Alejandro Oviedo

Diario de un venezolano
por Kenia

 

Miquel Barceló: El mercado de Sangha

 


 

Dedico este libro a Nury León,
la primera persona que me habló
del Africa negra con maravilla

 

A mediados del año 2000 viajé a Kenia, invitado por mi amigo Peter Oracha Adoyo, en procura de recoger datos para un estudio sobre la lengua de señas de ese país. En ese entonces, Oracha y yo estábamos escribiendo nuestras tesis doctorales en la Universidad de Hamburgo. Hice el viaje en compañía de Diana Ramírez, una amiga colombiana. Oracha nos recibió en Maseno, una pequeña ciudad sobre la línea ecuatorial, muy cerca de la frontera ugandesa, donde él vive y trabaja desde hace mucho tiempo. En Maseno está la Maseno School for the Deaf, una escuela de sordos que, gracias a los esfuerzos de Oracha es la institución que traza las políticas educativas de vanguardia para los niños sordos en Kenia. Tras algunas semanas en Maseno y sus alrededores, hicimos un viaje por varios parques nacionales, y pasamos varios días en Nairobi, la capital del país, antes de volver a Alemania. A lo largo del viaje llevé un diario, en el cual anotaba cuanto veía. Este libro está formado por extractos de ese diario. Las ilustraciones son copias de algunas de sus páginas. Todos los textos son apuntes sueltos, y así pretendo que se lean, sin una secuencia determinada. Mi sorpresa, me parece ahora, es lo único que podría tender un hilo entre los fragmentos que siguen.

 


Notas escritas en febrero de 2008

Hay dos cosas que quería comentar aquí. La primera es que la edición de este librito, hecha en 2003 por la Asociación de Escritores del Estado Barinas, se agotó en poco tiempo (¡claro, es que ellos reparten los libros gratuitamente!). Como el libro es cortico y habla de cosas curiosas, pues le gustó a quienes lo leyeron, y en vista de que ya no se consigue, he recibido ya varias peticiones para que se reedite. Eso se logre tal vez pronto. En esa segunda edición querría yo incluir algunos pasajes de mi diario original que no aparecieron en el primero. Y mientras está lista, pues pongo a disposición de quienes quieran leer el librito esta edición electrónica.

La segunda cosa que quería contar es más bien triste. En estos momentos Kenia se encuentra en una crisis social muy profunda. A consecuencia de las denuncias de fraude en las elecciones presidenciales durante el mes de diciembre pasado, en ese país han ido escalando protestas cada vez más violentas. Las corruptas clases gobernantes, apoyadas por sus socios extranjeros, han llevado el país a una situación desesperada. La pobreza es grande, en Kenia, porque los recursos se reparten muy mal. El descontento ha sido manejado de modo perverso por la clase política, que le ha dado un cariz étnico a las contradicciones sociales. Con el viejo lema de “divide y vencerás” se presenta a los miembros de otras tribus como los culpables de la mala situación de las otras. El poder político ha estado por mucho tiempo en manos de los kikuyu, la tribu más grande de Kenia. El actual presidente, un kikuyu, es acusado de fraude por uno de los candidatos que se presentó en las elecciones de diciembre, y que afirma haber ganado. Este candidato es de la tribu luo. Con el conflicto político se ha azuzado a la gente sencilla. Hoy los kikuyu son perseguidos en las zonas luo, al oeste de Kenia. Los luo son arrojados de donde los kikuyu son mayoría, en el centro del país. Los muertos por el conflicto pasan ya de mil. Los desplazados, de 200.000. El miedo crece entre la población, que avizora consternada la posibilidad de que la situación degenere en algo similar al genocidio de Ruanda en 1994. Kisumu, donde pasé muchos de los días que estuve en Kenia, es uno de los centros del conflicto. La mayoría de mis amigos allá son de la tribu luo. Y yo ruego por ellos, para que la suerte no los abandone.

A. O.

Berlín, 12 de febrero de 2008

 


Diario de viaje de un venezolano por Kenia


Aun cuando los pilotos son los mismos rubios desleídos de otras veces, la tripulación de cabina del avión de KLM en el que volamos desde Amsterdam hacia Nairobi es toda keniana. Elásticos y solícitos nos atienden pasillo arriba y pasillo abajo, dando voces en inglés y suajili. “El café es de Kenia”, me responden. Lo encuentro ácido, con más tanino que el nuestro. Ya hemos volado cuatro horas, y restan aún otras cuatro. “Amaneciendo llegaremos a Nairobi”, vuelven a responderme sonreídos.

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Todavía está muy obscuro afuera. El avión desciende lento sobre una planicie salpicada de luces. Es cuanto alcanzo a saber de África a través de la diminuta ventanilla.

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En Nairobi, poco después del alba, seguimos viaje hacia Kisumu, al oeste del país, en un avión local. Junto a mí, al otro lado del pasillo, se ha sentado una pareja de ancianos venerables, vestidos y tocados de blanco. Ambos me sonríen, cuando cruzamos miradas. Han intentado ya decirme algo, pero nos hemos resignado a los gestos de simpatía, ante la ausencia de alguna lengua común. El país es ocre, visto desde arriba, una extensa sabana ocre. Creo que en algún momento debe hacerse visible el lago Victoria, y que el paisaje cambiará lentamente hacia el verde. Eso parecen confirmarme mis vecinos, que sonríen y me miran de nuevo, como aprobando mis conjeturas. Al poco desciende el avión. Eldoret, se llama el lugar. Aquí descienden los ancianos, siempre sonreídos.

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La gente en Maseno y Kisumu tiene una conducta corporal muy distinta a la que conozco. Estando afuera, en la calle, se sientan en el suelo, y lo hacen con la espalda recta y las piernas extendidas y abiertas, como los bebés entre nosotros. La gente que labra lo hace con las piernas, y la espalda también, del todo rectas, al tiempo que se doblan sobre el suelo en ángulo de cuarenta y cinco grados. Cuando pasas y saludas, se yerguen al punto sonrientes y curiosos y te siguen con la vista hasta que te has ido ya lejos. Entonces vuelven a doblarse y a desaparecer entre la siembra. Andan descalzos si están en la casa, y a muchos he visto ir por el camino también así, con los zapatos en la mano. Cuando deben llevar un paquete pesado prefieren la cabeza a los brazos. Algunas veces sostienen la carga con las manos, pero otras sólo hacen equilibrio con el cuerpo. Las cargas son variadas: haces de leña; baldes llenos de agua; cestas llenas de frutas; atados de ropa; o, incluso, grandes ollas de hierro llenas de comida todavía humeante.

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En Kenia lo correcto es comer con las manos. Los cubiertos se usan muy poco, apenas para revolver el dulce de una bebida, o para servirse el arroz, por ejemplo. De resto, todos toman de las fuentes con una mano, siempre la derecha (usar la izquierda para ello es considerado de muy mala educación), y se llevan así también cada bocado. Preparan, casi a diario, una masa cocida de maíz blanco, que llaman ugali, en suajili. De ugali arrancan un trozo, lo que les quepa en el puño cerrado, y lo amasan hasta hacer una bola, que luego horadan con el pulgar para formar una especie de cuchara honda. Con ella se van sirviendo las partes líquidas de la comida. Cada bocado, una cuchara de ugali. El pescado y el pollo se come también con las manos. La carne que me han servido venía ya cortada en trozos pequeñitos, de modo que tampoco para ella parecen requerirse cubiertos. Antes de la comida, uno de los miembros de menor jerarquía de la casa, usualmente uno de los hijos, viene con un cuenco grande, una toalla colgada del brazo y una jarra llena de agua tibia. Dentro del cuenco hay un jabón, para que uno se lave las manos allí, bajo el chorro que desde la jarra te obsequia el aguador. Cuando ya estás limpio, te acerca la toalla, y espera que seques tus manos. Después de ese ritual ya está uno listo para la comida. La operación se repite con cada comensal, y vuelve a celebrarse cuando la comida ya ha acabado y la sobremesa está languideciendo. Si uno no tiene las manos suficientemente llenas de comida al terminar, me han dicho, es como si no hubiera quedado satisfecho.

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Cuando se saluda a alguien muy respetable, o de una jerarquía mayor que la propia, o sencillamente cuando se quiere abordar a alguien manifestándole deferencia, se le extiende la mano derecha, y se mantiene la izquierda sobre el antebrazo derecho, cerca de la articulación del brazo. Mientras se estrecha la mano del contrario hay que evitar mirarlo a los ojos: se usa entonces mirar al suelo. En Zambia y Uganda, me han comentado, esta forma de saludar, cuando es usada por las mujeres, incluye doblar un poco las rodillas, e inclinar la cabeza.

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El mercado municipal de Kisumu parece, al turista que se aproxime desprevenido, un enorme basurero a campo abierto, por el que pululan millares de personas con abigarradas ropas. Una vez se adentra uno en él, se discrimina mejor: en suertes de islas formadas por sacos de sisal, los vendedores resguardan su mercancía y a sí mismos del contacto con el suelo, por el cual se encuentran confundidos toda suerte de desechos vegetales (mangos podridos, aserrín, lechugas mustias, cáscaras de frutas cuyos nombres no conozco, semillas de aguacate y otros tantísimos más) y corren hilos de agua de aspecto dudoso. Sobre los sacos se sienta el vendedor, y a su alrededor se disponen las mercaderías, en ocasiones verdaderas quincallas con las que podría surtirse una casa entera, en ocasiones apenas una bolsa con granos o una fruta mustia. A cielo abierto definen los puestos de venta pequeñas calles por las que caminan lentamente los compradores. Todos dan voces, tratando de atraer clientes. Al fondo del enorme patio se levanta un poblado de barracas de metal y madera, en las que los gremios de vendedores y artesanos se han organizado. Dentro de las barracas se exhibe mercancía o se ejerce algún oficio de artesano. Hay allí peluqueros, plomeros, zapateros, sastres. Los carpinteros ocupan también el exterior de las barracas con sus muebles y tablas. Al final del lugar que ocupan los carpinteros se abre el patio central del mercado. Todo es confuso y colorido, y fascinante y mísero a nuestros ojos, que lo ven por primera vez. A los ojos de los lugareños, somos también nosotros una curiosidad, a cuyo paso todos voltean. Algunos niños nos siguen riéndose mientras nos señalan y saludan en inglés, al tiempo que hacen en suajili comentarios de los que sólo alcanzo a entender mzungu (“hombre blanco”).

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Barbados jojotos sin pelar. Maíz amarillo, seco y desgranado. Caña de azúcar (cortada en trozos, y arrumada entre estacas clavadas en el suelo). Aguacates de todos los tamaños, piñas, tomates, mangos, tamarindos, plátanos verdes o pintones, guanábanas enormes. Caraotas negras y rojas y blancas. Ñames (aquí los llaman ñam).Yuca dulce (casava, le dicen ellos!). Coco rallado para el arroz. Nada de lo que veo en los mercados de Kenia me resulta ajeno. Los guisos me saben a especias que conozco. En las plantaciones (que llaman shamba) crecen las mismas plantas que he visto crecer en Venezuela. Muchas de ellas provienen, como yo, de América. Muchas otras nos llegaron allá desde África, nacidas aquí o traídas a estas tierras por navegantes árabes o hindúes hace incontables centurias. Os pertenecéis unos a otros mucho más de lo que alcanzáis a creer, me dice esta abigarrada fiesta vegetal.

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La carne es cara, también en Kenia. Y esta gente, igual que la nuestra, sienten que no han comido si no tienen algún tipo de carne cada vez que se sientan a la mesa. Para rendir la compra de carne de la semana aumentan proporcionalmente la cantidad de ensalada en el plato, a medida que la carne se va haciendo escasa. Abunda aquí una hierba cuyo sabor y aspecto me recuerdan la espinaca, que se cuece para preparar ensaladas. La he comido toda la semana, cada vez en porciones mayores. Se la llama, en suajili, sukuma wiki, que literalmente significa “empuja-la-semana”, pues con el favor de ella se van estirando las provisiones para que alcancen hasta la siguiente compra.

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Hemos andado ya mucho por carreteras rurales en la tierra de los lúo. El campo es verde y quebrado, rico en colinas que exhiben encima extraños amontonamientos de piedras. El lago Victoria se extiende, azul y enorme, al fondo de toda la región, que descarga sus aguas en él. La tierra es fértil, y el clima muy agradable, soleado y lleno de brisa. Las carreteras que atraviesan la zona vienen del Océano Indico, de Mombasa, el principal puerto de Kenia, y se internan hacia el noroeste, buscando a Uganda, cuya frontera está a pocas horas de viaje de donde nos encontramos ahora. Son carreteras estrechas, de un precario pavimento grisáceo y desleído, que ha cedido ya en su mayor parte. Los bordes de las carreteras hierven de vida: el transporte mecánico es caro y escaso en el país, por lo que la gente tiene que caminar grandes distancias, y lo hacen siguiendo las carreteras. Muchos otros van en bicicletas, que cargan con pesados fardos o sobre las cuales llevan pasajeros. El transporte público que cubre los trayectos entre las principales poblaciones es provisto por carros que llevan una cabina de metal y madera en la parte trasera del chasis, abierta por detrás. Adentro se acomodan hasta una decena de personas, según he alcanzado a ver. Y en el techo va una parrilla encima de la cual se colocan bicicletas, barriles de agua y sacos con todo tipo de mercancías. Se llaman matatu, en suajili. Hay un tren que cruza la región, pero aún no he visto de él más que las vías férreas, a lo largo de las cuales también caminan filas de personas.

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Viajo ahora en un carro de alquiler hacia Nairobi. La carretera que une a Kisumu con el centro del país es una franja de asfalto viejo, tendida en medio de las sabanas altas del macizo ecuatorial africano. En Kenia es costumbre conducir a velocidades inauditas, serpenteando para sortear los huecos del camino. Unos pocos centenares de metros por delante de nosotros, un enorme baboon macho se anima a atravesar la carretera. Aunque nos le acercamos muy rápido, el mono no se inmuta, y no acelera su paso, pues ya ha ganado el canal contrario al nuestro. Me asombra su parsimonia, y pienso que atravesar esa carretera ha de ser una rutina suya. Cuando estamos ya cerca, nuestro conductor se lanza al canal contrario, hacia donde todavía está el baboon, para esquivar un agujero. El mono debe entonces dar un salto para ganar el monte y salvarse del arrollamiento. Lo dejamos atrás en un instante, y me volteo para volver a verlo. El baboon, me cuesta creerlo todavía, nos estaba mirando con la cara desencajada de indignación, la boca abierta como quien grita improperios, y con un puño cerrado levantado hacia nosotros.

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La carretera ha ascendido sin pausa desde que salimos de Kisumu. Ahora hemos alcanzado un alto, en el que hay un puesto de vigilancia de la policía, y donde los camioneros se detienen a descansar. Hace mucho sol, pero el día es muy fresco. Más adelante hay lugares donde podemos detenernos a tomar algo, anuncia el conductor, y sigue adelante, ahora sabana abajo. No hemos recorrido más de un centenar de metros, cuando avisto un pequeño grupo de cebras, pastando casi al lado de la carretera. Le pido al conductor que reduzca la velocidad, para fotografiarlas. Todos en el carro sonríen, y hacen animados comentarios en suajili. Nos detenemos cerca de los animales, que nos miran curiosos antes de alejarse un poco. Hago varias tomas y seguimos camino. Voy muy contento de mis fotos. Unos minutos más tarde pasamos al lado de otro grupo de cebras, más numeroso que el anterior. Vuelvo a rogar al conductor que se detenga, y hago más fotografías. No pasa mucho antes de que volvamos a cruzarnos con otro grupo de cebras. Mis compañeros de viaje me miran y vuelven a sonreír, pero ni ellos ni yo hacemos ningún comentario, aunque he debido refrenarme, para no solicitar otra corta parada. Poco más adelante, más cebras. Y luego otras. A lo lejos atisbamos a veces rebaños enteros. Están por dondequiera, en esas alturas. Tanta maravilla agobia. Al rato ni siquiera volteo a mirarlas.

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En la carretera hacia Nairobi, sobre las alturas del Rift Valley, nos topamos con un accidente: un enorme camión se había estrellado contra una de las paredes de roca entre las cuales está excavada la carretera, y se volcó, esparciendo su carga por el pavimento. Al llegar nosotros, había ya personas encargándose de recoger la carga y llevarla a otro camión dispuesto para el caso. Metros arriba del lugar, a ambos lados del camino sobre las paredes de rocas, se alineaban curiosos, que formaban sobre el risco filas semejantes a las de los pájaros sobre los cables eléctricos: del lado sur, justo encima del desafortunado camión, estaban parados habitantes del lugar, entre los que había niños en uniforme escolar; del lado norte oteaba un grupo de baboons, sentados los más -las hembras con sus crías lactantes colgadas del pecho-, algunos sobre sus cuatro patas, expectantes. Estos grandes monos son aficionados a seguir el rastro de grupos humanos, tras los cuales encuentran siempre golosinas. Los que miraban el accidente esperaban, con paciencia, que las personas se retiraran del lugar, para ir a husmear entre los restos.

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Dispuestas en cuadrículas, unas pocas avenidas llenas de gente rodean edificios de colores obscuros. Es el centro de Nairobi. A partir de él, la ciudad se extiende en todas direcciones, cada vez más pobre. Una pátina parda lo cubre todo, interrumpida solamente por los árboles y los puestos de los vendedores de fruta. El sol brilla fuerte sobre la ciudad, pero no hace calor. Oracha debe hacer varias diligencias, y vamos de un lugar a otro por calles llenas de vida y ruido. En los callejones adyacentes a un mercado se ve pasar a un grupo de maasai, con sus mantas rojas encima. Por dondequiera yacen mendigos, la mayoría de los cuales son apenas niños. Y niñas, muchas de ellas con bebés colgando del cuello. Un ejército harapiento ocupando silenciosamente la ciudad. Oracha me advierte que no debo darles monedas, ni hacerles ningún caso. Así procuro hacer, cuando dos niños comienzan a andar a mi lado y a rogarme (en inglés) que los ayude con alguna cosa. Trato de fingir que no los oigo, y adelanto otra cuadra. De pronto siento que algo me aferra el dedo meñique de la mano izquierda: descubro entonces otro niño, que hasta entonces no había visto, un niño mínimo, semidesnudo y descalzo, negro y sonreído, con la cara llena de moscas, que agarrado a mi dedo ha decidido acompañarme adonde vaya. Es demasiado para mí. Con la mano derecha, que llevaba en el bolsillo del pantalón, saco unas monedas y las reparto entre los tres niños. Enseguida, sin que yo pueda ver de dónde salen, aparecen muchos otros niños, unos diez, creo recordar, que nos rodean y comienzan a pedir monedas. Cada vez son más, y más urgentes sus súplicas. Cada vez también mayor mi desconcierto. Poco a poco nos vamos deteniendo, envueltos por aquel menesteroso enjambre. Oracha me toma de un brazo y me hala hacia una tienda, donde entramos y esperamos que los niños se dispersen.

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Levantada a orillas de la ciudad, en una colina rodeada de bosque, está la Universidad de Nairobi. Los edificios elegantes, de líneas rectas, con esculturas y murales a los lados; las caminerías techadas; los jardines exuberantes y bien cuidados; los árboles inmensos ofreciendo sombra. Todo aquí recuerda al campus de la ciudad universitaria en Caracas. Hemos ido a visitarla para conocer a los lingüistas del programa de descripción de la lengua de señas del país. Nos reciben cálidamente, presentándonos a todos con ceremonias. Más tarde pido que me lleven a la librería universitaria, y salgo de ella con varios volúmenes de suajili y una historia de África. Pasamos el día en el campus, conociendo gente. Al final de la tarde, antes de regresar al hotel, nos tendemos en un prado muy grato, dentro de los muros de la universidad, a comer lo que hemos llevado. Enormes cuervos negros y blancos nos observan desde las cornisas de los edificios cercanos. Uno de ellos se anima a acercarse, y espera junto a nosotros que le lancemos alguna golosina.

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Desde Maseno debe uno adentrarse por carreteras rurales a orillas del lago Victoria para llegar a Asembo-Ramba, en tierras ancestrales de los lúo. Aquí queda la casa paterna de los Adoyo, nuestros anfitriones. De camino hacemos un alto frente a una casa, donde una nube de niños rodea el carro y nos estudia con gran curiosidad, conversando sobre nosotros en su lengua, el dholuo. Uno de los hombres de la casa se aproxima de pronto con un chivo, que es montado junto a nosotros. Luego de eso proseguimos el viaje. Más adelante, en un claro abierto entre los bajos matorrales de la zona, se levantan las casas del grupo familiar. La más grande, hecha de bloques y techada con planchas de metal, es la de Oracha, que heredó de su padre el liderazgo familiar. Alrededor se disponen varias chozas de barro y techumbre de paja, donde viven los demás miembros de la familia. Oracha me invita a pasear por los alrededores, a visitar los campos en los que hace poco se recogió el maíz. Caminamos un rato bajo el sol, entre arbustos resecos y termiteros, montículos de barro más altos que un hombre, construidos por estos insectos para guarecerse. Del maíz quedan apenas los tallos renegridos, pues la tierra se incendió pocos días antes. El lago está muy cerca, dice Oracha, pero es difícil traer el agua hasta aquí. De sus cercanías se aprovecha poco, pues la malaria y los hipopótamos hacen peligrosas las orillas. En los años de sequía, en la tierra de los lúo hay hambre. Este es uno de esos años. Lo oigo sin decir nada. Oracha emprende el camino a la casa, donde nos esperan para la comida. Yo me entretengo pensando que soy el primer hijo de mi tierra que pisa éstas.

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Las chozas campesinas de la tribu lúo tienen las paredes de barro pisado, y la techumbre es de una cierta palma, que descansa sobre el esqueleto que arman con palos entrelazados. El cónico techo debe ir rematado, según es tradición, por una vara larga que sobresalga del conjunto. Toda la choza tiene planta cuadrada. Y las que he visto son todas pequeñas, de unos dieciséis metros cuadrados. Para entrar a ella debe uno agacharse, pues el techo cae hasta cerca de un metro del suelo. Adentro no hay otra fuente de luz que la provista por la entrada de la puerta y la que alcanza a colarse por las rendijas de la techumbre. El hermano de Peter Oracha tiene varias de estas chozas en su campo, que comparte con su mujer y sus siete hijos. Allí, en una de ellas, comimos hoy. El piso es de tierra pisada, y a la usanza de la región, el interior es ocupado por tantos muebles como en él quepan. Estas chozas, como bien sabe quien conoce las construcciones campesinas en Venezuela, son capaces de conservar temperaturas agradables en su interior a pesar de los rigores de afuera. Hice una foto de la familia del hermano de Oracha, sentados al lado de una de sus chozas. Me encargaron celosamente que no olvidara enviarles una copia.

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Entre los sordos del mundo, el nombre de Alemania consiste en la siguiente seña: una mano, con el dedo índice extendido y los demás cerrados, apoya el lado del pulgar sobre la mitad de la frente, dejando la punta del índice hacia arriba. Esa seña se creó, según es fama, a principios del siglo XX, época en la que la imagen más conocida de Alemania eran los soldados de su ejército, tocados con cascos coronados por una punta aguzada, como de flecha.

La seña de la tribu de los lúo, en la lengua de los sordos de Kenia, es muy similar a la seña de “Alemania”, pero en aquélla la mano no se apoya en la frente, sino que lo hace en la coronilla, apuntando también hacia arriba. Me explicaron que la seña copia el rasgo más notorio de las viviendas de los lúo, el palo vertical que remata la techumbre.

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En los cruces de caminos, y a la salida de los mercados, esperan pacientemente grupos de ciclistas. Cada máquina lleva, sobre la rueda trasera, un asiento de madera cubierto por un cojín de goma espuma, primorosamente tapizado en colores. Son los bodaboda, taxis de un único pasajero, que la gente contrata para cubrir distancias que pueden llegar a varios kilómetros. En todas partes se ve a estos taxis de tracción de sangre humana, a veces adelantándose unos a otros, a las orillas de los caminos, con su único pasajero manteniendo el equilibrio. En las calles de Kisumu he visto hoy un pelotón de cinco o seis de estos taxis, con sendos pasajeros, que parecían ser todos miembros de una misma familia, por lo juntas que iban las bicicletas. En la última de ellas viajaba una anciana, envuelta en pañuelos de colores y asida a la cintura del conductor, que pedaleaba lento con su sensible carga.

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Aquí los hombres suelen caminar de la mano de otros hombres. Pero si un hombre y una mujer van de la mano, sorprende tanto que todos miran y hacen comentarios a su paso. Aún más extraños, e incluso indecentes, se consideran los besos entre enamorados o el caminar abrazados en parejas mixtas (es algo que sólo he visto entre estudiantes, en las cercanías de un campus universitario). La gente se suele dar la mano al saludar, y entonces no acostumbran apretárselas, sino que se limitan a un contacto suave. Los abrazos son frecuentes cuando las personas se saludan o se despiden a la llegada o a la vuelta de un viaje. Pero no se besan. El abrazo consiste en acercar las mejillas, una vez a cada lado, con las manos sobre los hombros o los brazos del otro.

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En Kenia se hablan más de cuarenta lenguas diferentes. Todos los habitantes del país son bilingües, y muchos hablan más de tres lenguas cotidianamente. El inglés es una de las dos lenguas oficiales del país: se enseña en las escuelas y con ella se realizan los intercambios con el extranjero. En esa lengua se imprimen los principales periódicos de Kenia, y en ella se transmite la mayoría de los programas de radio y televisión de cobertura nacional. Gracias al inglés he podido conversar con las personas que he conocido aquí.

El suajili (que en suajili se llama kiswahili) es la segunda lengua oficial de Kenia. Es una lengua de la familia bantú, fuertemente influenciada por el árabe y el inglés (hay en ella también rastros de portugués), que ha sido utilizada por siglos como lengua de comercio y diplomacia en el África Oriental subsahariana. Más de cuarenta millones de personas en Kenia y los países del área (Tanzania, Uganda, Malawi, Burundi, Ruanda y el sur de Etiopía y Sudán) la hablan. Pero sólo las personas oriundas de las costa índica tienen al suajili como lengua materna. El resto de sus usuarios la aprenden en la escuela, o en la calle, y la hablan con acento extranjero (y al usar el suajili revelan su origen étnico).

Los demás habitantes de Kenia tienen como lengua materna alguna de las decenas de lenguas tribales del país, que en su mayoría son también lenguas bantúes. El kikuyu, una de ellas, es la lengua tribal más extendida del país, y se habla en la región central, donde está Nairobi, la capital. Después del kikuyu, que tiene varios millones de usuarios, sigue en extensión el dholuo, hablado en las regiones altas del occidente de Kenia, hacia Uganda. Tras esas dos siguen muchas lenguas minoritarias. He tenido ocasión de escuchar tres de ellas, dos de la familia bantú (el kiluja, el kisi) y una de la nilótica (al igual que el dholuo: el maasai).

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Jumbo, safari, simba, rafiki, daktari, bwana. Recién cuando he empezado a aprenderla, me entero de que la lengua de varios de mis héroes infantiles (Clarence, el león bizco; Tarzán de los monos; Leo, el león) era el suajili.

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Los lazos tribales son muy fuertes: la mayoría de kenianos forman familias sólo entre miembros de sus mismas tribus, e incluso buscan sus camaradas en el seno de ellas. Cuando alguien de una cierta tribu alcanza un alto cargo en el gobierno, es fama que sus colaboradores serán elegidos por esa filiación. En el exterior del país, sin embargo, los kenianos olvidan esas diferencias y se sienten como uno solo, con el suajili como bandera.

Esta gente se complace mucho cuando un extranjero les habla en suajili, aun cuando lo dicho no exceda una precaria frase. Se llenan entonces de comentarios elogiosos y alaban su buena pronunciación o lo correcto de su gramática, al tiempo que procuran enseñarle alguna nueva cosa. Cuando el extranjero sabe alguna frase en la lengua tribal de la persona, entonces se lo celebra como un acontecimiento, y será el dicho extranjero calificado por todos como un aventajado aprendiz.

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Entre los lúo, los nombres se escogen según alguna notoria circunstancia del nacimiento: la hora del alumbramiento, por ejemplo; o si alguien nació mientras llovía; o si lo hizo cuando el padre estaba lejos del poblado; o mientras la madre realizaba una visita y no estaba en la casa, etc. Si el bautizado es un hombre, el nombre que se le dé comenzará con el prefijo “o-” ; si es una mujer, el prefijo será “a-”. Luego seguirán dos sílabas que nombrarán el evento más notorio de cuando ocurrió el nacimiento. Los extranjeros que los visitan reciben también un nombre en dholuo, la lengua de este pueblo. Yo fui llamado Otieno, porque nací en la madrugada; Diana fue bautizada Akinyi, la que nació en la mañana. Mi apellido, Oviedo, ha provocado muchas confusiones entre los lúo a quienes he conocido, pues tiene la estructura de un nombre masculino en dholuo, con su “o” inicial y sus dos sílabas siguientes. Y es que “viedo” significa, en esa lengua, “útero”. De tal modo que mi nombre tiene la forma típica de uno lúo, pero como nadie se llama “útero” entre ellos, los lúo piensan que me quiero burlar de ellos, y solamente tras una fatigosa explicación, aderezada con referencias geográficas, históricas y lingüísticas, además de la presentación de algún documento de identidad, se avienen a creerme, y celebran mucho la casualidad, que complacidos refieren al próximo a quien me presentan.

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La Maseno School for the Deaf está construida en una planicie a orillas de la carretera que conduce hacia Kisumu. Abarca una superficie de más de una hectárea, rodeada por un muro de bloques sin frisar, cubiertos de cal. En ella se levantan muchas casas en cuyo interior están salones de clase, talleres, oficinas, dormitorios, un comedor con sus cocinas, una biblioteca y los hogares de varios maestros. Nos han ubicado en una de las casas cercanas a la de Oracha. Un robusto césped verde cubre todas las superficies sin construir. Algunas vacas, propiedad de los maestros, pastan por él. Más de cien niños sordos y sordos-ciegos están internos en la escuela, y pasan en ella la semana entera. Por las tardes, cuando han terminado las clases, salen todos a jugar en los prados de la escuela. En estos días procuran todos jugar al frente de donde estamos, para vernos cuanto pueden. Les somos muy interesantes. Varios de ellos se han acercado ya a tocarnos el pelo y la piel, después de lo cual han comenzado animadas discusiones en la lengua de señas del país.

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Musa tiene ocho años, pero recién aprende a caminar. Cuando nadie lo ayuda a erguirse, prefiere permanecer en el suelo, explorando los objetos que encuentra cerca de sus manos, mientras vuelve la cara hacia arriba. Es sordo y ciego de nacimiento, y vive desde hace un año interno en la escuela de sordos de Maseno.

Según relata Bibi Aziza, la maestra encargada de los niños que llegan a la escuela con problemas añadidos a la pérdida del oído, los padres de Musa, apenas descubrieron que su hijo no podía ver ni oír, lo mantuvieron cautivo entre las paredes de su choza de barro, temerosos de lo que pudiera pasarle afuera. Y así vivió el niño hasta su séptimo año, cuando un grupo de enfermeras que vacunaban en las zonas rurales supieron de él, y recomendaron a sus padres enviarlo a la escuela de Maseno.

Al llegar aquí, Musa no sabía mantenerse de pie, ni sentarse sin apoyo. Tras un año de ejercicios y ayuda constante, sus piernas ya logran sostenerlo. Por las tardes, al terminar las clases, algún grupo de niños se lleva siempre consigo a Musa, que aferrado a un bastón se deja halar, con ritmo pausado. Cuando la ocasión requiere que el grupo se desplace más rápidamente, los demás niños izan a Musa y lo llevan en volandas. Lo he visto así ya varias veces, patio arriba o patio abajo por la escuela.

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Los kenianos, al contar, disponen las manos de una forma distinta a nosotros. Los primeros dos dígitos coinciden con los nuestros: el índice extendido es el uno; los dedos medio e índice extendidos y separados hacen el dos. Pero ya el tres se hace de un modo distinto: el índice se dobla debajo de la yema del pulgar, mientras se levantan el medio, el anular y el meñique, separados unos de otros. En el cuatro, los dedos se disponen de tal modo que forman dos grupos de dos, con el medio y el índice extendidos y juntos en un grupo, y el anular y el meñique en otro. Ambos grupos se separan en medio, entre los dos dedos centrales. Todas las personas que he visto pueden adoptar esa curiosa posición de los dedos, que según aprendí yo en la escuela, es una característica hereditaria y solamente puede ser hecha por algunas personas. Los kenianos no parecen saberlo, pues tienen todos la habilidad de colocar así los dedos. El cinco se hace mostrando el puño cerrado. Supongo que se debe a la fuerte influencia que ejerció en Kenia la cultura árabe, cuyo guarismo para el cinco, hamsa, es un pequeño círculo. El seis se articula apoyando el índice extendido de una mano sobre los nudillos de la otra, cerrada en puño. Eso representa la suma de la cifra “uno”, mostrada por el dedo índice de una mano, a la cifra “cinco” que muestra el puño cerrado de la otra: “cinco y uno, seis”; lo mismo funciona para los números del siete al nueve, que se articulan apoyando en los nudillos de una mano cerrada los dedos de la otra mano que muestra, según el caso, los ya descritos números dos, tres y cuatro. El diez, según me han dicho, puede hacerse juntando por los nudillos las dos manos cerradas en puño. Esta última seña no es muy común, y solamente la vi entre personas que saben la lengua de los sordos del país.

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Hoy anduvimos varias veces en los bicitaxis. Es el medio de transporte más barato en Kisumu. Quien requiere hacer viajes cortos de un punto a otro de la ciudad contrata los servicios de uno. Es muy cómodo. El asiento es lo bastante amplio como para que el pasajero viaje sin esforzarse por mantener el equilibrio, y lo suficientemente mullido como para amortiguar los saltos que el vehículo debe dar por las calles de Kisumu, la mayoría de las cuales no están asfaltadas. Llama uno desde lejos a los taxistas y cuando se acercan, se acomoda en el asiento del pasajero. El conductor arranca y luego pregunta por la dirección de destino. Uno debe agarrarse del tubo del asiento del conductor, mientras apoya los pies sobre un par de espárragos de motor, que soldados a ambos lados del eje de la rueda trasera fungen de estribos.

La gente que dejábamos atrás se reía al vernos. Cada viaje costó diez shillings. Unos veinte centavos de dólar, por una vuelta de cerca de cinco minutos. Peter Oracha negoció el alquiler y el pago. Oí, en los regateos finales -se paga al llegar, y entonces el pasajero debe discutir con el conductor para obtener un buen precio- varias veces la palabra mzungu: los extranjeros deben pagar más, según confirmó luego Oracha. Eso decían los taxistas y a eso se oponía nuestro anfitrión. Al final, pagamos lo mismo que pagan los naturales del país. Esa pretensión permanente de sacar provecho del extranjero puede entenderse, pero es muy antipática, cuando eres tú quien la sufre.

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En esta región de Kenia occidental, en plena cuenca del lago Victoria, el agua abunda, pero no llega a las casas. Contadas casas cuentan con tuberías, pero éstas están secas la mayor parte del tiempo. Las ciudades grandes se llevan la mayor parte del abastecimiento, y en el campo la gente depende de la lluvia o del acarreo manual desde los pozos disponibles. Por eso se ve a filas de personas (una procesión que nunca cesa) acarreando sobre la cabeza baldes o poncheras llenos de agua por todos los senderos de Maseno. Sacan el agua de pozos cercanos. Hay vendedores ambulantes de agua, que llevan botellones plásticos en carretillas de distintos tamaños y facturas, de un lado al otro del poblado. Por todo esto el agua se raciona mucho, y la vida cotidiana tiene aspectos que se le hacen difíciles a quien viene de lugares donde ese problema no existe. En las casas se disponen uno o varios toneles de agua, de los cuales debe uno servirse para lavar, cocinar o asearse. El baño diario se hace con unos diez o quince litros, que han de acarrearse hasta el baño y aplicarse con una pequeña vasija. Uno se baña de pie sobre un envase rectangular, como los usados para bañar a los niños, de modo que el agua servida no se pierda, sino que pueda usarse luego para limpiar el excusado.

Cuando llueve, los vecinos colocan filas de ollas bajo los aleros de los techos, para recoger agua que después servirá para lavar. Los platos tienen que ser aseados con un sistema de varias poncheras, alineadas en el suelo o sobre una batea, la primera de las cuales contiene agua enjabonada, y las siguientes, agua limpia para enjuagar. Así también lavan la ropa.

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En las zonas que hemos recorrido por carretera se notan excavaciones de varias decenas de metros de largo, y algunos pocos de profundidad, en forma rectangular. Son pozos para retener agua de lluvia. Cuando están llenos, puede verse a muchas personas y animales haciendo uso de ellos: señoras lavando ropa, chivos y perros bebiendo en sus orillas, niños desnudos nadando. Hace días, los vecinos de un cierto sector del campo se quejaban en la prensa de que el servicio de fauna salvaje no se ocupara de una elefanta recién parida, que se había adueñado del único pozo disponible para los vecinos. La celosa paquiderma no dejaba acercarse, desde hace días, a los menesterosos lugareños.

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Pocas veces se me han hecho tan evidentes las jerarquías existentes entre los miembros de una familia africana como a la hora de comer. El padre, quien trae la comida a la casa, es el primero en esa jerarquía, que sigue con la madre y después con los hijos mayores. Los niños más pequeños, al contrario de lo que pasa entre nosotros, no gozan de un estatus privilegiado. Al repartir las presas de carne se toma en cuenta ese orden, rigurosamente. Al padre corresponden las piezas más gordas o suculentas. Los niños más pequeños deben conformarse con las menos atractivas. En el caso del pollo, las alas y algunas vísceras son las más apreciadas. Oracha relata que él de pequeño, por muchos años, sólo conoció el sabor del pollo por sus cuellos, patas y cabezas. Mis anfitriones se divierten mucho, cuando les comento cuán distintas son las reglas entre nosotros. Y en Africa, me dicen, no hay niños con problemas de falta de apetito, o que se nieguen a comer lo que les sirven, aludiendo que no les gusta. Todos los niños que he visto aquí comen con sano entusiasmo lo que les ofrecen. La distribución de las jerarquías ha de tener su influencia sobre el apetito infantil. Cosa de supervivencia.

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Según las leyes ancestrales de muchas tribus de Kenia, sólo el padre de un niño puede castigarlo. Cuando un niño comete una falta grave, debe darse aviso a su madre, quien esperará que el padre vuelva a la casa, y le relatará lo ocurrido. Tras ello, el padre meditará sobre el mejor modo de reconvenir al infractor. Al decidirlo, padre e hijo buscarán un sitio apartado, en el cual se ejecutará la penitencia. Esta incluye, pocas veces, algún castigo físico. La observación de esas viejas leyes, me comentan, resguarda de los perniciosos castigos aplicados en medio del disgusto que provoca el muchacho con su falta.

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Cuando el sol ya se ha ocultado, y sobre la escuela de sordos de Maseno ha caído esa luz turbia que en la zona ecuatorial precede a la noche, aparecen en fila cinco patos negros. Atraviesan el campo de fútbol que está detrás de la escuela, y siguen camino hacia la casa de una de las maestras, la que más cerca está de la carretera hacia Kisumu. En su trayecto procuran comida en las ollas sucias que los vecinos han dejado remojando afuera, al frente de las casas, para lavarlas al volver del trabajo. Escarban por dondequiera, invadiendo los setos donde anidan las gallinas del vecindario. Las gallinas cacarean, mortificadas por los invasores vespertinos, que las importunan justo cuando se preparan para dormir. Pero los patos no les hacen ningún caso, y siguen su bamboleante visita. Son negros, pero tienen manchas blancas, como de vaca negra con manchas blancas, justo en mitad de la pechuga, y en las alas. Y lucen en la cabeza excrecencias rojas, con las que recuerdan a gallinas o pavos. Al final de su expedición entran en ordenada fila al jardín de la última casa, donde viven. Una columna obscura que desaparece en cinco puntuales gotas negras debajo de los cipreses del seto.

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Ojos almendrados, con un dejo asiático. La nariz alta, con fosas nasales anchas y abiertas, y el tabique recto arriba, con un respingo gracioso abajo. La boca ancha, carnosa, bien dibujada, de un color ligeramente más claro que el de la piel. Los dientes blanquísimos se disponen en ordenadas filas sobre las encías, que son de un rosado brillante. El cuello es recto y largo, delgado como la espalda. El torso, también menudo, está defendido por pechos puntiagudos, de pezones altaneros que levantan la ropa como si quisieran romperla y salir a mirar el mundo. La cintura es demasiado breve para el volumen de las nalgas, cascadas derramándose hacia atrás, ampulosas. Las caderas no son anchas, y eso acentúa lo pronunciado de las nalgas, que se disparan sin tránsito alguno. Y las piernas largas, delgadas en los tobillos. Los pies y las manos son siempre grandes. Llevan faldas anchas y muy largas, que sólo permiten atisbar las formas que hay debajo cuando caminan y la tela cede en unos puntos y se tensa en otros bajo la tracción de los músculos. La mayoría lleva trenzas de cabello artificial atadas al suyo, un cabello ensortijado y suave al tacto, pero pertinaz y poco maleable. Son bellas, las kenianas.

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El tiempo en Kenia se cuenta así: cada día se inicia a las seis de la tarde del día anterior, de modo que, por ejemplo, el jumamosi (sábado) empieza al caer el sol del ijumaa (viernes). Es decir, que la primera hora del sábado son las siete de la noche del viernes. Esto resulta en el siguiente cálculo de las horas: a las siete de la noche del viernes se tiene la primera hora, la una, del sábado; a las ocho de la noche del viernes, la segunda hora del sábado; y así sucesivamente. Al llegar a las seis de la mañana del sábado, que se contará como las doce de esa mañana, se reinicia la cuenta, por otras doce horas, hasta las seis de la tarde del sábado, que serán las doce, según ellos, y darán inicio a la primera hora del jumapili (domingo). Averiguar la hora en suajili nos lía, pues siempre hay que restarle o sumarle seis horas a la cifra recibida. En el mismo instante, una misma persona, por ejemplo, si se le pregunta en inglés, puede decir que son las tres y cuarenta de la tarde, y si se le inquiere en suajili, dirá que son las nueve y cuarenta del mediodía.

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Las conversaciones que he podido escuchar, en dholuo, kisi, swahili o kikuya, tienen el notorio ingrediente común de introducir palabras o frases enteras del inglés en pleno transcurso de la charla. Las razones que se aducen para tales interferencias, cuando uno pregunta, es que la lengua africana que están usando no cuenta con ciertos términos o giros equivalentes a los del inglés, por lo que recurren a esa lengua cuando el momento lo requiere. Sin embargo, puede uno notar que la mayor parte de frases introducidas son del tenor de that´s right!, but you never know o what is the problem?, que según barrunté y me confirmaron sorprendidos mis informantes, tienen abundantes equivalentes en las lenguas africanas que ellos hablan. Es un asunto más bien cultural, por el prestigio que usar el inglés representa en el país, me parece. La mayoría de personas a las que pregunté dijeron no estar conscientes de ese fenómeno.

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Según es costumbre entre varias tribus en las zonas rurales de Kenia, cuando un muchacho alcanza la pubertad recibe de su padre un lote de tierra, en las adyacencias de la casa paterna. Allí, con ayuda de sus mayores, construirá una choza de barro con techumbre de paja, donde empezará a vivir apartado de su familia. Ha llegado ya a la edad en la que debe procurarse una mujer, y ninguna muchacha se interesará en él a menos que tenga una casa adonde llevarla. En el tiempo que sigue a la construcción de la casa, el joven probará suerte con varias muchachas, conviviendo con ellas, hasta encontrar la que quiere. Entonces, la familia de ella establecerá una dote, que suele exigirse en vacas, por la entrega de la novia. Si el padre del novio no puede pagar el precio de la dote, los tíos o los parientes más cercanos del muchacho reunirán lo necesario para que la boda se celebre.

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Una muchacha casadera cuesta diez vacas. Unos dos mil dólares, según hago cuentas. Es el precio en que se ha fijado la dote para llevarse consigo a una mujer (si es especialmente bonita, o si ha estudiado, el precio puede ser mucho más elevado). Mis amigos kenianos no cesan de alabar a sus mujeres, y tratan de convencerme, en medio de bromas, de que ninguna otra cosa me conviene tanto como la de llevarme conmigo una africana.

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Ya se ha hecho de noche, y unos amigos de Oracha, todos ellos de la tribu lúo, nos han invitado a tomar cerveza en el centro de Maseno. Un grupo de hombres alrededor de una mesa de madera, que los dueños del bar escancian a cada instante con botellas de Tusker, la cerveza más apreciada en Kenia. Entre risas, todos han insistido en que debo ocupar la silla más cercana a la puerta de salida. He pedido al cabo que me expliquen la razón, y Oracha relata lo que sigue, una tradición lúo: entre ellos se acostumbra preparar una bebida de cereales fermentada, que se guarda en grandes tinajas de barro. Cuando un jefe de familia quiere regalar a sus amigos, abre una de esas tinajas y los invita a beber de ella. Es una fiesta de hombres, que consiste en sentarse en un salón de la casa del anfitrión alrededor de la tinaja, a sorber su contenido con pitillos de junco. En esas ocasiones, el hombre que tiene una única mujer (entre los kenianos es legal tener más de una) debe sentarse junto a la puerta del salón. Los asientos del fondo, los alejados de la puerta, están reservados a los hombres que tienen más de una esposa ¿La justificación? Supóngase que alguien irrumpe en el salón con la siguiente noticia: “Fulano, tu esposa ha muerto”. Si el implicado tiene una única mujer, y está lejos de la puerta, se pondrá de pie irreflexivamente, cegado por el dolor de la pérdida, y buscando la salida derribará la tinaja, acabando con la velada. Si el afectado tiene varias esposas, empero, no saldrá a la carrera, sino que preguntará al portador de la nueva: “y ¿cuál de ellas es la finada? o ¿por qué causa falleció?, mientras con calma, mientras espera la respuesta, abandona la habitación, sin derribar la tinaja. Es por ello que, entre los lúo, hay una estricta ubicación de los hombres que beben.

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La mayoría de animales que se encuentra uno en las praderas de Kenia siguen sistemas de vida comunitaria. Las gacelas Thompson, por ejemplo, viven en grupos de veinte o más hembras, con sus crías, bajo la guía de un único macho. Los machos jóvenes que alcanzan la madurez deben abandonar los grupos familiares, y se reúnen en pequeños rebaños de solteros que penan en las cercanías, a prudente distancia del territorio definido por el jefe de la familia. En esos rebaños, los jóvenes se entrenan en continuos simulacros de batalla, en los que se embisten y miden la robustez de sus cuernos, preparándose para la difícil prueba de conseguir hembras: enfrentarse al jefe de un grupo y arrebatarle algunas. Cuando un joven se siente lo bastante fuerte para el enfrentamiento, se acerca a un jefe y responde a sus agresiones. Si pierde el combate, y sobrevive a las heridas, seguirá solo, atravesado por la angustia de un nuevo intento; de ganar, tomará el puesto del perdedor, como padrote. No pocas veces estos intentos terminan con la vida de algún contendor.

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Los maasai son una de las contadas culturas aborígenes que están resistiendo los embates de la globalización. Se niegan a abandonar sus formas tradicionales de vida, y siguen siendo nómadas impenitentes. Los jóvenes aceptan ir a la escuela, pero la abandonan durante los períodos en los cuales deben seguir los ritos de su gente. Los que viven en las adyacencias de los parques nacionales, que deben recibir constantemente turistas en sus predios, han encontrado el modo de sacar ventaja de los visitantes, a quienes les venden artesanías o les cobran por permitirles fotografiar sus casas o a ellos mismos, en trajes y labores tradicionales. De resto evitan mezclarse con los extraños, que son todos los no maasai, sean o no kenianos. Si un maasai se casa con un extraño al grupo, y abandona sus tierras, su pueblo lo condena a la pena del extrañamiento, y lo considera muerto.

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En las praderas de Kenia se habla de los big five, los “cinco grandes”, para referirse al pequeño grupo de animales nativos que por su tamaño, habilidad y fuerza no tienen casi ningún enemigo nacional en sus hábitats. Son el león, el elefante, el rinoceronte, el búfalo y el hipopótamo. Estos animales son temidos y respetados por todos los demás. Sólo cuando son viejos o muy jóvenes, o cuando están enfermos, son encontrados con suficiente fragilidad como para ser atacados con éxito. Esto me lo dijo un maasai. Los maasai, que reinan en las mismas praderas donde habitan estos cinco grandes, son conocidos por otros pueblos como el sexto miembro del conjunto. Maasai are the sixth big one, me dijo el mismo maasai hace tres días.

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Pocos animales son tan temidos en las praderas de Africa como los búfalos. Estas bestias viven en grandes manadas, capitaneadas por machos de cornamentas monumentales, y acostumbran atacar a todo animal grande que se les aproxima, arremetiendo sobre el desafortunado en una masa arrolladora de toneladas de carne enfurecida. La única defensa contra ellos es la prevención de no acercárseles nunca lo suficiente como para ser alcanzado. Los leones evitan aproximarse a las manadas de búfalos, y sólo se aventuran contra ellos cuando hallan animales débiles que se han apartado del grupo. Los búfalos africanos guardan una especial aprehensión contra la gente, a quienes atacan sin motivo aparente y en cualquier circunstancia. En el parque Maasai-Mara nos topamos con extensas manadas de búfalos, que lucían corpulentos, con pelajes lustrosos. Este parque está sobre las altas mesetas que se tienden entre Kenia y Tanzania, donde hay lluvia todo el año. Las bestias que viven allí tienen por ello abundante forraje. En el parque nacional Nakuru, que está en las bajas depresiones del Rift Valley, no ha caído en cambio una sola gota de lluvia en los últimos dos años. Los búfalos que viven allí, a diferencia de sus congéneres del Maasai-Mara, lucen famélicos, con el pelaje desleído. En el Nakuru no forman grupos grandes, sino que se han dispersado en busca de pastos. Los búfalos del Maasai-Mara se mostraban orgullosos, y se acercaban a los carros en actitud desafiante; los del Nakuru se apartaban de los caminos, medrosos. Entre ellos cobra la sequía cada vez más víctimas, cuyos cadáveres resecos encuentra el viandante a cada momento.

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El campamento para turistas del parque Maasai-Mara consiste en un grupo de tiendas de lona, que fungen de dormitorio, una especie de choza de palma en la que se hace vida social y un par de ranchos para cocinar y bañarse. Todo esto está a campo abierto, en medio de las sabanas del parque. Sólo un foso cubierto de enredaderas protege el campamento de los animales. Cada noche, uno o dos maasai se quedan haciendo guardia, en previsión de que algún animal peligroso pueda llegar al campamento. Anoche salí de la tienda y estuve conversando con uno de ellos. Van armados con su lanza, un machete corto y una porra de madera. Pero muy pocas veces llegan a enfrentarse con algún animal. Tanto ellos como los habitantes salvajes de las sabanas de Kenia saben bien que lo mejor es evitar riesgos, que todo oponente es peligroso, y eluden cualquier posible enfrentamiento.

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Cuando el sol se pone, el templado clima de las sabanas del Rift Valley desciende bruscamente, y el abrigo que llevan los desprevenidos turistas se hace poco. En procura de calor, Jeremy y yo, los únicos hombres del grupo, decidimos hacer fuego en el hogar del campamento, que estaba en el centro de un alto cobertizo de palma. Entre las cenizas frías logramos salvar algunos carbones, y por los alrededores conseguimos varios maderos que juzgamos adecuados. Con fósforos que nos facilitó el cocinero, y los restos de un periódico, armamos la fogata, discutiendo sobre el mejor modo de disponer los palos. Por media hora, a gatas en la tierra, soplamos sin suerte sobre la fogata, que no lograba despedir más que un fuego famélico, uno que acaso nos alumbraba los ojos enrojecidos por el humo. Alrededor nuestro, las compañeras de viaje hacían chistes sobre nosotros. Entonces oímos los pasos de alguien por la hierba de afuera. Uno de los maasai que vigilaban el campamento entró al cobertizo, y mientras nos saludaba en su lengua, sin detenerse se inclinó sobre nuestra desalentada fogata y movió de lugar uno de los maderos, antes de perderse de nuevo en la oscuridad de afuera. El fuego se avivó de inmediato, alumbrándonos a todos, y permaneció así por un buen rato, crepitando.

Creo que durante el tiempo que seguimos allí, ninguno de nosotros dijo nada más.


 

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