Rafael Adolfo Téllez

Retrato de Eugenio Montejo

 

Mapa antiguo de Venezuela

 


 

Quizás Eugenio, como César Vallejo, piense que sus huesos son ajenos, que tal vez los robó, que si no hubiera nacido, otro pobre tomara este café. Nació en 1938, en Caracas, cuando Venezuela decía adiós al viejo país agrario y daba paso al país que el petróleo hizo posible. Es autor de libros como Muerte y memoria, Terredad, Adiós al siglo XX o Partitura de la cigarra y es, en palabra de António Ramos Rosa, uno de los más grandes poetas contemporáneos.

Recuerdo que, a principio de la década de los noventa, en una de mis visitas a su casa de Lisboa, a eso de media mañana, desde su despacho en la embajada, preguntaba por el correo de ese día. Durante muchos meses, en el buzón de la Rua J. F. Vasconcelos, hubo, al menos, inevitablemente, una carta. Era de António Ramos Rosa. En ellas, el surrealista portugués comentaba, con verdadero fervor, cada uno de los versos del poeta de Caracas por quien había sido deslumbrado. Muchas cartas y ya numerosos encuentros han fraguado mi hermosa amistad con Eugenio Montejo. En estos años, hemos hablado mucho sobre la vida y los poemas. Hemos llegado a ser cómplices. Testigos han sido las ciudades de Carmona, Sevilla o aquella Lisboa donde fue buscando la huella no de Fernando Pessoa sino de un rumano mudo como un cisne, el poeta Lucián Blaga.

Lisboa con sus colinas de casas blancas, con los celajes de Ulises sobre las piedras, quedó grabada a fuego en el corazón de Eugenio. Al alejarse definitivamente de esta ciudad, su mano tocó, una a una, las barras de acero de su gran puente, hasta oír que le envolvían los sones de un arpa.

Para Eugenio Montejo la memoria esta ligada a la materia, y éste asombrado de estar aquí en la tierra, éste cuyos huesos se confunden ya, de algún modo, con los del bisnieto Zacarías, palpa el lomo de un caballo, la corteza de un árbol, un silencio que se ha vuelto casi táctil... Toca esta tierra con sus manos, esta tierra tan antigua y tan sagrada a la que le trajeron sus padres. “Mi mayor deseo fue nacer y a cada vez aumenta”, me dijo en una entrevista que, en 1993, le hice en Radio América. Este taoísta consciente de la imposibilidad de tentar el mundo con palabras se acerca a ellas con sumo respeto, confiesa escribir a pluma y tratarlas de usted.

Eugenio sabe que lo vivo es lo junto, trae el ayer a su lado, se queda pero siempre se aleja, atraviesa en un instante tal vez la tierra entera. Sobre todo desde que frecuenta la amistad con Jorge Silvestre, Eugenio, como Miguel de Cervantes, se ha puesto a orar ya violentamente en el espacio.

Durante una época de mi vida, creí ser un heterónimo suyo. Creí vivir en un patio de la vieja Caracas, conversar con su hermano el rey Ricardo, seguir el entierro de su padre, oír los gallos que él oyera.

Eugenio me avisó de los peligros de este hecho. Logré liberarme pero, a ratos, aún, bajo las losas de antiguos patios, oigo murmurar un alfabeto antiguo. En las viejas casas derruidas, oigo voces de quienes allí vivieron y siento piedad por ellos y siento piedad por mí, que acaso soy ya uno de ellos.

Eugenio nos enseña a mirar el río de nuestra aldea y las piedras de nuestra aldea que son, también, de algún modo, otro río en el tiempo.

Mesurado, reflexivo, irónico a veces; su voz es dueña de una muy extraña naturalidad; sus palabras vienen, como él, de muy lejos. Tienen el olor poderoso y magnético de los senderos humildes.

En Adiós al siglo XX escribe:

“He aprendido mucho del gorrión que en la mañana me despierta”.

Lo recuerdo en un gran parque de Lisboa, junto a Emilio, su hijo, y Aymara, su mujer, explicándome, con emoción, los nombres de cada uno de los árboles y cada uno de los pájaros. Eugenio Montejo cree, a veces, que es un árbol.

Uno de su heterónimos, Tomás Linden, siente ya la amenaza del tiempo en forma de hacha de seda.

Quizá sea su humildad la que le lleva a ocultarse tras estos otros nombres. No sé si hoy vino el sueco Linden, si vino Sandoval o ese tipógrafo loco llamado Blas Coll.

En cualquier caso os dejo con Eugenio Montejo, un hombre que sabe que en el poema una mentira no sirve para nada.

Quizás por eso nos conmueve. Quizás por eso nos ayuda a deletrear mejor el mundo.


Texto que sirvió de presentación a una lectura de poemas realizada por Eugenio Montejo el 26 de mayo de 2005, en el Centro Cultural El Monte, organizado por la Casa de los Poetas de Sevilla.


 

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