Rafael Adolfo Téllez
Las muertes
ALDEA No sé cuánto de mí parte en ese carro que cruza de noche las calles desiertas. Alguien, en la plaza, gira conmigo, niño aún de 365 vueltas al sol, en un corro inabarcable, cierto día del tiempo. Es el lugar de mi sueño. Ignoro si volverán los viejos que se fueron con su apagado candil al secreto recodo de las zarzas y los lagos de hielo. Ignoro quién, con su alta vara de junco, otea el horizonte. Quien habla silencioso con el infinito. Es un ventanal. Son los negros paredones de una fragua. Uno mi nombre al de esta aldea con estas sórdidas palabras desesperadas.
CÉSAR VALLEJO Para Américo Ferrari Todos han muerto. Murió Duvissons, el herrero, a quien solíamos saludar en la mañana: -¡Buenos días, Duvissons! Y al poco, el pastor en cuyo bastón vinieran a reclinarse su rebaño y los rebaños de lejos. Cierta tarde, se nos murió la niña, la que en el sol del corral jugó ensimismada conmigo y, a los veinte años del mismo mes, murió mi padre que gira hoy alrededor del mundo y regresa, sin embargo, a menudo, a visitarme en la paz de los domingos. Mucho antes murió Sandoval, el organillero, al son de cuyas tonadas, desde un ventanal del Café "La Flor", vimos caer las grandes hojas muertas. Murió aquel cuyo nombre nunca supe y nos miraba, sentado en el zaguán, cuando, de niños, bajamos al río y, sobre la hierba, buscábamos aún los secretos del tiempo y el relámpago. Y Antúnez, el malo, que se murió de veras. Murió Adelina, mi tía, que acostumbró a susurrar viejas coplas en lo oscuro y guardó en su baúl, siempre, una flor blanca. Murió, en fin, el vecino con quien en cháchara alegre, sobre sillas de anea, nos sentamos un verano, cuando la luz ya se iba. Murió mi eternidad y estoy velándola.
LAS MUERTES La muerte es esa hoguera de brasas apagadas en torno a la cual nos hemos reunido y es el rumor del paso de los pastores en la hierba. Quizás he muerto alguna vez. Y era otro quien se alejó de la cocina que fue un imperio oloroso de panes y jazmín, otro quien subió calle arriba haciendo la casa mucho más desierta. Quien miró, ya de lejos, el runruneo de los rezos y a los suyos conversando indecisos en el umbral. Es otro quien sumiso se asoma al derruido espejo de la noche en esta aldea donde, de niño, jugué al pie de los arroyos, donde los hombres, con gesto igual al de hace un siglo, entierran a sus muertos en un cerro lejano. Alguien llega ahora del recodo último de la calle y en sus manos trae un puñado fresco de tierra.
Cabecera
Portada
Índice