Emilio Rosales

Poemas

 

Amedeo Modigliani: Retrato de Raymond

 



Autorretrato

Lo intento y es inútil. 
Encerrado tras estos labios tristes,
tras estos ojos grises y esta sombra
que asoma en la mirada,
lo intento, honestamente, y es inútil.
Después de tantos años
(sesenta casi) aún no sé moverme
derecho como un hombre y no sé hablar
(tropiezo, balbuceo) con las grandes
palabras de los hombres.

Pero antes de la duda,
la muerte y la conciencia,
volé como un insecto entre los pétalos
caídos de las flores,
rozando los estambres,
zumbando sobre el musgo,
en la piedra, en la hiedra,
en la oreja nerviosa de la bestia.

El golpe de una mano,
el vuelo que se trunca para siempre...
Un día desperté con este nombre,
con este cuerpo y estos ojos grises.
Los brazos de un extraño me mecían.
Golpeaba en mí, asustado, el corazón
de una extraña criatura.
Crecí con este miedo y me acunaron,
para que no volara y no jugara
travieso entre las flores, con las grandes
mentiras de los hombres. Y eso es todo.


El tiempo de la dicha A Jesús G.ª Grijalbo Juventud, mi patria frente al mar, tantas veces perdida. Juventud del pájaro en su vuelo, del aire que se aleja en la llanura. Juventud sin memoria, inocente en la dicha o el pecado, verdad de la blasfemia, violencia que derriba falsos dioses de papel, falsos héroes en sus tumbas. Juventud de las citas clandestinas, de los libros prohibidos y los gestos obscenos. Juventud que en sus torpes abrazos alumbró nuestras noches, frente al mar eterno de los mitos. Los pasos que he seguido, el alto precio que pagué por saber lo que no importa, por ser lo que detesto, el triste azar de haber sobrevivido —esa impureza— al tiempo del amor, del riesgo y la aventura; el miedo en el deseo, la medida en el verso, la fe que he traicionado, el peso de la máscara, la virtud del cobarde, nada son frente a ella. Juventud, patria mía, mi deuda no saldada.
Epifanía Me alcanzan con el viento -el viento triste de las tierras bajas- las voces de unos niños. Traen recuerdos amargos de la dicha y ciertas esperanzas, o ciertas ilusiones, que ya nadie podría devolverme. Ceniza soy aún del tiempo que ha pasado y nunca llega. En mi cuerpo el dolor, con las húmedas manos, va tejiendo su nido. A una puerta cerrada me trajiste. Aquí me tienes ya, donde siempre has querido. Pidiendo no sé qué frente a la muerte. ¿Piedad, ternura, amor? ¿Qué he de pedir? Cae la nieve. Sobre esta tierra fría, en esta soledad que nos envuelve, un dios sin esperanza habrá nacido. Hoy el amor lo guarda y lo defiende. Mañana estará solo ante la noche. Lo habrás abandonado. Aquel don que me diste hizo de mí —como ha de hacer con él— sólo un mendigo.
Cuerpo de oscuridad (La cena miserable) Nos miran, cerca ya, sus ojos duros. Ayer cubrió los bosques de barro y de silencio. Ahora, con el frío, desciende hacia nosotros. Aquí estamos, sentados a la mesa: la sal, el pan, el vino, la lámpara encendida, la luz de los objetos familiares. Entró. Todo está oscuras. Sopló en aquella luz y era ceniza. El pan, el vino: nada. Él sabe que detrás de cada nombre que nos damos, detrás de cada abrazo que nos une, no hay más que una pregunta, una súplica: nada. Y ahora que se sienta entre nosotros, partiéndonos su pan amargo y duro, tendremos que beber tan sólo el agrio vino que él nos sirva. Ya siempre será así. Su aliento ha marchitado la alegría. Y aquí estamos los dos, en esta mesa pobre, casi a oscuras, sin raíz, sin amparo. Sin tener uno a otro qué decirnos.

 

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