José María Algaba

El poema de Áyax

 

Johannes Götz: Aquiles

 


Para mis hijas Raquel y Beatriz


 

Soy animal de fondo

          J. R. Jiménez

 

Ulises... en el que no veo en absoluto su condición
sino la mía propia. Pues veo,
en efecto, que todos cuantos vivimos
no somos más que apariencias o sombras vanas.


          (de Áyax) Sófocles

 

Padre Zeus, libra de la espesa niebla
a los aqueos, serena el cielo,
concede que nuestros ojos vean
y destrúyenos, ya que así te place, pero en la luz.

          Ilíada,
XVII, 645-647

 



I


			¡Oh oscuridad que eres luz para mi!

					(Áyax, v. 394) Sófocles


Habito en un espejo. Obedezco. Las bayas me alimentan,
y caen sobre mí animales sombríos, ingravidez y mirtos.
Y al reclinarme, el cuerpo de mi padre, su imagen en la luz,
su imposible palabra en la voz que nos llega de los racimos ásperos.
Y aún mi padre me pregunta por su nombre, con él me olvida.
(De la misma manera lo reconocería la sombra de mi madre).
Sólo en la sombra el héroe se aventura y confirma.
Sólo existen de espaldas. Imagina sus rostros ya borrados
-incuestionables ofensa, ira, el monumento informe-
			en el lugar de Dios.
Nada dicen, o dicen nada, arrastrados por nada.
Es la certeza mineral, el brillo de los muertos,
las sábanas de púrpura.
			Mis hijas
me besan y se alejan, y miro sus espaldas y el bosque incontenible
las conduce a mis ojos. Mi padre me los cierra
con dedos enigmáticos y cadencias de sombras.
Y desciende conmigo. Y el poema se cierra
en los ojos de Ajmátova a solas con el hijo.
Y los pájaros tejen el mismo manto negro.
Entrad. No me dejéis en el extenso junio
con el que abrí las hojas muertas. Entrad. Mi padre
es ya flor abrasada. Son tu carne, le digo,
son mis hijas desnudas y sin nombre.
				     Aún llaman.

Me recuerdan el verso que no aguarda o me cerró su pulso.
No es posible avanzar por el desierto que amanece
con mis hijas, la frágil leyenda que las fragua, un continuo de Dios,
o la misma certeza de no acertar jamás con Dios,
o con la muerte, el tiempo que no vibra.
La cicatriz de los ramajes agrios, también de los frondosos,
a imagen del poema, de mi padre sediento,
fatalmente desnudo. Nos movemos
hacia el instante extenso
de la madre,
	no menos nebulosos los ojos que el de Dios.
Te arrojan a las charcas donde los puercos se retozan.
No es tu verdad. Apenas cabe en la carne la verdad
-y la muerte te expulsa con su velo de seda-.
Amor que dura ya es dolor sin devenir, sin ser,
durando como carne y su extrañeza.
	Mi padre escribe, se lamenta.
Y los muertos lo escuchan, escriben, se lamentan.
	Pero la casa está cerrada.
Hijas mías, el poema
	luchó contra la muerte.


II La palabra que tengo en mi interior Odisea, XXII, 392 No hay más sustancia que la que tienen las palabras inextricables, luminosas como el pan en la mesa. Y un único dolor trazando a Dios por caminos opuestos. Y Dios veía el mundo en el que yo no estaba. No se piensa la muerte, o es este pensamiento que devuelvo pensado. No sólo le devuelvo mi conciencia, restos, despojos de elementos, correspondencias rotas, invisibilidad que borra lo visible. No promesa, tiempo desubicado fatalmente. Continuo empobrecerse de la carne que toca el alma, los restos de un racimo o la semilla que se acuña y no sirve, se labra y se conoce, conocemos la muerte. Ya no medimos el dolor, sólo el dolor de conocer o de pensar sin pensamientos esta carne, no sólo azor y músculos trenzados. Ni sólo soledad, consustancial palabra. No se piensa la muerte -o es este pensamiento que arrastramos sin principio ni fin. Y estas olas no existen, ni se derrama el cielo con el mar- como si el hijo fuese el único pensamiento vivido, o el mar nos arrastrase más y más a su fondo y sin saber que al escribir se hacía sobre un muerto.
III ...no habrá de dar tregua a sus manos formidables Odisea, XXII, 70 Ya no recuerdas nada. Y meditando estás en el punto de luz que te devuelve el ventanal ennegrecido. El tiempo, algo que añades al poema, ni sustancial ni decidiéndose. Nada hubiese añadido al concepto de Dios. No lo más duradero acordado a lo efímero, sobre el primer reflejo que se encuentre o sobre el mar que más se aproximara, como si Dios al encontrarse pudiese abastecernos, elegir entre dicha y dolor, no un cesto de cerezas o una mirada al centro de la cama desnuda, única y nunca más movida imagen de la muerte. Destruyes los caminos, imaginas que escribes un poema, y que la soledad lo penetró como cualquier espada, que cupo en él lo que en el mar se desborda a raudales, se desborda con Dios hacia la opalescencia de la muerte, donde cursar el brillo y fragancias de hortensias. Lo que tú has sido, somos, sin posible regreso, sin puertas ya posibles, la memoria tan material como los mirlos. No es que transites por las fábulas como por otra realidad inexorable Infinitos silencios traman la realidad, y el hilo ya es el único, ya no más blanco o negro, ni crepúsculo ni amanecer. Meditas sobre la escarcha de una sombra. No es imposible tu presencia, nuestra inmovilidad, la de los muertos, en argumento y trama, en su rigor. No rigidez o muro, ni evocación siquiera o llanto. Es el instante en que el poema no sabe ya qué hacer. El poema que alberga siempre a Dios, como la casa al hijo que nos presiente desolado, y dibuja un umbral de flores amarillas, y le preguntas y responde: yo no sé dibujar tus abismos. Y los niños recogen los escritos amargos de los dioses amargos, para recomenzar en la amargura, o confesarnos su ignorancia del tiempo, su inocencia. Porque al mirar la muerte desde un niño, nunca sabremos lo que ve: Si unas blancas palomas de contornos oscuros o ineficaces héroes. No a Dios, que se sustancia con el tiempo, al que llegamos tarde.
IV CASANDRA, HIJA MÍA Si se escribió sobre las piedras, su claridad serán estas alturas. Y lo que escrito fue en las piedras con temor y cenizas, no lo borra la luz de lo que ahora es lápida y río que transcurre. Y lo que lees es sólo un vasto azogue repentino, cuanto quedó del estremecimiento de escribir. Otra carne, y con los mismos ojos que las alturas tensan y no saben qué tocan. Y si el alma lo sabe, lo que sabe es la muerte. Pero también pienso en los ojos del niño que contienen una sola palabra. El niño es un dios que se aleja. Y si viese los pájaros, los encalados cementerios que las viñas rodean, y el mar resplandeciente, no puede ya dejar de ver a Dios, inabarcable, en lápidas grabado. Y el niño desconoce la quietud, desconoce la muerte y el destino de Dios. Pero el niño no existe. Azul que se quedó fijo en sus ojos, mirada que no vuelve. Y si lo ves entregado a su luz, a su forma de armar y desarmar el fuego, no le preguntes el camino, ni lo sorprendas con la casa en sombras, como si a él le fuese posible intercambiar la muerte por la vida, en prodigiosa espera. Y aunque el niño te ofrezca su voz de oscuro y caudaloso muerto, la muerte no lo espera. No hay mayor simulacro que el de la muerte en un instante fijo, como si Dios la hubiese al fin fijado, o se expusiese a ser sólo su nombre. Y Dios hacia una casa soleada lo sigue, como cualquier despojo, proyectando su sombra en la piedra de siglos, de formas nunca fijas. Y sólo allí se escribe, y en el mismo camino cuya sustancia excede a Dios, como a un hombre aturdido lo despierta, y no abrirá sus ojos. Sólo la luz que viene de la muerte, viene muerta con Dios. Y si sé de una casa, no menos sé su olvido. Y si hay nubes y pájaros, es su acorde la piedra, y no aquél que la habita y levanta cercados. Las pertenencias de los muertos que llegan al fulgor de cubiertos de plata, de manteles azules, signos que se sujetan con la astilla en las manos, y que también escribe, también confunde su sustancia con la carne despierta. Tarde recordaremos las palabras que son separación y madre. Piedras, no las piedras con fechas y con nombres y que jamás se tocan, como se toca el árbol con la tierra, las ramas con las hojas.
V Andrómaca: Héctor, tú eres ahora mi padre, mi venerable madre y mi hermano... Ilíada, VI De la serena, inconmovible morada fabulosa, hoy vuelvo a recoger los racimos de vid, aún con olor a orina y a la carne saciada de los dioses. Alejados los muertos aguardan su inminente resurrección. Y en sus arterias cálidas, en los penes erectos, sólo queda una sombra. Tiempo muerto en mi nombre, aire que no toqué en el agua, rostro que al reflejarse ya no se ve morir ni padecer. Retina insustancial que pronto desencanta, escrito en la mirada el vacío del ojo. La luz construye formas sin saber si están llenas o vacías, pero también el hueco, el azaroso látigo, mientras se acerca el labio a las cerezas o la escarcha retira. Y estos muros se irguieron como señales de la luz, de su destino fijo y de su nulo movimiento. Una edad de lujurias y de rosas silvestres. Quieto, dejo que pasen las palabras, pero a la luz no le es posible atravesarme, ni conocer qué llevo dentro. La muerte niega todo: el mar y los cimientos de la casa, mas su extrañeza alumbra. Y revela la luz las formas que por justas son las más imprecisas, las más interminables. Y ya ni me recuerda la palabra mayor que luz y muerte a las que forma, les entrega su nombre. Si las escribes (las palabras), ellas elaboraron el sonido, te trajeron el aire. Pero yo espero desangrado, y corroído por navíos y una estrella ya muerta. Y me parezco al eco de mi padre, a su espejismo negro, a un cielo de lagares. Escucho las pisadas y algo vierten, y las libélulas se posan en las charcas, y aquella extraña luz inunda el cielo, y al verlo me preguntas qué voz sin otras voces, como si preguntaras si es posible la voz. Y este es el tiempo de la nada, no sólo de callar. Abrimos los espejos, su desgastado fondo oscuro. Ves los ojos del hijo, como si en ellos no lloviese, no hubiese más que lluvia sedienta en las raíces, o en el árbol plantado en el desierto de la casa. Nada sabrá de mí, sin nada, como si nada y Dios se hablasen. Mas si un muerto viniese a despertarme, no oiría su voz. Y escribo Dios donde borré la muerte. De nuevo escribo muerte para escribir de nuevo Dios, o no escribir ya nada. O la palabra que se escribe sobre un segundo tenebroso, donde el dolor como dolor no existe. Y me abrirán la carne sin palabras, sin luz, sin Dios, sin nada.
VI Príamo: Acuérdate de tu padre, Aquileo... Ilíada, XXIV vuelvo con lo que tuve, el corazón me dicta Javier Sologuren Y acercas el espectro del hijo y mesas sus cabellos como si fuesen numerosos ríos. Y si canta, le dejas el ojal de la noche. La luz se escribe sola o no se escribe. Es levedad, no ausencia de palabras. Espera que otras lleguen. Nos esquiva su nombre, como si ya estuviese más próxima al silencio de la muerte, que al de la vida que ilumina. Y es ínfima en los ojos: se angostan donde el fulgor no acaba y sigue siendo leve. En el poema extraña su lugar, el que le ofreces compasivo o de forma azarosa. Su misma luz escrita ya le parece muerta. Tú anotas en las márgenes de un libro de Deleuze sobre Nietzsche. Te pregunto y respondes sin apenas mirarme. Y la luz atraviesa las ramas del castaño, o se va con los pájaros al mismo exilio, a su dolor en el poema escrito. Sologuren ha muerto. Y en luz hermosa el mirlo que no se asombra de su espejo, y es otro ser de luz al que le ruegas: no nos dejes caer en tu palabra. Y acercas el espectro de tu padre, y es su memoria corroída, y te parecen infinitos los castaños desnudos, y las palabras que no escribes. Sologuren ha muerto, como si sólo dispusiésemos de una sola muralla. A lo que más preguntes, más te responderá. Responde siempre lo que ha muerto. Y el nombre muerto de la luz, envuelto sólo por el aire. Y si lo ves, se ve romper el aire.
VII Adiós. Gracias por tu furia instructiva. Charles Tomlinson (De Farewell to Van Gogh) ¿Qué hay, Tersites? ¿Cómo? ¿Perdido en el laberinto de tu furia? Shakespeare (Troilo y Crésida. Escena Ill) Lo que comienza a ser ya es rastro de la vida. El olvido no dice nada más. No nos dice: esto fue escrito, y esto dilapidado en leyes. No dice más. Con sólo un paso se arrostra la ficción, y el ojo sin argucias, fingidos movimientos, se sostiene en la luz. Pero en la luz se ven las formas rígidas. Y si el pájaro se alza no permanece Dios en su lugar, insiste con su vuelo, vive su movimiento y su insignificancia. No hay caminos ni Dios reconocible. La perfección de las preguntas y su envés duradero. Lo que se mueve y no perturba a la dialéctica del ojo que acaba por cerrarse, y no verá mañana en la misma vertiente el más leve despojo. En un lienzo no hay nada. No llega a ser veraz la mano. O se retrae o se desborda como un cambio de luz. Nada se espera de lo que ya dejó de ser mirado, y nos envuelve en su mudanza pobre, un leve resplandor, la nube que desciende hacia su sombra.


 

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