Slavko Zupcic
Soluciones literarias a la muerte de mi suegra
EL DOLOR POR SU PARTIDA
Mi suegra, qué duda cabe, era una mujer esencial. En mi presencia, sólo
una vez alzó la voz. Pedía que la dejásemos dormir. Igual cocinaba muy
poco, pero la pasta stufata y el gateau de patatas le
quedaban
mundiales. Veía series de detectives, leía las novelas de Agatha
Christie y siempre estaba pendiente de cumplir. Bodas, cumpleaños,
bautizos, onomásticos y defunciones: allí estaba ella, un regalo
comprado por ella o por lo menos una llamada telefónica. Monosilábica,
me enseñó a hablar italiano y, cada vez que nos veíamos o
encontrábamos, ratificábamos nuestro armisticio. No sé bien por qué,
pero desde el primer día coincidimos. Fue un asunto de casualidades o
simplemente ella quería deshacerse de Eleonora. Pudimos incluso
convivir. Cuando escribía la tesis, a media mañana ella abría la puerta
del estudio sosteniendo una taza de café. Le gustaba que trabajara, que
siguiera trabajando. Nunca me hubiera dado una manzanilla. Igual luego
se hacía la tonta y me tocaba lavar los platos pero la pasábamos bien.
Luego de comer, yo me sentaba a su lado. Ella veía La Signora in Giallo
y yo leía el periódico o algún libro. Nos acompañábamos mutuamente
mientras esperábamos a Eleonora. Ella tan discreta. Nació en Buenos
Aires, vivió desde los cuatro años en Salerno y murió en Valencia. Aun
así, era salernitana al cien por ciento. Mi suegra tan especial. Me
reconocía en los días en que no reconocía a nadie y sonreía cuando yo
le cantaba canciones que nunca he sabido realmente. Sólo antes de morir
pude escuchar su respiración, pero la niña pidió de comer y cuando
regresé, así de esencial, ya se había ido.
LA
VERDAD DE NO TENER NADA
Fue entonces, inicialmente abrazados y luego cada uno por su lado,
pegados al teléfono, comunicando la noticia a los amigos, fue entonces
cuando Eleonora y yo nos dimos cuenta que, hablando de dinero, no
estábamos en las mejores condiciones. Mi suegra nos había exprimido
durante los años de su enfermedad y su agonía larguísimas. Se había
comido mis ahorros y los de su hija. Se había comido incluso los
escasos bienes que tenía y, frente a su cadáver, Eleonora y yo, sin que
fuera necesario decirlo, sabíamos que nos quedaba muy poco. Apenas el
dolor por su partida, la verdad de no tener nada, el cadáver, un reloj
Longines de los años sesenta, las cuberterías de plata, un abrigo de
visón y la necesidad de continuar.
EL
CADÁVER 1
Por eso tuvimos que recurrir a la funeraria más barata. Los agentes
fueron muy amables y, debo decirlo, el servicio prestado en todo
momento no pareció distinguirse del que prestaban las otras funerarias.
En este tipo de cosas, como en todo, siempre hay categorías, pero
mientras nos preparábamos para cremarla no eché en falta ningún
detalle. Algún amigo me había dicho que tuviera cuidado, que siempre
quieren joder al más débil y que en una funeraria barata era mucho más
probable que me quisieran meter gato por liebre.
Yo estuve pendiente en todo momento y lo que vi más bien me dejó
sorprendido por la pulcritud y el esmero con que los empleados de la
funeraria lo hacían todo. Cuando hubo que sacar el cadáver de la casa,
usaron guantes desechables y mascarillas. Cuando fue necesario elegir
el ataúd, nos permitieron escoger uno que en principio estaba fuera del
presupuesto inicial. La sala que nos asignaron era bastante
confortable: tenía cuatro sofás, aire acondicionado regulable, un libro
de condolencias con un CD de música gregoriana en la cara interna de la
contraportada, máquina de café y surtidor de agua. Nos resultó bonita,
incluso acogedora. Las flores eran naturales y no había razones
objetivas para pensar que fuesen recicladas. Como Eleonora no paraba de
llorar, nos regalaron un libro sobre el duelo escrito por la dueña de
la funeraria. La escritura era impecable, al menos a mi entender, y las
palabras más frecuentes eran seriedad y ética. Aceptaron que yo pagase
inicialmente sólo el cuarenta por ciento y, luego, a los tres días, el
resto. Hubo momentos en que me sentí más abrigado por ellos que por los
amigos que vinieron a acompañarnos.
Llegando al final, se acercó la dueña de la funeraria, la misma del
libro, y me preguntó si queríamos responso o misa. Yo le dije que misa
porque mi suegra siempre fue muy creyente y si en vida iba a misa todas
las tardes me parecía justo que ya muerta tuviera una misa completa.
La mujer aceptó.
—Si ustedes quieren misa, será misa.
No sé por qué, pero en ese momento recordé que antes, en la noche, uno
de los empleados me había dicho que los curas siempre ponían problemas
para venir a la funeraria porque preferían que la ceremonia se
realizase en la iglesia parroquial, pero que ellos ya habían resuelto
el problema.
Me olvidé inmediatamente del asunto porque Eleonora me llamó para que
le diera un calmante y al rato (ya se acercaba el momento de la
cremación y todos comenzábamos a sentirnos peor) vi que los hombres de
la funeraria se dirigían hacia la sala de ceremonias.
—Ya comienza la cosa— dijo Eleonora.
—No te preocupes— intenté tranquilizarla y salí del salón con la
intención de buscar a los empleados y recordarles que luego necesitaría
el certificado de defunción internacional.
Estaban, como había supuesto, en la sala de ceremonias. Cambiaban junto
a un hombre obeso y de respiración ruidosa la disposición de los
muebles para que mirasen hacia el crucifijo y no hacia la ventana del
horno crematorio. El desarreglo del hombre obeso, sudoroso y con un
hematoma en la frente, desentonaba un poco con la capilla e incluso con
los empleados de la funeraria, que iban de traje, como siempre.
Yo permanecí observándolos desde la puerta y ellos, afanados, no me
veían o no les importaba que yo los viera. Uno de los empleados le
preguntó algo al obeso y éste le respondió en tono grosero.
—¿Qué quieres que te diga? Yo aquí soy un empleado, igual que tú.
¿Será el cura? Eso fue lo que me pregunté mientras me retiraba
discretamente y, aunque me respondí que era imposible, cuando nos
hicieron pasar a la sala de ceremonias me tuve que arrepentir: allí
estaba él, sudoroso todavía, gordo, gordísimo, vestido de sotana y
detrás del pequeño altar.
No pienses mal, coño, me dije a sabiendas que hacerlo es mi problema de
siempre. No pienses mal. Así, sólo así, pude concentrarme en mi dolor
y, a pesar de que desde hacía muchos años, no asistía a una misa,
recordar el rito y responder (era el único que lo hacía) a las
oraciones.
El hombre obeso me veía fijamente y, finalmente, pudimos concentrarnos
(él, yo y la dueña de la funeraria que hacía de monaguillo) para
ofrecerle a mi suegra una misa decente.
A los dos días, la mujer de la funeraria vino a cobrarme el resto del
servicio y no pude evitar preguntarle por él.
—Murió, ¿sabes? Ayer mismo, de un infarto. Parece que tenía un problema
en la sangre.
—Lo lamento mucho— la noticia no me sorprendía: algo de la muerte había
entrevisto yo en su disnea, su hematoma y su gordura—. Pero, ¿era cura?
La mujer me dirigió una mirada especial y buscó donde sentarse.
—Pues no, realmente no. Alguna vez estuvo en el seminario y ahora nos
hará mucha falta uno como él —dijo sin siquiera mirarme antes de
hacerme su verdadera oferta—. ¿Quieres el trabajo?
RELOJ
LONGINES
Vendo delicado reloj Longines comprado en Italia en los años 70. Para
dama. Auténtico. Caja de oro, correa de piel, mecanismo de cuerda.
Funciona perfectamente. Por tan solo 250 euros. Te escribimos porque
Javier ha visto en la página un anuncio tuyo y quiere ponerse en
contacto contigo. Mensaje de Javier: "Hola, ¿se podrían ver más fotos
del reloj? El reloj, ¿es de oro macizo o chapado? ¿Peso y diámetro?
Gracias y un saludo". Buenas tardes, Javier. El peso total del reloj es
15 gramos (correa incluida) y el diámetro de la esfera es 22 mm. Te
envío en otro e-mail algunas fotos. Si estás interesado, escríbeme o
llámame. Saludos.
Vendo delicado reloj Longines comprado en Italia en los años 70. Para
dama. Auténtico. Caja de oro, correa de piel, mecanismo de cuerda.
Funciona perfectamente. Por tan solo 220 euros. Te escribimos porque
Roberto ha visto en la página un anuncio tuyo y quiere ponerse en
contacto contigo. Mensaje de Roberto: "Te ofrezco 150". Roberto, buenas
tardes. Te escribo sobre el reloj Longines. Si te interesa te lo puedo
vender en 200 Euros.
Vendo delicado reloj Longines comprado en Italia en los años 70. Para
dama. Auténtico. Caja de oro, correa de piel, mecanismo de cuerda.
Funciona perfectamente. Por tan solo 200 euros. Mensaje de Javier, pero
con otro correo electrónico: "¿Qué modelo es exactamente? ¿Es de oro
macizo de 18 quilates?". En efecto, Javier. Es oro macizo de 18
quilates. Disculpa la tardanza en responder. Apenas ahora he visto tu
mensaje. Te escribimos porque Rafael ha visto en la página un anuncio
tuyo y quiere ponerse en contacto contigo. Mensaje de Rafael: "Este
reloj, ¿es manual o automático?". Buenos días, Rafael. El reloj es
manual, de cuerda. "Buenas tardes, ¿cuál es el estado del reloj? Me
refiero a si tiene rayajos, abolladuras y cosas por el estilo.
Gracias". Rafael, el reloj está en buenas condiciones, tal como lo
muestran las fotografías. Creo que el precio es atractivo pero si te
interesa, ya que estamos de rebajas, te lo vendo en veinte euros menos
de la cantidad anunciada. "Buenos días, sí me interesaría, yo soy de
Alicante. ¿Dónde está usted?". Rafael, yo vivo en Castellón. ¿Quieres
realizar la compra personalmente, en Valencia o Castellón, o prefieres
que te lo envíe por correo y pago a través del mismo? "Hola, el único
problema es que me gustaría verlo antes de pagar y no se me ocurre cómo
hacerlo". Rafael, hasta donde tengo entendido es posible hacer el envío
por Correos o por MRW y pedir que el destinatario abra el paquete para
comprobar el contenido. "Hola, Correos no lo permite, seguro. MRW, no
lo sé. Por casualidad, no tendrá que venir para nada a Alicante,
¿verdad?. Ésta es una ciudad muy bonita". Me gustaría ir, pero el
trabajo no me lo permitirá en las próximas semanas. Sé que SEUR permite
revisar el contenido antes de pagar, pero con ellos es un poco más
caro. "Valencia es una ciudad preciosa, todos los años suelo ir, me
encanta pasear por su casco antiguo. Es una ciudad con solera, desde
luego. Castellón capital no lo conozco, pero por ejemplo el año pasado
estuve unos días en Morella. Me gusta mucho la montaña. Con respecto al
reloj, hagamos una cosa. Usted manténgalo en venta y si lo vende, pues
adelante. Pero podemos quedar a la espera de que usted, por ejemplo,
venga cualquier día a Alicante o yo vaya a Valencia. Si logro juntar
algunos días, igual en febrero me acerco a Valencia. ¿Le parece bien?
Eso si, déjemelo por favor en 150 euros. Mi telefono es el 699169435.
Si le apetece déjeme el suyo para no perder el contacto. Gracias". Me
parece una idea sensata, Rafael. El reloj queda en venta hasta que se
venda. Si fuese para usted sería en 150 Euros. Ojalá Alicante o
Valencia sean posibles, para usted o para mí. Seguimos en contacto. Mi
teléfono es 626514362. Gracias por el amable intercambio.
CUBERTERÍAS
1
"Cansado de limpiarlos y contarlos todos los días, vendo los cubiertos
de la abuela". Eso era lo que decía el mensaje que publiqué en la
página de anuncios, pero en verdad no se trataba de los cubiertos de mi
abuela. Eran los cubiertos de plata de mi suegra. Ésa no era la única
mentira del mensaje. Dije que estaba cansado de limpiarlos. Mentira
también, nunca lo había hecho en toda la vida. De hecho en casa nunca
los hemos usado y, aunque la plata se mancha, nunca hemos hecho nada
para evitarlo. Contarlos tampoco porque si no los usamos basta ver que
nadie ha abierto el cajón en que se encuentran para saber que están,
que deben estar completos.
Soy un poco obsesivo con ciertas cosas y esto del anuncio creo haberlo
hecho bien. Primero hice las fotos y clasifiqué por peso y tamaño las
piezas. La idea no era sólo vender una cubertería sino dos. Además,
cinco bandejas. Plata pura, al menos todo lo pura que puede ser la
plata italiana. Luego me compré un teléfono barato: para que no me
fastidiaran llamándome al que siempre uso. Me ofrecieron la posibilidad
de contrato, pero la rechacé:
—Tarjeta prepago— dije firmemente sin dejarme seducir por las muecas de
la vendedora.
Además, creé una cuenta de correo electrónico, laplatadelabuela, en
gmail. Como contraseña invertí la que uso habitualmente y, cuando la
página de gmail me pidió nombre y apellido, di mi segundo nombre y mi
segundo apellido. Luego cree un blog: laplatadelabuela. Y colgué en él
todas las fotos y los detalles de las piezas que estaba dispuesto a
vender. Así, las cuberterías se ofrecían en la página de anuncios, pero
con un enlace al blog.
Cuando terminé con todo el asunto estaba contento, muy contento. Era
como si hubiese creado una empresa y sólo tenía que sentarme a esperar.
Lo admito. Esto de vender la plata de mi suegra lo hago por necesidad,
pero fundamentalmente porque nunca me ha gustado la plata, esa plata.
Me recuerda la familia de mi suegra, que ya no es la de mi mujer porque
desde hace varios años no se hablan, pero mucho más me recuerda a
Grazia, la vendedora. Esta señora le vendió toda la plata a plazos a
María. Toda la plata menos la primera caja de cubiertos, que fue un
regalo de bodas.
Así, en la época en que yo viví en casa de mi suegra, todos los viernes
vi a esta mujer, Grazia, que venía a recoger su dinero.
—Pero María, ¿qué haces? Con lo que le has pagado por esa bandeja ya te
habrías podido comprar toda una joyería— le dije cuando me enteré que
tenía dos años pagando diez euros a la semana por una bandeja de plata.
—Tú no sabes nada de eso. Además, es tan poco lo que pago y ella me
visita todas las semanas.
Eso era verdad. En en el fondo Grazia no cobraba el objeto que había
vendido sino la visita que dispensaba y la gentileza de que hacía gala
mientras ésta se llevaba a cabo.
—Lo más seguro es que eso ni siquiera sea plata —insistía yo—. ¿Alguna
vez has probado a llevarlos a una joyería para que te los valore un
experto?
—No sabes lo que dices. ¿Cómo voy a llevarlo a una joyería? ¿Qué
quieres? Que Grazia se entere y se enfade conmigo.
—Pues seguro lo tendré que hacer yo cuando mueras. Ya verás.
—Conmigo muerta ya es otra cosa, pero nunca le reproches nada a Grazia—
decía la buena de mi suegra sin darse cuenta de que había caído en la
trampa.
—¿Ves que tú también sospechas que esas cosas no son de plata?
EL
CADÁVER 2
Acepté el trabajo, claro que acepté. Ya lo he dicho, en aquellos
momentos, hablando de dinero, no estábamos en las mejores condiciones.
A partir de entonces me convertí en el cura del tanatorio. Puse todo mi
empeño para que mi gestión fuese absolutamente diferente de la anterior
y, para ello, cuando tenía un servicio, entraba a la funeraria ya
vestido de sotana y procuraba tener un trato aunque afable distante con
el resto de los empleados.
—Pero si tú eres un empleado igual que nosotros— al final de la primera
semana uno de los empleados reprochó mi talante.
—Se equivoca, buen hombre —le respondí—. Yo soy el sacerdote de esta
funeraria.
La vida, se ve, es un asunto de actitud y ese pequeño gesto bastó para
marcar la diferencia.
Entonces fue cuando realmente comencé a trabajar a gusto. Dos o tres
servicios al día. Mayormente, los familiares sólo querían responso,
pero en ocasiones me tocaba celebrar la misa, con eucaristía incluida.
Sin ningún problema, el asunto religioso siempre se me ha dado bien.
Incluso me compré una tostadora de hostias y yo mismo las hacía junto
al horno crematorio.
Me esforzaba tanto que los afligidos deudos (puedo decirlo
sinceramente) siempre encontraban alivio en mis palabras. Y a pesar de
que salían sin un miembro de la familia se marchaban con un amigo, el
cura que les había prestado el servicio, y sus palabras de esperanza.
Por ese camino mi gestión se diversificó. Uno de estos familiares me
llamó y me pidió que celebrara su matrimonio. Mientras él me lo pedía,
yo iba pensando en cómo decirle que no: tenía miedo que su propuesta me
llevase a una iglesia en que el párroco me desenmascararía. Pero,
afortunadamente, luego me di cuenta que se trataba de una iglesia sin
párroco en las afueras del pueblo y que allí no tendría ningún
inconveniente para oficiar vestido con la indumentaria de la funeraria.
Comencé entonces a celebrar matrimonios que, en principio, era una
actividad que no me gustaba mucho más que la de los funerales. Pero que
era necesaria porque gracias a ella multiplicaba mis ingresos.
No sólo celebraba matrimonios en esta iglesia, también en un salón de
banquetes más o menos cercano, cuyo propietario, Eugenio, era conocido
de la mujer de la funeraria y al saber que yo también oficiaba
matrimonios me lo pidió casi por favor:
—Es que hay muy pocos curas, ¿sabes? —fue lo que me dijo cuando yo le
hablé de mis honorarios—. Por eso, sólo por eso, acepto.
Algo parecido, me refiero a lo de la escasez de curas, fue lo que me
dijo el sacerdote de una ciudad vecina un día en que fui a confesarme.
Estábamos (Eleonora, la niña y yo) aproximadamente a ciento cincuenta
kilómetros del pueblo.
Junto a la plaza principal vi que la iglesia estaba abierta e
instintivamente me metí en ella, me acerqué al confesonario, hice la
cola respectiva y cuando llegó mi turno, a través de la rejilla de
mimbre, luego del "Ave María Purísima", se lo solté al confesor:
—Padre, lo lamento mucho, pero en ocasiones me hago pasar por sacerdote.
Yo estaba preparado para cualquier respuesta. Incluso pensé que luego
de escucharme el hombre se alzaría de su asiento, empujaría la puerta
del confesonario y se abalanzaría sobre mi cuerpo arrodillado junto a
la ventanilla. A veces incluso pienso que lo hice con esa
esperanza, para que el sacerdote me desenmascarara y me
prohibiese seguir oficiando o denunciase mi caso ante la policía o el
obispado. Pero el sacerdote, para mi incredulidad, se limitó a
preguntarme por qué lo hacía.
—¿Por qué qué? —me resultaba difícil entender la naturaleza esencial de
su pregunta.
—Que por qué haces de cura —insistió el hombre con tranquilidad.
Yo fui sincero. Fui absolutamente sincero.
—Es que me lo propusieron en un momento muy difícil en que no había
dinero en la familia y teníamos que pagar el servicio funerario de mi
suegra.
—Si es por eso, Dios seguramente te lo perdonará —me prometió el cura e
inmediatamente preguntó cuánto cobraba.
—Treinta por funeral y cuarenta por boda.
—Yo cobro el doble —admitió—. El problema es que curas somos muy pocos.
Por eso es que puedes trabajar.
Luego me puso diez Padrenuestros y quince Ave Marías de penitencia que
yo no recé inmediatamente, sino que esperé a rezar en la noche ya que
al apenas regresar me tocaba novenario.
De alguna manera mi sinceridad fue premiada porque al día siguiente en
el salón de banquetes me propusieron que celebrase matrimonios.
—Es lo que hago siempre, ¿no? Celebro matrimonios.
—No —me dijo Eugenio—, pero es que también necesitamos que los celebres
vestido de seglar, como si fueras un juez o un alcalde.
—No tengo ningún problema en hacerlo— le dije y empecé a actuar
como juez. Este papel, debo admitirlo, era todavía más fácil que el de
cura, porque aunque el discurso era más largo los ritos eran sencillos
y, por si fuera poco, iba vestido de civil, sin sotana ni abalorios.
Todo esto fue, sin lugar a dudas, un grave error. En esta época te
puedes disfrazar de cura, arzobispo o cardenal y no pasa nada. Pero no
es lo mismo un cura que un abogado y mucho menos un obispo que un juez.
A los dos meses me llamaron de la guardia civil y me entregaron la
denuncia que había hecho uno de los invitados (lo conocía, era un
antiguo amigo de Eleonora) al segundo matrimonio que oficié como juez.
"Intrusismo", "apropiación indebida", "uso fraudulento": helas allí,
apenas tres de las expresiones que contenía el escrito.
Cuando me tocó asistir al tribunal me topé con algún cliente que creyó,
quizá, que yo iba al trabajo y obviamente nada dije. Igual pasó cuando
el juez emitió el veredicto cuya única consecuencia, ya que no tenía
antecedentes, fue separarme de mi actividad laboral habitual.
Resistí unas seis semanas con los ahorros que había hecho y, para
distraerme, comencé a hacer senderismo. Cada vez estaba más fuerte,
pero también más necesitado de trabajar: por dinero, fundamentalmente.
Menos mal que nuevamente recibí la visita de la dueña de la funeraria.
Dándose cuenta de todo lo que me afectaba la falta de empleo, ella me
planteó el problema que tenían en el crematorio: los familiares no
acudían a recoger las cenizas de sus muertos y el almacén había llegado
al tope. Necesitaban vaciarlo y no sabían cómo.
—Yo me puedo encargar —le dije y a partir de ese día incorporé a mi
vestimenta de senderista una pequeña mochila en la que metía una o dos
urnas.
Lo hice todo muy ordenadamente. Gracias a las maravillas de la
telefonía celular, asociaba el nombre del difunto con las coordenadas
geográficas del lugar en que había dejado sus cenizas y, al llegar a
casa, usaba la urna como maceta y casi siempre plantaba margaritas.
Cuando estas plantas comenzaron a dar flores, ocasionalmente les
llevaba margaritas de su propia urna a las personas que había conocido.
Esto no significaba un coste adicional ya que era un asunto mío,
espontáneo, que me salía del corazón. El coste del servicio siguió
siendo más o menos igual que el de una ceremonia.
Así hice casi cuatrocientos viajes y prácticamente vacié el almacén.
Cuando cogí la última urna, aunque la encargada no me dijo nada, me di
cuenta que se trataba de las cenizas de mi suegra.
—Luego vengo a cobrar y hablamos un rato— le dije.
Con la urna de mi suegra entre las manos comprendí que se había cerrado
un círculo y que no tenía sentido continuar.
—Creo que tengo una alternativa— me despedí.
EL
ABRIGO DE VISÓN
Era un abrigo espectacular. Mi suegra sólo lo usó dos veces. Una misa y
un matrimonio. Este último lo recuerdo bien. Era el segundo matrimonio
de la hija de su hermana. Ésta, la hermana, las dos veces que se lo vio
puesto le recordaba lo valioso que era. Eleonora y yo más bien le
teníamos un poco de rabia al pobre abrigo porque, con motivo del
dichoso matrimonio, enferma ya, mi suegra había ordenado un arreglo de
última hora que al final tuve que pagar yo.
—Ya verás cómo lo vendo —le dije a Eleonora cuando estábamos en la onda
de sacar dinero.
Pensaba anunciarlo en Internet y creía que inmediatamente me lloverían
las ofertas, pero nada de eso pasó. A pesar de que lo fui bajando de
precio nadie llamó ni escribió. El abrigo de visón no parecía interesar
a nadie.
—Ya lo intuía yo —se limitó a decir Eleonora—, que de una cosa así no
podría esperarse nada bueno.
—¿No se lo quieres dar a tu tía?— propuse sin mucha convicción.
—A ella nunca.
No le respondí. Ya sabía lo que tenía que hacer. Esperé apenas unas
semanas más y, cuando vi que la situación no tenía remedio, lo llevé a
la funeraria:
—¿Puedes hacer el favor de quemarlo, por favor?— le pedí a la encargada.
Ésta quizá hubiera querido quedárselo, pero yo estuve pendiente y vi
cuando lo metieron al horno e incluso cuando salió.
Parecía un muerto más, el puto abrigo de visón.
CUBERTERÍAS
2
De todas maneras nunca le dije nada a Grazia. No por temor (ya nos
habíamos mudado de ciudad, incluso de país, y ella no se daría cuenta)
sino por fastidio. No quería perder más tiempo. Prefería venderlos,
venderlos de una buena vez. Por eso los había anunciado a tan buen
precio. Por eso estaba esperando que apareciera el primer cliente, que
alguien escribiera a mi buzón de gmail: laplatadelabuela.
Yo esperaba un mensaje electrónico, pero éste no llegó. Tanto que
hablan de Internet y al final lo que llegó fue una llamada telefónica
al número de la tarjeta prepago.
Cuando sonó el teléfono, yo estaba haciendo las tareas de matemáticas
con la niña y, mientras ella sumaba cinco más cinco más siete, yo me
quedé escuchando lo que me parecían eran los sonidos de una tienda. A
los treinta segundos la llamada se cortó e inmediatamente el mismo
número apareció otra vez en la pantalla y el teléfono volvió a sonar.
—Buenas tardes. ¿Usted ha publicado un aviso ofreciendo una cubertería
de plata?
—Sí, he sido yo.
Ése fue un momento raro, pero yo lo viví con aparente naturalidad. Con
la mano izquierda le indicaba a la pequeña Eleonora que catorce no era
la respuesta indicada y con la oreja derecha escuchaba al posible
comprador.
—¿Es plata?
—Sí, plata ochocientos.
—¿Cuántas piezas son?
—Treinta y seis, tal como figura en el anuncio: doce cucharas, doce
tenedores y doce cuchillos. Con el peso del anuncio.
Hubiera podido seguir así, pero el hombre formuló la pregunta difícil
de la tarde:
—¿Y los contrastes? ¿Se ven los contrastes?
Inicialmente no supe qué responder o quizá respondí repitiendo la
pregunta que el hombre me había formulado.
—¿Los contrastes?
Luego pensé en las piezas de plata de la casa de mi madre y recordé que
siempre había punzoneado un recuadrito con un número o una palabra.
—Claro que sí, se ven los contrastes.
Simultáneamente, me imprecaba a mí mismo: ¿cómo era posible que yo
hubiera publicado un anuncio ofreciendo vender la plata de Grazia sin
comprobar si existía el dichoso recuadrito? Era lo más importante y no
lo había hecho. Seguramente ya había fracasado en mi empeño de
convertirme en vendedor de plata porque era muy difícil que ese
contraste hubiera sido tatuado sobre los cubiertos que yo ofrecía.
De todas maneras continué hablando con el hombre.
—¿Usted está interesado?
—Sí, pero ochocientos me parece un precio exagerado.
—Puedo dejárselo en seiscientos— le dije fundamentalmente para coger
práctica.
—Si es así, lo llamo mañana.
—Aquí lo espero —le respondí y, casi a punto de colgar, me di cuenta
que no le había preguntado el nombre—: su nombre, ¿cuál es?
—Yo me llamo Jesús.
—Qué casualidad, yo también.
—Para que usted vea— dijo el hombre y, sin decir más palabras, colgó.
Apenas concluida la llamada, empecé a ponerme nervioso. Me resultaba
improbable que el hombre se llamase Jesús. Bien podría tratarse de un
ladrón o de un policía. Pero más preocupación me causaba mi ignorancia.
Abrí inmediatamente un buscador en Internet y metí las palabras plata y
contraste. En seguida aparecieron las casas de empeño explicándolo. En
efecto, se trataba del punzoneado en las piezas de plata advirtiendo la
concentración del metal en el producto. En los cubiertos, normalmente
estaba en un pequeño recuadro en el dorso.
Fui entonces a buscar el estuche de los cubiertos. Lo abrí, cogí una
cucharilla y, a pesar de que me había puesto los anteojos de la
presbicia, nada veía. Empecé a maldecir a Grazia y, cuando me cansé,
fui a la cocina y busqué una lupa con linterna de Lidl. Me senté con el
estuche de los cubiertos y mi lupa en la mesa que alguna vez fue de
María y que ahora está ubicada, redonda, en el centro de nuestro salón.
Allí comencé a escudriñar los cubiertos uno por uno con la esperanza de
encontrar un número o una letra que contrastase su veracidad.
Pues sí, era plata auténtica. Los tres dígitos, 800, estaban tatuados
en la base del tallo de las cucharillas y tenedores, y en el mango de
los cuchillos.
Luego me metí en Internet nuevamente para buscar el precio actual de la
plata 800. No estaba tan mal. Trescientos el kilogramo. Yo estaba
ofreciendo un poco más de dos kilogramos. Era justo pedir seiscientos.
Sólo tenía que esperar.
En eso estaba, esperando, solamente esperando, porque me había dejado
ya lo de la funeraria. Menos mal que Eleonora había puesto un aviso en
Internet ofreciendo la habitación de abajo en una especie de bed and
breakfast. Durante las primeras semanas nadie había respondido, pero
luego una americana comenzó a escribir y a las dos semanas los teníamos
a ella y su hijo en la casa, comiéndose nuestras galletas y haciendo
pesada la conexión de Internet. Entonces ya no sólo éramos Eleonora, la
niña y yo, sino que también Susan y Pierce. Este último tenía catorce
años y su particularidad, además de comerse las papas fritas escondidas
en la despensa, era que no hablaba, no saludaba y, cuando se sentaba a
la mesa, permanentemente apoyaba los codos en ella.
Era una situación difícil, pero decidí no comentarle nada a Eleonora.
Resolví el asunto directamente, me convertí yo mismo en un maleducado y
no los volví a ver. Él y su madre siguieron habitando la casa, pero yo
vivía como si ellos no existiesen: no los veía, no los saludaba, no
respondía a sus saludos y, obviamente, no compartía mesa con ellos. Yo
me había convertido en un hombre de negocios. Era el administrador
único de laplatadelabuela y me lo podía permitir.
El hombre de los contrastes no volvió a llamar. Creo que le parecía muy
caro, pero a las dos semanas (Pierce y su madre todavía estaban con
nosotros) llamó un anticuario de Madrid. Inicialmente puso en duda que
los cubiertos fuesen de plata.
—Es imposible que no lo sean —le dije yo con una seguridad admirable
tratándose de objetos que provenían de la tienda de Grazia—. Además,
conservan los contrastes.
El asunto de los contrastes al parecer era un tema importante porque el
hombre se rindió:
—¿Y usted puede enviármelos por pagar a Madrid? —me pidió con una voz
dañada por el tabaco y un léxico probablemente mejorado por su oficio y
el alcohol.
—Si usted así lo desea, ¿por qué no?
Pero el hombre se arrepintió en seguida. No sé todavía qué, pero algo
debía haber hecho yo mal:
—No, mejor no. Más adecuado sería que usted me enviase un tenedor como
muestra, para comprobar si se trata de plata o no.
Yo me defendí como pude:
—El riesgo sería descompletar la cubertería.
—Mire usted, yo soy un hombre serio, un anticuario. Mi nombre es Jacobo
Estopiñán. No tenga ni la más mínima duda que le devolveré el tenedor.
Se trataba de un argumento imposible de refutar y, antes de que hubiera
pasado una hora, yo estaba en la sucursal más próxima de MRW expidiendo
mi tenedor a Madrid.
Me cobraron doce euros por el envío, pero al día siguiente me llamó
Jacobo pidiéndome que le enviara la cubertería completa.
—El único detalle es el precio. Te pagaré cuatrocientos ochenta euros y
corro yo con los gastos de envío.
No regateé. Ya no podía permitírmelo.
—¿Te lo envío a la misma dirección?
—Sí, a la misma.
—Okey.
El dinero llegó y, a los dos días, también una llamada de Jacobo.
—¿Te llegó el dinero?
Yo casualmente en ese momento estaba hablando con un amigo que se ha
dedicado a la compra y venta de oro, pero a quien no había comentado el
asunto de laplatadelabuela.
—Te llamo en cinco minutos. Todo bien.
Cuando terminé con el amigo, lo llamé.
—Perdona, estaba trabajando.
—¿Te llegó el dinero?
—Sí, llegó.
—¿Y tienes otras cosas para venderme?
—Claro que sí.
—¿Y por qué no me habías dicho nada?
—Es que tengo un problema en la casa, con unos turistas que estamos
alojando.
—¿Cuál es el problema?
—El muchacho, el hijo de la turista, que es un maleducado de mierda.
—Tú envíame las cosas y no te preocupes— aunque remota creí escuchar
una promesa en sus palabras.
—Pero esas cosas se acabarán tarde o temprano— respondí con
incredulidad a su promesa.
—Claro, pero luego te quedas trabajando conmigo. Necesito que me
busques cosas por allí donde tú vives y me las envíes a Madrid.
—Lo haré, no tengas ninguna duda— le dije y me marché a casa. Tenía que
decirle a Eleonora que les diese fecha de salida a los americanos. A
partir de ese momento, los gastos de la casa correrían a cargo del
propietario de laplatadelabuela.
LA
NECESIDAD DE CONTINUAR
—Estos algodones, ¿qué son?— le pregunté a Eleonora señalando una caja
llena de torundas amarillentas, envejecidas, en el fondo del baúl.
—Pues no lo sé— fue su respuesta.
—¿No creerás que puedo poner un aviso así en laplatadelabuela? "Se
venden algodones amarillos".
—Deja de decir tonterías y busca bien, seguramente hay algo dentro—
dijo ella y, materializando su propuesta, alargó el brazo derecho y
cogió la torunda más superficial.
—Caramba —fue lo único que pude decir al ver cinco o seis piedritas
talladas: dos amarillas, una verde, dos azules y otra absolutamente
transparente—. ¿Qué son? ¿Turmalinas, turquesas, zafiros?
—Las traía el tío Giuseppe desde Brasil cada vez que venía a visitar a
la abuela.
A los dos días se lo comenté a una compañera de trabajo que se dedica
en sus ratos libres a la orfebrería.
—Te puedo hacer unos anillos con ellas y así le haces un regalo a tu
mujer.
Obviamente acepté y no me arrepiento de nada porque al menos un anillo
quedó bellísimo, espectacular.
Cuando se lo entregué a Eleonora, ella llevaba el abrigo de visón y el
reloj Longines. Ese día se cumplía el primer aniversario de la muerte
de María y habíamos ido a visitarla al cementerio.
—Hoy comeremos con los cubiertos de plata, ¿sabes?
—Okey.
—Por cierto, ¿qué es eso de la plata de la abuela que me dijiste el
otro día?
—Un cuento que estoy escribiendo.
—¿Tú escribiendo cuentos?
—Sí, soluciones literarias.
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