que nunca está oculto (λαθόι: lathói).» Estos dos fragmentos indican claramente que lo real o la physis consiste precisamente en el juego di/simulador del aparecer y desaparecer, surgir y cesar de los fenómenos. Pierre Hadot propone esta traducción que, a su entender, expresa muy probablemente lo que quiso decir Heráclito: «Ce qui fait apparaître tend à faire disparaître (= ce qui fait naître tend à faire mourir).» (H, 9, p. 84)

Es decir: aquello que tiende al aparecer o nacer es también aquello que tiende a hacer desaparecer o morir. La compenetración fenoménica del aparecer y desaparecer o, en su caso, del vivir y morir, en la que lo uno no se confunde con lo otro sin que por ello dejen de fundirse de manera indefinida es la tensión metabólica de la combustión universal. No hay una Realidad oculta más allá de lo que así se muestra.

Lo que hay es la verdad insondable o abismal de las apariencias que pasa por completo desapercibida para el que la ignora y se torna evidente para el que sabe reconocerla. Si se está a la escucha del logos, se percata uno, a la manera de una escala musical que «la armonía invisible es mejor que la que se hace ver.» (F. 52) Lo invisible es lo real que persiste, pero no permanece; desaparece, pero no se extingue. Siempre hay un resurgir, una instantánea regeneración que cesa también, y así ad infinitum. Un poema de la tradición Zen lo expresa así: «En un instante ochenta mil puertas se abren, / en un instante se consume el tiempo eterno.» [5]

De esa manera ni la idea de la aniquilación ni la de permanencia dan cuenta del acaecer fenoménico. Sin ser nada en sí mismos, los fenómenos se singularizan o distinguen en virtud de su mutuo condicionamiento. Puesto que no hay un fundamento último y subyacente que ordene el aparecer/desaparecer, lo que hay es la temporalidad del persistente transcurrir. En base a dicha constatación Nietzsche formula la «inocencia del devenir» (Umschuld des Werdens), teniendo en mente sin duda el célebre fragmento 52 de Heráclito: «El tiempo (αἰών: aeón) es un niño que juega a los dados. El reino es de un niño.» Umschuld significa que no hay culpa. Esto quiere decir que nadie es culpable de haber nacido. Uno deviene o llega a ser porque es justamente responsable de lo que se hace, dice y piensa. La inocencia del devenir es inseparable del designio de las acciones. Y el designio de las acciones no se puede desligar de la integridad y desintegración de los mundos.

Por esa razón el «bien» es el fruto del cultivo del entendimiento y el «mal» la consecuencia de la ignorancia. Esta otra tensión, profundamente ligada al metabolismo de devenir o saṃsāra, entre la ignorancia y el esfuerzo del entendimiento es la fuente de las mil y una formas de sufrimiento, malestar, dolencia, insatisfacción que en pali se nombra como dukkha y en griego páthema (πάθεμα). Nada más ajeno a la idea de un pecado original o de una culpabilidad originaria del bien y del mal.

A la luz de estas enseñanzas, el término saṃsāra abarcaría el sentido de gígnomai o devenir, physis o naturaleza y existencia, así como cosmos-caos o caosmos. Etimológicamente, saṃsāra está emparentado con samkhāra (pali, sankhāra). Ambos términos denotan la constante actividad de construcción y destrucción que distingue al devenir: el Juego del Niño que es propiamente lo que significa ser-tiempo.

La raíz de sankhāra indica el sentido de una acción común o colaborativa, tanto en sentido activo como pasivo, pues nos refiere a los factores o fuerzas que engendran un efecto como a los frutos o consecuencias de una acción. (B, 1, p. 55) Se explica así que sankhāra, que podríamos traducir por formación, sea el primer factor o fuerza desencadenante en el «origen condicionado» (paṭiccasamuppāda) de los fenómenos que constituye el saṃsāra. Desde esta perspectiva, el devenir puede describirse como la enredadera infinita de las interacciones, cuya combustión es la incandescencia del deseo y la consecuente ansia o anhelo de existir (taṇhā), la cual se nutre, a su vez, de la tensión de la ignorancia y del esfuerzo del entendimiento.

Con razón se refiere el Buddha al devenir o saṃsāra como la «la totalidad  del sufrimiento» dukkhakkhandhassa. (Recuérdese que dukkha también podría traducirse por tensión, conflictividad, padecimiento, dolencia, malestar, insatisfacción, y un interminable etc.) Quede claro que no se trata aquí, en absoluto, de un juicio de valor acerca del vivir y morir. Lo que se impone es el reconocimiento y experiencia directa de las condiciones reales de la existencia. Por eso también afirma Heráclito (F. 124): «El más justo orden del mundo no es más que un puñado de lágrimas vertidas al azar.»

Gallero y López traducen así: «El desorden es el más bello de los órdenes.» Heidegger comenta: «Todo es lanzado desde una posición contraria, como en un vaivén, y el ser es el conjunto de este inquieto ir y venir en direcciones opuestas. Si entendemos el significado básico de Lógos como conjunción, hay que constatar que la conjunción nunca es un mero amontonar, sino que implica la tendencia a separarse de aquello que se corresponde. No permite que todo se desmorone en la mera dispersión o se disuelva en una vacía ausencia de oposiciones, sino que mantiene lo que tiende al antagonismo en la máxima tensión.» (H, 6, p. 177)

Esta azarosa necesidad — así podríamos llamarla, para empatar con la noción de caosmos —, pone en justa perspectiva que la contingencia del azar es aquello que toca (contigit) vivir a cada cual como consecuencia de las acciones realizadas. No otra es la ley del karma. El karma es la activa fuerza del devenir que sostiene el antagonismo (pólemos,πόλεμος) de la ignorancia y el entendimiento; de la nesciencia (la necedad, la estupidez) y la sabiduría (o el vigor de la inteligencia). Lo anterior implica que son muchas las vidas que habitan una forma de vida, un determinado «modo de ser», una singular aparición.

Todo lo que ocurre, por más arbitrario que parezca, no hace más que responder a la disposición metabólica de la existencia. Más que un «diseño inteligente» se trata de un patrón que se presta a la inteligibilidad de acuerdo con la conflictiva organización fisiológica (πόλεμος, λόγος, φύσις) y del aparecer y desaparecer de los fenómenos. En última instancia, por ser insondable, lo real es también inasible: «No se puede entrar dos veces en el mismo río, ni tampoco es posible aprehender entidad mortal alguna, pues se dispersa y se reúne, a la vez se forma y se dispersa, se acerca y se aleja.» (F. 91, énfasis nuestro)

Si «El sol es nuevo cada día» (F. 60), entonces cada momento no es el primero ni el último sino el único. He ahí la matriz de la unicidad de lo real, en virtud de la cual la multiplicidad infinita no cesa de recogerse en la integridad del universo. Despertar significa, entre otras cosas, percatarse de que: «El mundo de los que han despertado es uno y común. Pero los durmientes se apartan, cada cual en su mundo privado.» (F. 6)

Lo uno es también la abertura ilimitada (χάος) y, por ende, el vacío de sí (śūnyatā). De esa manera, lo uno es también mucho. Pero su impersonalidad e insubstancialidad conduce a afirmar que lo mucho es, en efecto, ninguno (nec unus), pues no hay un «ser» al que podamos adherirnos ni un «no ser» en el que todo se disuelve. Persistir no es permanecer; desaparecer no es extinguirse.  Heráclito lo formula así «Mientras se entra en los mismos ríos, otras y todavía otras aguas fluyen y les renuevan.» (F. 12) El impersonal flujo del devenir es indisociable de una singular aparición que no cesa de disolverse en la multiplicidad fenoménica de lo que acaece: «Aprehensiones [syllápsies, σύλλάπσιες]: enteros y no enteros, convergentes divergentes, consonantes disonantes, de todos los fenómenos uno y de uno todo lo que hay.» (F. 10) Más que un juego de opuestos, el gran juego del mundo saca a relucir la infinita fugacidad, cuya verdad (αλέθεια) no excluye nada, puesto que nada hay que no cese de recogerse en la unicidad de lo real.

En las enseñanzas del Buddha esta verdad se identifica con las tres marcas de la existencia (tilakkhaṇa), y se expresa así: sabbe sankhāra anicca, / sabbe sankhāra dukkha, sabbe dhamma anatta («todos los fenómenos condicionados son impermanentes, [6] / todos los fenómenos condicionados son insatisfactorios, / todos los fenómenos son impersonales» o vacíos de aseidad (B, 2, versos 277-279). Digamos lo mismo con un haiku de Bashō: «Efímeras mariposas / en medio del campo / sombras luminosas» (Chō no tubu / hakari nonaka no / hikage kana). [7] Y percatémonos de que en el tercer verso, la palabra que se nombra como fenómenos es dhamma, pues incluye a lo condicionado y lo incondicionado. De esa manera saṃsāra y nibbāna comparten la misma insubstancialidad, impersonalidad y vaciedad.

Se entiende así el circuito de la actividad o ενέργεια (energéia) en virtud del cual nacer y morir, comienzo y fin, inicio y final se encuentran: «El principio y el fin son comunes en la circunferencia del círculo.» (F. 103) Y también: «El camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo.» (F. 36) La rueda de la existencia que es el saṃsāra expresa de igual manera la circularidad del nacer, morir y renacer de los seres vivos. A ello nos refiere el origen condicionado de los fenómenos o dharmas, es decir, el desenvolvimiento de las condiciones de la existencia a partir de la ingénita ignorancia que da pie a las formaciones mentales o psíquicas. Desde esta perspectiva, la mente (nāma) emerge de la materia (rūpa) a la vez que la materia se organiza con la mente. Reconocida la dimensión abismal de lo real, tanto la mente como la materia se revelan como insondables. Esto parece confirmarse con el F. 45: «Jamás encontrarás el límite de la mente (psyches peírata), por más que recorras los caminos. Tan profundo es su logos.» 

Precisamente porque no hay un principio originario de los fenómenos, en el plano de los seres vivos, el momento de morir da paso al momento de (re)nacer y, por lo tanto, a la renovación ad infinitum de la existencia. El término devenir (en pali, bhava) indica justamente la actividad y la fuerza vital que constituye la existencia en su continuidad (en pali, bhavanga). Ese es el sentido primordial de la psyché (ψυχή), término que se suele traducir por «alma» (del latín, anima), pero que podemos traducir también por «mente» (del latín, mens), para empatarlo con nāma, haciendo valer así la raíz sánscrita de su procedencia. Dicho momento de morir es también el sobresalto, por así decirlo, de un «momento de conciencia» (pattisandhi citta) que es la condición para que surja una recomposición de la mente y del cuerpo. De esa manera, más que una «reencarnación» o «transmigración del alma», habría un renacer de las fuerzas vitales en función del vestigio de lo vivido.

No habría así resquicio alguno para un materialismo estricto o restringido ni, menos aún, para el supuesto de una completa independencia de la mente con respecto a la materia. Tampoco habría lugar para la idea de una Entidad eterna y permanente, o para la total aniquilación o extinción. El Buddha insiste, una y otra vez, en el criterio del «camino medio» (mājjima patipāda). Este criterio será reafirmado y consolidado más de cinco siglos después por el sabio Nāgārjuna y la doctrina del madhyamaka que significa también «camino medio» en sánscrito.

Todo se juega en cada momento por vía de una instantánea regeneración, por la que nada permanece ni nada se extingue. Prevalece la tensión pulsional del devenir que ni se petrifica en el ser ni se aniquila en el no-ser. De ahí que la exposición que tradicionalmente se hace del «origen condicionado» de los fenómenos saca a relucir el dinamismo de un campo de fuerzas en constate proceso de resarcimiento. La actividad generativa y degenerativa del devenir envuelve cada «modo de ser» en la vibrante intensidad de cada momento, y no solamente en la prolongada extensión de un determinado periodo de vida. De ahí que el acto de la respiración se entienda como la constante in-ex-halación de una actividad que es tan fugaz como infinita. Este es el asunto del surgimiento u origen condicionado de los fenómenos que esquemáticamente puede formularse así:

La ignorancia es la condición de la formaciones mentales o sankhāra; estas son la condición kármica para que surja la conciencia ligada a la mente-materia (cuerpo, organismo); mente-materia es la condición para el surgir de la base de los seis sentidos, los cuales son también la condición para que surja el contacto, y este para que surja el deseo; y el deseo es condición para el surgir de la adherencia, y este para que surja la existencia; la existencia es condición para que surja el nacimiento, que es la condición de la «vejez, la muerte, el dolor, la aflicción, la desesperanza», etcétera. No hay en esta actividad o energetismo un substrato o entidad metafísica que sirva de base o fundamento a su desenvolvimiento. (B, 1, p. 353; B, 5, P. 1, Cap. 6)

Por otra parte, hay que resaltar que en tanto que condición, la ignorancia no es la causa primera sino la matriz de la existencia. (B, 9, p. 81)

Hay que tener en cuenta que por ser el despliegue de una única actividad, las condiciones de la existencia conforman la acción (praxis) de la multiplicidad conjuntiva del devenir y de la síntesis disyuntiva del aparecer/desaparecer de los fenómenos o dharmas, sean físicos o psíquicos, materiales o inmateriales. [8] Esto es crucial para entender el hecho de que los fenómenos no son en sí ni por sí mismos, sino que sólo llegan a ser en el entramado de sus interacciones. Por esta razón, al decir que los fenómenos son insubstanciales (anattā), esto no debe entenderse como si fueran flácidos, chatos o apocados. Todo lo contrario: la insubstancialidad es lo que mueve a la adherencia (upādāna) y, por lo tanto, al poderoso sentido de la identificación y de la apropiación, a raíz del contacto (phasso), el deseo (taṇhā) y la sensación (vedāna).

Se explica así que la ilusión del deseo que mueve al apego desemboque en la desilusión que desemboca en la repulsión, con la misma facilidad con que el amor se trueca en odio. Esta doble vertiente del apego y de la repulsión se puede reconocer también en la materia, en sus aspectos más elementales, y no solamente en la mente corpórea o el cuerpo mental.

De la misma manera, cuando se afirma que los fenómenos son vacíos de sí, no se quiere decir con ello que sean irrelevantes, débiles o carentes de fuerza. Por el contrario: el vacío o la vaciedad es inseparable de la potencia o fuerza física o corpórea de una aparición. Por eso en la tradición Zen se afirma que «el vacío es exactamente forma [material] y la forma [material] exactamente vacío.» Lo mismo aplica a la forma inmaterial característica de los pensamientos.

Aflora así de nuevo la ley del karma o kamma. Como ya se ha dicho, karma significa acción. Pero en las enseñanzas del Buddha se precisa que lo fundamental en las acciones es la intencionalidad con la que un acto se lleva a cabo, pues es así como se singulariza una determinada actividad o fuerza vital. En otras palabras, el karma es la manera en que momento a momento se realiza el energetismo intencional y singular de lo que se hace con el cuerpo, los pensamientos y el lenguaje. Esta actividad enlaza justamente con la fuerza vital del momento de nacer y su desenlace en el momento de morir.

Si nos preguntamos qué es lo que real y efectivamente ocurre con el nacer y el morir, la respuesta sería: el caudal de intensidad vital que se genera y degenera en el proceso de un determinado modo de ser, donde «ser» equivale en un sentido riguroso al aparecer/desaparecer de lo que se muestra como «individuo» y lo que se hace con el conglomerado inseparable de mente, cuerpo y lenguaje. Con razón dice magistralmente Heráclito: «El nombre del arco (βίος) es vida (βιός), su obra muerte.» (F. 48)

Hay que subrayar aquí que el vocablo nāma que se traduce por mente, significa también «nombre». De nāma proviene también nomen en latín, ónoma en griego y name, en inglés y alemán. Se entiende entonces que se pueda asociar el compuesto nāma-rūpa (mente-materia/cuerpo: categoría medular en las filosofías de la India), con los términos griegos phrónéein, psyché y lógos en Heráclito, los cuales nos refieren a la fuerza vital propia del alma, la entereza del entendimiento, la potencia del lenguaje y la acción del cuerpo. He ahí la entereza de lo que propiamente significa ese pensar (phrónéein) que, para Heráclito, es «común a todo» (F. 31), y no una propiedad particular.

Este asunto fundamental se corona con estas luminosas palabras: «La integridad del pensar (sophroneín) es la más grande virtud y sabiduría: actuar y hablar lo verdadero, percibiendo lo que está siendo [los fenómenos] de acuerdo con su naturaleza.» (F. 112: σωφρονεῖν ἀρετσ μεγίστη καὶ σοφίν λέγειν καὶ ποεῖν κατὰ φὐσιν ἐπαϊοντας.) Tengamos en cuenta de nuevo el F. 1, citado por Sexto Empírico: «…A pesar de que todos los fenómenos ocurren de acuerdo con este lógos, los hombres son como los inexpertos [carentes de experiencia] cuando ensayan con estas obras y palabras que por mí son dichas, distinguiendo a cada una de acuerdo con su naturaleza y discerniendo lo que son. …».

Tiene sentido entonces hablar de la verdad de la experiencia y de la experiencia de lo verdadero. En lo primero se enfatiza la capacidad de entender lo que realmente hay; en lo segundo, la capacidad de vivir a la altura de dicho entendimiento. Recordemos que la verdad o αλέθεια implica el despertar y, por lo tanto, el abandono del letargo de la existencia, es decir: ver lo real, lo que está siendo, tal cual es, de acuerdo con la naturaleza o talidad (tathāta) de los fenómenos. En eso consiste la integridad del pensar y el recto entendimiento.

Por lo tanto: «Es propio de la fuerza vital (psyché) un logos que se intensifica a sí mismo.» (F. 115. Véase de nuevo más arriba F. 45.) El entendimiento, fruto de la potencia ‘psicológica’ (psyché-lógos) de la mente, resulta inseparable del ánimo o fuerza vital que conforma las necesidades y actividad del cuerpo. La psyché (ψυχή: fuerza vital, ánimo, alma, mente), si bien es inseparable del cuerpo, no está por ello sujeta a los límites de una determinada forma física o corpórea. Heráclito la define como «una exhalación que percibe, diferente del cuerpo y siempre fluyendo.» (F. A15, cit. por Aristóteles) De ahí su dimensión insondable, aunque siempre en el mismo plano inmanente de la physis.

Lo anterior permite entender que, de una parte, «Hay que deshacerse de los cadáveres antes que del estiércol» (F. 96), pues un cuerpo desanimado es materia putrefacta. Y, de otra, que «Es difícil luchar contra la pasión (θυμῶ), pues todo lo que anhela lo logra a expensas de la fuerza vital (psyché).» (F. 85) Razón por la cual, «Urge más sofocar la furia (o soberbia: hybris, ὕβρις) que acabar con un incendio.» (F. 43) Estos tres fragmentos permiten apreciar la composición cosmo-psico-fisio-lógica que pone en juego las pasiones y los deseos en tanto que enlace afectivo determinante de la condición humana. En este contexto no podemos dejar de pensar en la definición de Spinoza en su Ética: «El deseo (cupiditas) es la esencia del hombre.» Y también tener en mente las dos primeras nobles verdades: la verdad del sufrimiento (dukkham ariyassacam) y la verdad del origen del sufrimiento (dukkhasamudayam ariycasaccam) que es el deseo (taṇhā; desidierium), bien entendido como ansia o anhelo de existir, que asociado con placer y pasión se deleita aquí y allí. Es decir, el deseo sensual, el deseo por la existencia y el deseo por la no existencia. (B, 9, cap. III)

Se explica así la contundente sentencia del siguiente fragmento: ήθος άνθροποι δαιμον (éthos ánthropoi daimon): «El carácter del hombre es su destino.» Al respecto, comenta Charles H. Khan: «Y dado que el destino de la psyché después de la muerte será una prolongación directa de su vida y de su muerte, nuestro destino ahora y porvenir está en función de la elección que se haga entre una vida noble o una propia de las bestias. La causa no está en las estrellas sino en nosotros.» (H, 8, p. 261)

Este lúcido comentario nos devuelve de nuevo al asunto del karma. Lo que persiste — a no confundir con algo que permanece — en el ciclo de la existencia es la fuerza vital que envuelve las acciones, sean humanas, no humanas o divinas. Habría que decir que lo que sostiene esa fuerza vital es la combustión del deseo y el apego o adherencia que se sigue del anhelo de existir o de no existir, sean como deleite para con esta vida y como esperanza de una vida mejor en un plano transmundano. Este punto es crucial para apreciar la confluencia entre la sabiduría de Heráclito y la del Buddha, y sus diferencias con el supuesto de una entidad eterna e idéntica a sí, que en la tradición platónico-cristiana-cartesiana se identifica con el Alma, en la tradición brahmánica con el Atman y en el jainismo con el espíritu interior de jiva, a la manera de las mónadas de Leibnitz.

En la tradición budista el ejemplo más recurrente para explicar las formas indefinidas e imprevisibles de una reconexión o renacimiento es el de la vela. Así, la llama de una vela que enciende la de otra vela, no es del todo la misma ni tampoco completamente diferente. Sin embargo, está claro que la una no podría ser sin la otra. Lo que insiste es el metabolismo de un proceso energético que no deja de singularizarse en virtud de una determinada fuerza de combustión o hálito vital. Este proceso es tan íntimo como impersonal. Íntimo porque depende de las acciones volitivas de una fuerza singular irrepetible; impersonal porque no está sujeto a un ser, entidad o individualidad permanente, a una persona o esencia substancial. 

Con razón, y mordaz ironía, dice Heráclito: «Lo que aguarda a los hombres después de muertos, ni se lo esperan, y ni siquiera pueden imaginarlo.» (F. 27) Sentencia que debe comprenderse a tono con esta «joya artística en miniatura», como la nombra Khan: «A grandes muertes corresponden grandes destinos.» (F. 29: μόροι μεζόνες μεζόνας μοίρας λαχάνουσι) La palabra que se traduce por destino es móira. En la tradición poética, nos recuerda Khan, su sentido alude al ‘lote’ o porción de vida que se delimita en el momento de la muerte. El efecto de resonancia con moíra que significa ‘muerte’, remite a la raíz en común que es meiromai, que significa, justamente, ‘lo que se recibe en virtud de lo compartido’. Significado que enlaza en términos de densidad lingüística con lachanousi que significa ‘recepción’, ‘correspondencia’. (H, 8., p. 231)

Los dos términos que se traducen por ‘destino’, daímon y móira, remiten en última instancia a la intencionalidad de la acción (karma) y al fruto de dichas acciones (vipeka). Eso es lo que forja el carácter (éthos) de lo que aparece y desaparece como individuo. Cada cual es, en definitiva, consciente o inconscientemente, el forjador de su vida y de su muerte. Ananda le pregunta al Buddha: «¿Por qué se produce el devenir (la existencia: bhava)?» El Maestro responde: «Ananda, si no hubiera un kamma que madurase en alguna existencia sensorial, ¿podría aparecer el devenir en el plano de los sentidos?» (B, 6, p. 83) La misma pregunta se hace con respecto al plano de la materia sutil y de lo inmaterial, los cuales abarcan también la existencia.

Según las enseñanzas del Buddha, existir es vivir y morir. A su vez, la ignorancia es condición de la existencia y la existencia es condición del entendimiento. Habría que ir entonces más allá de la ignorancia y del entendimiento; más allá de la vida y de la muerte; «más allá de los ilusos pensamientos», como se lee en el Sutra de la Perfección de la Sabiduría (Prajñāparāmitā Sutra) de la tradición Mahāyāna y, en particular, del budismo Zen. En este contexto, este «más allá» no es la trascendencia hacia un ámbito sobrenatural o meta-fenoménico, pues no hay una cosa en sí, al decir de Kant, que trascienda el acaecer del devenir.

Por esta razón, el «más allá» indica más bien el acto decisivo de rebasar la existencia y traspasar el devenir. Rebasamiento y traspaso que dejan intacto el fondo sin fondo de lo real. De esa manera la mente se percata de la vaciedad de los fenómenos, incluyendo el vacío con el que se despliega su propia actividad. Todo ello es inseparable de la profunda experiencia del sufrimiento, con frecuencia desgarrador, que estremece la fábula del mundo.

En algún lugar, dice Salvador Dalí que «el universo no se parece a nada», que el universo no tiene nunca una forma definida. Esto implica que no hay una realidad universal en sí misma. Que lo que hay es un proceso de formación en el que todos los fenómenos, humanos y no humanos, colaboran dando «forma a la realidad» (la frase es de Alberto Giacometti). Así, por ejemplo, un insecto o una planta, como cualquier otro fenómeno, colaboran de manera completamente insospechada, en la configuración del devenir. En el plano humano, la misma colaboración se torna mucho más compleja debido a la «selva neuronal» del cerebro, al carácter de la intencionalidad y a la potencia creadora del lenguaje. Está claro que lo real no se agota en la realidad. He ahí otra manera de entender la actividad que da pie también a la obra de arte, a la palabra poética, a la poesía: «Lo real, no la realidad, / es la palabra fuera del lenguaje, la irrepetible. // Lo real es la palabra que sólo se escucha, la indecible, siempre alteridad, / cada vez más poesía, poesía inicial.» (Hugo Mujica)

El trasfondo del más insignificante aspecto de la vida cotidiana o del esfuerzo más sublime de la condición humana es siempre el mismo, pues pone en evidencia o saca a relucir el vacío (śūnyatā) del mundo y, con ello, la plenitud de nirvāna. Hay una dimensión de lo real que traspasa y rebasa la confabulación de la mente y la materia, sea humana, no humana o divina y, por lo tanto, el sufrimiento.

Es así como lo incondicionado puede entenderse como el vacío-vacío (śūnyatā śūnyatā), o lo absolutamente vacío de sí que solamente puede realizarse o llevarse a cabo desde las condiciones reales de la existencia. El vacío, así entendido, no es falta o carencia; ni una cualidad física o psicológica, sea negativa o positiva. El vacío no es la negación de los fenómenos, pero tampoco su trascendencia. Se trata, por el contrario, de su empírica e inmanente confirmación. En este contexto, hay que distinguir entre la experiencia nihilista (o, si se prefiere, depresiva) del vacío y el vacío como dimensión constitutiva de la experiencia. Lo primero es lo que ha sacado a relucir la cultura contemporánea y la pretendida fundamentación tecnológica del aparato cibernético que el capitalismo mundial promueve de manera delirante. Lo segundo es la abertura ontológica y ética del devenir y su desfondamiento abismal, pero también liberador. La extrema simplicidad de lo que está siendo, la talidad, el simple ser-así de lo que está siendo: he ahí otra manera de nombrar el juego infinito y di/simulador de las apariencias.

Al respecto, lo real de nirvāna o nibbāna, siendo como el saṃsāra igualmente increado, es además lo absolutamente indeterminado y, por lo tanto, indescriptible (anakkhāte), dado que no tiene forma ni límite alguno. Desde esta perspectiva, lo inefable no es tanto lo indecible como lo que rebasa el anhelo de fabulación.

Cuando la mente se despoja de sus propias fabricaciones (samkhāra), los fenómenos se muestran tal cuales son, en su constante aparecer y desaparecer, esto es: en el ya mencionado juego di/simulador que Heráclito supo entender. La gran fábula del mundo está completamente vacía de todo ser, esencia, substancia o entidad, sea o no humana. En este contexto adquiere sentido el célebre fragmento 93 de Heráclito: «El señor cuyo oráculo está en Delfos ni declara ni oculta, sino que señala.» (semaínei, σημαίνει). En el ámbito del Dharma o Dhamma, este señalar apunta, paradójicamente, a lo que no tiene signo (animittā) que es, precisamente, nirvāna o nibbāna.

Nirvāna o nibbāna es la fusión de la verdad de la experiencia y la experiencia de lo verdadero por la que se realiza la experiencia pura de lo real. Se llama «pura» esta experiencia porque no está sujeta a nada ni a nadie. De ahí la integridad de la experiencia con aquello que se experimenta, lo cual tiene como consecuencia el cese (nirodha) del ansia de existir (taṇhā). El Buddha la describe así: «Yo os digo, oh bikkhus, que ahí no se entra, que de ahí no se sale, que ahí no se permanece, que de ahí no se decae y que de ahí no se renace. Carece de fundamento, carece de actividad, no puede ser objeto de pensamiento. Es el fin del sufrimiento (dukkha).» (B, 4, p. 227)

La pureza e integridad de dicha experiencia es lo propio del despertar. Se trata, de una parte, de un estado o fenómeno mental y, de otra, de una compenetración con el corazón de lo real que conduce a una forma de vida en virtud de la cual estar en este mundo implica también no quedar cautivo de la inmundicia.

Esto último explica el énfasis que las enseñanzas ponen en la des-identificación; en el abandono del anclaje de la subjetividad; en la emancipación de toda sujeción a la idea e imágenes complacientes de sí mismo, a la vanagloria. Ese es el asunto fundamental de la práctica meditativa. No se trata aquí de una ‘estrategia psicológica’ con vista a ‘negación del yo’ y a la realización del desapego. El asunto es más interesante y digno de un persistente ejercicio de experimentación a tono con la fugacidad infinita del devenir. Se trata de vislumbrar y entender el campo de fuerzas que dan a luz lo que aparece y desaparece como fenómeno, incluyendo a la propia individualidad. Se trata de compenetrarse con la compleja y poderosa interacción de la mente y del cuerpo con el fin de liberarse de sus ataduras o ligaduras.

Lo anterior supone, de una parte, lo que aparece como individuo, esto es: como una entidad indivisible e idéntica a sí. Esta «individualidad» se despliega en función de los hábitos convencionales y coordenadas espacio-temporales de la cultura. No importa cuán confusa o turbulenta, agradable o placentera, sea dicha apariencia, el hecho (factum) es que a ella se la identifica con la idea (fictum) del yo o de la identidad personal. (B, 8, Prefacio) Recordemos, de paso, que en la filosofía europea dicha idea fue objeto de un radical cuestionamiento por parte de David Hume.

De otra parte, hay la posibilidad de considerar lo que así aparece de manera más íntegra, desprendida y desencantadora. Esto quiere decir: concebir al individuo como un agregado o componente psicofísico de actividad corpórea (rūpa), sensaciones (vedanā), percepciones (saññā), formaciones mentales (saṇkhāra) y actos de consciencia (viññāna). El apego o adherencia a todos y cada uno de dichos componentes remite al ansia de existir o la ilusión anhelante del deseo, el cual no tiene otro contenido que su insaciabilidad. Ese sería, precisamente, el anclaje de la subjetividad. La práctica meditativa consiste en observar y percatarse del vacío e inanidad de dichos componentes o agregados. De esa manera se realiza o lleva a cabo la emancipación de sí mismo por uno mismo. Ello constituye la tarea interminable e inagotable de lo que significa despertar.

Para ilustrar lo dicho, leamos estas tres sentencias del Buddha que evocan la escritura aforística de Heráclito: «En constante recogimiento, siempre perseverando, los sabios tocan el nibānna, el incomparable sosiego de las ligaduras (yoggakhemam).» «El bikkhu de mente serena, que ha entrado en una casa vacía y percibe claramente el Dhamma, experimenta un goce superior al de los humanos.» «Cada vez que comprende el surgir y cesar de los agregados, experimenta regocijo y deleite. Para los que comprenden, eso es lo inmortal (amatam)».  (B, 2, versos 23, 373, 374) Esta «inmortalidad» no sería ya la del individuo sino la que apunta al reconocimiento de que no hay un ser o entidad substancial que nace ni tampoco, por lo tanto, nada ni nadie que muere.



III. Conclusión

El llamado de Heráclito es a investigarse a sí mismo: «Me he investigado a mí mismo.» (F. 101) Esta investigación consiste en percatarse de la dimensión insondable de la mente, de las fuerzas vitales, del cuerpo, de la materia y, en definitiva, del universo entero. Dice también Heráclito, según algunas fuentes, que no recogen Diels y Kranz: «Se llama padre justamente a quien ha llegado a ser hijo de sí mismo.» (H, 6, págs. 317-320) En ese mismo sentido, Shakyamuni advierte sobre la necesidad de hacerse cargo de sí, de ser el forjador y el protector de la propia vida: «Uno mismo es realmente el protector [o refugio] de sí mismo. ¿Qué otro protector habría? Ejercitándose bien a sí mismo uno obtiene un protector difícil de obtener.» (B, 2, verso 16)

Parecería que con esta afirmación de sí mismo (attā) se entra en contradicción con la doctrina de la insubstancialidad (anattā). Sin embargo no es así. Dicho sí mismo alude, en este contexto, a la singularidad o carácter (éthos) de una determinada forma de aparecer; no al substrato de una entidad anímica. Cada cual ha de hacerse cargo de sí en virtud de la ocasión de su existencia que la actividad kármica y la combustión del deseo ponen en juego. Por otra parte, hay que advertir que en la expresión de anattā, la partícula ‘a’ no contiene, necesariamente, una connotación negativa. [9]

No se trata de negar el ‘sí mismo’, el ‘yo’ o el ‘alma’ (En inglés se suele usar, al respecto, la fórmula no-self o no-soul). Se trata más bien de llamar la atención sobre el detalle medular de que el incontenible flujo del devenir es ajeno al supuesto de una entidad fija y permanente que subyace a la infinita fuga o transitoriedad de los fenómenos. Se trata, sin duda, de un fenómeno muy extraño este asunto de la existencia, del nacer y del morir, de la constante transformación de los fenómenos. Esto es algo que el gran Platón supo comprender muy bien, como se desprende de estas palabras que se ponen en boca de Diotima: «Pero todavía mucho más extraño que esto es el hecho de que los conocimientos sólo nacen unos y perecen otros en nosotros, de suerte que no somos idénticos a nosotros mismos ni siquiera en los conocimientos, sino que también les sucede a cada uno de ellos lo mismo.» (Simposio, 208a)

Ante esta extrañeza de lo que implica nacer y morir, la investigación y protección de sí mismo corre a la par de la investigación y compenetración de lo que está siendo. «Siempre estamos investigando», ha dicho en algún momento Pirrón. Por esta razón, no importa cuán incalculables sean la distancias en el orden abismal del universo, no hay, en última instancia, separación alguna entre los fenómenos en virtud, precisamente, de su vaciedad. Se podría hacer esta afirmación: nada en sí mismo, todo en cada cosa.

No estamos tratando aquí de una creencia sino de una convicción que nace de la confianza y entrega a la sabiduría (σοφία, prājñā, paññā). Por ello, tampoco se trata de preguntar si la existencia tiene o no sentido. Se trata de constatar por sí mismo las condiciones que conforman el devenir o saṃsāra, y realizar su efectivo traspaso, rebasamiento y santificación, habría ahora que añadir. «Rebasar» significa: volver una y otra vez al punto álgido, silente e inmarcesible de la disipación. «Traspasar» significa: ampliar los confines de lo ilimitado. «Santificar» indica (σεμαναί): la emancipación del ansia de existir (taṇhā) y, por lo tanto, de los propios pensamientos. Por eso en el «Sutra del corazón» se dice: «Mucho más allá de los ilusos pensamientos, esto es nirvāṇa.» Por eso también, en la práctica de zazen, al rebasamiento se le nombra hishiryō, es decir: el traspaso del pensar (shiryō) y del no-pensar (fushiryō), a la manera de quien saca su cabeza fuera del fuego. (B, 3, cap. 6) El rebasamiento, traspaso y santificación del devenir o saṃsāra remite, pues, a la insondable plenitud del nirvāṇa.

«El fuego discierne y abrasa todas las cosas», afirma Heráclito (F. 66) «El fuego todo lo abrasa», confirma el Buddha. (B, 1, p. 346) El fuego es símbolo por excelencia del saṃsāra: la combustión del deseo que enardece la existencia. El fuego es también, en Heráclito, la imagen mítico-poética, pero también conceptual del devenir. De ahí que sea el correlato del logos y de díke, la justicia cósmica. Sin embargo, hay en el Buddha una decisiva disipación del fuego que es lo que significa, precisamente, nir-vāṇa. La relación, identidad o no-relación de nirvāṇa y saṃsāra es algo que ha sido, y sigue siendo, muy discutido en la literatura budista. Se podría afirmar, tentativamente, que lo incondicionado es aquello, absolutamente indeterminado, que arropa y envuelve lo condicionado, el ciclo infinito del aparecer y desaparecer de los fenómenos. Esta envoltura no implicaría ni identidad ni diferencia entre nirvāṇa y saṃsāra. Cabe preguntarse si hay algo similar o equivalente en Heráclito, sin tener que asignarle a la noción de nirvāṇa un significado metafísico y trascendente. (H, 4, Conclusión)

En todo caso, no hay que perder de vista que ni lo condicionado ni lo incondicionado contienen un ser propio, una aseidad o mismidad, a la que pueda la mente o el pensamiento aferrarse. En el caso de la existencia, no hay nada en el vivir y el morir que permanezca idéntico a sí; en el caso de lo absolutamente indeterminado, no tiene sentido hablar ni pensar en términos de la existencia o no existencia. Esta es la razón por la cual cuando al Buddha se le pregunta si el Tathāgata existe o no existe luego de la muerte; si el mundo tiene o no tiene un origen, si existe o no el sí mismo, etc., el Buddha guarda silencio. No se trata de un reconocimiento de lo inefable sino, más simplemente, de que cualquier cosa que se diga al respecto en términos categóricos de afirmación o negación no contribuiría para nada al entendimiento. Lo fundamental es la verdad de la experiencia y la potencia del lenguaje para traslucir la experiencia de la verdad. No es que falten palabras; es que llegado el momento, toda palabra está de más. [10]

Ahora bien, puesto que tanto nirvāṇa y saṃsāra son igualmente inseparables, el vacío que conforma el devenir es también lo ilimitado, allí donde (¿dónde?) ya no hay forma ni límite. Desde esta perspectiva, la incandescencia del fuego no deja de abrirse al soplo que consume la llama. Aún en medio de sus subyugaciones, «la mente», afirma el Buddha, «es luminosa», pues por más que nos aferremos a sus fabricaciones, ella está absuelta de sí misma. (B, 6, p. 22) Por esta razón «tu» mente no es tuya sino que es la mente; y esta mente es la mente de cada uno que es también la mente de nadie: «El emperador le pregunta a Bodhidharma: ‘¿Cuál es la verdad última?’ Bodhidharma responde: ‘El vacío sin límites. Nada sagrado’. El emperador pregunta: ‘¿Quién está ante mí?’ Bodhidharma responde: ‘No lo sé’.» Esta célebre historia de la tradición Zen hubiese deleitado a Heráclito, el pensador de la experiencia radical de lo común (zynós, ξυνός) que salió a la búsqueda de sí mismo sin encontrarse jamás.

De esa manera también se afirma la inmensidad del momento que es el devenir, y el recogimiento del universo entero en la dimensión abismal (caosmos) del logos. «Que el momento no escape de vosotros», dice también el Buddha. (B, 2, verso 315) Ese sería el asunto fundamental del amor y de la práctica de la sabiduría, cuyo referente no es otro que el corazón imperturbable y conmovedor de lo real: «transformándose reposa».



NOTAS

(*) Este es el texto íntegro de la conferencia inaugural del curso 2016-2017 de la Sección de Asia oriental, adscrita a la Universidad de Sevilla. Quiero agradecer la gentil invitación que su director, el profesor Antonio Molina Flores, me hiciera a tales efectos.

[1] Hay que precisar que la expresión Buddha, aparece así escrita en este trabajo para resaltar su significado original en lengua pali. Al respecto, ha escrito bikkhu U Nandisena: «Budha + ta = Buddha. Ta es un sufijo de derivación primaria (kita) que se usa después de la raíz en el sentido del agente o sujeto en todos los tiempos (pasado, presente y futuro). Por lo tanto, se denomina Buddha a aquél que conoce, conoció y conocerá todos los estados [o fenómenos: dhamma] clasificados en condicionados (sankhāta), incondicionados (asankāta) y convencionales (sammuti).» http://www.btmar.org/files/fdd/etimologiadebuddha.htm.

[2] Se indica con las iniciales los nombres de Heráclito y Buddha, seguida de los números de los libros referidos.

[3] Sobre este asunto, puede consultarse el amplio y hermoso estudio de Manfred Kerkhoff, Kairós. Exploraciones ocasionales en torno a tiempo y destiempo. San Juan, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1997.

[4] Véase G. Deleuze y F. Guattari, ¿Qué es la filosofía? (1993). Barcelona, Editorial Anagrama.

[5] Doka Daishi, Shodoka. Barcelona, Editorial Kairós, 2001.

[6] El adjetivo ‘impermanente’ no existe en nuestra lengua. Pero es necesario contar con ella, pues la expresión ‘no permanente’ tiene una carga negativa que es ajena al termino pali anicca.

[7] Sam Hill (trad.), The essential Bashō. Boston & London, Shambala, 1999, p. 97.

[8] Nos valemos aquí, oportunamente, de una terminología empleada por Gilles Deleuze en su libro Diferencia y repetición (1969). [9] Véase al respecto el muy interesante texto canónico Milindapahña, «Las preguntas del rey Milinda», en http://www.btmar.org/content/milindapanha-seccion-acerca-de-la-existencia-del-individuo. [10] Tomamos así distancia de lo planteado por Raimon Panikkar en su interesante libro El silencio del Buddha (Madrid, Ediciones Siruela, 1996).



REFERENCIAS

 

HERÁCLITO

1. Bernal, Martin, Black Athenea: The Afroasiatic Roots of Classical Civilization. 3 vols. New Jersey, Rutgers University Press. Traducción al español en la Editorial Crítica, 1987.

2. Cappelleti, Ángel J., La filosofía de Heráclito de Éfeso. Caracas, Monte Ávila Editores, 1969.

3. Colli, Giorgio, La naturaleza ama esconderse. Madrid, Editorial Siruela, 2008.

4. Dupéron, Isabelle, Héraclite et le Bouddha. Deux pensées du devenir universal. París, L’Harmattan, 2003.

5. García, Calvo Agustín, Razón común. Edición crítica, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito. Madrid, Editorial Lucina, 1985.

6. García, J. L. y López, C. E., Heráclito: fragmentos e interpretaciones. Madrid, Ediciones Ardora, 2009.

7. Jaspers, Karl, Origen y meta de la historia. Madrid, Alianza Editorial, 1980.

8. Kahn, Charles H., The Art and Thought of Heraclitus. Cambridge, Cambridge University Press, 1981.

9. Hadot, Pierre, Le voile d’Isis. Paris, Gallimard, 2004.

10. McEvilley, Thomas, The Shape of Ancient Thought. New York, Allworth Press, 2002.

11. Ramos, F. J., Estética del pensamiento I. El drama de la escritura filosófica. Madrid, Editorial Fundamentos, 1998.

 

BUDDHA

1. Bhikkhu Bodhi, In the Buddha’s Words. An Anthology of Discourses from the Pāli Canon. Boston, Wisdom Publications, 2005.

2. Bhikkhu Nandisena (traductor) Dhammapada. México, Dhammodaya Ediciones, 2008.

3. Bielefeldt Carl, Dōgen’s Manuals of Zen Meditation. Berkeley, University of California Press, 1988.

4. Dragonetti Carmen (traductora), Udāna. La palabra de Buda. Barcelona, Barral Editores, 1972.

5. Evola, Julius, La doctrina del despertar. El budismo y su finalidad práctica. México, Editorial Grijalbo, 1998.

6. Nyanaponika Thera (traductor), Anguttara Nikāya (1999). Madrid/México, EDAF.

7. Nyanatiloka Thera, Buddhist Dictionary. Taiwan/Kandy, Sri Lanka, 1946/1970.

8. Ramos, F. J., Estética del pensamiento III. La invención de sí mismo. Madrid, Editorial Fundamentos, 2008.

9. Thich Nhat Tu, Buddhist Soteriological Ethics. A Study of the Buddha’s Central Teachings: Four Nobles Truths. Vietnam, The Oriental Press (Nxb Phu’u’ong Dōng), 2011.

10. Th. Stcherbatsky, The Conception of Buddhist Nirvāṇa. London, The Hague, Paris, Mouton and Co., 1965.


 

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