Arturo Maccanti

Coronación y exilio


 

Barnet Newman: Aquiles

 




COLUMPIO SOLO


                   (A mi hijo, 1964-1968.
                   Parque Municipal de Santa Cruz.
                   Anochece.)


¿A quién meces, columpio solo? ¿Al viento
ruidoso y ciudadano?

Al pasar, te descubro en la tardía
luz del verano, como en sueños,
con tu vaivén donde un fantasma
que golpea en el fondo de mi pecho,
todavía sonríe sin saber...

Cerca, un reloj de flores marca el tiempo
urbano, indiferente, entre risas de niños
áureos de sol atardecido, mientras
cruzo fugaz por la penumbra
de los árboles,
ya perseguido siempre
por mí, por el recuerdo
vagabundo de un sueño que fue vida.

Al pasar, se levanta la bandada
de palomas que vimos por costumbre
otros días con sol, bóvedas altas
sobre las que ha caído un mundo de silencio.

Aunque el amor no acabe,
aunque acabe el amor, columpio solo,
tú permanece fiel meciendo al aire, 
meciendo al niño aquel que apenas pudo
llegar a ser mañana, 
que se quedó en ayer,
y hoy cruza finalmente,
a pecho descubierto,
el vasto imperio de la sombra,
el hondísimo nihil...


CORONACIÓN Y EXILIO Si alguna vez fui príncipe de la luz fue en tu reino... Me coronaste con tu risa en la tibia arboleda de tus brazos. Hiciste para mí rosa la rosa, pájaro el pájaro y cetro la alegría. Agotaste los ojos mirándome dormir. Por esto acaso fueron tan hermosos mis sueños. A manos llenas me trajiste el mar, ya para siempre compañero mío. Fue mi primer paisaje el color de tu falda y tu voz la primera canción de mi existencia. La huella de mi pie cupo en la tuya. Tú eras la dicha y yo te perseguía con mi pequeño corazón de niño por las orillas de los mares. Durante mi reinado el sol nunca se puso y el mundo estuvo acorde. ... y un día te perdí sin saber cómo, sin saber dónde, sin saber por qué. Luego fui destronado. Me golpeó el dolor con guantelete de acero en pleno rostro. Fui conducido al mundo, encadenado, humillado y cegado, hambriento y mudo, en la anónima noria de la vida. No se me ahorró miseria ni desdicha. Me encontré solo y escribí poemas. Abdiqué de la luz. Ahora soy viejo y estoy perdido entre las sombras, enredado en el tiempo y en la muerte, como tú, madre mía...
UNA NUBE DURANTE LA GRAN GUERRA (En vida) Hubo una vez una nube que cansada de serlo, cansada de montañas y aires sin rumbo, de los ríos inmensos de la tierra, cansada de la sangre y la metralla, descendió silenciosa y se posó en tus ojos. Era el tiempo de la escarcha y de la nieve. Hacía frío. Mucho frío, padre. Entonces tú, con tu infancia aterida bajo el brazo, cruzabas los caminos inclementes. Eras pequeño a la salida de la escuela. Maestra Giulia te daba dulces y lápices de colores, y en tus manos tristes, más tristes que todo el universo, mirabas aquellos tesoros incrédulo, asombrado. En casa te llamaban con nombres de ciruela y almendra, con nombres de manzanas y uvas moscateles, y desde aquella época te entristeció el helecho, porque un amigo tuyo, niño también, se murió alguna tarde y con él adornaron las estancias dolientes. En casa te llamaban con nombres olvidados, con nombres que sabían a olorosas mañanas... Florecía el cerezo, los olivos gozaban su verdor incipiente en el cercano bosque de Varrámista, el arroyo cantaba y andaban las muchachas de aquel tiempo llenas, como la tierra, de sueños y esperanzas, cuando en la fragua del destino aprendías el hierro con tus pequeñas manos de universo tristísimo, y un instante, lo que tarda una vida en nacer o en morir, saltó una chispa clara para encenderte el alma. Y encendida la tienes, padre mío sereno, aunque una nube oculte su esplendor en tus ojos, como al cielo de abril celajes repentinos le ocultan su belleza sin término...
SARA NÓBREGA Antes de despedirte para siempre, me dejaste un libro y una estrella en la sangre. Uno y otra venían de muy lejos, llegaban de lo hondo de una estirpe maldita. Leí el destino. Era verdad que estaba escrito. Comprobé mis azares, por qué mi pie pequeño, mi infatigable sensualidad, mi fe monoteísta. Extiendo la mano para alcanzar los días aquellos de tu infancia en Lisboa, en la trastienda de un bazar, con espejos, porcelanas azules, esmaltes y muñecas, reposo de tus místicas saudades, pequeña abuela hebrea. En el espacio breve de un llanto, miraste un día el sol poniéndose sobre los viejos libros. Dijiste adiós, quién sabe qué dijiste, y otro día de otoño de principios de siglo a las islas llegaste con un bolso, una maleta y un libro. Primera fundación, limpio el aire donde alzar los altares, jerusalem sin mancha de las viejas creencias que heredé, que he olvidado. Oh nunca Sara Nóbrega.

 

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