Ana Nuño

Juan Sánchez Peláez


 

Cristina López Trigueros: Composición

 


 

INTROITO

 

     Hace dos o tres años conversaba con Rafael Cadenas en una de esas fuentes de soda caraqueñas que tienen la virtud de cambiar constantemente de decorado, camareros y, sobre todo, precios, pero que milagrosamente conservan en algún rincón, entre una mata de danta escuchimizada y el mostrador ahogado en neones, la atmósfera que nos acogió el primer día que tomamos allí un marroncito. La conversación, como siempre con Cadenas, era un suelto ramaje que iba y venía de la política a la reciente edición de un libro suyo, de la universidad a las hijas y, en general, de lo difícil que se ha puesto todo y lo fácil que es dejarse llevar por la corriente. Esta vez, nos detuvimos un instante, lo suficiente para que se inmovilizara una rama y oler el aroma de un botón, en la cuestión de la crítica literaria en Venezuela. Como siempre, Cadenas me llevó a tocar tierra, con esa manera suya que nuestro trópico bullicioso y frontal confunde con timidez, y que es, en realidad, el más civilizado rostro de la amabilidad: su libro Gestiones, desde su publicación en 1992 hasta esa fecha en que nos mecíamos en el árbol vespertino del Papagallo, había recibido la friolera de dos reseñas críticas. Con tan somera recapitulación quedaba cerrado, claro está, el capítulo “ejercicio de la crítica literaria en Venezuela”, y volvíamos al dulce vaivén de las hojas.


 


HOMILÍA

 

     “En Venezuela estamos acostumbrados a oír adjetivos desmedidos cuando se habla de escritores y artistas”. Esta frase es de Vicente Gerbasi y está publicada en un Papel Literario de 1950, un año antes de que Juan Sánchez Peláez publicara su primer libro de poesía, Elena y los elementos. Y a esa frase del poeta de Canoabo no le ha salido ni una sola arruga en estos cincuenta y un años. La retórica conmemorativa y adulatoria entre nosotros, salvo por lo que se cotiza, nada tiene que envidiarles a los más afamados cirujanos estéticos.

     Juan Sánchez Peláez ha tenido la inmensa fortuna y la incomparable desgracia de nacer en Venezuela y en este país haber publicado su obra. Ambos hados, la fortuna y la desgracia, se desprenden en igual medida de ese accidente de su biografía. Nacer en Venezuela y ser poeta, hasta una fecha muy reciente, era el más honorífico salvoconducto para alcanzar cierta forma de prestigio social y, de una forma certera, la marginalidad económica. Sólo desde que florecieron, merced al exceso de petrodólares de los setenta, los talleres literarios, ser poeta y venezolano pudo comenzar a ser otra cosa. Ignoro si este cambio ha supuesto un progreso; desde entonces hemos tenido de todo, poetas-funcionarios, poetas-asesores, poetas-escritores de telenovelas. Y hasta poetas-poetas, menos mal.

     Digámoslo sin rodeos: Juan Sánchez Peláez, de haber nacido y publicado su obra en México, Argentina, Chile, Colombia o Perú, estaría hoy cubierto de premios internacionales de poesía, y al menos tres libros suyos -tres libros extraordinarios, en esta y cualquier otra latitud: Animal de costumbre (1959), Rasgos comunes (1975) y Aire sobre el aire (1989)- habrían sido editados también en otros tantos países latinoamericanos y aun en nuestra amnésica madre patria. Es posible, por otro lado, que de haberse realizado este guión de poética-ficción, Juan Sánchez Peláez no sería quien hoy es, no habría sido quien ha sido y, sobre todo, no habría escrito lo que ha escrito. Porque una de las virtudes de su obra nace precisamente de esa fortuna-desgracia. Como toda poesía, como toda obra de creación verbal, la poesía de Sánchez Peláez se dirige a un lector. Pero la circunstancia de escribir desde un país donde la poesía es todo y nada, donde todo el mundo se rasga las vestiduras para adular al amigo-poeta de turno y al mismo tiempo casi nadie se toma la molestia de leer las obras poéticas críticamente -es decir, poniéndolas en resonancia con otras obras, ni qué decir con obras no venezolanas o ajenas al círculo más estrecho de los intereses circunstanciales del improvisado crítico-; esa anómala, compleja circunstancia ha acabado, en el caso de Sánchez Peláez y su poesía, haciendo en este poeta más consciente el enjeu, lo que está en juego y el envite, de la poesía. Silence, exile and cunning, decía Joyce de su arte: el exilio, todo poeta verdadero y aun cualquier ser pensante lo tiene garantizado en Venezuela sin necesidad de alejarse del país; en cuanto al silencio y la malicia, son apenas los nombres que le damos a la única táctica de supervivencia posible para quien se exilia sin moverse de su ¿centro?

     Recojo el yoyo y vuelvo a lanzarlo para regresar a ese “casi nadie se toma la molestia”. Hay una severa excepción, claro está: Guillermo Sucre. (¿Hasta cuándo va a ser nuestra severa excepción?). Y es cierto que se ha escrito sobre la poesía de Sánchez Peláez. Ahí está, sin ir más lejos, la recopilación de artículos, notas, estudios y ensayos del Juan Sánchez Peláez ante la crítica editado por Monte Ávila hace siete años. Releo a Hanni Ossott y a Juan Liscano y a Eugenio Montejo y a todos los otros, incluido Humberto Díaz-Casanueva. Cada uno dice de Juan y su poesía, y cada uno está diciendo de sí mismo, sobre todo. Y después leo a Sucre, el segundo texto antologado en esta recopilación, extraído de La máscara, la transparencia. Que sigue siendo el mejor ensayo sobre poesía hispanoamericana publicado hasta la fecha, pese a sus deficiencias, porque todo ensayo de esta índole las tiene y si no, con el tiempo las adquiere. Por ejemplo, sigo sin comprender por qué Cadenas y Sánchez Peláez comparten la casilla “La metáfora del silencio”. A mi (modesto) entender, lo que separa y aun opone a estos dos poetas es más significativo que lo que los reúne. De hecho, Sucre señala que “no hay poetas más disímiles”.

     Pero dejo esto de lado y vuelvo a mi yoyo. A propósito de estos dos poetas, Sucre enuncia una de las más fértiles consecuencias de lo significado más arriba con la figura dual de la fortuna-desgracia de Juan Sánchez Peláez: “Hay un hecho muy peculiar [en Cadenas y Sánchez Peláez]: tienden inicialmente a la exuberancia y aun al desencadenamiento verbal; luego, no sólo se despojan de cualquier exceso, sino que ese despojamiento supone una confrontación con el lenguaje como tal”. La “confrontación con el lenguaje como tal” es una fórmula muy de los años setenta, deudora del enorme prestigio de la intransitividad y autorreferencialidad del “texto”, ese dios de la escritura hipostasiado a la sazón por los estructuralistas. Pero sin duda Sucre apunta en su ensayo a otro tipo de distinción: entre poéticas que construyen su objeto mediante la ilusión de un lenguaje transparente en su designación, y poéticas que problematizan el objeto porque integran, en mayor o menor medida, la variable opacidad de la lengua. Con escasas excepciones, la poesía en lengua española escrita en España después de la generación del 27 es tributaria de la primera escuela, mientras que abundan las poéticas con filiación en aquella segunda tradición en el costado americano del Atlántico.


 


CANON

 

     Mejor dejemos el yoyo y tomemos la perinola, a ver si vamos al grano o al palito. Surrealista, onírico, erótico, místico: ¿qué no se ha dicho y escrito de la poesía de Sánchez Peláez? Como anduvo por Chile en su juventud y coincidió con el auge del grupo Mandrágora; como el título de su primer libro, Elena y los elementos, parecía un eco in lontano del Eva y la fuga de Rosamel del Valle; como años después antologó para Monte Ávila al mismo Rosamel; como había frecuentado a Humberto Díaz-Casanueva y a Braulio Arenas y a Enrique Molina y a Olga Orozco y como invocó en un poema a César Moro, ergo Juan Sánchez Peláez era un adepto del onirismo y erotismo surrealistas. En cuanto al misticismo, desde que en su segundo libro, Animal de costumbre, se le ocurrió evocar a su madre y, con ella, las ánimas del Purgatorio, se le descubrió una vena mística. ¡Pobre Juan de Yepes, si supiera a qué llaman nuestros críticos “misticismo”! En cuanto al surrealismo, lo más portentoso de la poesía de Sánchez Peláez -y este portento está a la vista, para quien quiera verlo, desde Elena- es su simultánea apropiación del ethos de este movimiento y su sabio cortocircuito de los tópicos que lo lastran. A diferencia de la Eva de Rosamel, la Elena de Juan no le debe nada a Nadja y todo a la raíz deseante, a la pulsión que anula las fronteras entre lo vivido y lo ansiado, lo temido y lo temible, y si surrealismo hay en esta poesía, lo es de una estirpe más honda y veraz que los flacos automatismos oníricos en los que han incurrido sus cultores, con Breton a la cabeza. Tampoco se ha apoyado en el mito, como se resignó a hacerlo Rosamel desde la publicación de su Orfeo. Es cierto que a ambos poetas los hermana un humor terso y melancólico, al que el chileno tarda en llegar -y que se manifiesta plenamente a partir de El joven Olvido (1949)-, pero que en Sánchez Peláez alcanza plenitud desde su segundo poemario. “Mi animal de costumbre me observa y me vigila” (XVIII) y “Es inútil la queja” (XIX) traen a nuestra poesía una salubre bocanada de humor digno del Michaux de Voyage en Grande Garabagne o de Plume, hijo de ese “plat pays” donde cualquier silueta es sombra y los contrastes, a flor de tierra, recortan un abecedario de figuras improbables en su conjunción y evidentes y diáfanas como un vaso de agua.

     Y cuando digo “nuestra poesía” no me refiero, desde luego, a la que haya podido escribirse entre las cuatro paredes de nuestro rincón trópico-selvático, sino a toda la poesía en lengua castellana, menos adicta que la escrita en inglés, sobremanera, y en francés, sólo ocasionalmente, al fulgor del understatement y el civilizado tuteo con lo improbable.

     El arriesgado ethos pulsional -arriesgado porque sus leyes son un desafío a la Ley- y el humor fluido, sin estridencias, son anzuelos donde prender “el pez vivo en la red” y “subirlo a la claridad”. Es ahí donde se sitúa esta voz, de ahí nos habla: de la más profunda oscuridad de lo increado en busca de la luz, más allá del aire sobre el aire. Y esa voz nos dice que no somos, que no hay certidumbre en el nacer ni en el vivir ni en el morir, y que para ser “el hombre rojo lleno de sangre”, no hay que perder el curso del río ni extraviar “su verdadero sol”. Humor fluvial, meandros de una voz que aspira a a circular por debajo del río y por encima del aire: Juan Sánchez Peláez ha forjado un verso que, para ajustarse al trasiego de lo que no cesa, ofrece una de las más altas escuelas de libertad y soltura en la lengua.

     Poeta aéreo, nostálgico del verdadero sol, por eso mismo Juan Sánchez Peláez es nuestro poeta de la noche. Que Elena y los elementos lleve en epígrafe al Eluard que proclama la “noche profunda y larga” de su edad; que Animal de costumbre abra la boca “En la noche dúctil” y nos diga, con nuestra “frágil vanidad en los brazos”: “En la noche, escucha”; que “Por desvarío entre mis sílabas/ La noche sin guía” inicie su Filiación oscura; que “lo huidizo y permanente” se resuelva en dos cuerpos que se juntan y el alba, que “es el leopardo”; que el círculo se abra y la voz nos convide a verlo abrirse, en Rasgos comunes, y luego despeñe “tu grito/ cuando mi sombra o mi noche/ soplan el fuego”, en Por cuál causa o nostalgia; y que los viejos “ocurran puntuales” y a la orilla del mar aguarden sin dormir y sin soledad, en Aire sobre el aire: que todos los libros de Sánchez Peláez lleven prendidos en su pórtico la noche y el deseo y la pérdida y la vejez, ello sitúa la voz de este poeta en su ámbito: aquí -ojo, voi ch’entrate- se está gestando un mundo, el único habitable. Y porque el mundo no es el mundo -“Este árbol no es un árbol./ Este muro no es un muro”- y porque es inútil la queja -“Mejor sería hablar de esta región tan pintoresca”-, hay que renunciar a “hincharse con palabras”. La “desgracia feliz” de Sánchez Peláez consiste en no haber hecho concesiones con las palabras, esas caminadoras pintarrajeadas que se ofrecen al primero que llega. Y el exilio consubstancial a todo venezolano pensante, rodeado como suele estarlo del tumulto de las conmemoraciones y el silencio de la crítica, ha sido en su caso, sin duda, el perfecto revulsivo a la garrulidad huera del entorno.


 


COMUNIÓN

 

     También oír a Juan, “en aquel alucinante patio con noche caraqueña”, como dice Lorenzo García Vega de la que fue casa del poeta en Altamira, es comprender que escribir poesía no es una actividad pautada, que el poeta no es un individuo que se sienta de las nueve a las doce de la mañana a parir versos y después se va a echarse unos tragos con los amigos. Con o sin amigos, con o sin tragos, con o sin palabras, de noche o de día, Juan Sánchez Peláez escribe todo el rato porque escucha y ve y calla todo el rato. A este gran insomne, dueño del misterio de la amistad, me lo imagino tarde en la noche, envuelto en su manto de grillos, preguntándose, como se preguntaba Rosamel del Valle: “¿Será posible reconocer el aire sobre sí mismo?”

     Sí, Moisés Filadelfio. Basta con leer a Juan Sánchez Peláez.


 


 

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