Wilfredo Machado

El llanto de los Ewaipanomas

 

Oswaldo Guayasamín: Llanto

 


s. f.

Los Ewaipanomas podían llorar toda la noche sin parar. Abrían sus grandes ojos en el pecho y sin pestañear siquiera derramaban gruesas lágrimas sobre el suelo húmedo de la selva. Cuando varios Ewaipanomas se reunían en un claro de la vegetación podían formar un arroyo, así como una comunidad entera podía iniciar la simiente de un río caudaloso que avanzara por la selva arrastrándolo todo.

-Lo importante no son las lágrimas, sino la forma en que se llora- decían consternados. Inspiración, decían los viejos. Se debe llorar con inspiración. Todos aprendían a llorar desde muy jóvenes. Dentro de sus primeras lecciones el llanto ocupaba un lugar primordial. Lloraban cuando nacían, cuando se reconocían en el reflejo del agua, estando solos en mitad de la noche, en la oscuridad. Cuando miraban el paisaje del río que se repetía en el horizonte como un espejismo. Con esos inmensos ojos se podría hacer un gran lago. Si estaban tristes arrasaban extensos territorios con su llanto, haciendo crecer el nivel de las aguas que avanzaba lento y salobre hacia el delta. Si estaban de buen humor todos podían dormir tranquilos sin el salto repentino de la gran pororoca que avanzara con el reflujo de los vientos y las corrientes marinas. Los pájaros más viejos contaban historias sobre una comunidad de diminutos hombres sin cabeza, que corrían por la selva intrincada y se escondían en los arbustos a la menor señal de peligro. Algunos cazadores los habían visto tan sólo unos segundos antes de desaparecer en el denso follaje. Se dice que eran pródigos arqueros y que sus grandes ojos les permitían acertarle al blanco, y que la flecha siempre era mortal. Tenían el tamaño de un niño, pero más fornidos. Las memorias de Ralegh dan fe de la historia de un hombre de su tripulación “Quien caminando cerca de la orilla del río que llaman Orinoco se acercó a oler unas flores cuando fue traspasado por un dardo en pleno ojo que lo mató en un instante”. Todos quedaron sorprendidos cuando vieron al pequeño Ewaipanoma salir de entre las flores y correr hacia la espesura de la selva. Uno de los hombres disparó su arcabuz sobre la extraña criatura. Cuando llegaron al sitio había rastros de sangre entre las hojas. Siguieron sus huellas durante todo el día. Entonces, llegó la noche y escucharon un llanto muy quedo. Se dieron cuenta de que estaban tan cerca que podían sentir su respiración de fuelle roto, su aliento de adormideras, sus ojos que se esmeraban tristes y comenzaban a derramar gruesas lágrimas sobre la alfombra de hojas. Uno de los hombres -que no creía en historias ni en llanto de prisionero herido- le descerrajó un tiro en mitad de los ojos para que no inundara de lágrimas el camino de regreso.


 

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