Elena Marqués

Papeles de Babel

 

Giuseppe Arcimboldo: El bibliotecario

 


 


Los ojos de los otros

Llevábamos más de una hora parados en medio de la nada. Y, en África, nada significa nada. Imposible ponerle un sustantivo más concreto. No era propiamente un desierto, ni lo que identificamos en las fotografías de los safaris como sabana. No había tampoco la suficiente maleza para calificarlo de estepa. Ante nuestros ojos se abría más bien un secarral salpicado de piedras lunares. El viento, incesante y metódico, levantaba una tolvanera que permanecía suspendida desobediente a la fuerza de la gravedad. Era como si el autobús, atestado de seres vivos (personas y animales sin orden ni concierto), hubiera aterrizado en otra dimensión cósmica.

Después de una semana de continuos trasladados me había acostumbrado a aquel tipo de viaje. Las medidas de protección no se tenían en cuenta y como norma general el número de pasajeros solía triplicar al de plazas. Los asientos en buenas condiciones podían contarse con los dedos de una mano. En ningún momento se me ocurrió quejarme de aquella menudencia, como tampoco de que no existiera un itinerario definido y garantizado. Todo dependía del estado de los caminos, de la posibilidad de un ataque de los guerrilleros, de la necesidad del conductor de echarse una siesta envuelto entre las moscas, que no conseguían perturbarlo.

Tampoco el calor sofocante parecía afectar a los ocupantes del vehículo. Junto a mí se desparramaba una joven de piel azabache con un gran pañuelo en la cabeza. Dormitaba sin ni siquiera apoyar el cuello en parte alguna, derecha como los dos árboles que presidían el poblacho estirado al fondo del paisaje. Al otro lado de la joven, un hombre grueso y de edad indeterminada mascaba algo que no tenía fin. El conductor intentaba reparar la avería sin mucho éxito y nadie protestaba. Se diría que en esto los negros tienen mucha más paciencia que nosotros. Un hombre alto y escuálido se ofreció a acercarse hasta el villorrio por si encontraba ayuda, pero ya no regresó. Seguramente había descubierto un sitio donde quedarse y trasegarse un tej. El revoloteo de los insectos acallaba cualquier intento de tertulia. No era cuestión de abrir la boca para que hicieran de ella su guarida.

Cuando el chófer pareció darse por vencido se vio en la obligación de indicarnos el nombre de aquel grupo de casas chatas donde podríamos pasar la noche. Lo apunté en la memoria con la intención de anotarlo más tarde, seguro de que la transcripción fonética para nada se parecería al conjunto de letras con que lo nombrarían los mapas. Uno de los edificios era un hotel.

Ya me había acostumbrado a aceptar que aquellos recintos con sala común, patio central y galpones de chapa en la parte posterior tenían la función de acoger bichos y huéspedes, y tras rescatar mi equipaje de lo alto del autobús y fumarme un cigarrillo dirigí mis pasos hacia el horizonte. Me acompañaron solo algunos de los pasajeros. Posiblemente el resto no tenía ni para pagar los escasos birr que costaba la noche a cubierto. Mi vecina de asiento aprovechó mi ausencia para invadir la zona de la ventana y aún pude verla durante unos segundos como una máscara de Nigeria. Resultaba imposible adivinar de qué iba huyendo.

El posadero se llamaba Mamite y hablaba un inglés imposible. También era imposible la comida que ofrecía. Yo estaba prácticamente inmunizado para la injera, pero no quería saber nada del kifto. Comer carne cruda allí era como suicidarse dos veces a fuego lento. Pregunté si no tendría plátanos y se limitó a empujarme hacia una de las mesas. Me vi obligado a compartirla con un etíope y dos egipcios que viajaban por negocios.

Durante la cena apenas hablamos. Me preguntaron a qué me dedicaba, y cuando escucharon la palabra journalist (imaginé que, si les confesaba que era sociólogo, se reirían de mí) se miraron y decidieron permanecer callados, como si cualquier cosa que dijeran pudiera ser utilizada en su contra. Sospeché que se dedicaban al tráfico de armas; al menos dos de ellos, que no iban del todo mal vestidos.

Cuando la noche cayó definitivamente los huéspedes se concentraron en el patio. Las mesas estaban distribuidas alrededor de una pequeña fuente de la que brotaba como por arte de magia un chorro cristalino. Yo me permití el lujo de ocupar una mecedora sin pensar en que igual estaba invadida por las termitas y que con mi peso podría vencerse su precario andamiaje. Desde mi posición de privilegio me dediqué a observar a los demás. Pronto me di cuenta de que en realidad era yo el objeto de estudio y empecé a sentirme incómodo.

Del bolsillo de la chaqueta extraje un pequeño cuaderno, donde me dedicaba a anotar lo remarcable. No era la primera vez que visitaba la zona y apenas había trazado dos o tres líneas quebradas. Durante los traslados era casi imposible escribir, no tanto por el balanceo del vehículo como por la apretura a la que los viajeros nos veíamos sometidos. Y en las pausas nocturnas prefería dedicarme al dibujo. No se me daba mal. De hecho, esa fue mi primera inclinación, consagrarme a las artes; pero finalmente, para no dar más disgustos a la familia, me decidí por algo más productivo, aunque igualmente estúpido. Porque analizar la estructura y funcionamiento de la sociedad humana era cualquier cosa menos una rama de la ciencia. Lo único que para mi padre merecía la pena.

Con él discutía mucho. Era una de esas personas que no entendían que pudiera marcharse en otra dirección que la que él marcaba; que no aprobaban más que un punto de vista; que reducían la vida a su vida, el mundo a la anchura de los llanos adyacentes a la valla de su casa, los problemas a sus pequeños avatares diarios: la avería del carburador, el pulgón que ataca las lechugas, la oración que debía utilizar para aplacar el llanto de mi madre. Ella, que apenas se ocupaba del mañana.

Mi padre hubiera querido tener un hijo médico, pero yo preferí observar los hombres desde otro punto de vista, no sé si desde la dermis. Simplemente me repugnaban las vísceras y la sangre. Mi hermana sostenía que no solo eso. Que yo rechazaba cualquier contacto porque era bien rarito. Nunca nos llevamos bien, pero quizás en el fondo tuviera razón. No en lo de rarito, porque todos lo somos, cada uno de una manera diferente (aunque mi trabajo consistiera más bien en encontrar tendencias comunes en el comportamiento del ser humano, para lo que estaba capacitado por mi aptitud objetivadora y objetiva), sino en lo de mi rechazo por el contacto con los demás. Si me viera ahora apilado entre tantos cuerpos sucios no lo podría creer.

Al abrir el cuaderno me atacaron unos grandes ojos trazados a plumilla. Había observado que los etíopes miran fijamente, y era algo a lo que no estaba del todo acostumbrado y que me turbaba.

Aunque ahora, después de semanas de «convivencia», de compartir regateos en mercados, cafés en las terrazas y pulgas en los galpones, me turbaba mucho más la constatación de que yo tuviera algún derecho a examinarlos y catalogarlos. Como si estudiar al ser humano fuera algo exclusivo de la gente civilizada. Como si la Vieja Europa, o eso que llamamos «Occidente», poseyera la prerrogativa de medir y pesar las cosas, cuando yo mismo comprobaba una y otra vez que no todo cabe en unos datos numéricos. Se pueden controlar las matemáticas, el álgebra; predecir la reacción de los elementos químicos y, con más o menos acierto, presagiar las fases en la evolución de una enfermedad, pero no el comportamiento de los hombres. Ni tan siquiera el propio.

En ese momento salieron de la cocina dos o tres muchachas. Se reían de algo que Mamite les decía desde dentro. A una señal del hospedero miraron en mi dirección y cruzaron el patio. Una de ellas se iba desprendiendo del delantal, que brillaba a la luz de la luna como la piel de un fantasma.

Mientras terminaban de llegar levanté mis ojos hacia el cielo, otro misterio insondable para mí. No sé por qué se me erizó el vello de los brazos. Me resistía a definir aquella turbia sensación como miedo. Con un gesto las detuve y les hice entender que esperaran. Entré en la habitación y pulsé el interruptor, pero la luz se tomó su tiempo en encenderse.

Cuando finalmente la bombilla dejó de parpadear me sorprendí ante el espejo. En él se reflejaba un rostro demacrado, envejecido, ceniciento. Recordé el torbellino de polvo que me rodeaba permanentemente y di por hecho que las partículas de arena ya formaban parte inseparable de mi piel. Temí por un instante que dichos corpúsculos arcillosos constituyeran para siempre un segmento más de mí y que pudieran afectarme en el carácter. Porque, por lo pronto, no conseguía reconocerme en aquel semblante que me miraba con fijeza. Con la fijeza con que miran los etíopes.

Aunque quizás eran solo los desperfectos del espejo desvaído los que provocaban algunos de mis cambios. Hasta ese momento no me había percatado de que aquel trozo de luna suponía todo un lujo, pues en otros presuntos hoteles me había tenido que afeitar a ciegas. Cualquiera se hubiera resignado a dejarse barba, pero no yo. Con ella parecería un ser diferente al que en realidad era. O que ya no era, porque en la oscuridad de la habitación confirmaba que aquel tipo asomado al azogue era muy distinto al que salió de Madrid, y también diferente al que tomó el primer autobús en aquel viaje que comenzó hace ya tanto.

De eso hablaba mucho mi abuelo, de cómo con el paso del tiempo nos vamos convirtiendo en otra persona, mientras mi madre, que era bastante más simple, sostenía que siempre somos el mismo, y que quedaba demostrado cuando al envejecer regresábamos a la infancia.

Pero quizás no había tal mudanza y yo siempre había sido así, y lo único diferente era mi manera de percibirme. Mi examen de los demás me había hecho volver los ojos hacia el interior de aquel cuerpo que ya empezaba a declinar. Y lo que veía, en el fondo, no era tan desagradable. A pesar de la locura que me achacaba mi hermana, que, aseguraba, se debía a mi profesión de estudiar pueblos y culturas tan distintos a los nuestros. Además de que yo ya partía de una buena marca en cuestión de manías y chifladuras, que se acentuaban con los años.

Cogí unas monedas para dárselas a las muchachas y arrojé sobre la cama la libreta, que se abrió por una reflexión antigua. «Soy una isla en medio del océano, un oasis en un paraje despoblado, un árbol feroz que hunde sus raíces en el foso profundo de su más querida soledad». Recordé el día preciso en que lo anoté, y lo que pensaba entonces. Que el resto de los hombres eran todos iguales.

Salí de la habitación con una insólita sensación de ahogo, que se evaporó enseguida al escuchar la fuente y el bisbiseo de un idioma extraño. Aunque mi corteza era blanca, casi etérea a la luz insoportable del satélite que presidía el rectángulo celeste, me sentía a gusto entre aquellos seres impenetrables. Pensé que la melanina de su piel se disolvía al albor de las estrellas, que ese pigmento que a veces me resultaba agresivo no era ya frontera para mí y que podía llegar a comprenderlos. Y, como sociólogo (¿lo era realmente o solo había obtenido el título?), ya iba siendo hora. También de probar lo que se sentía en brazos de una hembra.

Como si Mamite me leyera el pensamiento me dio a entender que podía escoger a cualquiera de las muchachas. El hecho de que me las ofreciera como mercancía me resultó repugnante. Me había ido ocurriendo de forma habitual y en todos los casos negué con la cabeza. De nada me serviría discursear sobre moral en un sitio donde los hombres y las cosas eran tan diferentes. Quizás ellos arrugarían la nariz ante muchas de nuestras costumbres y no tendrían una revista de dialectología y tradiciones populares en la que ponernos a parir o exponer nuestros hábitos con extrañeza. Realmente ellos no la mostraban. Su mundo era tan maravilloso que de por sí cualquier hecho extraordinario se asimilaba a los lances cotidianos. Igual el clima, y la luz, y el interés único en sobrevivir, los había privado del don del asombro.

No sé por qué me entraron ganas de hacer un experimento. Pregunté a las muchachas si hablaban inglés y la más bajita de ellas me contestó que apenas unas nociones aprendidas en la escuela. Su pronunciación no era excelente, pero me permitía entablar una conversación mínima, así que le indiqué con la mano que pasara a la habitación. Las demás sonrieron y fueron a apoyarse en la pared más alejada de la puerta en la que en ese momento descansaban mis dedos. Sus vestidos claros se confundieron con el muro enjalbegado y en la oscuridad de sus rostros aún se distinguían sus escleróticas fijas en mis movimientos y mis pausas. Me pregunté si ellas, en sus propios estudios inconscientes, sacaban conclusiones más acertadas que las mías.

La muchacha se llamaba Grete, que significa perla. Yo me sonreí, porque las perlas son siempre blancas, o sonrosadas, y a ella apenas se la distinguía en la penumbra de la habitación. Me aclaró que había nácar de muy distintos colores. Crema. Amarillo. Plata. Incluso gris y marrón. También, por supuesto, negro. Eran esos aljófares los más apreciados por su rareza. «¿Yo te parezco extraño?». Tenía que preguntárselo. Ella solo sonrió, pero pensé que era porque no había entendido la pregunta.

En ese momento me di cuenta de que no tenía nada que ofrecerle. Ni té, ni güisqui. Ella miró de reojo el cuadernito. Supongo que, por romper el silencio, me dijo que tenía dos hermanas que vivían en un poblado a muchos kilómetros. No entendí a cuántos, aunque aquí las distancias se miden de otro modo. Luego me pidió con un gesto de su mano algo con que dibujar. Me pareció divertido que intentara regalarme un retrato. Además, no sabía qué hacer. No me atrevía a contarle nada. Temía ofenderla con mis observaciones. Cualquier comentario podía resultar racista, aunque, por lo que tenía observado, ellos tenían distinto concepto de la vergüenza. Les interesaba bien poco lo que pudiéramos opinar de sus costumbres. En eso nos llevan ventaja.

Busqué en la mochila un lápiz. Me preguntó si me importaba. La dejé hacer. Por la ventana seguí observando el corro de camareras y los escasos clientes con los que había compartido comedor. La mayoría tenía una figura sombría; pero había en sus bocas, y en sus ojos, y en sus manos paradas sobre la mancha parduzca del pantalón, algo parecido a la paz.

Yo también me encontraba bien.

La muchacha terminó de trazar mi perfil. Había hecho una silueta bastante fidedigna, pero dentro no había nada. Ni ojos, ni boca, ni la fea cicatriz que me cruzaba la mejilla derecha recordándome algunas aventuras anteriores. Esta también lo era, una aventura increíble.

Le pregunté si ya había acabado y si solo me veía como un contorno rechoncho coronado por una rala cabellera. La muchacha me dio a entender que, para los negros, todos los blancos somos iguales. Tomándola de la mano le hice comprender que, en la oscuridad de la noche, a la luz pálida de la luna, no había grandes diferencias. Sus ojos siguieron taladrándome hasta que tuve que bajarlos encogido.

Pasamos la noche juntos, uno al lado del otro. Al principio nos separaba una frontera invisible. Su respiración se hizo pesada y se acurrucó junto a mí como un niño pequeño que busca protección. Antes de dormirme volví a acordarme de mi hermana. Qué diría si me viera ahora.

Cuando me desperté Grete ya no estaba allí. Aún era de noche. Las paredes de la habitación olían un poco a humo, y a arena, y a humedad. A lo lejos escuché la voz del conductor del autobús anunciando nuestra próxima salida. Me sorprendí preocupado por cómo habría pasado la noche la muchacha de piel azabache y pañuelo en la cabeza, si habría terminado de mascar lo que fuera su vecino de asiento. No sé por qué, al pensar me asomaban las escasas palabras que había aprendido durante el viaje, relegando el español a un oscuro intersticio del cerebro. El amárico es una lengua bien difícil, pero parecía andar imponiéndome su lógica.

De nuevo se me erizó la piel. Me dio miedo de que, en aquella dimensión extraña en la que nos encontrábamos, en aquel secarral salpicado de piedras lunares, me hubiera transformado realmente en otro. Ese otro del que siempre había tomado distancia. Porque en un lugar mágico donde no existe el asombro todo es posible.

Con algo de prevención me asomé al espejo. La claridad del día me diría la verdad. Había un hombre demacrado, envejecido, ceniciento, con ojos muy abiertos. Miraba fijamente.

Fuera amanecía.

 


Papeles de Babel

Cuando me adentré en aquel edificio se me vinieron a la cabeza Borges y Babel, los hexágonos infinitos cubiertos de estanterías por todos lados menos por uno que da acceso a un pequeño distribuidor como el istmo de una península abre paso al continente.

«Un gran continente o contenedor de sabiduría», bromeé pensando que el juego de palabras era lo más adecuado en un lugar en que se guardaban tantas, posiblemente todas las escritas a lo largo de la historia del Universo, en idiomas distintos y distantes, con tramas diferentes y tintas en algún caso ya ininteligibles por el paso de los siglos y la mella de la luz descomponiendo sin piedad sus moléculas orgánicas, lo que los hacía, a esos textos, aún más interesantes y valiosos. Como todo lo efímero. Como las amapolas y las nubes. Como el hombre.

Pero ¿por dónde empezar?

Por lo pronto debía investigar el mejor patrón para moverme. Me había adentrado sin guía en aquel laberinto de paneles y bancales que asomaban a un gran hueco interior iluminado por una enorme lucerna. La estructura circular acentuaba la sensación de infinito y el hecho de que la claridad se distribuyera desde aquel cordón medular me hacía concluir que alguna mente pensante, seguramente el arquitecto (los arquitectos son grandes mentes pensantes, quién lo podría en duda), había proyectado y diseñado el edificio con la sabia intención de reproducir a pequeña escala nuestro sistema planetario, e incluso cierta concepción heliocéntrica con que enseñar algo de astronomía a sus visitantes, que, por lo demás, eran bastante escasos.

Por lo pronto, yo había entrado solo, tras dejar en una taquilla metálica del semisótano una abultada mochila que quizás podría impedirme los movimientos en la estrechez de las baldas, y, después de caminar diez minutos sin rumbo fijo por el mero placer de sumergirme en el silencio (cómo podía existir aquel mutismo entre tantas palabras; qué ocurriría si sus voces, también las extranjeras, se levantaran al unísono para demostrar la realidad de su existencia, su estado no latente, sino firme, su grito inacabable de historia y de ficción), los colores de los lomos manchados por la maraña de sus títulos se me empezaron a mezclar en la retina hasta aturdirme.

Creí sensato entonces volver sobre mis pasos hacia el punto de información y pedir socorro a la bibliotecaria. Esta era una mujer de mediana edad, con el pelo cortado bajo las orejas y unas gafas de pasta que catalogaba despacio y a conciencia las novedades que le llegaban, cada semana unas cuantas decenas, que luego depositaba en un carrito de mano para distribuirlas por los estantes aún desocupados. No había visto a otro personal en aquel laberinto y se me ocurrió por un momento que ese podría ser un trabajo adecuado para mí. Me gustaba leer tanto como escribir en los rincones de los papeles. Allí tendría todos los libros a mi alcance, renovados cada cierto tiempo. Si sabía organizarme, entre tejuelo y tejuelo bien podía intercalar algún capítulo de El conde de Montecristo o disfrutar de la caricia de un incunable, oculto a los ojos de cualquiera, pero no a los investigadores acreditados ni al personal de la casa ocupado de su cuidado y mantenimiento.

En ese preciso instante la facultativa se estaría moviendo porque escuchaba, en el silencio de la sala infinita, el chirrido de las ruedas del carrito sobre el piso. Me pregunté cómo haría para subir de una planta a otra, pues no había visto ascensores ni montacargas, aunque quizás estuvieran escondidos en los distribuidores, tras los paneles que guardaban los repertorios y enciclopedias antiguos, estos últimos ya arrinconados por falta de uso y quién sabe si dispuestos a desintegrarse en el próximo expurgo (creyendo entonces, iluso de mí, que este habría de realizarse alguna vez). Solo en ese momento me di cuenta de que el suelo estaba ligeramente inclinado en una rampa que bajaba muy despacio hacia el interior de la tierra, y de nuevo vi en ello una metáfora del conocimiento. Allí, en aquel recinto que podría considerarse sagrado, se ocultaba (no es en realidad la palabra adecuada si lo que se busca es airearla) toda la sabiduría del hombre, tanto en libros científicos como filosóficos o históricos. También en los de ficción, que a mí me habían enseñado a ser lo que soy y a salvarme milagrosamente de la locura, a la que, dadas las circunstancias, me sentía abocado.

Doblé a la derecha y luego a la izquierda; seguí en zigzag durante un buen rato en pos del sonido, que se iba haciendo cada vez más tenue. Temí que, al perder a la encargada, se me esfumara también la posibilidad de preguntar por el funcionamiento de la institución y la ocasión de informarme sobre los modos de inmiscuirme en su relación de puestos de trabajo. También di por hecho que la labor que allí se realizaba no diferiría mucho de la de cualquier otro establecimiento dedicado a la compra y conservación de documentos, campo en el que había adquirido cierta preparación durante mi estancia en aquel sanatorio.

De repente me sentí cansado y busqué donde sentarme. Asomado a lo barandilla, comprobé que una de las explanadas propuestas para la lectura estaba justo enfrente de donde yo me situaba. Cavilé que, si continuaba con el procedimiento seguido hasta ahora, podría llegar allí en cinco minutos. Me impulsó a perseverar el ver aparecer a la bibliotecaria en el ángulo izquierdo de la escena, atravesarla despacio y estacionar suavemente el carrito junto a la barandilla para iniciar su tarea de reponer volúmenes en los anaqueles aún desiertos. Si se entretenía allí durante un tiempo podría plantearle mis pretensiones laborales.

La alfombra que cubría todo el suelo volvía mis pasos imperceptibles, casi fantasmagóricos. Se me antojó que si me encontraba a alguien consultando a Kurd Lasswitz en cualquiera de los recodos se llevaría un susto de muerte, aunque no tendría motivo. Yo era un entusiasta del cálculo y compartía con el alemán el gusto por la ciencia ficción y el pesimismo de que en la actualidad se estaban imprimiendo demasiadas cosas superfluas, y que todo lo importante que podía ser expresado con palabras ya había sido escrito con anterioridad. Seguramente él, el de Breslau, también se encontraba allí, en la nueva Babel, en aquella biblioteca universal de la que departieron sus ficticios Max Burkel y Wallhausen frente a una esponjosa jarra de cerveza.

Decidí entonces irme fijando hitos o señales sobre los que volver, recordar las secciones que atravesaba guiándome por el título del libro situado en la esquina superior externa siguiendo el mecanismo empleado en los diccionarios. Una sola palabra me bastaría (no sé si para sanarme). Como en el evangelio de Mateo.

Miré hacia arriba y el primer ejemplar que me salió al paso fue Retrato del artista adolescente, y aquello me pareció de mal augurio, dado que el protagonista, álter ego de su autor, era un muchacho llamado Stephen Dedalus, y aquel nombre hacía clara referencia al arquitecto (siempre los arquitectos) y artesano de la mitología griega, al que me imaginé no tanto debatiéndose en sus celos criminales como perdido en su propio laberinto destrozado por las garras del Minotauro.

Torcí entonces a la derecha y me topé con Angustia, de Pär Lagerkvist. Aquello no iba a ayudarme. A la izquierda me ensopó Estío, de Juan Ramón Jiménez, al que dediqué sus versos aprendidos en la ingrata adolescencia («Balanza de lo perenne, / hunda tu plato siniestro / el peso de la caídas, / de los odios, de los yerros. / El paisaje, ¡vida pura!, / es este, el que es; espléndidos / confines cercan de luz / el áureo renacimiento.»), y otra vez a la derecha reclamó mi atención El espectador, de Ortega y Gasset. En esos momentos inciertos, canjear la etérea poesía por la noble y sólida metafísica era lo mejor que podía ocurrirme.

Así, mientras notaba cómo la luz cambiaba de posición y me acercaba peligrosamente al mediodía sin avanzar mucho en mis propósitos (ya hacía un rato que la bibliotecaria había dispuesto los volúmenes en su sitio y la sala se había perdido de mi vista), atravesé la sección encabezada por El maestro del pueblo de Kakfa y Los cuatro jinetes del apocalipsis, publicado en pleno horror de la guerra, y eso me hizo alarmarme y comprobar lo que llevaba un rato sospechando.

En efecto, al dar mi ya acostumbrado giro a la izquierda, leí en el lomo del volumen correspondiente el nombre de Leopoldo Lugones seguido de la palabra Cuentos (intuí que contenía al menos «Flores de durazno» y «Las manzanas verdes»), y luego El programa militar de la revolución proletaria. No es que me extrañara que Lenin ocupara su lugar; pero en ese momento me di cuenta de que aún estaba prisionero en el año 1916, y, aparte de parecerme un insólito modo de catalogar los libros, eso significaba que la sala de lectura a la que pretendía llegar (aunque ahora, al haberse esfumado la bibliotecaria, igual me replanteaba mis intereses y mi camino) estaría flanqueada por los numerosos e inútiles volúmenes que estaban apareciendo en esos precisos días, y que posiblemente allí encontraría el libro de cuentos de Josefina Aldecoa A ninguna parte (así me encontraba yo, yendo hacia la pérdida) y quién sabe si el recién estrenado La nave de los locos, un conjunto de relatos de una escritora novel a la que tenía el disgusto de conocer.

Consulté el reloj con angustia (recordé de nuevo a Pär Lagerkvist y sus primeros pasos entre campesinos) y me desplomé en un hueco en una de aquellas colmenas para descansar un rato. Recordé entonces la novela de Cela e indagué desesperadamente en qué época estaba en aquel momento retenido. Aún me quedaba una década para llegar a 1951, así que saqué un cuaderno para calcular por lo bajo (casi como Borges y Lasswitz) los libros que irían viendo la luz cada año teniendo en cuenta su peligrosa y ascendente progresión.

Un sudor pegajoso empezó a recorrerme mientras me enredaba en las complejas operaciones, y, al levantar la cabeza y comprobar que La náusea me contemplaba desde la esquina superior izquierda (lo que significaba que, después de reponerme, debería volver a girar a la derecha y caminar desde 1938 hasta el infinito), me vislumbré perdido entre los anaqueles para siempre, incapaz de avanzar, pues, a medida que el tiempo pasara, se iría recibiendo en la atalaya del punto de información un buen puñado de libros, cada semana por decenas. Quién sabe si ahora ese número de volúmenes estaba llegando en un solo día, o en la media jornada en la que se afanaba la bibliotecaria, que empezaría a acumular trabajo y reclamaría inútilmente alguien que la ayudara sin saber que ese alguien se derretía entre La Odisea (cuando leí el título creí que me desmayaba, al especular que, en un error de mis pasos, había retrocedido varios siglos, demasiados para remontarlos con entereza; pero aliviado comprobé que se trataba de otro heleno, Nikos Kazantzakis, al que nadie conocía hasta que estrenaron en las pantallas Zorba el griego) y Todavía crece la hierba (¿prosperaría aún allá fuera cuando yo consiguiera salir del laberinto, o se cumpliría alguna de aquellas distopías que a poco que avanzara podría releer?), alguien que se levantaba ahora para girar y volver a girar, los dedos pegados en el estante, hasta alcanzar una nueva versión de salas hexagonales semejante en todo a las anteriores, pero con la diferencia de que los anaqueles estaban recubiertos por un fino cristal esmerilado que defendía los textos de la luz y del polvo.

Eso podía significar algo o no significar nada. Quizás que poco a poco me iba adentrando en una nueva fase de la biblioteca, reformada cada cierto tiempo para seguir conteniendo todos los volúmenes de la historia universal de la infamia (¿por qué Borges siempre?) en que el hombre se encontraba inmerso desde el principio de los tiempos. Sí, por eso los libros. Para protegerme de todo mal, para jugar con las palabras, las únicas que, bien ordenadas, no podrían traicionarme.

Pero entonces recordé a Lewis Carroll y su Jabberwocky, del que nos hablara en las clases de Lingüística un profesor que también se había decidido por idear sus propios idiomas para crear con ellos su particular literatura. Yo entonces no lo veía capacitado para esa proeza filológica, dado el desorden con que componía sus apuntes y la extrañeza que provocaban sus exámenes; pero su proyecto sí que despertó en mí la curiosidad por el decimonónico diácono anglicano, que ahora me brotaba como un inevitable e inoportuno sarpullido.

Quizás al verme reflejado en el espejo imperfecto de los anaqueles, que ya oscurecían con el caer de la tarde, se me antojó que sería posible recuperar el Galimatazo con solo volver mis pies hasta 1871 y, tras quitarle el polvo (por las fechas en que se había impreso el libro imaginaba que lo encontraría en una de las partes más antiguas de la biblioteca, desprotegida de vidrios y posiblemente poco transitada, olvidados como estaban los clásicos por las nuevas generaciones de fáciles lectores), enfrentarlo a la interpretación fehaciente del espejo.

Fue entonces cuando me di cuenta del problema que se me planteaba, pues, para hacerme con él y conocer su contenido, debería caminar hacia atrás y de nuevo recorrer el mismo itinerario hasta el punto en el que me hallaba actualmente. Solo así podría leer del derecho, a través del reflejo en el cristal, lo que el inglés escribiera del revés. Pero quién sabe si el tamaño del volumen me permitiría el transporte, y también si, después de la hazaña, me vería en la obligación de devolverlo a su lugar antes de las siete, hora de cierre de la biblioteca según había leído en el punto de información que imaginaba se habría derrumbado ya producto de la decrepitud y de los años. Como la tinta de aquellos libros viejos que me hicieron ingresar en el recinto y que ahora se me antojaba del todo desaparecida.

Esa idea me puso sobre aviso. Quizás no podría retroceder, solo avanzar, como en la vida y en las tiendas de muebles suecos, y el camino andado se iría borrando poco a poco como si Hernán Cortés, aún presente, se hubiera aprestado a quemar mis/sus naves en un gesto universal de valentía (lo que aún me quedaba para llegar a aquel otro libro, Quemar las naves, de Alejandro Cuevas, me pegó la lengua al paladar).

Atrapado en esa encrucijada terrible, me asomé de nuevo a la baranda. El sol ya se había puesto por completo y las luces de los puntos de lectura empezaban a disolverse como si nunca antes hubieran existido. Como si todo fuera producto de un sueño o de un inhábil relato que alguien estuviera a punto de rematar sin conocer el final exacto.

El edificio ahora se resolvía en un montón de ecos fantasmagóricos entre los que me pareció adivinar la voz de la bibliotecaria pidiendo, por favor, a los casi inexistentes usuarios, se dieran prisa en abandonar la sala. Presa del pánico, quise gritar; pero, en lugar de un aullido, de mis labios brotaron unas letras negras que se iban ordenando en el vacío hasta componer los versos que contenían el libro que me vigilaba, o se reía, o ambas cosas a la vez, desde la inexpugnable esquina superior derecha (lo que indicaba que mis próximos pasos debían conducirme hacia la izquierda y luego hacia la derecha, y así hasta intentar alcanzar al menos a algunos de mis contemporáneos). «Qué pavorosa esclavitud de isleño, / yo, insomne, loco, en los acantilados, / las naves por el mar, tú por tu sueño.»

No, no podía ser, no estaba en una isla. Tal vez sí en una pesadilla. Cada uno de los hexágonos o colmenas (aún me quedaban diez años para varar en la obra del Nobel español. ¿En cuántos kilómetros de biblioteca podía eso traducirse?) debía unirse al istmo por un fragmento de pared. ¿En qué momento se había cerrado esta dejándome preso para siempre? ¿En qué instante perverso la línea se había replegado sobre su eje y convertido el laberinto en un infierno?

Me senté sobre la moqueta dispuesto a pasar la noche, o la vida, o la eternidad. A ras de suelo las luces de emergencia me permitían leer los títulos del último estante, donde codo con codo dialogaban en voz baja Brasil, de Stefan Sweig, y Náufragos, de Eric Maria Remarque, y ninguno me suponía ninguna ayuda. Me imaginaba que el autor del primero andaba convenciendo al autor del segundo de los beneficios del suicidio; me imaginaba a mí mismo ya naufragado o encallado para siempre en el año 1941, entre Jardiel Poncela (al menos él me haría reír recordándome sus Cuatro corazones con freno y marcha atrás que me devolvieran a la inconsciencia del útero materno) y Roberto Arlt con El criador de gorilas; pero preferí coger En soledad amena por si me servía de ayuda aunque no me aproximara al viento del Tajo ni a los verdes sauces ni a la espesura, pero sí a algo bastante semejante a la mansedumbre, a la conformidad con el destino a que el placer por la lectura me había irremediablemente condenado.

Las luces se apagaron por completo y aquello devino una señal para que las voces se levantaran de sus páginas al unísono en una sinfonía completa que me arrullaba. Busqué entre todas ellas alguna nana que no me hiciera llorar con aromas de cebolla y bocas tristes y me así al ruiseñor de aquel romance que conocía de memoria seguro de que ya, en aquella cárcel, nunca más discerniría «cuándo es de día / ni cuándo las noches son». Faltaba por solucionar el asunto del hambre, que, extrañamente, mantenía a raya. Quizás porque, como había sospechado tantas veces, yo era tan irreal como todos aquellos personajes que en la quietud de la oscuridad se aprestaban a dialogar conmigo.

Rendido a la evidencia, extendí mi chaleco en el suelo como si fuera un mantel y deposité sobre sus arrugas mi cuaderno de notas y un bolígrafo. Ahora podría registrar todo lo que me dictaran, corregir algunos finales tristes de los que nunca me había sentido satisfecho y confirmar mi papel en el mundo. Sería reescribidor de libros, y resucitaría a Anna Karenina para que me ofreciera té en un samovar ruso y detendría a los más famosos suicidas de la historia. Evitaría el holocausto y todas las muertes trágicas. Cruzaría el océano para rescatar las lenguas amerindias, de las que apenas quedarían restos en aquel almacén, y quién sabe si evitaría la muerte de Julio César o, por el contrario, con la seguridad de que otro día podría reparar mis errores, me sumaría al famoso magnicidio. Con ese poder, me convertiría en Dios y arreglaría el mundo a mi imagen y semejanza. Sí, haría todas esas cosas, y luego redactaría mi propia vida con retazos de la de Abelardo y la de Hamlet, la de Sherlock Holmes y Tirano Banderas, rechazando a Peter Pan por imberbe e irresponsable. Incluso en ese tiempo, que sería interminable, aprendería a pintar y me haría un retrato como el de Dorian Grey, pues en aquella espiral infinita era imposible que alguna vez envejeciera...

Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.


 

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