Enrique Mujica

Acento de cabalgadura

 

Giuseppe Recco: Bodegón con sandía, calabazas y flores

 


Cartel de feria




LA INOCENCIA

Los sábados a medio día, a la sombra de un mango venerable, afeitaba José Juan a los obreros del Ministerio. Un barbero silvestre, al que el doctor Uzcátegui llamaba Buche de Agua, porque dizque asperjaba a los afeitados con un buche de agua, a la manera como los galleros asperjan con aguardiente blanco a los gallos de pelea, como si aquellos obreros que eran eventualmente sus clientes fueran sus gallos. Ahí duró algún tiempo, a la sombra del mango, valiéndose apenas de una silla, una tijera y una colcha, hasta que lo llamó el maestro Don Luis María, el viejo barbero de la plaza, para que trabajara con él como ayudante. Del simple ajuar de la colcha y la silleta, pasó a tener José Juan un espacio de tradición, con silla giratoria, espejo, paños, pomadas y pera de asperjar. El primer día de aquel nuevo trabajo entrañaba para José Juan algo de examen. En efecto, llegó el primer cliente, de los pocos que constituían la humilde demanda de aquel pueblo y por disposición del viejo Luis María, lo atendió José Juan. Era un rudo bracero de los alrededores con una tumusa monumental de pelo duro y muchos meses de sol, tanto que al decir del lugar parecía un matajei, ese gran tinajón de barro que construyen las abejas para depositar la miel.

"Vamos a ve cómo tumbo esta roza”, pensó José Juan y comenzó literalmente a tumbar pelo, sin contemplaciones. Una hora larga se afanó casi con avaricia ante la mirada expectante del viejo Luis María, que chupaba una pipa mientras esperaba impaciente. Al fin terminó José Juan con los últimos toques de aquel desmonte, con aquella ardua tarea de machete y garabato. Entonces por primera vez utilizó el cepillo blando y el talco, la asperjadora y el perfume, sacudió la colcha bordada y despidió a aquel hombre, que se fue como volando, livianito, con un corte de medio pelo como nunca.

”¿Así es que usté afeita?”, le dijo el maestro a José Juan, con esa malicia contenida de los viejos.

”¿Me quedó malo?”, le dijo José Juan con la timidez del novicio. "No, le quedó bien bueno, demasiado bueno. Pero a ese lo volveremos a ve aquí como entre un año”, y parándose de la silleta, comenzó a decirle a José Juan los secretos del oficio: "Usté no puede quitarle to el pelo, para eso está el agua y el peine y las pomadas. Usté lo va asentando, le va dando, lo va mojando —hacía un ademán para cada idea—, lo peina, le quita un poquito con la tijera, lo asienta, así, lo va mojando, le suena la tijera, se lo va acomodando, le habla, lo entretiene, hasta que le coja forma, entonces es que lo sacude y lo perfuma ... ¿Ve?... o sea que usté lo que tiene que hacé es peinalo... Así sí, así entre quince días está aquí otra vez”.

En un momento aprendió José Juan lo que en mucho tiempo no había aprendido con sus gallos.

Guardó aquellas palabras sorprendido y se quedó en silencio con un agradecimiento meditabundo, mientras barría diligentemente aquella alfombra de pelo que llenaba la barbería, así, apresuradamente, como si quisiera desaparecer para siempre el bulto de su inocencia.


LA PUERTA

El obispo mandó a llamar al maestro Linares, el carpintero, para que le hiciera la puerta de la iglesia. Quería sustituir aquel viejo portón, desclavado y vetusto, por uno de elegante ebanistería de la mejor caoba. El viejo Linares, que ya andaba por los ochenta, cansado tras sesenta años en el oficio y ya en los trámites del retiro, acudió sin mucho ánimo, después de los innumerables llamados del obispo. Cuando estuvo ante el obispo y ante la puerta, precisando algunos detalles para elaborar el presupuesto, se sorprendió con las limitaciones de su decrepitud. En ese momento, al levantar la mirada hacia lo alto de aquella puerta que le pareció descomunal, sintió por primera vez que se le había empozado en el alma el duro trabajo de aquellos sesenta años. Entonces se mareó, palideció y bajó los ojos como en un extravío. El obispo le preguntó que si le pasaba algo. Él le dijo, después de un suspiro, que no le podía hacer la puerta. El obispo percibió en su fuero íntimo el cansancio ancestral del viejo y no precisó de otras explicaciones. Cabìzbajo volvió Linares a la carpintería, y ahí, en la penumbra de aquel taller, se dijo, como el que comienza un nuevo oficio: "Yo lo único que puedo hacer ahora son mesitas de noche, todavía soy capaz de hacerlas y hasta de llevárselas a los clientes. Y si es que acaso no les gustan, las agarro y me las traigo”.


LA PATILLA

En descargo de Isolina, diremos que en aquellas tierras no conocían la patilla, la sandía como la llaman en otras partes, y además porque transcurrían las primeras décadas del siglo y el color local era el signo de las cosas y no este cosmopolitismo de hoy. Redundamos aquí en defensa de Isolina, realmente. Hoy, por extemporánea, la ocurrencia sería impensable. El coronel Cordero dispone de una gran patilla para el almuerzo. La fruta social y exótica (hay frutas individuales, la ciruela, el mamón, y frutas colectivas, la lechosa, el melón) traída a lomo de mula por desfiladeros y ventisqueros, desde las tierras llanas, desde las tierras bravas, iba a ser, más que comida, exhibida ante la mirada provinciana de los numerosos comensales. El coronel ordenó a Isolina, la criada, cortar la patilla para servirla como postre. Isolina se adentró en el silencio de su cocina y empezó a preparar el encargo. Al final del almuerzo, les presentó una fuente llena de trozos verdes y blancos, con unos casi imperceptibles vestigios del vistoso rosado de las patillas en sazón. Ante la estridencia del espectáculo, el único estupefacto era el coronel, porque el resto de los comensales, como Isolina, ignoraba la verdadera riqueza de las patillas, y de no ser por las revelaciones del coronel, hubieran tenido que comer de aquellos cascotes tristes y desabridos. El coronel hizo un esfuerzo sobrehumano para salirse del asombro. Entonces, ya en sus cabales y sin ningún asomo de violencia, le dijo a la muchacha, que aún estaba como en el limbo: "Isolina, ¿qué es esto? ¿no sabe usted que lo que nos ha traído aquí son las puras conchas, que lo que se le come a la patilla es lo de adentro?”. Entonces ahora la estupefacta era Isolina, que tuvo que esperar a serenarse, para decirles, entre la vergüenza y la inocencia: "Pues, mire, que me dio tanto dolor botarle las tripas y las pepas, porque en verdad eran tan dulces”.


DE UN SOLO CHINCHORRAZO

La maestra Lucía venía de Los Bancos de San Pedro, de una escuela de carretas de mula y de sabanas abiertas. Vino a regentar la escuela federal N.° 333 de Parapara, un pueblo de una sola calle y de casas altas, coloniales y melancólicas. Hasta la muerte, que fue abrupta y sin sentido, la acompañó su hermano Sixto, un solterón bohemio muy dado a las copas, y con visajes de conversador y de poeta, y por lo alto, porque el hombre se tuteaba con el lenguaje entre las adivinanzas, las jerigonzas, los trabalenguas, las charadas y las coplas, tanto que una vez, allá en Los Bancos, una tarde florida de abril, le propuso a la hermana una charada. Traía la hermana Lucía un ramo de flores cortadas en el campo, tal vez para el adorno de la escuela. Sixto, al rompe, a la improvisación, le dijo: "Una tarde en un paseo una niña (porque siempre hasta su muerte fue una niña) de gracias mil, primera-segunda, un ramo de lindas flores y no contenta con ellas me dijo que ella era todo”. Su hermana le contestó, al tiempo del pensamiento: “Lucía”, que era cabalmente el todo de aquella charada. Era pues, Sixto, un hermano inseparable, venido un tanto a menos por alguna raigambre de oscuridades y resentimientos. "Cuando yo muera va a ser de un solo chinchorrazo”, decía con vehemencia, cuando el alcohol le abría las claraboyas. Iba siempre tras su hermana, a sol y sombra y la llamó siempre "su hermana Lucía”, siempre con ella a sol y sombra, lo que le iba a deparar al fin un oscuro destino, sí, el oscuro trance de una tragedia signada por sus palabras. Era un día de diciembre y su hermana ensayaba aguinaldos con los niños en lo alto del coro de la iglesia. Preguntó por su hermana y en el colmo de los tragos salió a buscarla. Sin que ella lo supiera subió por aquella tortuosa escalera de caracol, hasta lo alto, pero desde los últimos peldaños cayó a las baldosas de aquel piso centenario. Alguien subió desaforadamente hasta el coro, donde aún ensayaban los niños y le dijo a la maestra que se le había matado Sixto. Ella bajó entre grandes gritos que se multiplicaban en el laberintico silencio de aquella iglesia sola. Un dolor excesivo para un corazón tan tierno. Y era patética aquella escena, la maestra gritando enloquecida y los niños pálidos ante el sinsentido de aquel cuerpo ensangrentado. De un solo chinchorrazo hubo de ser, y no sabremos nunca si fue por la fuerza de sus palabras o por la clarividencia de aquellos delirios del alcohol que premonitoriamente le abrían las claraboyas.


Acento de cabalgadura




EL REGRESO

Cuando llegué allá a La Cabeza no encontré a nadie. La casa estaba sola y vacía. Ni las silletas, ni el chinchorro en el corredor, ni la mesa grande ande ponían aquellas hileras de fuertes cuando pagaban un ganao, ande Alejandro Acero y mi papá se sentaban pa escogé los sogueros. Na. Yo me dije: "Bueno, ¿y pánde cogió esta gente?”. Las puertas de adentro estaban cerrás. También el chiquero estaba solo. Ni los cochinos, ni las gallinas, ni los guineos. ”¿Cuándo se irían?” pensé. Entonces revisé la jorqueta e caujaro ande se ponen los sombreros y le vi unas telarañas. "Tienen tiempo que se fueron”, me dije. Yo me vine directo en la prensa, así que no sabía. Si me hubiera parao en Calabozo alguien me hubiera dicho, alguien me hubiera informao del paradero de la gente. ”¿Sería Martín, el que se llevó la gente?" pensé. Porque él había cogío con la manía de ise pa Calabozo o pa San Juan. Yo siempre me le opuse, hasta le dije un día: "Bueno, si ustedes se van yo me quedo. Me dejan la casa. Porque yo estoy seguro que tarde o temprano regresan”. Ai tuve como dos horas. Entonces me senté en un pretil y empecé acordame del quijacho, del guarapo e caña que sacábamos por la mañana pa hacé el café; de la leña e quinchoncho que apilábamos en la cocina; de los cambures amarillitos en la troja. To eso me pasó por la cabeza mientras estuve allí en el pretil. Entonces me quedé sin pensamiento y escuché la brisa en las ramas de los mangos. Porque uno no escucha la brisa cuando piensa, uno no escucha la brisa cuando hay gente en la casa. También escuché la brisa en los aleros de cin como cuando uno viene en la prensa, como cuando uno anda en un viaje, toavía estaba sentao en el pretil cuando levanté los ojos y vi en lo lejo. Venían las carretas del correo. Entonces me acordé de Alejandro Acero que decía: "Allá vienen las mulas cargás de embuste”. Cuando las mulas se taparon en un mastrantal, me volvieron los pensamientos. El viejo Gumersindo, que se reía solo; los arrieros que pagaban corral, desensillando los caballos; mi papá que se quedaba silencio un buen rato, viendo en el humo de la lejura. En to eso pensé hasta que sentí que venía alguien porque oí los pasos en la hoja seca. Era José Antonio, mi hermano, que no se había ido. "Martín se llevó la gente”, me dijo. ”¿Pánde?”, le pregunté. "Pa Calabozo”, me dijo. "¿Cuándo se fueron?”, le pregunté. "Hace como tres meses”, me dijo. ”¿Y tú, dónde estás?”, le dije. "Case mi tío Jesús”, me dijo. Ai colgué el chinchorro en una esquina el corredor. Esa noche dormí solo. Tarde me quedé dormío, porque la cabeza se me quedó también vacía y no tenía ni sueño.

Por la manana cogí pa Calabozo. Yo tuve seis meses en Caracas y no sabía dellos. Pero lo que deseaba era regresame pal campo. Cuando llegué a Calabozo busqué la casa ande estaban. Una casa e Gregorio García que habían alquilao en cuarenta bolívares. Cuando entré en la casa vi a mi mamá lavando las ollas de cobre en el patio. Le pedí la bendición. ”¿Qué pasó?”, le dije. ”Guá, que nos vìnimos”, dijo ella. ”¿Te pusites hacé jalea?”, le dije. “Sí”, me dijo. ”¿Y la gente?", le pregunté. "Martín ta ai, acostao. Tiene calentura. Unos escalofríos. Ignacio anda con un gripón”, me dijo. Entonces los vi, jipatos, con los ojos jondos. ”¿Paludismo?”, pensé. "Esta gente ta enferma”, me dije. Ai hablé con Martín. ”¿Cómo tan pagando el alquiler de la casa?", le pregunté. “Cien kilos de jalea”, me dijo. "Yo me voy esta tarde pa Los Bancos. Allá me voy a poné con José Antonio a limpiá aquella casa. Mañana los vengo a buscá”. Martín no pudo ni contrariame, no tenía ni gana. Ai me fui. La casa e Los Bancos, La Cabeza, la barrimos, encalamos las paredes, le regamos creolina por toas partes. La saniamos. Entonces metimos como tres cargas de leña abajo el fogón. Sacamos agua del aljibe y llenamos las tinajas. De ai me regresé pa Calabozo, a buscá la gente. El viejo Gregorio García me dijo: ”¿Cómo se los va a llevá. Cómo los va a devolvé otra vez pal monte?”. "Yo me los llevo”, le dije. Ai cogí la gente y los peroles y las gallinas y en tres carretas me los llevé.

A los quince o veinte días ya estaban otra vez vivos.


LA TRAVESÍA

Lo que nos costó pasá ese ganao. Trecientos novillos de dos cargas que le traíamos a Fernando Aquino. Ya habían cogío agua las sabanas y andaba uno entre el barro. Veníamos con un aguacerito ventiao y agua a punta e coraza cuando llegamos a la orilla el Apure. El río estaba de banda a banda. No le quedaba ni una cejita e playa. Diez sogueros traíamos el ganao, que venía cabeciando entre el agua, en un solo rollo. En veces se salía una res, pero ai mismo le caía arriba un soguero y la metía entre el arreo. Yo me acordaba del viejo Aquino que siempre decía: “El buen soguero es el novato, porque ese cuando se sale un bicho, ai mismo le cai en los cachos. El veterano se confia y lo deja i. Ese revienta más alante, dice. Así se pierde la res”.

Yo llegué primero al río. Me quedé viendo la corriente, que traía jileras de espuma y carameros grandes. Pasó un masaguaro completo, después un drago con las ramas verdes, después pasó un caramero seco. "Cuánta barranca se trajo este año el río..." pensé y me quedé viendo el aguaje sucio del río que era jondo en ese paso, como veinte brazás. Ai me quedé un rato. Los otros venían llegando con el rollo e ganao. Entonces pasó un caramero blanco, de palo seco, y me acordé de la noche que nos embarcamos en Camaguán en una canoíta que llevaba una carga e panela. Un hermano mío y yo nos embarcamos esa noche. Cuatro deos ajuera el agua traía la canoa. El canoero iba atrás, agarrando el timón. En la punta, que iba alta en lo oscuro, otro hombre alumbraba hacia alante con una linterna. El de atrás, que no veía, le decía al otro: ”Pélele el ojo a un caramero”. Ai fue que yo le dije a mi hermano, que venía bañao de agua y rezando: "Chucho, si esta vaina se junde, en un caramero desos es ande nos vamos a i”. Ai pasó un caramero grande y ya la gente estaba en la orilla con el rollo e ganao. Lo aguantamos un rato mientras venían los madrineros, cuatro toros mansos, enseñaos, que tenían porai cerca del paso. Al rato llegó Miguel Castillo con los toros. Un hombre los traía, los paró en la orilla. Yo escuché el grito: ”¡Madrinero, al agua!". Y vi los cuatro toros cayéndole al agua. Las otras reses empezaron a caile también al agua y cogieron el rumbo atrás dellos. Nosotros y los caballos cruzamos el río en unas canoas grandes.

El ganao pasó completo pa este lao. De ai, desde la orilla, por entre unos claros de monte, cogimos un banco e sabana que estaba anegao. Las reses brillaban entre el aguazal. Como cinco leguas anduvimos buscando los potreros de Fabián Martínez. Esa tardecita llegamos a los corrales de Las Cruces, ande íbamos a dejá el ganao encerrao. Ai metimos los novillos entre las corralejas, que no eran muy grandes. Esa noche había que velá el ganao, de caballo ensillao, cantándolo y conversándolo por las orillas. ”¿Por qué habrá que quitale los misterios a la noche pa que la res no tenga miedo?” me quedé pensando. Porque la verdá es que un bicho que pille, un gavilán, un lechuzo que pase, espanta un corral entero si la noche está en silencio.

No sé por qué ese día traía yo un presentimiento. A Urbino Román le dije: "Mira, vale, ese ganao ahora es que tiene brío. Venía poco a poco y con la fresca, entre el agua”. Él me dijo: “Qué va, ese ta bien cansao, a ese no lo espanta ni un trueno”. Yo no le porfié.

Comimos temprano en la casa del hato. Yo colgué el chinchorro entre unos taparos. Ai me acosté un rato, esperando que me tocara el turno de ile a da vuelta al corral. El Renco Patricio y Urbino trajeron leña seca y prendieron como tres fogones. Los otros conversaban sentaos en los tramos de palma. El Sute Rogelio hasta se puso a rajuñá un cuatro viejo. Yo seguía pendiente el ganao, y sería porai como a la media noche cuando vi que unas reses se pararon. Entre la luz poquitica de los fogones vi el rebulicio. Unos dijeron que fue un lechuzo. Otros dijeron que fue un tábano. Yo lo que vi fue el tropel y los corrales de la palma trabá que volaron como unos bejucos. No tuvimos tiempo e na. Los que siguieron el rollo e ganao se devolvieron. Las reses cogieron un banco e sabana, hacia el monte, con la agua a la paleta. Se llevaron los corrales. Bien seguro que a tres leguas había palma regá. Porque el ganao corre en pilas, apretao, y en la mesa e los lomos se lleva los corrales.

Por la mañana, ensillando el caballo, me quedé viendo los corrales vacíos, las palmas quebrás como si fueran varas de juajua. Entonces a Urbino, que estaba cerca, le dije: "Parece vaina e gente. Hasta el bicho amontonao se asusta”.


 

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