Carmen de Mora

Del hielo de Macondo al helado de Rosario

El espacio narrativo y otras cuestiones en
Cómo me hice monja de César Aira
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Francisco Javier Mazo: Heladera

 


 

 

La deformación autobiográfica

 

De los treinta libros, aproximadamente, que ha escrito el argentino César Aira, Cómo me hice monja es uno de los más curiosos y amenos. En su escritura se mezclan elementos ya habituales en sus libros: la proyección autobiográfica, la intención paródica, la auto-reflexión y la forma espacial de la narración.

En la novela, a lo largo de diez capítulos, alguien, ya en edad adulta, evoca recuerdos de su infancia, cuando tenía seis años y se mudó con su familia desde Coronel Pringles a Rosario, donde tienen lugar los hechos. El desencadenante de todos los episodios y situaciones de esta novela corta, que abarca un período de nueve meses, es un simple helado: de la intoxicación que estuvo a punto de costarle la vida a la niña; la curación en el hospital; la prisión del padre tras descubrirse que había matado al heladero; la incorporación retardada a la escuela y la inadaptación; la visita a la cárcel donde estaba encerrado su padre; la vida en solitario con la madre; el secuestro y muerte de la niña. Una historia relativamente breve -una novela corta- y contada sin pretensiones, con sencillez. Todo resulta claro en apariencia y de fácil lectura. A este respecto Laddaga ha destacado cómo Aira juega en sus obras con la "insignificancia" y trama sus relatos "con materiales indigentes y menores" (2001:38) -no en balde uno de sus textos más conocidos se titula La mendiga.

En un principio, el título hace pensar que se trata de la autobiografía espiritual de una monja. Invita a ello la presentación de la historia a cargo de la voz narrativa:

 

Mi historia, la historia de "cómo me hice monja", comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años. El comienzo está marcado por un recuerdo vívido, que pudo reconstruir en su menor detalle. Antes de eso no hay nada: después, todo siguió haciendo un solo recuerdo vívido, continuo e ininterrumpido, incluidos los lapsos de sueño, hasta que tomé los hábitos (9).

 

Pero, tratándose de Aira, el lector sabe desde el primer momento que le ha tendido una trampa. Ya en el transcurso del primer capítulo, la identidad del personaje alterna el género femenino con el masculino, más adelante, sin perder la condición femenina, responde al nombre de César Aira y, además, el tema de la vocación espiritual de la monja se esfuma [1] o, más bien, se transforma metafóricamente en vocación literaria. No parece caber otra interpretación para las salidas siempre imaginativas con que la niña [2] César Aira trata de solucionar sus crisis espirituales y conflictos. La imaginación y la creatividad se convierten así en un medio para sobrevivir en circunstancias difíciles. Al hacer del protagonista un personaje dual Aira parece suscribir y ficcionalizar el argumento de Proust de que "Un livre est le produit d'un autre moi" ("Un libro es el producto de un segundo yo"). Se trata, además, de un procedimiento destinado a producir extrañeza en el lector, a romper los hábitos de la percepción, que es la primera función del arte, para Aira ("Lo incomprensible"). Después del marco citado, sólo en clave paródica y descontextualizada retoma el autor expresiones, tácticas y maneras de contar la experiencia que recuerdan las autobiografías de monjas. Para Lidia Santos se trata de una parodia en abismo, pues el título estaría sacado de Lamborghini y parodia los relatos pornográficos escritos para consumo masculino, que a su vez parodian las confesiones religiosas del siglo XVIII.

Aira no escribe un relato pornográfico, al estilo de algunos textos de Osvaldo Lamborghini, pero sí utiliza el pre-texto de la autobiografía espiritual con la misma intención paródica en que lo utilizaron los escritores del siglo XVIII, principalmente en el ámbito de los enciclopedistas franceses. En cualquier caso, el texto primigenio eran los escritos de religiosas donde ellas daban testimonio de sus experiencias e inquietudes. En el mundo hispánico se conoce un amplio corpus de escritos femeninos, propiciados probablemente por confesores, que de ese modo controlaban la vida espiritual de las mujeres. ¿Qué relación existiría entre la novela de Aira y las confesiones de monjas? Para explicarla habría que contar con otro elemento que, a mi entender, crea la atmósfera de esta novela: el peronismo. Aira asociaría la saturación de religiosidad que impregnaba la vida pública y privada en determinadas épocas -siglo XVII, en particular en el ámbito hispánico- en que proliferaron las autobiografías espirituales- con la invasión del peronismo (una verdadera religión en Argentina) propia de la época recreada por Aira en la novela. No obstante, el juego del escritor es más complejo. ¿Acaso no sugiere el título burlonamente la transformación de Eva Duarte, actriz, en Eva Perón (una mujer entregada a los pobres, casi una santa para las masas populares)? Aquí es donde entran en juego las vertientes intertextuales y de ambigüedad de género del relato. Recordemos que Copi (seudónimo del escritor argentino Raúl Damonte), a quien Aira dedica un importante ensayo, hizo que su pieza Eva Perón (1969), en su estreno en París, fuera interpretada por un travestí. Y relacionada con el travestismo está el doble sexo, femenino y masculino, de la protagonista en Cómo me hice monja. Una referencia más directa a la obra de Copi es el personaje de la enfermera-Perón que cuida a los niños en el hospital (cap. IV); en la obra de Copi, Eva Perón mata a la enfemera y hace que sea velada en su lugar. Al asociar a la enfermera con Perón, se apunta una vez más a la ambigüedad de género y al peronismo [3].

Tan presente como Copi está Osvaldo Lamborghini, especialmente a través de su novela El Pibe Barulo. El protagonista, Roberto Arnaldo Gasparparini (más conocido por Nal) es un idiota, un tarado y presenta trastornos de personalidad (masculina y femenina) -igual que la niña de Cómo me hice monja; el padre es autoritario y cruel, la madre, cómplice del padre, y, ambos, dos seres monstruosos (en la novela de Aira, en el capítulo tercero, también los padres se transforman en monstruos en las alucinaciones del protagonista durante su enfermedad). De este modo, cabe pensar que lo autobiográfico en esta novela concierne tanto a las lecturas formativas de Aira, de aquellos a quienes considera sus maestros [4], como a vivencias más o menos reales de su infancia ambientadas en la atmósfera del primer gobierno peronista (1946-1955), aunque, desde luego, recreadas con la mirada crítica agudizada por la distancia temporal y el conocimiento de la repercusión que ha tenido el peronismo en la Historia de Argentina. Ahora bien, Aira no cree en la noción tradicional de autobiografía [5]. Si existe cierta proyección autobiográfica en esta novela, se corresponde con las ideas formuladas por Paul de Man en su conocidísimo ensayo "La autobiografía como desfiguración", donde la percibe como "una figura de lectura y de entendimiento que se da, hasta cierto punto, en todo texto" (1991: 114). Así entendida, la autobiografía no es un texto que ofrezca un conocimiento veraz de un yo sino "la imposibilidad de totalización de todo sistema textual conformado por sustituciones tropológicas" (114).

Podría parecer exagerado o pretencioso extraer conclusiones de orden intertextual, histórico, autobiográfico y metaficcional de las peregrinas aventuras infantiles que hilvanan los cuadros o capítulos de esta novela corta. Tal vez se aclare algo más volviendo al pre-texto. Josefina Ludmer, en "Las tretas del débil" (1984: 47-54) reconoce que los géneros menores (cartas, autobiografías, diarios), también llamados géneros de la realidad, textos fronterizos entre lo literario y lo no literario, han constituido tradicionalmente un campo preferido de la literatura femenina. Para Ludmer lo fundamental es

 

que los espacios regionales que la cultura dominante ha extraído de lo cotidiano y personal y ha constituido como reinos separados (política, ciencia, filosofía) se constituyen en la mujer a partir precisamente de lo considerado personal y son indisociables de él. Y si lo personal, privado y cotidiano se incluyen como punto de partida y perspectiva de los otros discursos y prácticas, desaparecen como personal, privado y cotidiano; ese es uno de los resultados posibles de las tretas del débil (54).

 

Esta táctica del débil es la que adopta Aira en su novela, pero en clave paródica, como corresponde a una visión posmoderna. Y su propósito no se limita a presentar la visión de las cosas a través de los ojos de una niña de seis años -resultaría difícil encontrar posición más débil-, sino que desde esa "inocencia" contará la vida cotidiana durante el peronismo. Para exagerar más aún la debilidad, la familia la tacha de tarada o retrasada mental. El motivo del idiota, cuya mente es un espejo deformado en que se refleja la realidad social, cuenta en la tradición literaria con nombres como Dostoievski, Faulkner y Rulfo, pero pocos autores lo tratan de forma tan humorística, aspecto éste que lo aproxima una vez más a Lamborghini.

El personaje supuestamente biografiado en esta novela además de carecer de identidad y género definidos atenta, en el plano de la enunciación, contra el principio de verosimilitud: la voz que cuenta la historia es la de alguien que muere en el último capítulo. Tras la intoxicación, su propia constitución orgánica sufre extrañas alteraciones que lo transportan de la vida a la muerte y viceversa:

 

Nunca supe cómo salí de la heladería, cómo me sacaron... qué pasó... Perdí el conocimiento, mi cuerpo empezó a disolverse... literalmente... Mis órganos se hicieron viscosos... pingajos colgados de necrosis pétreas... verdes, azules... La única vida que producían era el ardor frío de la infección... de la descomposición... hinchazones... manojos de ganglios... Un corazón del tamaño de una lenteja latiendo aterido en medio de los despojos... un silbido irregular en la tráquea torcida (27). [6]

 

Aunque introduzca elementos verdaderos y cuente de forma magistral la relación de la niña con el mundo que la rodea, Aira no ha querido contar su vida como fue, sin más; creo que prefirió contar verdades disfrazadas de mentiras para representar, en clave de humor, cómo vivió la experiencia del peronismo en esos años. De ahí que -a modo de puesta en abismo- el personaje, en su relación con los adultos, adopte la costumbre de convertir la mentira en verdad, teñir las mentiras de verdad y mentir con la verdad. Estas tres posibilidades se dan en el episodio del juego de los disfraces. Arturito Carrera [7], amigo de la niña, quiso disfrazarla con una gran nariz de cartón -objeto lamborghiniano- y una dentadura postiza de la abuela. Como la niña se resistiera, por asco, a colocarse la dentadura en la boca, Arturo se la clavó en la nariz para convertirla en "la niña que había sido mordida por el fantasma"; pero, sin darse cuenta, la pinza se clavó en su nariz: "Porque debajo de la narizota de Arturito (la de cartón, prestada) yo tenía mi nariz, la verdadera..." (100). El disfraz, la mentira, se convierte en verdad y la niña resulta mordida (1.er caso); el episodio del disfraz es una mentira teñida de verdad, puesto que la dentadura es verdadera y capaz de hacer daño (2.º caso); y, finalmente, si la niña acepta disfrazarse es porque se trataba de una simulación, una mentira, pero esa verdad de la mentira resulta ser falsa, puesto que la ficción ( "la niña mordida por el fantasma") se convierte en realidad (3.er caso). Y si tenemos en cuenta que la nariz de cartón no pertenecía a la niña sino a su amigo Arturito, también estaría metaforizado en este detalle el recurso a un género prestado (las vidas espirituales) para escribir la suya y, más aún, los préstamos que Aira adoptará de sus amigos. Puede decirse que esta mezcla de mentiras y verdades o, mejor, mentiras que cuentan la verdad es la táctica seguida en esta novela, siempre desde el humor y la caricatura.

 

 

El nacimiento de la ficción

 

Las referencias metaficcionales -del tipo que acabo de comentar- son numerosísimas en toda la novela. Las mismas anécdotas que evocan los recuerdos de infancia contienen detalles que remiten continuamente a la construcción del relato. Uno de los más paradigmáticos es el episodio del helado, que abre y cierra la historia. Éste me servirá, además, para referirme a la forma espacial de la narración en Aira.

Recién llegados a Rosario, desde Coronel Pringles, a los dos días, el padre la lleva a tomar un helado para cumplir una promesa que le había hecho:

 

Sería el primero para mí, pues en Pringles no existían. Él, que en su juventud había conocido ciudades, me había hecho más de una vez el elogio de esa golosina, que recordaba deliciosa y festiva aunque no atinaba a explicar su encanto con palabras. Me lo había descripto muy correctamente, como algo inimaginable para el no iniciado, y eso había bastado para que el helado echara raíces en mi mente infantil y creciera en ella hasta tomar las dimensiones de un mito (9-10).

 

El padre le compra un helado de frutilla de diez centavos, y, cuando lo prueba, la niña experimenta un tremendo asco; él, indignado, la obliga a tomar varias cucharadas hasta que empezó a dar arcadas. Cuando se da cuenta de que el helado estaba en malas condiciones, el padre se enfrenta al heladero, sostiene una violenta discusión con él y lo mata. El motivo seminal del helado (relato) determina todo lo que sucede después. Es un paradigma o espejo en el que se reflejan las demás ocurrencias de la novela [8]. Por último, sirve de apertura y cierre, pues, en el último capítulo, la esposa del heladero, para vengarse del padre, secuestra a la niña y la mata introduciéndola en un tambor repleto de helado de frutilla. La narración termina con un regreso a los orígenes, metafóricamente, a la masa informe de la escritura que sólo recuperará su forma de nuevo a través de los mecanismos de lectura, cuando éstos compongan de nuevo el helado maléfico:

 

Contuve el aliento porque sabía que no podría respirar hundida en el helado... El frío me caló hasta los huesos... mi pequeño corazón palpitaba hasta estallar... Supe, yo que nunca había sabido nada en realidad, que eso era la muerte... Y tenía los ojos abiertos, por un extraño milagro veía el rosa que me mataba, lo veía luminoso, demasiado bello para soportarlo... debía de estar viéndolo no con los ojos sino con los nervios ópticos helados, helados de frutilla (14-15).

 

Cómo no relacionar la experiencia de la niña que va por primera vez de la mano de su padre a probar un helado con el recuerdo del coronel Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, de "aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". En esa tarde, cuando Aureliano toca el bloque de hielo, hace un comentario que, sin duda, no era el esperado por su padre: Está hirviendo, exclamó asustado. Pero el padre no le prestó atención, embriagado por la evidencia del prodigio...". Tampoco el padre que compra el helado le presta atención a las protestas, más que justificadas, de su hija. Al final de Cien años... Aureliano Babilonia es consciente de que va a morir -como la niña de Aira; entonces reaparece también el motivo del hielo (ficción) a través de los espejos ("que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos"). Siguiendo con posibles intertextualidades o guiños alusivos a los padres literarios, el episodio inaugural de la novela de Aira podría leerse como imagen invertida del comienzo de Pedro Páramo, donde el hijo llega al pueblo para cumplir una promesa que le había hecho a su madre. El helado había echado raíces en la mente de la niña de la misma manera que Comala en la imaginación de Juan Preciado. Y en ambos personajes se produce una desmitificación cuando se enfrentan a la realidad (el helado, Comala). Claro que en relación con los comienzos aludidos Aira lleva a cabo una trivialización del procedimiento, una parodia.

Otros guiños -siempre de carácter lúdico- están dirigidos a Borges y Cortázar [9]. El mismo Aira es objeto de burla en la novela (un tarado, un retrasado mental), su propia obra, a través de los fetiches favoritos, los enanos, como el personaje de la Madre Corita, la enana del hospital; y su buen amigo Arturo Carrera.

La narración del episodio del helado y de los que le siguen revela una técnica constructiva característica de Aira: recurre a escenas que son "cuadros vivos", hilvanadas entre sí, repletas de hermosas imágenes muy visuales y, con frecuencia, de extraordinaria inventiva. Pero entre tales imágenes y fábulas, "aspectos esquematizados" (Ingarden) existen lugares vacíos, se da un valor de indeterminación que radica en el proceso de lectura, y sólo podrá cubrir el lector (Iser). En esos vacíos es donde puede sorprender el lado amargo de la risa airiana [10], aspecto sugerido a través de un helado rosa -con todas las implicaciones kitsch de este color- que intoxica o en un disfraz que muerde. Lo cierto es que los textos de Aira no son lo que parecen; la lectura de sus novelas fluye con facilidad bajo una aparente sencillez, pero las significaciones se resisten. Se diría que su escritura retoma la famosa antítesis de Cortázar entre lectores exigentes y conformistas con el propósito de superarla, y, de ese modo, consigue escribir para ambos combinando claridad y oscuridad a partes iguales. En Cómo me hice monja hay dos historias, la que se deja leer sin esfuerzo y la que queda soterrada bajo la aparente, que no sería posible sin el trabajo del lector. Esta es la verdadera historia que el libro quiere contar.

 

 

Espacio y narración

 

Para desarrollar mejor una de las estrategias que, a mi entender, utiliza en la construcción de sus historias, me detendré en la imaginación visual y su relación con la representación espacial del tiempo o narración, que se puede resumir con una expresión del propio Aira, "incluir la imagen en la línea". La visión imaginaria no es una visión óptica, sino el intento de representarse lo que no se puede ver, la imaginación visual presupone la ausencia material de lo que aparece en la imagen. Es representación, mientras que la visión del objeto material sería percepción. En la obra literaria hablamos de objetividades representadas, pero mediante la representación se puede sugerir o crear el efecto de percepción. Partiendo de la premisa de que la naturaleza de la obra literaria es esencialmente temporal, existe una espacialidad literaria, como se sabe. De las diversas modalidades que presenta me interesa, en particular, la que conviene a la descripción que encara los procesos como espectáculos, parece suspender el curso del tiempo y contribuye a extender el relato en el espacio (Genette 1969: 59). Lo que se describe, en este caso, no son objetos, sino situaciones o procesos psíquicos. Para Joseph Frank, escritores como T. S. Eliot, Ezra Pound, Marcel Proust y James Joyce, en la literatura moderna se mueven en la dirección de la forma espacial (Frank 1991: 10). Es lo que sucede muy a menudo con la escritura airiana debido principalmente a la espacialidad de las imágenes. Aira es heredero, en este sentido, de la prosa vanguardista que impuso un tratamiento poético de la materia narrativa y privilegió la lógica espacial sobre la temporal. De hecho, en su ensayo "La nueva escritura" valora el poder innovador de Proust y reivindica el espíritu de las vanguardias y su vigencia. En otros ensayos dedicados a algunos de sus escritores y artistas favoritos también se interesa por la espacialización de la escritura. Así, caracteriza el trabajo de Alejandra Pizarnik mediante la visualidad de la imagen, marca surrealista; y cifra el trabajo de Copi en la capacidad para crear espacio dentro del tiempo, trasposición a lo literario de su habilidad como dibujante de cómics: "Ante su visualidad exacerbada y sus complicadas catástrofes, uno se pregunta si no serán los cómics que Copi no se tomó el trabajo de dibujar y entonces escribió" (1991: 41).

La espacialidad propia del arte literario de vanguardia se ha visto favorecida por otros géneros fronterizos, como el teatro, la pantomima, el cine, la televisión y la revolución audio-visual que ha conocido nuestra época. La estructura básica del lenguaje cinematográfico, especialmente en el cine mudo, consiste en un conjunto discontinuo de imágenes que esconden su discontinuidad, al ser cada imagen una reconstrucción por medios fotográficos de un aspecto visual de determinado objeto o situación objetiva. La sucesión y fusión de tales imágenes generan la apariencia de eventos en su desarrollo total concreto, temporalmente extendidos (Ingarden 1998: 378). A través de las imágenes se presentan ante nuestros ojos las ocurrencias físicas y psíquicas de objetos y personajes. Aunque el lenguaje narrativo y el lenguaje fílmico son distintos, obviamente, la contaminación entre ambos es un hecho. No por casualidad tomo el ejemplo del cine mudo, pues si ya está sugerido en la manera de contar el episodio del helado -que bien podría ser una escena tragicómica sacada de aquél, por la descripción visual de expresiones y gestos de los personajes-, existen escenas más directamente alusivas. Como la que transcurre en el hospital, donde asistimos a los esfuerzos desesperados de la enfermera, Ana Módena, por hacerse entender por la niña mediante un encadenamiento caótico de gestos, una verdadera pantomima. Lo mismo sucede en la experiencia inicial en la escuela cuando todavía no sabe leer y no puede entender nada:

 

Las primeras semanas pasaron en forma de imágenes puras. El ser humano tiende a darle sentido a la experiencia mediante la continuidad, lo que sucede se explica por lo que sucedió antes; no puede sorprender que yo persistiera en mi reciente acomodación a Ana Módena y siguiera viendo gestos, mímica, historias sin audio ante las cuales no podía hacer nada. Nadie me había explicado el objeto de la escuela, y yo estaba lejos de poder adivinarlo. (...) Lo tomaba, y con cierta obstinación, como un espectáculo, como volatinería (50).

 

En el mismo orden de cosas cuando descubre la escritura sólo ve en ella "el enmudecimiento de las palabras, la mímica, el proceso por el que las palabras se significaban" (56). Si la escritura es la mímica de las palabras, y el cine mudo o la pantomima son la imagen sin palabras, la fórmula antitética del cine mudo y la pantomima son los radioteatros. En el capítulo séptimo, el narrador se detiene en este medio, por excelencia, de la cultura de masas en la época evocada, que, además, se convierte en otra referencia metaficcional:

 

Para mí era una realidad. Una realidad que no se veía, de la que sólo se oían las voces y los ruidos. Las visiones las ponía yo. Salvo que dentro de esa realidad estaba la voz del Padre, mi momento favorito, en el que todos, ya no sólo yo, tenían que poner la visión. Dios era la radio dentro de la radio (76)" [11].

 

Por último, podría asociarse la escritura de Aira con otro arte menor que se viene utilizando en la literatura argentina de los años sesenta: la historieta o cómic. Una modalidad relacionada con las artes del relato y el espectáculo que, sin dejar de tomar distancia, dialogaba con el cine, la literatura y los géneros televisivos. Oscar Steimberg explica el interés teórico y crítico que la nueva historieta de aventuras ha suscitado entre los intelectuales "por la correspondencia que mantiene con el conjunto del modo contemporáneo de intercambio y procesamiento de signos, que excede el campo de la búsqueda y la producción "intelectual" y recorre todos los lenguajes y géneros del universo mediático" (2000: 539). La familiaridad de Aira con el lenguaje historietístico proviene de las nuevas transformaciones culturales producidas en Argentina desde los años 60 que incentivaron la invasión de los géneros narrativos "altos" por los "bajos" y, de forma directa, a través de sus amigos Osvaldo Lamborghini y Copi.

 

 

La realidad de la ficción

 

Volviendo a la fábula del helado, se da en ella un contraste muy marcado de reacciones: el autoritarismo y la violencia en el padre; la debilidad, el miedo, el sentimiento de culpa, el horror, la angustia y, finalmente, la rebeldía a través de la mentira (las arcadas), en la niña. Las arcadas representan en el sistema simbólico del relato el punto donde la ficción se confunde con la realidad, donde el simulacro se hace real:

 

El recuerdo de papá en la heladería las hacía más reales que la realidad -reconocerá más adelante la voz narrativa-, las volvía el elemento que lo hacía real todo, contra el que nada se resistía. Ahí ha estado desde entonces, para mí, la esencia de lo sagrado, mi vocación surgió de esa fuente (41).

 

El motivo de la arcada -en cuanto simulacro recurrente de lo lleno (vómito), pero vacío- posee un valor metaficcional importante. Creo que con él Aira quiere sugerir el fundamento metafísico de su escritura: la angustia. Las arcadas son una imagen invertida de la táctica narrativa aplicada: la proliferación narrativa, el encadenamiento de fábulas e historias destinadas a tapar el agujero de la angustia: "Las historias se fundían en una sola, que era el revés de una historia... porque no tenía más historia que mi angustia" (28). La angustia sería el equivalente de las arcadas, un agujero que no se puede explicar sino a través de representaciones ficcionales, a modo de metáforas, que son las sucesivas escenas e historias que se yuxtaponen en la novela. Así, durante la enfermedad de la niña debido a la intoxicación, la fiebre la sumerge en un delirio constante que la lleva a elaborar barrocas historias, donde encajan tres piezas, sus padres y ella, y cuya constante es el horror. Tras el trauma vivido en la heladería, aprenderá a liberarse de la angustia a través de los simulacros, de la confusión entre verdades y mentiras, y de la invención de las más insólitas situaciones. Así se comporta en el hospital, con el médico y Ana Módena; en la escuela con la maestra, y en la prisión a donde acude a visitar a su padre.

Las micro-ficciones que inventa la protagonista de Cómo me hice monja, sus juegos y fantasías, son -como ya dije- espejos deformados de la realidad, más exactamente, de la realidad argentina. La combinación de historia argentina y fantasía está presente en numerosas historias de Aira [12]. En la novela que nos ocupa, el autor se remonta al primer gobierno peronista (1946-1955) porque coincide con sus primeros años. Como se sabe, el peronismo significó un modo de hacer política marcado por el autoritarismo y el arraigo popular, y se caracterizó por su ambigüedad ideológica y sus contradicciones internas. Pero, de la misma manera que el episodio del helado contagia las demás ocurrencias narrativas en una especie de encadenado, la enfermedad del peronismo no fue sino el comienzo de otros brotes más dañinos en la Historia de Argentina. No olvidemos que la voz que narra escribe en la distancia, a través de la memoria. Desde esta perspectiva, los juegos infantiles que dentro de la ficción se mezclan con la realidad sin que podamos deslindar fronteras, no resultan tan inocentes. A lo largo de diez secuencias se suceden fórmulas distintas de autoritarismo y violencia: tortura, envenenamiento, homicidio, persecución, secuestro, desaparición. Los ejes de la narración discurren, además, en torno a núcleos en los que siempre se dirime una relación, real o implícita, de autoridad y poder: la familia, la escuela, el hospital, la cárcel. Para reforzar esta posible lectura, las dos referencias, reales o ficticias, al contexto argentino de esa época están en relación con los episodios de apertura y cierre del relato: la intoxicación y el secuestro:

 

Yo había sido víctima de los temibles ciánidos alimenticios... la gran marea de intoxicaciones letales que aquel año barría la Argentina y países vecinos... El aire estaba cargado de miedo, porque atacaban cuando menos se los esperaba, el mal podía venir en cualquier alimento, aún en los más naturales... la papa, el zapallo, la carne, el arroz, la naranja... A mí me tocó el helado (27).

Por aquel entonces la prensa amarilla se estaba haciendo un festín con los cadáveres exangües de niños de ambos sexos violados en los baldíos... Sin sangre en las venas; era una ola de vampiros que cubría el país (106-107).

 

 

 

El final del juego: la muerte en la heladera.

 

 

En Cómo me hice monja -según se ha visto- se narra las desventuras de una familia que abandona el pueblo -Coronel Pringles- y se marcha a vivir a la ciudad -Rosario. Nada más llegar, un incidente insignificante les complica la vida de forma trágica. Todo sucede durante nueve meses y está contado por un adulto que trata de reconstruir la visión que tenía de las cosas a los seis años. Pero, mediante un sistema de inclusiones, reforzado por el simbolismo genésico de los números nueve y seis, sugiere también el proceso de escritura desde sus orígenes, el nacimiento de la ficción. Esta doble perspectiva le da una profundidad a la escritura de Aira que, sin embargo, queda soterrada ex profeso bajo lo cristalino de la exposición. Él mismo, refiriéndose al estilo, lo ha dicho con otras palabras: "La claridad definitiva de la obra triunfante vuelve a ser oscura, más oscura cuanto más clara, y eso asegura la eterna juventud de la obra de arte" ("Lo incomprensible").

El final de libro es tan inesperado como irreal; hay un salto de nivel desde la fantasía del juego (el juego de las persecuciones) a una hipotética realidad todavía más fantástica: el secuestro y muerte de la niña. Con ello Aira priva al lector de cualquier asidero lógico:

 

Los finales de Aira -escribe Laddaga- nunca se preparan; advienen súbitamente. De ello se deriva un comentario que no es infrecuente entre sus lectores: que sus libros acaban, en general de un modo insatisfactorio, innatural, forzado; que traicionan el contrato narrativo dilapidando el capital narrativo que han erigido (Laddaga 2001: 46).

 

No obstante, el final de Cómo me hice monja sí que resulta coherente con aquellos parámetros de su sistema literario que se han manejado aquí. Para la lectura de este libro he seguido de cerca las ideas de Aira en torno a la espacialidad literaria y su relación con otros géneros fronterizos desarrolladas en algunos de sus ensayos, en particular en Copi. Allí sostiene que "En contraste con la lectura lineal que admite el tiempo, el espacio puede recorrerse en cualquier sentido, una y otra vez; de ahí las resurrecciones (de los personajes)" (1991: 114). Se refiere a la representación teatral, donde los muertos se levantan "en la vida", es decir cuando la representación ha terminado (117). Pero, a semejanza de Copi, Aira transforma la situación y resucita a los personajes dentro de la ficción y no fuera. Así, en Cómo me hice monja, la niña no muere en la heladera -mejor dicho, muere pero resucita- y por eso en la edad adulta pudo contarnos su historia. La heladera es un objeto metatextual, como el helado. La heladera es una pieza de Copi, en la que él, único actor, representa seis personajes; en cuanto objeto escénico es un elemento que domina toda la escena y no llega a abrirse: "La heladera -escribe Aira- es el emblema del teatro de Copi. Es la escena dentro de la escena (y preservada para siempre), ideal para guardar un cadáver, es realista y maravillosa a la vez, cornucopia, promesa, amenaza..." (1991: 120).

A la luz del texto de Copi el final de la novela ofrece otras connotaciones. La heladera es una caja de la memoria en la que queda guardada la infancia del propio Aira y de sus primeras experiencias en Rosario. Es un recipiente que contiene a la niña y al mítico helado con que dio comienzo la fábula. La heladera es, en suma, el texto.


BIBLIOGRAFÍA

 

Aira, César, Cómo me hice monja, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1999.
                    -Copi, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1999.

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Frank, Joseph, The Idea of Spatial Form, New Jersey, Rutgers University Press, 1991.

Genette, Gérard, Figures II, Paris, Éditions du Seuil, 1969.

Ingarden, Roman, La obra de arte literaria, México, Taurus, 1998.

Iser, Wofgang, "La estructura apelativa de los textos", en Rainer Warning (ed.), Estética de la recepción. Traducción de Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina. Madrid, Visor, 1989, pp. 133-148.

Laddaga, Reinaldo, "Una literatura de la clase media. Notas sobre César Aira", Hispamérica, año XXX, nº 88, 2001.

Lamborghini, Osvaldo, Novelas y cuentos. Barcelona, Ediciones del Serbal, 1988.

Ludmer, Josefina, "Las tretas del débil", en La sartén por el mango. Encuentro de escritoras latinoamericanas. Edición de Patricia Elena González y Eliana Ortega, Río Piedras, Ediciones Huracán, Unc., 1984, pp. 47-54.

Man, Paul de, "La autobiografía como desfiguración". Traducción de Ángel L. Loureiro. Anthropos. Suplementos. Monografías temáticas, 29. La autobiografía y sus problemas teóricos, Barcelona, Diciembre 1991, pp. 113-118.

Santos, Lidia, "Los hijos bastardos de Evita o la literatura bajo el manto de estrellas de la cultura de masas", Rcelac, vol. 25, 48, otoño 1999.

Steimberg, Oscar, "La nueva historieta de aventuras: una fundación narrativa", en Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik, vol. 11, Buenos Aires, Emecé Editores S. A., 2000, pp. 533-547.


NOTAS

 

[1] Sí que determinadas expresiones de la novela están asociadas a ese mundo, igual que el estilo en que se traducen ciertas experiencias, pero resultan descontextualizadas y obedecen a una intención paródica. Por ejemplo, cuando explica su habilidad para teñir las mentiras de verdad (todo el simulacro con las arcadas desde la escena del helado): "Ahí ha estado desde entonces, para mí, la esencia de lo sagrado; mi vocación surgió de esa fuente" (41).

[2] Con objeto de facilitar la lectura adoptaré el género femenino ("la niña"), sin olvidar la doble identidad que le corresponde, masculina y femenina.

[3] Lidia Santos, en "Los hijos bastardos de Evita, o la literatura bajo el manto de estrellas de la cultura de masas" analiza el mito de Eva Perón en Copi, Puig, Lamborghini y Aira. Destaca cómo la enfermera peronista es leitmotiv en Copi y Puig retomado por Aira, pero "al atribuirle el apodo, Aira lo tansforma en un simulacro de Eva Perón, interpretación coherente con el papel que ocupaban las enfermeras durante el peronismo" (1999: 10). Por su parte, Tomás Eloy Martínez, autor de Santa Evita, refiriéndose a la personalidad de Evita declara en una entrevista: "Yo, que me empapé todos los documentales en que salió, aún no tengo una visión unívoca. Era un ser complejo, una mezcla de intolerancia, fanatismo, violencia verbal, ternura y flaqueza femenina, capaz de un pensamiento muy autoritario y de mucha compasión a la vez. Y muy sincera... Felizmente para la novela, porque los pesonajes de una pieza son un fracaso absoluto. Ella incluso muerta es capaz de desatar el amor y la tragedia" (El País, 8 de noviembre de 2002, pág. 37). Es probablemente esa mezcla de rasgos que connotan virilidad y feminidad los que, desde una perspectiva satírica, convierten al mito en un travestí.

[4] Precisamente, la recreación que hace Aira de la Argentina de Perón no es ajena a la influencia de Puig, Copi y Lamborghini.

[5] Recordemos la precisa caracterización que hizo Paul de Man de dicha noción: "La autobiografía parece depender de hechos potencialmente reales y verificables de manera menos ambivalente que la ficción. Parece pertenecer a un modo de referencialidad, de representación y de diégesis más simple que el de la ficción. Puede contener numerosos sueños y fantasmas, pero estas desviaciones de la realidad están enclavadas en un sujeto cuya identidad viene definida por la incontestable legibilidad de su nombre propio" (1991: 113).

[6] En esta desfiguración real y metafórica del personaje, Aira se aproxima a la conclusión de Paul de Man en el ensayo citado supra: "la restauración de la vida mortal por medio de la autobiografía (la prosopopeya del nombre y de la voz) desposee y desfigura en la misma medida en que restaura" (1991: 118).

[7] Caricaturiza este personaje al escritor Arturo Carrera, íntimo amigo de Aira.

[8] La narración de este sencillo episodio, con el humor tan peculiar de Aira, atrapa al lector desde las primeras líneas y lo fascina. Sandra Contreras, a propósito de la poética narrativa de Aira, ha destacado la importancia de los comienzos en sus obras, del impulso primigenio de relato y del impulso continuo de invención: "la narrativa de Aira se recorta en la narrativa argentina contemporánea por una singular vuelta al relato. Una vuelta al arte de la narración (...) a un cierto uso de formas básicas del relato (la fábula, el melodrama, el cómic, la novela gótica, la novela de aventuras, el folletín), en las que Aira encuentra una potencia narrativa, el impulso primigenio con el que hacer ir la narración hacia delante (...). Ese relato en sí que para Aira siempre está en el Comienzo y que podermos extraer, como un fragmento nítido, simple, primordial, de cada una de sus novelas (...). De repente, en casi todas sus novelas, alguien cuenta, de un modo impecable, y es tal la magia del relato bien contado, tal la fascinación de lo novelesco puro que sólo le siguen el silencio, la catatonía, la enajenación. (...). La literatura de Aira convierte al nacimiento de la ficción, a la genealogía del relato, en la aventura fundamental de la narración" (Contreras 2000-20001: 169-170).

[9] Véase al respecto el capítulo octavo, donde los complejos juegos del personaje emulan las laberínticas construcciones borgianas y las ineludibles fórmulas panteístas: "Trascendí la escuela. Empecé a dar instrucciones. Instrucciones de todo, de vida. Se las daba a nadie, a seres impalpables que había dentro de mi personalidad, que ni siquiera tomaban formas imaginarias. Eran nadie y eran todos" (87). También asoma el Cortázar cuentista a través del juego de las estatuas ("Final del juego"): "De modo que mamá nunca supo que yo estaba dando clases. Quién sabe qué creería al verme paralizada, tensa como un mármol..." (86).

[10] El lado amargo sería en este caso las sensaciones de temor, miedo, cierto autoritarismo, violencia y otros efectos que se dejan entrever en las vicisitudes que le ocurren a la niña.

[11] Según puede apreciarse, la frase "Dios era la radio dentro de la radio" es una réplica burlona del famoso ensayo borgiano "Magias parciales del Quijote", sobre todo de las preguntas "¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las Mil y Una Noches?", etc. Aira asimila aquí la naturaleza de su escritura más bien con medios orales, como la radio, que escritos. En su infancia la radio era un estimulante para la imaginación de las masas. Si la invisibilidad de Dios ya requiere un esfuerzo imaginativo, su presencia/ ausencia en un ámbito, la radio, presidido por la palabra, sin imagen visual, equivale a la obra dentro de la obra, en el plano de la oralidad.

[12] Una de las más cercanas, en ese sentido, a Cómo me hice monja, es "El vestido rosa", en torno a la expedición del desierto del general Julio A. Roca en 1879.


 

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