Armando Rojas Guardia
Fuera de tiesto
Biografía
Armando Rojas Guardia nació en Caracas el 8 de septiembre de 1949.
Es
una de las voces fundamentales de la lírica venezolana contemporánea.
Entre 1967 y 1973 fue marcado por la experiencia religiosa como
estudiante jesuita y como miembro de la Comunidad de Solentiname
(Nicaragua) dirigida por Ernesto Cardenal. Cursó estudios de filosofía
en Caracas, Bogotá y Friburgo (Suiza) y se ha desempeñado como editor,
investigador y profesor. Participó en el Taller de Calicanto durante
varios años, y tuvo un papel relevante en la creación del Grupo Tráfico
(1981). Su obra lírica se caracteriza por su persistente interés en la
exploración de los procesos interiores, de los conflictos psíquicos, de
las interrogantes sustantivas que inquietan la conciencia. Ese impulso
que lo ha llevado a estudiar la experiencia mística en la tradición
poética de todos los tiempos y que es una persistente marca en toda su
escritura no lo ha distanciado, sin embargo, del contacto directo y
crudo con las exigencias de la vida cotidiana, como miembro
responsable de la sociedad. La producción lírica y reflexiva de Rojas
Guardia se desarrolla imantada por cuatro polos de interés que se
imbrican sin cesar en prácticamente todos sus libros: La búsqueda y
aspiración a la relación con lo Superior, los conflictos de la psique y
la
psicoterapia, el amor homosexual y la encarnación, podría llamarse
heroica, de la coherencia ética como ciudadano y como intelectual.
Su poesía configura una intensidad única reconocidas en
sus
imágenes y obsesiones, su musicalidad, la profundidad de lengua, que
a la vez fluye en forma cristalina con un verso exacto y
envolvente. Su palabra toca y conmueve profundamente al lector.
Sus poemas y sus ensayos llevan impresos en sus palabras las cicatrices
del hombre que escribe en su trayecto vital.
Su poesía se ha difundido ampliamente a través de revistas de
diversos
países desde los años setenta. Orgánicamente ha sido publicada en siete
poemarios: Del mismo amor ardiendo (1979), Yo que supe de
la
vieja
herida (1985), Poemas de Quebrada de la Virgen (1985), Hacia
la noche
viva (1989), La nada vigilante (1996), El esplendor y
la espera (2000)
y Patria y otros poemas (2008). Adicionalmente, como ensayista
ha
publicado los libros El Dios de la intemperie (1985), El
calidoscopio
de Hermes (1989), Diario merideño (1991), El principio
de
incertidumbre
(1994) y Crónica de la memoria (1999). Entre las antologías
personales
de Rojas Guardia, destaca la Antología poética (Caracas, Monte
Ávila
Editores, 1992, con selección y prólogo de Miguel Márquez), la
antología titulada Íngrimo (Córdoba, Argentina. Universidad
Católica de
Córdoba, 2008, con selección y prólogo de Leandro Calle) y Fuera de
tiesto (Caracas, Bid & co, 2009, con selección y prólogo de
Harry
Almela). Su obra fue recogida en Obra Poética
(elotro&elmismo, 2004) y Obra completa Ensayo
(elotro&elmismo,
2006), ambas con prólogo de Rafael Castillo Zapata. Rojas Guardia ganó
el Premio de Poesía del Consejo Nacional de la Cultura de Venezuela en
dos oportunidades (1986, 1996) y el Premio de Ensayo de la Bienal
“Mariano Picón Salas” (1997). La Academia Venezolana de la Lengua
decidió postularlo por unanimidad en sesión del 2 de julio de
2012 al IX Premio Internacional de Poesía Ciudad de Granada
Federico García Lorca. Desde 2003, ejerce la docencia en Caracas, como
conductor de talleres sobre literatura en los géneros de poesía y
ensayo, mitología y filosofía de la religión, entre otros temas.
Luisa Helena Calcaño Gil
Fuera de Tiesto
[Antología]
Prólogo y selección:
Harry Almela
Primera edición publicada por Bid & co, Caracas, 2009
Harry Almela:
Fuera de
tiesto
o
el último
cristiano de la modernidad
Es la época de las torres, la de Babel que el Señor
destruyó
y la de Siloé donde cayeron los inocentes. Es la época de los diluvios,
de las nubes que vienen de los desiertos
y de los mares que inundan el
último palmo de tierra.
Es el estallido, es el delirio,
más allá de las
ruinas de Selinunte,
en torno a los acantilados del mar, sobre los
escoriales de la fiebre
se cierne la ceniza de los dioses
y el dolor de
Hermes.
Gottfried Benn
Releer los varios libros de Armando Rojas Guardia con la
finalidad
de
preparar esta antología ha significado, además de un temblor y una
alianza, la posibilidad de verificar nuevamente lo ya señalado por
muchos de sus lectores y particularmente por Rafael Castillo Zapata en
el prólogo a su obra poética completa [1], a saber, las profundas
correspondencias que existen entre su escritura en prosa y su poesía.
Pero el asunto, a decir verdad, puede llegar a ser más complejo que el
señalar este carácter dialógico, esta intratextualidad tangible en la
construcción de la frase, en el manejo de las intensidades fónicas o en
los referentes y preocupaciones centrales que la mueven. Más allá de lo
ya dicho, y a manera de motivo principal que explorarán estas líneas,
la obra de Rojas Guardia es el dramático desenlace de una tensión entre
las fuerzas de la posmodernidad (sobre la que reflexiona la mayoría de
sus más recientes ensayos y que constituye el espacio abierto donde se
mueve gran parte de la poesía de sus contemporáneos) y la respuesta
estética y temática que propone a lo largo de toda su obra y que
podemos resumir como una respuesta retórica en retro a las dudas del
sujeto en esa particular manera de ser que tiene nuestra modernidad
latinoamericana. Toda su obra, a nuestro entender, es la expresión de
una lucha del ser moderno atravesado de parte a parte por los espacios
y los productos culturales de la posmodernidad. Para decirlo de una
vez: si desde algún sitio puede leerse esta obra es precisamente desde
el rincón de un cristiano practicante y periférico que busca ordenar su
yo poético desde los espacios ya casi calcinados o congelados de la
modernidad, justo en un territorio donde la reflexión y la producción
posmoderna en el territorio de la poesía de nuestro continente ya
comienza a concebir y crear sus propios espacios, lo que le convierte
en una rara avis de nuestra poesía, a contramano de la modernidad y la
postmodernidad literaria.
¿Con quién conversa esta poesía y desde dónde? Son estas las
preguntas
centrales que nos inquietan, cuando comprobamos el tono confesional y
de susurro que caracteriza sus poemas. Como bien lo sigue señalando
Castillo Zapata, esta poesía conversa con un Tú, que es a la vez el
lector y un Dios cristiano que se convierte en ser presente y
cotidiano, que se manifiesta de manera sólida en la argamasa y en los
ladrillos con los que construye el poema para conversar con el otro (y
con Lo Otro) que muy bien ha aprendido en las detenidas lecturas que ha
hecho del Siglo de Oro en sus versiones eclesiásticas y civiles. Pero,
¿quién es ese yo poético que nos habla? ¿Qué caracteriza la franqueza
de esta voz que para nada utiliza el monólogo dramático y que agarra
(en el sentido más exacto y etimológico del término) la presa de su
tema y no la suelta hasta el verso final?
Si hemos querido comenzar estas líneas con la frase de
Gottfried
Benn
es porque en ellas presumimos lo esencial de la reflexión del poeta
alemán acerca del llamado yo moderno y de la problemática central de la
lírica de esos tiempos, a saber, su absoluto desprendimiento de toda
explicación religiosa o metafísica del mundo y el desalojo definitivo
de cualquier paraíso celestial o terrenal.
Se le debe a Baudelaire (en el terreno de lo estrictamente
literario,
sobre todo en sus ensayos) y a Nietszche (en el terreno de la
filosofía) las reflexiones acerca del tema. Repetimos cosas ya sabidas,
pero en este caso vale la pena recordarlas. En la obra de ambos autores
se puede verificar lo que mejor caracteriza la modernidad literaria: la
certeza de la muerte de Dios, la constatación dolorosa del
desprendimiento del yo de todo discurso metafísico y el tomar por
asalto las áridas zonas del discurso estético como placebo, la
necesaria relación de lo contingente con lo eterno como respuesta a
tales derrumbamientos, la dolorosa fascinación de saberse un flaneur al
margen de toda frugalidad y disfrute, preocupado más bien en saber
mantenerse al margen en la medida de lo posible y de lo necesario,
desterrado para siempre de quienes se asumen elegidos.
Sin embargo, esta condición de despedirse siempre extranjero
(como
reza
Ungaretti) no se ejerce en el vacío absoluto, y menos aún en nuestros
tiempos. Esa crisis de los metarrelatos que postula Lyotard también
pasa por nuestro continente y, con mayor o menor fortuna, por nuestra
literatura. Lo podemos advertir en la puesta en duda de la eficacia de
la poesía misma como forma de redención espiritual, como mecanismo de
salvación seglar ante la desaparición del sentimiento metafísico. Lo
observamos también en los juegos propios del pastiche, en la burla y la
ironía ante los mecanismos poéticos prestigiados y convertidos en canon
por el uso (el monólogo dramático, la oscuridad en el lenguaje, la
interioridad neutral, lo fragmentario contra lo unitario, la fusión de
lo heterogéneo, el correlato objetivo del que hablaba Eliot), en la
instalación de la voz poética en espacios cada vez más íngrimos y
solitarios, el uso que (cada día más) hacen nuestros poetas de un tono
épico que busca poner en escena la historia personal del desencanto
absoluto, aquellos que vacilan entre lo apocalíptico y lo integrado.
Nada de eso roza la poesía de Rojas Guardia. El desenlace
(valga
el
término) estético que propone su obra está a contracorriente de esos
mecanismos. La vivencia y la conciencia de la contradicción ya señalada
(un yo moderno tratando de sobrevivir en los espacios de la
posmodernidad latinoamericana) le coloca en un sitio poco frecuentado
por lo riesgoso. Entonces deriva, por una parte, hacia la sonoridad y
el ritmo del idioma que en su oportunidad se propusieron los místicos
mayores del Siglo de Oro. Por la otra, a la presencia de la carnalidad
y de la terredad en el ámbito de sus preocupaciones temáticas,
proponiendo desde el cruce de ambos argumentos la posibilidad de
colocar en la escena del poema la construcción de un yo que, al mismo
tiempo que argumenta sus carencias centrales, busca el equilibrio de su
presencia ante tanta arena movediza. En este sentido, y tal como lo
confiesa en una línea, resuelve hablarnos en lengua culta con el ánimo
de un monje laico, de un fraile menor de alguna Orden extinta.
Por todo ello, y ante el carácter transitorio y movedizo del
entorno
en estas nuestras regiones equinocciales, donde conviven en constante
tensión espacios premodernos, modernos y posmodernos, la poesía de
este escritor periférico se pasea por sus argumentos centrales: la
cotidianidad, el sentimiento religioso, el erotismo no convencional y
la reflexión acerca de la utilidad de la palabra para contar el mundo.
En estos temas, tocados a lo largo y ancho de su obra, la poesía de
Rojas Guardia busca y anhela el equilibrio que le mantenga a flote ante
tanta mar embravecida.
La cotidianidad en Rojas Guardia no es motivo de queja ante la
multiplicidad de los entes, manera de cantar ya sólidamente establecida
en la tradición moderna. Es, sobre todo, regocijada celebración de un
orden que, aún lejos de sus manos y su porfía, se presenta nítida y
solemne como telón de fondo donde ocurre la vida. En este sentido, es
un tema donde lo real se asume no como espacio que entretiene y atenta
contra el sentimiento religioso, sino que más bien re-liga ese yo que
canta con el mundo cantado. En este territorio es donde sentimos que la
poesía de Rojas Guardia mejor huye del nihilismo de la modernidad,
entendido como certidumbre de estar a la intemperie, creando
poéticamente la realidad donde se sienta más a gusto, consciente de que
lo sagrado se manifiesta en el plano cósmico, más allá de los detalles
sensibles.
Me pregunto / qué ron dulce las embriaga. / Quizá la luz / cuando
enronquece / y empapa de quejas el límite del día. / Acaso el viento
mismo / quien como ola de cansada espuma / las impulsa a partir hacia el
intenso Oeste / donde muestra el día sus llagas / tumefactas // Estalla su
plumaje en oro caliente / y derramado. / Y el cielo ha quedado entre sus
alas / como una mancha viva. / Mira cómo se enredan entre los suaves
hilos / del aire que se enciende. / Deja su vuelo un sabor tropical de
fruta roja. // ¿Las veremos, de nuevo, como ahora? / Tal vez alguna de
estas tibias tardes / en silencio. / O entre las grandes amapolas / que
trae la Alegría // (Aves)
En cuanto al erotismo heterodoxo que confiesa en muchos de sus
poemas,
se nos presenta como punto de encuentro entre lo sagrado y lo profano,
dos actitudes premodernas que son dables advertir en muchos espacios de
nuestra cotidianidad latinoamericana, donde saben convivir formas
religiosas del monoteísmo impuesto por Europa con las tradicionales
maneras de carácter popular (valgan las cursivas) provenientes de
América y de África. Con respecto a este punto, la exaltación abierta
de la homosexualidad debería entrar en contradicción con las posturas
oficiales del poder cristiano. Sin embargo, la visión de este
particular monje laico celebra sin rubor su rebeldía contra lo que en
el poema que anotamos a continuación no duda en adjetivar como la
burocracia del placer. Cabe resaltar el título del poema (Cavafiana),
que sabe jugar a la ironía precisamente con el poeta que mejor supo
usar el monólogo dramático y la máscara para convertirla en canon
estilístico de la modernidad:
Recuerdo las torpezas del comienzo, / el olor de los baños, / la
terca
timidez de los paseos / buscando casi a tientas / una mirada cómplice,
unos ojos / más intensos que mi culpa, / luego la temblorosa invitación /
junto a un café, que sabe / dulce y atroz como el pecado, / hasta llegar
al lujo de los cuerpos / en la clandestinidad de aquel hotel. / Por fin
la despedida, / tal vez un intercambio de teléfonos / mientras la ciudad
se despereza / y la piel conserva todavía / los olores que la ducha
borrará. // Ahora que no necesito mentir / encuentros deletéreos, / porque
el amor ya no requiere / de baratos hoteles ni urinarios, / ratifico sin
embargo / la subversión de aquel inicio, / la ilegalidad de las caricias
complotando / contra la burocracia del placer. / Saludo, como entonces, /
al asombro pagano del deseo. (Cavafiana).
Lo religioso en Rojas Guardia, preocupado por ese sentimiento
en
tiempos postcristianos, es el aspecto de su poesía donde mejor confiesa
su condición de exiliado, de periférico. La propuesta es como sigue: el
rito social impuesto por la tradición cristiana en su rama católica no
alcanza ni es suficiente para los tiempos que corren. La relación entre
el Amante y el Amado que bien supo poner en poemas la tradición mística
española, se convierte ahora en otra cosa, en una relación directa y
personal, sin intermediarios, donde el Tú continúa viviendo en la vida
cotidiana, sin aureola, cantado en ritmo de blues y rodeado de los
personajes menores de la ralea, en claro desafío a la tradición
monoteísta:
Cuando Mahalia Jackson dice Lord, / reservándole a esa nítida
palabra /
la nota más pura de la voz, / yo enseguida lo comprendo: sé que allí, /
en la negrura abismal de su garganta, / sangra la única carne que me
importa, / el cuerpo amado hasta dolerme, / mi hijo ajusticiado, hermano
íngrimo, / padre a quien engendra mi ternura, / mi Señor que apaleo,
último amigo / al filo de la noche, en plena duda, / por debajo del asco
y la vergüenza / y más allá del estruendo de la dicha, / porque no hay
otro amor, otra respuesta: / apenas sus dos ojos que me otean, / sus
oídos que me auscultan, / ese tacto inasible despertándome / a la pulpa
redonda de mí mismo / cuando nada me importa, excepto Él / arrinconado
allá (desván o sótano) / junto al soldado de goma y la muñeca, / payaso
en el circo de los locos, / camarada del poeta y de la puta, / príncipe
de flores y leprosos, / majestad harapienta, Dios proscrito / a quien
unos cuantos, negra tribu, / llamamos con ronquísima dulzura / compañero.
(Cuando Mahalia Jackson dice Lord).
Característica propia de la modernidad literaria es el
reflexionar
sobre las posibilidades expresivas y representativas de la palabra.
Concluida la relación con lo Eterno y con las visiones alegóricas
propuestas como explicación del mundo hasta la Edad Media tardía, el
hombre de la cultura occidental se descubre centro del Universo y
coloca en la palabra su preocupación en la medida en que comprende que
el mundo se hace con palabras, tal como lo afirmaran las discusiones de
la última Escolástica. Esta preocupación de los escritores es el
correlato de lo que también ocurre en la filosofía desde Nietszche
hasta el purismo de Wittgenstein. En esto como en otras cosas, la
poesía de Rojas Guardia establece una conversación con el misticismo
occidental y oriental, fieles a la contradicción de hacer uso de la
palabra para convocar el silencio, aun cuando en la poesía que nos
ocupa esta pugna se resuelve a favor de la palabra celebrando, a la
manera de Hölderlin, la inocencia verbal sobre el abismo:
Amo el sol de la palabra día. / Pero la digo aquí y se evapora /
el
poder
matutino del vocablo, / su saliva auroral, recién gustada. / La aridez
cuenta conmigo las vocales / y un áspero reptar de consonantes / sube al
paladar sin deleitarlo. / Alguien apagó la dulce hoguera / donde los
leños crudos del lenguaje / crepitaban fragantes en la boca, / en la
unánime página abrasada. / El poema brota ahora sin saberlo, / sin
palparse las vísceras ardientes, / tiritando inconsciente de sí mismo, /
ajeno al calor de paladearse. / Entresuenan las letras su delirio / vacuo
y sensorial como el de un loco / que necesita hablar pero no puede / sino
decir la noche de la mente, / los ruidos de su cuerpo, el movimiento / de
la nada polar en la que clama: / la inocencia verbal sobre el abismo.
(Amo el sol de la palabra día).
En estos temas se mueve el grueso de esta poesía, testimonio
entre
las
dos aguas de las preocupaciones personales y el libro de la cultura de
Occidente. Por ello y por el tratamiento del lenguaje absolutamente
solar, asistimos a la puesta en escena de un yo poético a quien no le
preocupa para nada la originalidad, aunque precisamente en los
elementos señalados radica la suya. Conmovido y atravesado por el rayo
de luz de las contradicciones de un postcristiano tratando de
sobrevivir con dignidad en los años de finales del siglo XX y lo que va
del XXI, esta poesía mira desde su atalaya particular la crisis de los
metarrelatos y constituye un punto de quiebre importante en el panorama
actual de la poesía escrita en nuestro continente. La dicción, fría y
dolorosamente martillada hasta el hueso, nos invita a una lectura
conmovedora. En ella se advierten los dramas centrales de nuestros
días: saberse fuera de tiesto sobre los escoriales de la fiebre [donde]
se cierne la ceniza de los dioses y el dolor de Hermes, exiliados para
siempre de toda salvación, y sin embargo, confiar en su posibilidad a
través de la palabra.
Septiembre, 2006.
Fuera de Tiesto
[Antología]
Amo el sol de la palabra día
Amo el sol de la palabra día.
Pero la digo aquí y se evapora
el poder matutino del vocablo,
su saliva auroral, recién gustada.
La aridez cuenta conmigo las vocales
y un áspero reptar de consonantes
sube al paladar sin deleitarlo.
Alguien apagó la dulce hoguera
donde los leños crudos del lenguaje
crepitaban fragantes en la boca,
en la unánime página abrasada.
El poema brota ahora sin saberlo,
sin palparse las vísceras ardientes,
tiritando inconsciente de sí mismo,
ajeno al calor de paladearse.
Entresuenan las letras su delirio
vacuo y sensorial como el de un loco
que necesita hablar pero no puede
sino decir la noche de la mente,
los ruidos de su cuerpo, el movimiento
de la nada polar en la que clama:
la inocencia verbal sobre el abismo.
El mendigo del poema
El mendigo del poema,
ahora que no siente ni el dolor,
hurga en la cicatriz recién abierta.
Es bella la mansedumbre de la sangre
sobre el suelo inocente. Pero el sol
evapora las manchas, las acalla.
No hay herida decible expresa el verso
del menesteroso batallar con el poema.
El líquido indoloro no es la tinta
para escribir la queja, ese gemido
de una cicatriz resquebrajada.
Uno intenta golpearse, someterse
al orden pertinaz del sufrimiento:
quizá vibre una imagen, una frase.
Pero el poema, indeciso, se distrae
con palabras hermosas, coloreadas,
que como a la sangre sobre el piso
reseca el sol de la verdad,
la exterior para siempre a la belleza,
la que no resuena nunca, la insensible.
El poeta habla sin voz y ya no puede
ni siquiera traducir su propio llanto,
se muerde la herida innecesaria
como nombrar un hueco entre dos frases,
un gélido hueco en la memoria
del cuerpo no verbal, intransitivo.
El diseño
Tiene que haber
un mapa,
la estructura,
aquella quieta forma
flotante en el vacío,
los arcos invisibles,
columnas camufladas,
las líneas presentidas
de un diseño.
Tiene que haber
alguna geometría por debajo.
Quizá un círculo,
quizá un cuadrado tácito
o una red de hexágonos iguales.
Quiero decir, dibujos
que sea posible ver
sobre lo blanco.
Quiero decir, figuras
cuyos límites,
fronteras
o finales,
no se puedan traspasar
impunemente.
Conjuro
Al poeta le es dado, como a Orfeo
(cuya estirpe continúa y multiplica),
amansar a las fieras con su canto.
Ésta es una de las puertas más recónditas
por dónde entrar, recientes, en el mito
y hospedarnos de nuevo en sus imágenes.
Amansar a las fieras: consecuencia
del arte misterioso de la lírica,
que perpetuamos hoy a la intemperie,
sin conciencia sacra, sin rituales.
Pero podemos intentar, temblando, repetir
esa función chamánica del vate
(reducir la fiereza a la quietud)
para allegarnos a aquel alba,
verbal y melódico a la vez,
de los vírgenes metros cuyo logro
era una sosegadora hipnosis,
el sortilegio apaciguador del lobo y la pantera.
¿Qué fieras me devuelven estos versos
―acordes de una ancestral estrofa única―
con el fin de atraerlas, hechizarlas,
tornar amnésico el instinto,
provocar el abandono de unos hábitos,
domar la compulsión, calmar lo hosco,
pacificar la terquedad, ya indoblegable
como la repetición de un vicio?
Diré cuáles son esas temibles asechanzas
que mi poema debe transformar obedeciéndose:
la primera:
e1 apego a lo accesorio y lo superfluo, que me impide
ser sólo imantada convergencia;
la segunda:
un arte egotista, ese narciso
que masturba, en Occidente, a la palabra;
la tercera:
el olvido de Tebas, la sagrada,
bajo la arena sepulcral de una escritura
donde se eclipsen los dioses y los éxtasis;
la cuarta:
la rebuscada necesidad de esperar lo extraordinario
no la magnífica revelación del mundo
que trae un sólo día circunstancial, anónimo, cualquiera.
Estas cuatro fieras me circundan
frente a ellas sólo tengo la música feliz
del poema levantándose a sí mismo
como un conjuro anciano que ahora puede
convertir su amenaza en Paraíso,
su ferocidad al acecho, espiritual,
en resurrección interior, paz sin fronteras.
Olvido involuntario
Yo sé que debo recordar algo que supe,
algún sanguíneo secreto hoy coagulado,
el nombre escuchado en la prehistoria
(alguna confidencia prenatal),
la raíz de mi memoria fisiológica,
la luz del fondo que me alumbró de pronto
y se quedó, como grano de anís, en mi cerebro,
la glándula que tengo y no consigo,
este hueco de víscera reciente,
la forma en la que cupo mi estatura,
el cómo dibujado en mis dos manos,
el dónde presentido en mis dos pies,
el eje siempre inmóvil de mis gestos,
la letra que completo cada día,
el instante que me busca a cada hora,
la fecha que me espera y que olvidé.
Domingo
Cuánta vida
dulce
el cielo el mar el puerto
las gaviotas
luz
en el asfalto a trechos una sombra
fresca.
País sonoro
la mujer que pasa caminando
el aire el ritmo
calle plomo y sol todo caliente
trepando la colina sobre casas
blanquísimas y cielo puro cielo
que quema que arde que se pierde
y luego baja:
mar
Costaba
arrancarnos la plata pegadiza
del océano, el temblor fláccido
del agua y las plumas brillantes
hundidas y calientes
Sol
y voces frescas, frutos tibios:
todo en vasto azul, maduro y esplendente
como espalda de cielo a mediodía.
Aves
Me pregunto
qué ron dulce las embriaga.
Quizá la luz
cuando enronquece
y empapa de quejas el límite del día.
Acaso el viento mismo
quien como ola de cansada espuma
las impulsa a partir hacia el intenso Oeste
donde muestra el día sus llagas
tumefactas
Estalla su plumaje en oro caliente
y derramado.
Y el cielo ha quedado entre sus alas
como una mancha viva.
Mira cómo se enredan entre los suaves hilos
del aire que se enciende.
Deja su vuelo un sabor tropical de fruta roja.
¿Las veremos, de nuevo, como ahora?
Tal vez alguna de estas tibias tardes
en silencio.
O entre las grandes amapolas
que trae la Alegría.
Mística del árbol
Los árboles son sacramento de la paz.
Ellos me enseñan el arte difícil del sosiego,
firme en su aplomo vertical
frente al viento y al látigo incontable de la lluvia.
Su tranquilidad está transida de silencio
pues la hojas, como labios, sólo invitan
a contemplar otra flora escondida e interior
que no se puede describir con las palabras.
Ellas hablan al alma, no al oído.
El tallo, paciente, se revela siempre ascencional
por efecto de la atracción religiosa de la luz
que lo ha elevado, a través de los años,
hacia el cielo; éste parece pesar sobre sus ramas
para darnos la exacta sensación
de estar ante un frondoso
receptáculo sagrado. La calma del árbol ilumina.
No es casual que, bajo su sombra, Buda
haya recibido el rayo austero
de la verdad situada tras el tráfago
de las cosas goteando idéntico dolor:
la última quietud, incontaminable,
cuyo signo en la tierra son los árboles,
serenísimos rastros a seguir
del santo ocio de Dios al contemplarlos
como perfecto reposo de sus ojos.
El árbol es siempre vespertino
aun si lo alumbra una matutina esplendidez:
su esbelta, ensimismada arquitectura
sólo encuentra marco preciso
en el crepúsculo, cuando la paz,
ya madurada, expande copas
donde pernoctan los pájaros, callando.
Cumplimiento
Deberían bastar, sin más preguntas,
la trinitaria abierta sobre el muro,
este libro de Borges que ahora hojeo,
el calor de marzo entre mis cejas
y la noche en puntillas acercándome
el perfume brumoso de tu cuerpo.
Por sólo esta hora blanca que atardece
resonando como el gong de una paz seca
valió la pena haber vivido.
Este temblor del aire, lleno de ecos
que ovacionan el cuerpo y lo celebran,
sobrevivió el naufragio de los días
como síntesis final, inmerecida,
del hecho de existir. Digo por eso:
debería bastar el centro del recuerdo,
la bóveda ancestral de la memoria
amparando esta tarde, que ya es otras,
las que vi languidecer, las que perdí
bajo la misma quietud cristalizada,
los crepúsculos que ardieron en mis ojos
y que éste resume, lentamente.
Por sólo este acorde vespertino
me digo plenitud, justificado.
Agua lustral
Purifícame con
el hisopo...
Salmos: 50,9
Salgo por fin del tedio
que es el hábito de huir de Tu presencia.
Había elegido el mal
como quien muerde el aire
y castiga al sol tapándose los ojos.
Había elegido el mal. Y lo sabía.
Hoy salgo al aire en paz de lo invisible
diciéndote que sí por estas calles
con el viejo saxofón de mi poema.
Se abre el día
tal un hueco silvestre
―rosada ubre de la luz, goteando.
¿Qué puedo decir que me retrate
así, recién nacido:
los dedos obstinados de la hierba,
la respiración de todos al dormir?
Sí, letra a letra reconstruyo
la inocencia del ser, que ahora levanto
como una fronda erguida, resonante.
Siesta del ser
El vago olor del tedio, ya expandiéndose,
ensancha el aire grueso de la siesta
donde una acacia sola bisbisea.
(El humo del cigarro arde en los ojos
con un vapor de lágrimas sudadas:
el llanto de existir tiene un pretexto).
Enorme se ve el polvo de las cosas
junto al cáncer silente de luz áspera.
Como el ojo de Dios, el sol penetra
hasta escarbarme blando en una cuna
donde yazgo por fin entre mis heces.
La vida: estiércol último y acuoso,
detritus virginal, bosta de fiebre
fecundando la flora del espíritu.
Ante el viento vibrante de chicharras
se desmorona el barro de las ingles
y mis huesos blanquean en el vientre
de una vasija fría, casi tumba,
que resguarda mi paz y la convierte
en simple escalofrío vertical.
Bajo el tácito río del verano
―presentido en lo hondo de mí mismo―
las vísceras enlodan y humedecen
la seca voluntad, la lucidez
desértica, la cal de la aridez:
mi conciencia se pudre en el abono,
en el sepulcro (de humus) que la aguarda.
La noche del deseo
Gracia lasciva, en quien el mal es bello
Shakespeare
Esta tarde, al hundir mi rostro ávido
en aquella flora tibia
que brota en la juntura de tus muslos,
mientras una luna oblicua
(noche cruda del lenguaje)
iluminaba mi presencia
en las últimas regiones de los cuerpos
―nuestros cuerpos―
donde copulan dioses y animales,
comprendí súbitamente
que sólo las palabras más sucias
harían justicia al mito que nos une,
porque allí, bajo aquel rayo sagrado,
toda crueldad es inocente
y cualquier gesto
es sólo un dibujo paleolítico
al fondo de la gruta milenaria
donde aguarda la espalda obscena del amor:
aquella maldad divina
sin la cual no es posible imaginar
la perfección.
El yermo, el terreno baldío
El yermo, el terreno baldío,
la duna inmóvil, la caverna
donde el eco es inútil, el seno seco,
la roca insensitiva, el horizonte
neto y circular como la sed
de un naufragio en el mar,
la tabla rasa, el cero liso,
el silencio en coma de mi madre,
el verano vertical, el falo erguido
sin la humedad porosa del deseo,
el polvo de los llanos, una campana rota,
la cal inmaculada entre los labios,
un río sin caudal, el esqueleto
pulcro y medular ante los ojos, la flor fósil,
una terca cicatriz, la nuca helada,
el sudor de las imágenes, los versos
diciendo sin nombrar, contando apenas
su metáfora oblicua que no roza
la palabra total, la postergada.
Así como a veces desearíamos
Así como a veces desearíamos
que Karl Marx y Arthur Rimbaud
se hubiesen conocido en una mesa
de algún Café de Londres,
mientras en el agua sórdida del Támesis
―ahíta de grumos aceitosos
que flotan entre botellas y colillas
y ropa gris de gente ahogada―
espera el Barco Ebrio, ya sin anclas,
a que el fantasma que recorre Europa
suba también, para zarpar
(Karl, vestido con blue jeans marineros
se despide de Engels en el muelle
y Arthur hace lo propio con Verlaine
―los sueños insolentes ahora enfundados
en la gorra que usó él mismo en la Comuna);
así como, a estas alturas, quisiéramos
que Hegel, apeado del estrado de su cátedra,
hubiese visitado a Hölderlin un día
en su manicomio oculto de la torre
para escuchar cómo el demente
―sin reconocerlo tal vez en su delirio―
le habla de un viejo amigo de Tubinga
con quien, en mitad de una fiesta adolescente,
bailó una mañana, junto a un árbol
por ellos mismos levantado
(«Libertad», lo llamarían),
tan fieros y felices como niños orinándose,
con el impudor de los puros, frente al rey
(en la siesta monocorde del verano,
recordando novias suavísimas de Heildeberg,
los dos compañeros se confiesan:
la razón debe pedirle a la locura
su danza irreductible, la inocencia
con que el loco Hiperión, desde su torre,
enseña al profesor que la luz blanca,
la rosa de los vientos del Espíritu,
no termina en el Estado de los Césares,
se burla de las Prusias de los káiseres);
así querría yo hoy que a William Blake
lo hubiesen dejado predicar un solo día
sobre el púlpito labrado de una iglesia
―la catedral de Wetminster, por ejemplo―
en presencia de arzobispos y presbíteros
y de una multitud de feligreses
harta, como todas, de sermones.
Imagino el viento sagrado resonando,
por primera vez, junto a los mármoles,
mientras los cuerpos, desnudados por fin
como a la hora del agua o del amor,
se erizan con el paso del Dios vivo
y tiemblan ante el olor de Cristo el Tigre
devorando las ingles de las almas,
ahora tan intactas, tan ebrias y tan vírgenes
como la de aquel niño canoso viendo ángeles
a la hora en que arde Venus sobre Lambeth
y hasta las prostitutas de Soho profetizan.
Manando sangre negra
Manando sangre negra, Tu costado
vierte hoy la tinta del poema:
para llegar al centro
de la indecible comunión,
no te apresures
multiplicando abrazos a destiempo.
Quédate ahí, en la intemperie
exacta de tu cuarto (ni siquiera monacal:
fijado por sus paredes habituales)
abriéndote al minuto de silencio
―llegará te lo aseguro,
entre las grietas del ser, inconfesadas―
en que empieza a resonar
aquel llanto penúltimo, el gemido
suplicante de la madre al estallar
la cólera paterna, ese sollozo
rogando por el miedo que has de oír
en el ruido insomne de los otros
construyendo el amor, el desamparo.
Los ojos de la monja me sonríen
Los ojos de la monja me sonríen
al servir, discretísima, mi cena
como si ejercitara con los dedos
―con el alma entre los dedos, mejor dicho―
algún arte sagrado. En este instante,
para ella soy un extraño solamente
y por eso su lenta cortesía:
a sus ojos soy alguien, alguien sólo,
una santa demanda colocada, como un don,
en las afueras de su Yo. Para acogerla,
para recibir ese regalo inmerecido,
hay que salir al extramuro, autoexiliándose
en la intemperie ética, que inclina
a recoger las migas de mi plato,
las sobras del simple transeúnte
un comensal anónimo, el Otro vivo
con quien se comparte el pan inexorable:
el hecho de habitar sobre la tierra.
El excluido
No se lo encuentra de veras en el templo.
Su morada, si así puede llamarse al desamparo,
es precisamente el gran afuera,
el periférico sitio donde vive
aquél siempre excluido, el no invitado,
quien no pernocta ―digo bien: pasa la noche―
lejos de la hogareña luz bajo la cual
transcurre el reposo ensimismante
que no nos deja salir hacia ese absoluto,
peligroso descampado en cuyo centro
aguarda él, desconocido, delincuente quizá,
tal vez un enemigo, pero de cualquier manera
extranjero, ignorable por los rigurosos códigos
que nos prohíben saludar a un extraño
y mucho más brindarle la acogida
de convidarlo a nuestra casa.
El excluido, en lo oscuro, te interroga
sólo con su aguardar eterno. ¿No escuchas
aquellos insistentes pasos revelándote
la apátrida vigilia de su insomnio?
Pero encontrarlo significa salir,
sobre todo salir, padecer la incomodidad
de la salida al afuera sin refugio,
dejar la lámpara, el sillón, la mesa puesta,
y emprender el noctámbulo esfuerzo
para descubrirlo en la prisión culpable,
y en la pobreza toda, y en la herejía
acusadora de tu léxico mental,
y en la viudez de lo cierto, y simplemente
en el cáncer, la lepra, la agonía:
situado allí donde el paisaje se presenta inhóspito
por distinto a los que ya conoces,
a los que acaban devolviendo tu mirada
como un espejo contumaz.
Es él. El que no invitaste. Ahora lo sabes.
Lo descubriste al fin, llorando anoche.
Sólo te falta venir junto a esas llagas,
ese hambrear harapiento, esa incertidumbre, ese delito,
esa implacable interpelación del diferente
hasta el centro mismo de tu casa y celebrar
la cena ―sí, celebrarla― al compartir
con el, Único y múltiple, Otro central y repartido,
el pan terriblemente suave;
dejando la conciencia de que pudiste hacerlo
en la oscuridad cerrada, tras la puerta.
Yo aguardo al animal dormido
Yo aguardo al animal dormido.
Mientras los otros trabajan lo discierno
moviendo sus patas livianísimas
contra mis sienes ahuecadas.
Se alimenta del ocio que me atonta.
Sus ojos son relámpagos lejanos
ardiéndome en la punta de los dedos.
Su piel es mi voz centuplicada.
Y causa sangre su pezuña fría
helándome el esfuerzo. Lo vigilo.
Mientras los otros yacen o copulan
cebo la trampa del papel
bajo la lámpara neutra, distraída.
Estudio la forma de amansarlo
con un golpe de luz sobre mi frente,
una imagen capaz de sostener
la inocencia cabal de su estatura.
Remuevo símbolos sagrados
para atraerlo al centro de esta hoja
blanca de esperarlo. Mitos sonoros
fraseados por el ritmo del lenguaje
intentan acunarlo levemente...
Pero el animal desaparece
justo en el instante de apuntarlo
con la palabra artera y su veneno.
El olor perseguido se anonada
cuando flota ese pálpito que extingue
la escritura en su límite preciso.
La idea es ya una horma para nadie.
Mi voz retrocede en la garganta.
La trampa está rota para siempre.
En la distancia frágil de la página
el animal es rastro, sólo fuga:
Cuaja entonces inútil el poema.
La lucidez desierta
La lucidez desierta
no accede a la palabra.
Pernocto nadie
en su tuétano mudo.
Voceo un grito, uno solo,
contra las piedras de mi garganta,
inarticulado estupor reptando
hasta estallar vacío.
Demoro el inútil vocablo
pero la nada en vilo
que ensordece al texto
me obliga a escribir.
Aquí, en esta casa
Aquí, en esta casa,
donde cada palabra, cada gesto
son sólo los dóciles ecos de la luz
inmaculada,
vertical,
inapelablemente última,
añoro para ella
(la cháchara mujeril de la poesía
con sus técnicos chismes de ocasión
tan fotogénicos ―whisky en mano―
sobre la página social
de algún Suplemento Literario),
le añoro, digo, algo de la casta
doncellez de la madera
recibiendo
la frugalidad silenciosa de una cena,
de la última cena.
Fra Angélico pintaba a Jesús
Fra Angélico pintaba
a Jesús y a la Madona
de rodillas.
¿Qué daría
yo, minúsculo
monje laico, fraile menor
de alguna Orden extinta
por prosternarme ahora
que intento describir
este olor inocente de la tierra,
la redonda castidad
que perfuma hoy este mundo
donde hasta el ruido torpe del camión
el canto lejanísimo del gallo
e incluso el sudor, feliz,
de mis axilas
se confunden
en un aroma hímnico, en la antífona solar
que entona el aire virgen?
Sospecha
Habría que decir
que dicho todo
aún está todo por ser dicho.
Ni una sola
palabra
ha roto el círculo.
Si el tiempo
a sí mismo se busca
y no
a lo que pasa vivo
entre las horas,
no hay futuro,
otra vez el circuito recomienza,
sólo brillan
espejos,
la nada poblada de imágenes
iguales,
el ciclo
y sus etapas:
yo solo
repetido
desde el génesis.
Cavafiana
como hipnotizado aún por el placer prohibido,
el placer tan prohibido que acaba de obtener.
Recuerdo las torpezas del comienzo,
el olor de los baños,
la terca timidez de los paseos
buscando casi a tientas
una mirada cómplice, unos ojos
más intensos que mi culpa,
luego la temblorosa invitación
junto a un café, que sabe
dulce y atroz como el pecado,
hasta llegar al lujo de los cuerpos
en la clandestinidad de aquel hotel.
Por fin la despedida,
tal vez un intercambio de teléfonos
mientras la ciudad se despereza
y la piel conserva todavía
los olores que la ducha borrará.
Ahora que no necesito mentir
encuentros deletéreos,
porque el amor ya no requiere
de baratos hoteles ni urinarios,
ratifico sin embargo
la subversión de aquel inicio,
la ilegalidad de las caricias complotando
contra la burocracia del placer.
Saludo, como entonces,
al asombro pagano del deseo.
Yo que supe de la vieja herida
Yo que supe de la vieja herida
cuya sangre embriaga: la saeta,
la terquedad silente del flechazo
traspasándome la llaga en la oficina
o al subir al autobús, o al suspirar
la modorra de la siesta: llaga virgen
donde el vino de la ingle se derrama,
y todo porque el fasto de tu vello
y el brillo de tus lentes
y tu aire atildado, distraído,
insinuaban erecciones imprevistas,
incómodos boleros del deseo,
yo que tuve, a través de este error,
la inteligencia de entender un poco al niño ciego,
al hijo de Ares y Afrodita
que, importuno,
solicita ―cuando nadie espera―
su visita tenaz, su ardua entrevista,
y me dejé resbalar hasta el infierno
donde no me aguardaba ya ninguna Eurídice,
pero fue igual porque gemí ―long-play demente―
con la voz de Francesca en mis entrañas,
yerto como Dante junto a las confesiones
de mi propio deseo castigado,
y lo mismo sentí el gran huracán, el semen álgido,
tanta tromba sonora por mis sótanos
porque sin ningún Virgilio tutor te imaginaba
durmiendo solitario en lecho grande,
¡mi ciclón genital, irredimible!
―salvo en la almohada de la noche íngrima―
(ya ves en qué Orfeo pedestre me trocabas
a fuerza de negarte hasta en los sueños:
a la mañana siguiente la pasta de dientes y la ducha
colocaban a Francesca otra vez en la oficina
y el Hades olía a café, mero y trivial, de desayuno),
ahora sólo entreabro la puerta del poema:
entérate del poder que convocaste
para dilapidarlo sin orgullo,
échale una ojeada, desde aquí,
al adobado vino, al polvo enamorado
cuyas magnificencias te aguardaban
y hoy son apenas el neón enfermo de esta luz,
el roce minucioso de mi lápiz,
este papel mugriento donde atisbo
una sintaxis monótona de días
en los que iré a los cines (por supuesto, solo)
a ver cómo se besan los amantes.
Falta de mérito
Si yo fuera capaz de entrar por fin
en esa pulcritud del aire inmóvil
que he llamado silencio en el poema;
si yo fuera capaz de nombrar árbol
como esta tarde el árbol se mostraba
a sí mismo en la quietud del parque;
si yo fuera capaz de parecerme
al objeto real de mi escritura
(al agua misma cuando escribo agua,
al vaso limpio cuando escribo vaso);
y si fuera posible merecerte,
cosa que ultrajo en tu mudez precisa
al hacerte sonar en mi palabra,
yo entraría en la luz de lo que digo.
Causa perdida
Coloqué un vaso de agua en el asfalto.
Metí un cabello de mujer entre las hojas del periódico de hoy.
Traje un ciempiés a caminar sobre el archivo.
Escribí la letra i sobre un papel timbrado.
Le puse a ayer el nombre de mi amiga en vez de jueves.
Dejé un durazno sobre el radiador de un automóvil.
Rompí el espejo para ver al sol multiplicarse.
Jugué con un grano de arroz en la oficina.
Regalé una cucharita a mi vecino.
Y no dio resultado el saboteo.
Recuento
He visto los mares, los bruscos desiertos,
unas calles oblicuas conduciéndome.
He avistado islas vírgenes que no pisaré
y enormes llanuras bajo cielos prohibidos.
He mirado de frente a verdugos futuros.
He cometido cientos de delitos risueños,
incontables errores cotidianos,
miserables asombros que no puedo explicar.
He malgastado alegrías y exhumado terrores.
He dormido con fieras en tundras distantes
y aún tengo jadeos que son de animal.
He olvidado a propósito los gestos propicios
y no añoro acordarme de números claves.
He sido arrestado en madrugadas insomnes
y apedreado por lento (lo harán otra vez).
Han entrado a caballo en mi cuarto de astrólogo
donde mido tranquilo el cielo estrellado.
Han sancionado mis pactos pueriles,
mi orgullosa liturgia, mi áspero rito.
Me preparo al suplicio con fresca insolencia
porque hirsuto y exhausto he sido feliz.
Hay otro tiempo
Oyeron al Señor Dios, que se paseaba por el jardín
a la caída de la tarde. El hombre y la mujer se escondieron (...)
Pero el Señor Dios llamó al hombre: ―¿Dónde estás?
Él contestó: ―Te oí en el jardín, me entró miedo
porque estaba desnudo.
Génesis 3, 8-10
Hay otro tiempo.
Sé que hay otro, sugiriéndose
allí, en pleno centro
de esta anárquica orquesta de relojes
dando la hora para nadie,
porque es siempre el minuto
en que no estoy, en que me fui.
Se que hay otro,
ingrávida cadencia que no registra el télex
ni el fonógrafo: ella sola
es el pentagrama oculto de los hechos
componiendo aquel acorde,
el pianísimo blanco del instante
(el del anhelo, el único central, el extraviado)
en que se oyen, tan leves, Tus pisadas
bajo el miedo, la música invisible
de Tu danza en el jardín, que me pregunta
por aquella memoria de quietud,
desnuda siempre,
que cubrió la velocidad de mi vergüenza,
esta prisa amnésica olvidando
la puntualidad del Paraíso.
Aunque poeta menor
Treinta años
hace que no te invocaba
Dámaso Alonso
Aunque poeta menor, no soy el inocente
Berceo que conversaba contigo sobre el pan
cotidiano y moreno de los pobres.
Apenas soy un Epulón, que ya presiente
el fasto final de su miseria: la mirada
de Lázaro colmada.
Tú sabes,
que el camello, gordo y de buen precio,
mira con horror la puerta estrecha
del ojo de la aguja.
Torre de Marfil, con la que mido
mi risible Babel de biblioteca, puntual mesa,
neón oficinista, limpia cama
(¿quién podrá aherrojar el Arca de la Alianza
donde nace el pacto con los últimos
humillados
y proscritos,
Mater Páuperum?
no está ya la Rosa Mística
plantada para siempre en «Nazareth» ―así se llama
la escuelita de un barrio de Caracas―?)
Pero quizá no es tarde, todavía:
frente al Dios masacrado que arrullaste,
olvidado de si el rostro de Narciso
contempla en el agua de las lágrimas
el Espejo de justicia, tu
óvalo perfecto.
Cuando Mahalia Jackson dice Lord
...creo que no existe nada más bello, más profundo, más atractivo,
más viril y más perfecto que Cristo; y me digo a mi mismo,
con celoso amor, que no existe ni puede existir.
Más aún: si alguien me demuestra que Cristo
está fuera de la verdad, y que ésta no se halla en él,
prefiero quedarme con Cristo antes que con la verdad.
Fedor Dostoiewsky
Cuando Mahalia Jackson dice Lord,
reservándole a esa nítida palabra
la nota más pura de la voz,
yo enseguida lo comprendo: sé que allí,
en la negrura abismal de su garganta,
sangra la única carne que me importa,
el cuerpo amado hasta dolerme,
mi hijo ajusticiado, hermano íngrimo,
padre a quien engendra mi ternura,
mi Señor que apaleo, último amigo
al filo de la noche, en plena duda,
por debajo del asco y la vergüenza
y más allá del estruendo de la dicha,
porque no hay otro amor, otra respuesta:
apenas sus dos ojos que me otean,
sus oídos que me auscultan,
ese tacto inasible despertándome
a la pulpa redonda de mí mismo
cuando nada me importa, excepto Él
arrinconado allá (desván o sótano)
junto al soldado de goma y la muñeca,
payaso en el circo de los locos,
camarada del poeta y de la puta,
príncipe de flores y leprosos,
majestad harapienta, Dios proscrito
a quien unos cuantos, negra tribu,
llamamos con ronquísima dulzura
compañero.
Me despierta Tu olor
Me despierta Tu olor entre las sábanas
Vengo junto a Ti, que te me expandes
En la carne agradecida, con ímpetu solar.
Digo Junto a Ti. Vuelvo a decirlo.
Y para algunos, poquísimos amigos
es hoy este rubor confidencial:
nadie sabe
que a Tu sombra, gusto vivo,
el ápice frutal de mi deseo sabe intacto,
anterior al paladar de su lenguaje,
como aquella manzana de Cézanne
exacta sobre el fondo. Sin gusano.
Noche de condena
La lámpara custodia desde el techo.
Rotonda de la luz, mi cuarto quema.
El acecho es total, ¿pues quién escapa
a los ojos secretos de los muebles?
Bajo el lúcido foco del insomnio
se revelan inútiles las drogas:
en la mesa ―hacinados y risibles―
tres montones de libros enmudecen.
Después están los ruidos perceptibles
del castillo en que yazgo como reo:
el roce minucioso de mi lápiz,
la madera crujiente, desgonzada,
los zumbidos del sueño inaccesible,
este cuerpo aherrojado que respira.
No hay salida posible, la mazmorra
tiene siempre mis mismas proporciones:
la sentencia es idéntica a la culpa.
Distingo muchedumbres allá afuera
pero, en plena conciencia arrinconado,
hasta el aire de encierro me vigila.
Poema
Nada hay sobre esta costa
que se sostenga impávido.
Incluso el mar
yace condenado
con un rumor de olas despidiéndose
que nacieron un día
y en otro morirán, disueltas,
cuando la Tierra sea un último fragor
bajo la indiferencia de todas las galaxias.
Si digo uva de playa,
dulzura de almendrón a boca plena,
tardo vuelo de alcatraz,
resaca invicta,
nombro apenas
esta carne
de todo lo que no recibió promesa de durar
en medio del crepúsculo.
Lo que nadie sabe es que esta tarde,
absorto con tu olor, soy cuerpo al fin
nítidamente transcurriendo,
viviendo en balde y sin doctrina:
te respiro
para olvidar la eternidad
y erguirme inútil, pleno,
hasta una muerte que se te parezca.
La obscenidad de la memoria
No dejo de asombrarme de que seas
una costumbre de mi carne:
esta vaga ternura que no cede,
este clima del sexo, unas palabras
aún ahítas de tu forma de decirlas,
el sobresalto al pasar por ciertas calles,
un olor demorado de la almohada
y la lección más reciente de tu hábitos: la atención
que ahora le presto al rock y la manera
de leer, desayunando,
la Página de Arte del periódico.
Me resigno en silencio a esta agonía
que te prolonga en mí cada mañana.
No bastaba un adiós ―puntual, preciso―,
era necesario también arrepentirse
de la obscenidad de la memoria
cuya vergüenza irónica suplica
la absolución de un nuevo cuerpo
donde el olvido se reaprenda.
El poema imposible
El poema imposible
me desgasta de antemano.
Deletreo sus sílabas sin saberlas,
dispuesto sólo a un aire diáfano
moviéndose en mi boca para nadie.
Tanteándome roto de palabras,
voy dejando que crezca en mi costado
un florecimiento de mudez
donde rebrille la atención inmóvil.
Está hueca la voz
como un nombre de cadáver
pudriéndose en el centro de la página.
Pero me acostumbro al jadeo,
a la ronca lisura.
Nada hay detrás del pensamiento,
nada en estas metáforas,
apenas la exacta vigilia
para otear cómo brota inalcanzable
el cactus del poema.
Espero al poema
Espero al poema
como aguardo el placer al inicio de la cópula,
lentísimo, fértil.
Espero al poema atisbando su llegada
en el ápice mismo donde cruje
y levanta las alas.
Espero al poema adviniéndome,
pulsándome desde el vacío mental,
demorándose bajo la red de mis nervios
inmóviles como la página blanca
que me arde en los labios.
Espero el poema, su olor difícil
en la pulpa del deseo,
su ráfaga entre las grietas de la atención,
su pausa virgen que la letra goza.
Espero al poema con los ojos de mi madre,
Ávidos desde la muerte.
¿Y si fuera verdad…
... sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad
y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos.
Lucas 14, 21
¿Y si fuera verdad que la poesía
debe partir su pan especialmente
con el último invitado inoportuno,
bostezador profesional, mártir del sueño,
el que arrastra los pies, el eructante,
el que tira la lata en la avenida,
el que acaba tal vez de masturbarse,
el gordo, el ruin, el feo, el tartamudo,
aquel Pérez escueto sin un nombre
o ese simple Juan sin apellido
que llora estornudando en el zaguán
su carta en la hoja de cuaderno,
su solicitud de empleo, su estampilla,
su foto de domingo junto al árbol
donde un adolescente con acné
dibujó un corazón a navajazos?
¿Y si ese corazón fuera la síntesis
de lo que quiero decir con estos versos
escritos por cualquiera, un poeta sólo
silbando su poema, como todos?
Madrugada
Papeles. Libros y carpetas
al acecho. Libretas y cuadernos, rigurosos.
Un poco más allá, las fichas
donde el saber coleccionado
duerme su vanidad inútil.
Indiferentes y tercas, las paredes
delimitan el insomnio, esta vigila
que mide el silencio de las puertas,
calibra la geometría del piso,
palpa la exactitud de la ventana.
Reloj fijo. Si abro el closet
encontraré a mi ropa tiritando. En las gavetas
los labios del secreto se entreabren.
El espejo devuelve una anécdota boba:
yo escribiendo estas líneas.
Sé que busco
tu olor en las palabras: es tu cuerpo
respirando en las letras del deseo.
Pero en vano. Hoy sólo te nombra el desalojo
y en este cuarto náufrago ejercito
la autopsia del recuerdo.
Nunca amor
Vino, te llamaba,
o flor abierta, o piel de vellos finos
que eriza un viento suave.
Nunca amor
Me engañaron tus pájaros,
tus cielos de pronto enrojecidos,
tus navíos con banderas agitadas
y amarillas
Me engañó tu voz, hoguera
ardiendo entre palmeras
Lujo, exuberancia, te llamaba,
o puerto tropical a mediodía
Mas te he visto de cerca
y eres tan sólo una íngrima colina
abrasada de sol
Lo aprendo aquí, sobre estos cerros
Belleza... santa perra
Juan Sánchez Peláez
Lo aprendo aquí, sobre estos cerros,
bajo estas nubes buenas: ahora existe
una fiesta celebrándose en la carne
de la intemperie triste de las cosas
(¿dónde duele ese picotazo de la luz,
cuándo vibra esa cadencia de las formas?)
Momentos al garete en que la yerta,
insultada materia se vuelve ceremonia,
liturgia móvil de líneas y volúmenes
incendiándote los ojos que no aguantan,
que no soportan ya tanto ladrido
de la perra feliz, incandescente,
llamando enamorada a su Señor,
a la ebria presencia de su Amo.
Lugar común desinfectado
Lugar común desinfectado,
hoy resplandece lo humilde
de tan obvio:
sólo en silencio
descubro
que Suenas
Tú
I
Tú y yo
volvamos,
desandemos lo ansioso
y tristemente caminado
Volvamos, sí,
hacia la hora
en que subía un olor
de cosa nueva
hasta nosotros
Vengamos otra vez,
digamos las palabras
que hacían sonar
las cosas a tu lado
Ayúdame a quitar
tanta voz inútil,
tanto gesto ocioso
que te ocultan
II
Yo se que Tú
vibras aquí
entre las ondas
como un presentimiento,
que brillas
vivamente
en el ardor
matutino
del mar calmo.
Yo se que Tú
cantas en todas
esas olas.
Pero no
importa.
Quiero escucharte
hoy en el silencio
quieto
de la casa
profunda.
Sin luces de mar
roto en las rocas,
sin un solo
movimiento
de las cosas.
Sólo Tú
exacto
en la penumbra.
Fuera de tiesto
El inmóvil punto del mundo que gira
Eliot
1
llueve afuera y otra vez sin previo aviso los
ratones, el miedo irreprimible al desamparo, una lástima lúgubre hacia
todo, el triste olor de las paredes, esta pulcra sensación de que no
importa, de que siempre será así, de que después de todo nunca se
escuchará girar el picaporte y el ruido inconfundible de una puerta que
se abre y entonces de repente sólo el mar, la vasta exclamación de una
llanura
2
me sentía feliz porque más que viendo todo iba
dejando como siempre que todo me abrazara, que aquello se fuera
concretando como un remolino de colores en el centro del cual yo
siempre encuentro eso que busco allí detrás, en la mitad, la cifra
clave que ensambla desde ella los pedazos, y estaba feliz en la misma
medida en qué la hallaba, y tenía un gustazo grueso calentándome la
sangre, y todo era muy hermoso sí, bastante hermoso, hasta que
repentinamente se colaba ese delgado y frío gusanito en pleno grosor
del entusiasmo, un sobresalto repentino que yo no me esperaba, una luz
blanca como flash impertinente, una pieza que no casaba por supuesto en
el contexto pero que sin embargo estaba allí reclamada por todo lo
demás, algo fatal cagándose sin más en el ritmo y los colores, algo tan
torpe como la certeza inexplicable de que aquello no bastaba, de que no
había bastado nunca y yo ya lo sabía, aquello no bastaba, era
indudable, y no quedaba otro camino que sacarle el cuerpo a la
desilusión que me estaba ametrallando la alegría, porque si aquello no
bastaba, coño, entonces qué bastaba, si eso tampoco era entonces hasta
cuándo
3
esta clase de hambre no se sacia, estirpe que lleva
la forma de la decepción entre las manos, poderoso astro de sed
brillándome sin tregua, precisa convicción de que me estoy alejando de
la playa para siempre, y ya se van desdibujando poco a poco las líneas
de la costa, y entonces el frágil punto firme que resume la franjita de
tierra en la distancia es comido sin remedio por la anchura gigantesca
de mi hambre, de mi hambre que tiene muchos nombres, el primero de los
cuales obviamente es soledad
4
aseada zona donde todas las piezas engranan sin
trastornos, los minutos
hacen fila india de la misma idéntica manera, las pisadas se saben
componiendo la gran marcha triunfal de la eficacia, donde nunca se supo
de alguna discontinuidad inofensiva, algún gesto diacrónico, alguna
grieta pequeñita en la lisa superficie por la que uno pueda huir hacia
la selva, hacia el vértigo espacial, hacia la vida, hacia algo así como
el tiempo americano del llano o de los Andes en el que las horas danzan
en vez de desfilar
5
el estentóreo deseo de romper totalmente con los
moldes, un ansia irreparable de buscar lo que no se me ha perdido, la
nostalgia de algún punto solar del que yo lo único que sé es que no se
encuentra acudiendo al horario de los trenes, y sin embargo es la única
tierra que tenemos prometida, la Ítaca probable a donde podemos atracar
con aires de certeza, la evidencia granular que muy de cuando en cuando
nos deslumbra, ese imprevisto coágulo de vida que nada tiene que ver
con los minutos democráticos del reloj confederado y que es
literalmente lo único que importa.
Ahí
Como desenterrándolo,
busco aquel vacío donde empieza
a oler distinto,
y el aire
de páramo parece
(o cesa de existir súbitamente)
mientras entra
la enorme libertad
por la ventana.
No hay oficio ni sueño que lo atrape.
No hay lenguaje.
Tendré que manar, despreocupado,
como agua entre dos rocas
negras.
Hasta empozar ahí,
vórtice mudo,
donde me encuentro intacto ese color,
aquel blanco, último lodo
sin forma todavía.
Poesía
Hecha de costras,
de imágenes náufragas,
convexas,
refractarias como un vidrio ciego.
Hecha sólo de bruma y polvareda.
Opaca vanidad, interponiéndose.
La muerte se parecerá a esta aridez
La muerte se parecerá a esta aridez
calcinando mis ojos entreabiertos,
su fogata cremando mi memoria
en una sola llama blanca, fija,
su arena penetrando en mis oídos
hasta dejarlos sordos frente al mundo
y su orquesta girante, ya monótona,
su sal diurna quemándome la lengua
como para saborear todos los soles.
Y quedaré desnudo y fulminado
semejante al árbol aún en pie
después del incendio repentino,
con las ramas humeantes pero erectas.
La aridez es la sustancia de la muerte.
La contemplo prepararme el mediodía
en que su rosa seca se me quede
entre las manos pálidas, fragantes
por un antiguo rastro de perfume.
Extiende ante mí el jardín de piedras
bajo la luz lineal, en carne viva,
donde dormiré olvidado para siempre
de las palabras, sí, de las palabras.
Línea quebrada
Hay una línea quebrada
entre este inútil poema
donde convoco a tu imagen
y la caricia que tiembla
sin letras sobre tu cara,
o entre el nombre forcejeado
para meterte en el verso
y el silencio que te deja
desnuda para mi gozo.
Porque escribiendo desdigo
lo que prorrumpe callando:
hay un sonido del acto
huyendo de la palabra.
La palabra y yo
Debería ser
no digo ya mi esposa fiel,
pero sí mi amante,
por lo menos;
sin embargo,
lo confieso ―es hora
de que se sepan estas irregulares relaciones
para evitar un escándalo
más tarde―
es imposible conquistarla,
me traiciona:
se va por temporadas,
luego vuelve
cuando quiere,
no cuando la llamo,
cuando le grito la busco
o le hago señas;
la sorprendo con otros
cuando la creía más mía
y lo peor es
que a veces
luce mejor con ellos
que conmigo;
en ocasiones la maltrato,
la castigo la golpeo
para que me deje poseerla
o si no
me maltrato yo mismo
en su presencia,
me someto a autocastigo,
a disciplina,
para ver si se conmueve
pero nada;
a ciertas horas como ésta
es casi fácil seducirla
y es muy intenso el goce,
la redondez brillante
del abrazo;
también es fácil perdonarla
entonces
por la vida que me hace llevar
al lado suyo:
pero no tardará en irse de nuevo,
la conozco.
Logro
El amor es paradójico: se alimenta
a la larga de cansancios,
de esas fecundas fatigas que nos hacen
salir resurrectos de la prueba
donde ellas toman la forma de atanor
El hastío, en amor, marca el comienzo
de una nueva exploración tras ese límite,
más allá de las fronteras habituales,
a fin de hallar inéditos deleites ocultados
por la pereza que el tedio permite descubrir,
como la alerta roja del semáforo
preanuncia al veloz verde, al movimiento.
No confundo el cansancio ni el hastío
con el final de la amorosa epifanía
en la que hay tanto reservorio de pasado:
no es difícil encontrar dentro de él
el incorruptible fondo de un afecto auténtico,
cierto largo silencio compartido, esa mañana
cuando el cuerpo recomenzó su ebria vigilia,
una carcajada cuyo eco fue el rostro del otro,
aquel sufrimiento en unísono dolor,
la calidez de su mano mientras escuchábamos
la canción más unitiva, una mirada que todo
lo contuvo, el abrazo cubierto por la ola,
su sueño ante mis ojos, la desnuda
sensualidad de ambos junto al lecho.
Se logra inventar formas diversas
de prolongar ese ritual pretérito,
liturgia de dos devociones encontradas
para su constante innovación posible.
Basta que uno quiera de veras continuarla,
y la entrañable ceremonia permanece
transfigurada por sus pausas, la eventual
y necesaria disonancia de su música,
sus monótonos trances propiciantes
de nuevos estados de conciencia
en un retomado, inextinguible privilegio.
Anatema en la oficina
Es hora de que yo, gregario y mínimo,
autografíe como todos la postal,
el lugar común de este desprecio
con el Ávila al fondo. La detesto.
Cada charco es un abrevadero de palomas.
En cada alcantarilla baila un niño.
A veces, una flor de bucare besa el suelo
donde una llanta trituró a un borracho.
La lluvia saca sus iguanas,
sus sapos verdinegros, sus batracios
a engordar con la basura.
El cielo dudoso de sus noches
estupidiza a las últimas estrellas
cuando faroles derribados por choferes
y letras de neón con faltas ortográficas
y semáforos bizcos que apedreó un mendigo
disfrazan la boscosa madrugada
en que los grillos burlan rascacielos
y los rabipelados roban casas de familia.
Detesto a sus mañanas y sus tardes
amontonadas sin más en las aceras,
terraplenes de ocres enlodados
junto a pozas de azul y sol bramante
que perfora el insomnio de una grúa
demente en el calor: la avenida
fue inaugurada ayer y hoy envejece
entre nuevos asfaltos que la ignoran
porque miles de palas y uniformes
no pueden detenerse, es necesario
que todo se haga joven de improviso,
licuada la memoria en el cemento,
el patio de la infancia subastado
a tractores sonámbulos que viajan
por el aire letal de nuestros sueños.
La detesto ritual, lujosamente:
a sus sótanos, sus torres, sus estatuas,
su río excremental, su nombre incluso.
Y mientras sueño con el mar que me la esconda
en un viaje de espumas imposibles,
me guardan mis papeles de burócrata.
La desnudez del
loco
A Jean-Marc Tauszick
(...) El Señor Dios llamó al hombre −¿Dónde estás?
Él contestó: −Te oí en el jardín, me entró miedo
porque estaba desnudo (...) Y el Señor Dios le replicó:
−Y ¿quién te ha dicho que estabas desnudo?
(Génesis, 3, 9-11)
1
La hora de bañarse era a las doce.
Bajo la ducha todos, uno a uno.
Las paredes: amarillentas, desteñidas.
El sol del mediodía en las ventanas.
Atrás dejábamos el patio, los árboles inmóviles
y el rotundo imperio de la luz de agosto.
Nos desvestíamos con prisa (El enfermero
conminaba a hacerlo de ese modo).
Juntos y desnudos ante los cuatro grifos
de los que brotaba la ancestral terapia
aplicable en estos casos: agua fría.
Llegábamos en grupos hasta el baño,
desamparada fraternidad de cuerpos,
goteantes carnes, en la mitad del mundo
−porque estar allí era una cósmica intemperie,
la orfandad meridiana y absoluta:
verse a sí mismo, desnudo ante los otros,
desnudos también ellos, devolviéndonos
a la solar ingrimitud de ser un cuerpo
parado allí frente a los ojos
del escrutinio ajeno, sin la sombra
bienhechora y cobijante del pudor:
sólo desnudo como el Adán culpable
con la conciencia súbita de estarlo
en la desolación panóptica del día,
justo en el eje de las doce en punto.
Sí, el sol en las ventanas también era
un ojo coherente y vertical:
la mirada de Dios, omnividente,
de la que deseábamos huir, sólo escapar
para no sentir la vergüenza de ser vistos
siempre desnudos, con el sudor manante.
Y el agua de la ducha va cayendo
sobre la desnudez flagrante y compartida
y no aminora el ardor de ese Ojo vivo
clavado en la pulpa de ser hombre,
ese sol sin párpados brillando
sobre la piel empapada por el chorro
de un gran incendio líquido.
Nuestros pies
chapotean en los pozos que las grietas
del piso hacen aflorar en torno a ellos
y un asco en flor asciende hasta la boca:
náusea del agua corrompida que pisamos,
de esos viscosos charcos, de la humedad
pringosa, del olor a orina, de las losas sucias,
asco de tanto desamparo genital
en el centro nítido del cuerpo
mientras el paranoico estupor del mundo
permanece acribillado de ojos y más ojos
dentro de la totalidad de la canícula.
Íbamos por fin saliendo, unos tras otros.
Cabeceaban los árboles. Agosto
refulgía, preciso, en la luz densa
que gravitaba alrededor del patio.
El almuerzo aguardaba (la comida
era tomada con las manos: los cubiertos
podían significar intentos de suicidio).
Y esa ración de cárcel en los dedos
venía a ser otra manera, avergonzada,
de ser siempre observados
−ahora ridículos, asiendo
un puñado de arroz con la torpeza
del que no se habitúa a comerlo de ese modo−,
en cada bocado masticando el pánico
desnudo de Adán a mediodía
que en el baño fue certeza sensorial, clarividencia.
2
Pero él no quería bañarse a la hora en que todos debíamos hacerlo.
Deseaba estar bajo la ducha de acuerdo a un horario personal,
imprevisible: por la mañana o por la tarde, no a las doce. ¿Cuáles
motivos conducían a ese raro deseo que implicaba automáticamente
indisciplina, una heterodoxia de hábitos violentando el código
impuesto, normativo? Quizá era la necesidad, la urgencia de escapar, a
tiempo y a destiempo, de aquel Ojo calcinante ante el cual todos
estábamos desnudos, de refrescar con el ímpetu del agua esa fiebre
atroz que exponía nuestra íngrima vergüenza a la mirada de los otros,
del Otro único y múltiple oteándonos allí, en caliente,
escudriñándonos, examinándonos. Acaso era el llamado a sentirse
permanentemente higiénico, limpio de cualquier contaminación corporal
en la cual se proyectara la puntual acechanza de la culpa, la de ser −y
no sólo la de estar sucio. Tal vez quería bañarse a solas, alejado de
la promiscua convergencia que nos reunía a los demás alrededor del
chorro, de aquel hacinamiento donde toda la privada, la íntima
percepción que tiene el cuerpo de sí mismo era abolida y sacrificada al
mero hecho animal de estar no ya juntos sino yuxtapuestos como en la
horda y el rebaño. ¿O ese anhelo de baño no sujeto a reglamentos
consistía en el ansia de instaurar un espacio individual,
oxigenadamente libre ―estar desnudo en medio del agua guarda también un
sentido de libertad física, plena― dentro del cual la convención, lo
estatuido y la costumbre se amoldaran a los dictados vivaces del
cuerpo, y honestos a ellos, penetrado, así, en una autonomía, en una
independencia insólitas?
Al enfermero le disgustó esa conducta al margen de las reglas.
Blandiendo con la mano derecha el rejo que utilizaba para rubricar
gestualmente su autoridad entre nosotros, una mañana sacó al muchacho
―desnudo, por supuesto― de su baño personal y lo condujo al calabozo
(porque había en ese caserón un calabozo) y lo encerró allí durante
horas. Siempre me he preguntado lo que ese compañero sentiría en
aquella habitación hedionda, sin un mueble, en medio de los muros
húmedos, sentado o acostado sobre el cemento frío, mirando la desleída
claridad que se apelmazaba sin gracia en los cristales de un alto
tragaluz, único contacto posible con el sol que, afuera, festejaba al
patio, y con el viento matutino, y con el cielo absurdamente remoto a
esa hora del día. Estaba desnudo el prisionero. Otra desnudez, distinta
a la buscada para lavar el propio cuerpo en el agua lustral, bajo la
ducha, le era ahora ofrecida dentro del calabozo: la de estar sin
abrigo en la gélida humedad, y la de estar excluido, siendo réprobo.
3
Un joven lo iba siguiendo, cubierto tan sólo con una
sábana. Le echaron mano, pero él, soltando
la sábana, se escapó desnudo.
(Mc 14, 50-52)
Nosotros, desnudos, en el baño
−el baño era el resumen convergente
de toda nuestra vida en esa casa−
y el muchacho desnudo en su prisión
éramos y aún somos aquel hombre
que Marcos infiltra, subrepticio,
en el Getsemaní de entonces y de ahora.
¿Quién era aquel joven que seguía a Jesús
con la carne lunar cubierta apenas
por el único ropaje de una sábana
en esa noche de sudor de sangre,
de inescuchada súplica, de la traición del beso,
de antorchas y grupos, túnicas y espadas,
rumor de pasos entre la maleza,
amontonadas sombras al acecho,
humillación y arresto y, al final,
los tercos gallos del amanecer?
¿Qué pasión inaudita puede conducir a alguien
a salir hacia el oprobio y la amenaza,
bajo la indiferencia universal de las estrellas
con sólo una íngrima sábana por ropa?
¿No había fiebre en la mente de ese joven?
¿No obedecía su presencia allí, y su atavío,
a una conciencia distinta a la ordinaria,
a una visión de Jesús que no cabía
en el tácito régimen oficial: lo acostumbrado?
Marcos señala, con exactitud, que lo seguía.
Seguía, pues, a Jesús como un discípulo,
como lo hacían algunos en su patria,
como hay que hacerlo ahora, un día tras otro.
Un discípulo era, iluminado
por un ardor mental que lo llevaba
a exponerse al peligro, a trastocar
los hábitos −incluso el de vestirse como todos−,
a autoexiliarse del lugar común
del que la razón colectiva se alimenta
para entregarse −únicamente con su sábana−
al subterráneo, rebelde axioma del Proscrito,
a la réproba lógica del envés, la cara oculta
de lo real visto y vivido a la inversa, a contrapelo.
Eso significaba, para él, ser un discípulo.
Y eso significa todavía.
se escapó desnudo
Sólo desnudo podía huir
de la muchedumbre ávida de sangre,
la soldadesca insomne, la confusión
de voces y de gritos, los empujones, los insultos,
huir de la hora societaria de la ley
buscando al Transgresor, al Reo de siempre.
Su desnudez fue momentánea libertad
para escapar de la gregaria trama
que necesitaba a su víctima expiatoria,
al señalado eterno con la culpa
de no ser como todos: el distinto.
Pero no huía, no, de la Pasión.
Estaba todo él −su presencia en el relato
lo confirma− inscrito en la tragedia
que la noche del jueves diseñaba
para cualquier discípulo del Réprobo:
lo imagino andando ahora desnudo
primero al ras de las ortigas que en el monte
le laceraban la piel, luego en las calles
ante el unánime asombro de vecinos, transeúntes,
maldiciendo acaso su impudicia, preguntándose
de dónde vendría sin ropas a esas horas.
Su desnudez era observada, escudriñada
con curiosidad objetante, minuciosa.
¿Qué sintió, desnudo, al llegar a su cuarto
y pensar en la casa de Caifás, llena de gente?
Quizá escuchó él también el canto de los gallos
en la vergüenza núbil de la aurora.
Nosotros todos éramos y somos
aquel evangélico muchacho:
las doce del día bajo la regadera
y la mañana en el calabozo
configuran una única noche detenida,
un mismo Getsemaní agónico.
Éramos y somos, como él,
aquellos afiebrados buscadores
de lo que no se nos ha perdido,
los perpetuos perplejos ante lo real,
que para los demás es únicamente sólito
−una simple magnitud de la costumbre−,
los que, merced a un privilegio padeciente,
ven al mundo al revés, al colectivo
desde una periferia contumaz, al hombre
con el virgen sobresalto del asombro,
al universo entero girando en el pavor
del primer ser humano frente al fuego
o la exclamación de una llanura oceánica
(vivimos de atávicos terrores que los otros
se escamotean a sí mismos, para estar
a salvo de la estupefacción del firmamento
sobre el inmóvil Jardín de los Olivos).
No, nunca fue fácil vivir para nosotros.
Llenos de nuestro metafísico estupor,
nuestra disonancia ante la Ley,
nuestra subversión vocacional
nuestra manera tangencial, oblicua,
de ser miembros de la especie,
nuestro seguimiento metafórico
−cubiertos por una única sábana precaria
en las alucinaciones, el delirio,
la depresión, las fobias, la manía−
de Aquél de quien se habló de esta manera:
está loco de atar, ¿por qué lo escuchan? (Jn 10, 20)
y más cruelmente todavía:
sus parientes fueron a echarle mano,
porque se decía que no estaba
en sus cabales (Mc 3, 21)
−La locura como metáfora e imagen
del seguimiento de Jesús:
pues la sabiduría de este mundo
es locura para Dios (1 Cor 3, 19)
En nuestro caso, un modo inconsciente de seguirlo
que puede convertirse en voluntario
si uno toma conciencia de la gracia
que ha sido recibir la enfermedad
como invitación a vivir de otra manera,
con temor y temblor ante el milagro
de existir todos los días, bajo el cielo.
Y desnudos. Estamos desnudos, como el joven,
en el baño o en mitad del calabozo
escapados, desnudos del uso compartido
de la razón social que exige víctimas
y clava, desnudo, en el madero
al que por ser diferente carga todas
las culpas de los que son iguales
al rasero común, a la horma idéntica.
La locura es aquella desnudez
a través de la cual nos escapamos
de la cotidianidad de esa razón
legislativa que fabrica, marginándolos,
a los parias, los manchados, los impuros
−fue el loco Rey Lear quien, por serlo,
pudo sentenciar ante un Edgar confidente
desde la desolada majestad de su delirio:
Nadie es culpable, nadie,
digo que nadie: yo seré su
fiador
La locura como inocencia absolutoria
que desviste a los hombres de sus culpas.
4
Pero esa desnudez libérrima conoce
la paradoja de ser también la otra,
la propia desnudez ya percibida
como maldición al ser examinada
por los ojos de los otros, por la pupila del Otro
frente a la cual nos desprotege
ese mismo estar desnudos, observados
por la visión ajena que se llaga
en la conciencia de sí, hasta su médula.
Y el desnudo al que ya no le importaba
el cómodo ropaje de la sujeción
busca ahora, desesperadamente,
ser vestido por la aprobación de esa mirada
que lo escarba, esclavizándolo.
Las dos desnudeces se entrelazan
dentro del cuerpo único del loco.
Y me pregunto si acaso la salud,
la sola curación posible y deseable
que no aportan ni aprontan sanatorios
con sus multitudinarios baños de agua fría
y calabozos para el deseo disidente
(¿Pensé, estando allí, en Auschwitz, en Dachau?)
consiste en romper la trama inextricable
que confunde la una con la otra:
la libertad desnuda de Adán en el Jardín
y esa misma desnudez ya avergonzada.
Intentaba mi oración
Intentaba mi oración, sentado
en el balcón abierto a la mañana,
una oración empapada por el sueño,
subacuática a fuerza de arrastrar
desgarrados líquenes de ideas,
sensaciones sinuosas como peces,
corrientes de frases en la mente,
arborescencias últimas de imágenes
que rozan los monstruos paleolíticos:
el terror de ser, el de ser hombre, el de vivir
vertebrado sin más por la conciencia
(ella no pidió llegar al universo
íngrima brotando de lo informe
y cargada de faunas todavía).
Cerrados los ojos, intentaba
convertirme en silencio mineral
donde cupiera la mudez de los objetos,
en comunión callada con la silla,
las paredes, los estantes, esa forma
humilde que es la mesa, la extensión
granítica del piso. Se trataba
de apagar en mí toda palabra,
toda elocuencia contumaz, todo deseo
atrapado en las redes del lenguaje.
Luchaba mi oración por ser silencio
a pesar de mis abismos submarinos
bajo el discurso en vaivén, infatigable.
Batallaba la conciencia por dormirse
más allá de sí misma, despertada
sobre la arena sola de ese yermo
que redime en mudez, en horizonte
nítido y filoso los deseos.
Intentaba mi oración. Y no lograba
desbrozar esta selva que me habita
tejida con lianas de palabras.
El balcón era mi cárcel, mi derrota
Mis nervios irritados hormigueaban
bajo el estruendo de la luz.
Me levanté de la silla.
... Me contuve,
porque un azulejo repentino,
ligero en el patio despoblado,
me miraba de lejos, frente a frente.
Ignorante de sí, me alivianaba.
Ignorante de sí, su azul juzgó
mi propio estupor agradecido.
Terminé mi oración. A Dios le gusta
traducir a veces su silencio.
Salir
Salí, sin ser
notada
San Juan de la Cruz
Salir, siempre salir. El éxodo es mi patria.
Encontrarse saliendo una y otra vez
del hogar esclavizante. Afrontar
la libertad de partir continuamente
al retomar la llave que impedía
el paso decisivo: despedirse.
Que la casa se transforme en campamento
a desmantelar cada mañana. Que la marcha
se inicie, puntual, en la precisa hora,
la que obliga a encarar el adelante
y no mirar hacia atrás, no prolongar
el adiós junto a la inminencia del trayecto.
Jugar la apuesta cifrada por el ir
permanente, en perseverante riesgo. Abdicar
del poder que acumulan lo individual
encerrado en un glóbulo monádico y lo social
establecido. Renunciar a lo interior ya confortable
y a lo exterior vuelto adherencia. Destapar
significados no fijables al sentido de todo.
Desconfiar ante la situación que parece detener
el tiempo y el espacio de este fluido universo
cuyo objeto es expandirse. Escapar de la parálisis
marmórea fabricada por el éxito. Preferir, más bien,
la elástica materia del fracaso
con la que se puede moldear una figura
fugitiva de la gloria: ella aligera el equipaje.
Alejarse del dogma intransitivo. No atender
la fórmula mapificada como límite
de la constante expedición que amplía la verdad.
Arriesgarse al nomadismo de la mente,
el que descubre las infinitas aperturas
de un cuerpo, de un texto, de un momento,
de un paréntesis monótono, de un clausurado círculo.
No proyectar lo imprevisible. Imitar
la sobreabundancia trascendente
que penetra, hasta el tuétano, este mundo
pero no sedentariza en él su plenitud
invitando a la perpetua búsqueda.
Mas el deseo central que explica la salida,
su auténtico móvil, su horizonte,
es, a semejanza del autoolvido de Dios,
quien creó fuera de él otra realidad
diferente a la absoluta tan sólo para dársele,
el abandono de sí mismo en el amor.
La fe religiosa es vivida por mí no en el corazón histórico del
hecho
moderno, sino en su periferia
(De El calidoscopio de Hermes, fragmento 11)
Quisiera emprender el intento de circunscribir la naturaleza de la
relación que existe entre mi trabajo simbólico y algunos de los
principales problemas teóricos suscitados por el hecho de que el marco
histórico dentro del cual realizo mi obra no es otro que el resumido en
la palabra modernidad.
Por talante vocacional y por formación espiritual y académica, mi
inquietud intelectual, tal como ella se refleja en mis libros, se mueve
en lo que podríamos llamar la frontera entre la literatura y la
filosofía. He escogido la poesía y el ensayo como géneros básicos de mi
expresión literaria, y en ambos intento traducir una visión personal
del mundo, la cual se sabe y se quiere inscrita, con sus modalidades
individuales, dentro de una tradición cultural en la que han
cristalizado, desde hace muchos siglos, determinados hábitos del
espíritu, específicas percepciones de lo real, concretas experiencias
de lo que existe. Quiero decir que, como fruto de una opción
personalísima, la más crucial y englobadora de mi existencia, mi
trabajo simbólico se desea a sí mismo vinculado al espíritu de una
delimitada comunidad histórica, dentro de la cual se conciben y actúan
de modo particular los móviles últimos del pensamiento y el obrar
humanos. Esa tradición y esa comunidad histórica no son otras que las
que mantienen viva sobre la Tierra la visión judeo-cristiana del mundo,
tal como ésta ha sido teórica y prácticamente articulada por el
catolicismo.
La totalidad de mi obra, la publicada en libros y en la prensa
cultural, gira en torno al eje axiológico que funda en mí la
experiencia cristiana, incluso cuando, por distintos avatares
existenciales, singularizados momentos de esa misma obra den cuenta de
alejamientos eventuales, reacomodos, sordas batallas de perspectiva con
respecto a aquel único eje sin el cual sencillamente yo no sería el
hombre que soy, en imbricación dialéctica con el que quiero ser.
Innecesario decir que la tradición a la que me refiero no es, al menos
para mí que la asumo a conciencia, una yuxtaposición inerte de modelos
teológicos y filosóficos, fosilizados por la ortodoxia repetitiva. Por
el contrario, entiendo que lo más gratificante que me ofrece aquella
tradición, junto con el hecho de preservar las características
esenciales de una experiencia global de la realidad que hace
resplandecer para mí todo lo que honra y enaltece el hecho de ser
hombre, es una inmensa gama de posibilidades para la reflexión y la
acción, un rico espectro de estímulos existenciales, una verdadera
sinfonía —secularmente orquestada— de matices culturales, una
espiritualidad capaz de asimilar y sostener todo lo que, en distintos
contextos, épocas y situaciones, nace como fruto del quehacer humano.
La tradición judeo-cristiana se integra, modalizándola, a la más amplia
tradición religiosa de la humanidad; y se relaciona de manera especial
con el sector monoteísta de ella. Ello significa que, al pensarme y
decirme católico, a la vez me percibo partícipe activo de una actitud
ante lo real y de una conducta que han sido milenariamente
reflexionadas, profundizadas, exploradas, actuadas de múltiples modos;
y al mismo tiempo, compruebo que esa actitud y esa conducta,
transmitidas creadoramente de generación en generación, pese a ser
vividas por mí en un ámbito de realización específico, son en
definitiva exponentes de la más antigua, fundamentante y central
postura del hombre ante el hecho de existir: la postura religiosa. Al
pensarme y decirme católico, me sé, pues, responsable de todo lo que
esa postura ha desplegado, despliega y está en capacidad de desplegar
como posibilidad humana: me sé sujeto de sus grandezas, copartícipe de
sus peligros, autocrítico de sus crímenes históricos, con la certeza de
que ella trasciende sus limitaciones factuales porque, en última
instancia, re-liga al espíritu con el Absoluto, es decir, con la
inocencia misma.
Ahora bien; digo que vivo la postura religiosa ante la realidad en un
marco de realización específico: el judeo-cristiano, en su vertiente
católica. El judeo-cristianismo constituye un orbe muy circunscrito de
la religiosidad. Podemos resumir brevemente su carácter específico,
afirmando que él representa la historización más radical que ha
conocido la experiencia religiosa del hombre. Xavier Pikaza nos ha
enseñado que, según la privilegización de un «topos» de experiencia de
lo real como espacio básico del encuentro con Dios, existen religiones
de la naturaleza, de la interioridad y de la historia. Pues bien, el
judeo-cristianismo es la manifestación soberana de este último tipo,
porque, sin desdeñar la cósmica e interior-subjetiva como posibles y
necesarios espacios de la experiencia de lo sagrado, privilegia, como
el lugar por antonomasia donde acaece dicha experiencia, la historia de
los hombres, hasta el punto de postular —de manera insólita en la
reflexión religiosa— que Dios mismo, el intemporal e inmutable Dios al
que muchos adoran en búsquedas que quieren ser ahistoricistas (cuando
no anti-historicistas), se hizo él mismo carne temporal, carne
histórica, carne llagada con todas las marcas que supone asumir
adultamente la indigencia creadora y laboriosa del tiempo; y que al
hacerlo, nos estaba relanzando a la historia que asumió, relanzándonos
a sus glorias, asechanzas y miserias, con el único objetivo de
construir una casa fraternal para el desamparo de los hombres, casa que
no es otra cosa que él mismo hecho presencia viva entre nosotros.
Soy consciente, pues, de que a estas alturas de mi desarrollo
intelectual, hablo en mi propia obra, cada vez más explícita e
inconteniblemente, desde la tradición mencionada. ¿Y cómo no va a
entrar mi trabajo simbólico en un volcán de tensiones con el contexto
cultural moderno, en el que, por primera vez en la historia de la
cultura, se ha producido un vaciamiento progresivo y amplísimo de los
contenidos de la experiencia religiosa, tal como ésta ha sido entendida
y vivida desde hace milenios? ¿Cómo no va a forcejear el lenguaje que
empleo todos los días en tanto escritor con las corrientes semánticas
de la modernidad, corrientes que muchas veces ya hacen irreconocibles
palabras que tuvieron siempre un patente peso significativo y que para
mí lo siguen teniendo?
Formularía la esencia de este problema, tal como me lo planteo dentro
de mi propia obra, de la siguiente forma:
Lo que llamamos «espíritu moderno» es el resultado de un proceso
histórico que se inició a mediados del siglo XVI con la transformación
galopante del orden y la mentalidad feudales. Entiendo, pues, por
«modernidad», el universo cultural que surge con el advenimiento
paulatinamente hegemónico de la burguesía; universo imbricado, como es
lógico, en movimiento dialéctico, con vastos residuos ideológicos de
formaciones sociales anteriores a la capitalista, recogidos y
modalizados por el orden de ideas que acompaña a la nueva clase
dominante. A los fines que me propongo en estas líneas, me interesa
resaltar sobre todo dos aspectos ideológicos de la modernidad burguesa.
En primer lugar, el conjunto complejo del proceso histórico donde se
produce la hegemonía de dicha modernidad va acompañado del fenómeno que
en sociología religiosa se conoce bajo el nombre de «secularización»,
el cual consiste en el vertiginoso eclipse de la idea y la experiencia
de Dios dentro del pensamiento y la sensibilidad axiológica del hombre
occidental. La utilización del espíritu, otrora nimbado siempre de un
aura religiosa en la medida en que era buscado y vivido de modo
radical, es decir, desnudo de todo aditamento y manipulación
pragmática; su utilización, digo, con fines abiertamente profanos,
constituye una de las causas de ese «desencantamiento» del mundo que
Max Weber diagnostica en el universo mental de la modernidad. La
profanización compulsiva y violenta de ciertas dimensiones
antropológicas que guardaban vinculación con la apertura a lo sagrado
configuró un desnudamiento empobrecedor de muchas de las virtualidades
simbólicas de la existencia humana, hasta el punto de que la
cotidianidad de nuestros días, apenas provista de cromatismo simbólico,
se transforma en mero tiempo intercambiable y mecánico, tanto más
mecánico si pensamos que el racionalismo burocrático, entronizado por
la burguesía y la modernidad como vía para organizar y administrar la
actividad societaria del hombre, programa y controla nuestras vidas
hasta límites insospechados.
Uno de los pivotes de la secularización y su secuela de empobrecimiento
simbólico reside, claro está, en un dogma tácito de la modernidad: la
preeminencia del saber identificado con la racionalidad instrumental,
el cual asimila toda posible sabiduría a la ciencia empíricamente
verificable. El trinomio «pensamiento-saber-racionalidad instrumental»,
absolutizado como único camino legítimo de aproximación a la verdad de
lo real, concibe al mundo, no sólo como lo que la mano puede palpar,
sino también, y fundamentalmente, como objeto y objetivo de dominio. Se
trata de una captura de lo real, en la que la «adecuación» del
pensamiento a la realidad se sobredetermina en la posesión y el poder.
Es así como la sabiduría religiosa llega a ser un lenguaje arcaico, tan
primitivo como un rito pemón. Este otro saber religioso, cuya
naturaleza consiste precisamente en no capturar lo sabido; este otro
saber no sobredeterminado, pero ni en un milímetro, por la
instrumentalización dominadora; este saber que podríamos llamar
racionalidad de otro orden, sapiencial en un último sentido en que ya
saber se confunde con sabor, paladeo de lo cualitativo no mensurable;
este saber, digo, ha sido arrinconado a un gueto cultural.
Pero hay un segundo aspecto ideológico de la modernidad que me importa
destacar: desde el gueto en el que vivo y trabajo literariamente,
compruebo el hecho de que, como afirma la lucidez de Fernando Savater,
la concepción que postula al caos como «el exponente soberano de lo
real» y, por lo tanto como la última verdad de la Ley —es decir, el
Orden— es lo verdaderamente peculiar y característico del pensamiento
moderno. El hombre contemporáneo experimenta la realidad como caos,
siente (sensitiviza) lo real desde un «a priori» tácito de inmanente
desorden. Dentro de toda sensibilidad radicalmente moderna, el
nihilismo, diagnosticado por Nietzsche, ha terminado por desarrollarse
como un esquema mental anterior a todo razonamiento y juicio. Sentimos
nihilistamente lo real, más allá de lo que pensamos en forma consciente.
El nihilismo es, por definición, ateo. Al eclipsarse la noción (¡y
sobra todo la experiencia!) de aquello que garantiza, por su solo acto
de ser, la unidad, el valor y el sentido de la realidad, ésta se nos
aparece 1) como dispersa (sustancialmente caótica), 2) como no-buena
(ya no es valiosa en razón de su propia bondad entintativa, puesto que
se abre la posibilidad de que sea inane y absurda), y 3) como sin
sentido (¿ha de tener verdadero y pleno sentido si está últimamente
infundada y carece de dirección teleológica?).
Así, pues, todo sujeto moderno, lo sepa o no conscientemente,
sensorializa y sentimentaliza al mundo como discontinuidad
fragmentaria. La realidad es entonces vivida desde la perspectiva del
instantaneísmo. ¿Cómo ha de tender el hombre de hoy hacia proyectos
existenciales y compromisos de fidelidad definitivos si su universo
mental encara lo que existe como caos de instantes desconectados y
fugaces? Y este espesor caótico del tiempo está entre nosotros
relativamente organizado por la evidencia de lo inmediato; de lo
inmediato placentero o disgustante. Nuestra época vive arrojada al peso
gravitacional y a la inercia de lo inmediato. Este instantaneísmo
inmediadista hace del Don Juan uno de los mitos modernos por
excelencia. No sólo el Don Juan de Tirso, de Molière y de Byron,
sucesivamente renacentista, ilustrado y romántico, sino sobre todo el
de Mozart y Da Ponte, tal como lo estudió la perspicacia de Kierkegaard.
Dentro de este vértigo al que nos convoca la gravitación de lo
inmediato, resulta lógico que el hombre no pueda hallar el acceso al
goce y al padecimiento del espíritu puro, considerado, como arriba
dijimos, de modo radical. En nuestro tiempo tendemos a disfrutar del
espíritu como de un dato más, ciertamente privilegiado pero sumamente
impreciso, de lo real: algo que más bien nos es útil para adornar con
una aureola estética la vida. Sí, el espíritu como ornamento y vaporoso
perfume de la existencia cotidiana. Incapaces de salir del circuito
compacto y hechizante de la inmediatez, no podemos encontrar la grieta
por donde nos toca e imanta lo espiritual intacto, el sabor único de
aquello que sobrepasa nuestro horizonte de objetos, el gusto de ese don
ubicuo en cuyo seno todo, esta masa de entes que nos circunscribe,
parece perder pie y desfondarse y entrar en el vacío. Nadie que haya
experimentado el sabor del espíritu destilado, buscado por sí mismo;
nadie que haya paladeado de veras, aun a costa del esfuerzo que
conlleva remontar el cerco de los entes, dicho plenismo vacío, podrá
olvidar ya en qué consiste ser hombre, cuál es el único hambre que no
compartimos con los animales.
En buena medida, lo que me parece comprobar desde el anacronismo de mi
gueto cultural, puliendo mis versos y mis prosas como algunos viejos
judíos de la diáspora pulían resignadamente sus cristales de orfebres,
es el hecho de que vivimos hoy una auténtica masificación, a escala
planetaria, del estadio estético descrito por el mismo Kierkegaard. Al
saborear la realidad sólo estéticamente, el deseo, hipnotizado por su
mismo caliente despliegue, fantasea a Dios como un estorbo, una ley
superyoica o ideológica, una suma de prohibiciones. Es la suprema
trampa del instantaneísmo y del inmediatismo, de la sensibilidad
caótica, nihilista: no poder gustar a Dios como expansión regia de la
libertad, como sobreabundancia y fiesta, como verdadera garantía de la
ilimitación de la experiencia vital. Si el fundamento de lo real —única
base de la radical positividad de lo que existe, de su valor (su
valía)— se desmorona como dato de la percepción del mundo, advienen una
desconfianza, una angustia, una incomodidad soterradas ante el universo
mismo.
Un último señalamiento, éste ya sí afincado en la naturaleza específica
de la fe religiosa con la que me identifico: he dicho que el
judeo-cristianismo consiste en la más enfática historificación que haya
conocido la experiencia religiosa. De modo, pues, que es la entraña
misma de mi religiosidad judeo-cristiana la que me exige discernir en
qué contexto histórico y cultural pretendo vivirla; pues es en este
contexto y no en otro ubicado en un punto neutro —inexistente— del
espacio y del tiempo donde se me manifiesta Dios y su incondicional
compromiso de suscitar la fraternización de las relaciones humanas
(única epifanía de nuestra filiación con respecto a él).
La fe religiosa es vivida por mí no en el corazón histórico del hecho
moderno, sino en su periferia. No se trata solamente de la periferia
(atipicidad y anacronismo) de la experiencia religiosa misma en el
marco de la modernidad. Es también que la realidad cultural en la que
vivo la religiosidad, y la transcribo, constituye un orbe periférico
con respecto a las metrópolis del mundo moderno. El rostro de la
civilización burguesa, la fisonomía de la modernidad, tiene para los
latinoamericanos un color concreto, el de la dominación, el de un
totalitarismo del poder económico, apoyado en la ciencia y la
tecnología, cuya sombra de iniquidad podemos comprobar en este
continente todos los días. Hemos sido y somos las víctimas del
Occidente moderno, su hijo bastardo, su indócil esclavo manumiso, su
cimarrón famélico y desorientado, en fin, su oprobiosa denuncia. Somos
un vasto cuerpo cultural engendrado por el coito de las expoliadas
carnes aborigen y negra, ligadas todavía hoy a sus marcos de referencia
premodernos, con la maltrecha carne ibérica, cuya vinculación con la
modernidad ha sido secularmente problemática desde el comienzo de ésta.
No se me escapa, ni por un momento: soy un escritor que, por varias
razones, entre las que deben contarse su origen de clase y la dirección
mental de su formación, está integrado a las élites intelectuales de
Venezuela; élites que, en virtud de la configuración global de nuestro
país dentro del capitalismo internacional, sirven las más de las veces
de apuntaladores de la mentalidad moderna en el seno cultural de
nuestro pueblo, el cual, gracias a su atraso tecnológico, ostenta
manifestaciones masivas de cultura premoderna mientras recibe la
influencia galopante de los centros del mundo moderno.
Frente al específico asunto de Dios, en mí viven, combatiéndose y
abrazándose, la secularización promovida por la modernidad y la
impregnación religiosa, híbrida y mestiza, de un mundo cultural que, al
decir de uno de los grandes poetas de nuestra lengua, «aún reza a
Jesucristo y habla en español». Ese irónico «aún» resume buena parte
del drama de nuestra cultura.
Ahora bien; forma parte de mi opción personalísima —existencial,
intelectual y moral— por la experiencia cristiana, la conciencia de
que, al elegirla, escojo igualmente aquella religiosidad esparcida en
la cultura a la que pertenezco. Como hombre interiormente trabajado por
todo lo que tiene de irreversible la mentalidad moderna, esa
experiencia religiosa vivida por las mayorías del continente se elabora
en mí en una síntesis peculiar donde penetra y da de sí la ruptura
epistemológica que supone lo moderno con respecto a la premoderno. Pero
la integración a la órbita de las élites intelectuales de mi país no me
hace considerar los contenidos y formas religiosas de la cultura
popular como una rémora anacrónica en vías de extinción. Por el
contrario, me los hace valorar como un rasgo cultural irrenunciable.
Ellos —¡esos contenidos y esas formas!— son modalizaciones legítimas de
la atávica experiencia religiosa, más allá del hecho de que han sido
objeto frecuente de manipulación ideológica. Ellos son, también,
componente fundamental de la instancia crítica desde la cual hemos de
juzgar latinoamericanamente la modernidad.
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