Pasa una araña roja por el espejo de la intimidad. En esa huella brota una flor de alcaparra en la carretera que me lleva a Brácana. Regresa el jeroglífico de tus labios. Tu mano que se aprieta a tu brazo rígido de nervio y estallido tu elástica cintura en sal vibrando. Este rastro al lado de la puerta es una insinuación de bosque y tres mariposas. Un arroyuelo subterráneo llena de bocas en la repentina neblina tu perfil tu cuello y el almácigo del lóbulo de tu oreja en ese lecho de hojas secas. Queda la ribera y tu perfume y ese puente y el sol tan intenso. (para a. desde el dintel y el camino)
La muchacha va hacia el río que cruza a un puente decía el loco del pueblo. Se ponía su camisa más blanca. Se inclinaba en las barandas del balcón y se quedaba esperándola. No le decíamos nada porque con mirarlo u oírlo bastaba. A veces también piensa que ella es río y puente y se atraviesa como si estuviera del otro lado o se va en aquella hoja que se desprendió de la rama o se arroyuela y arrastra montoncitos de arena. Cuando cae otra hoja amarilla, sabemos todos que no es sólo por culpa del viento. El loco da gracias cuando vuelve a mirar el agua y a mirarla. Los pájaros vienen por las migas de pan y los gajos de manzana que dejó sobre una mesa verde descolorida. El loco se mete los dedos en el ojal del ombligo y nada es tan hermoso como ciertas amables sospechas y mira una montaña muy verde por si acaso en el pastizal y cree que él es la lluvia que ahora baja por la ladera.
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