La primera edición de El florilegio, libro publicado en 1898 por el poeta mexicano José Juan Tablada (México D. F., 1871 - New York, 1945), contenía treinta y tres poemas ordenados en tres secciones. Una de las secciones del volumen se titulaba «Poemas exóticos». En ella se incluía uno, titulado «Japón», que comenzaba así:
¡Áureo espejismo, sueño de opio, fuente de todos mis ideales! ¡Jardín que un raro kaleidoscopio borda en mi mente con sus cristales!
Poema todo él de un puro y exaltado anhelo de evasión estética, pero que no se distinguía, salvo quizás por su mayor vehemencia, de los otros exotismos con los que la pieza lindaba. La segunda edición de El florilegio, de 1904, añadía a los anteriores 54 nuevos poemas, repartidos en cinco secciones, entre ellas una «Musa japónica»: el japonesismo, presente en la primera edición como uno más entre otros exotismos, adquiere ahora una relevancia y una extensión que reclama para sí un amplio territorio verbal que el poeta va poblando con un poco de todo. Este japonesismo seguía siendo efectista y artificioso, pero buscaba notas más acertadas y hondas, policromías más sugestivas:
Del lago entre los temblores, cual reflejo de sus flores van los peces de colores...
Los pinos que en las colinas lloraban las ambarinas lágrimas de sus resinas...
Arropada en su manto de brocado turquí, en la taza de jaspe bebe sorbos de té mientras arde a sus plantas aromoso benjuí...
Como se ve, la japonofilia del poeta se limitaba por entonces a la ávida acumulación de iconos verbales, a cuya exhibición se confiaba su eficacia. Había también traducciones de algunos de los marmóreos sonetos de José María de Heredia, poeta parnasiano responsable, junto con los hermanos Goncourt, de la moda japonesa, tan superficial, de que adoleció el simbolismo francés. Pero junto a ellas sobresalían otras, más novedosas y originales: «Cantos de amor y de otoño (paráfrasis de poetas japoneses)» y «Utas japonesas». Y es que no en vano entre ambas ediciones José Juan Tablada había viajado al Japón. El millonario Jesús Luján (a quien los hados sólo habían otorgado talento para hacer dinero, por lo que de vez en cuando gustaba de hacer realidad los sueños de los poetas), lo proveyó, munificente, de fondos y lo conminó un día para que hiciera las maletas y se embarcase con rumbo hacia el Japón. Tablada vivió unos pocos meses en este país, durante el verano y el otoño de 1900. De ese viaje volvió con una curiosidad mucho mayor aún que la que lo había empujado hacia el país asiático. Pero lo que allí presenció, aprendió, sintió y respiró no parece haber transformado sus convicciones estéticas de un modo esencial e inmediato, pues siguió siendo fiel al modernismo. No es creíble que de ese viaje volviera dueño ya del diamante espiritual del haiku.
No, el haiku sería una feliz recompensa final (y una recompensa americana) tras muchos años de curiosidad y de estudio y de pasión japonesista. Por lo pronto, traía en su retina un tesoro de paisajes y gentes y pueblos y objetos y palabras que iba a exhibir, satisfecho y orgulloso, en los primorosos estuches de sus poemas, siempre devotos de la estética modernista.
Tras la segunda edición de El florilegio se abrió un largo paréntesis. Por entonces trabajaba en la Secretaría de Educación, puesto que había obtenido gracias a la influencia de su suegro, hombre importante entonces. Eran los años de la dictadura de Porfirio Díaz, burguesa, afrancesada y positivista. Tablada vivía, a pesar de su trabajo, o quizás gracias a él, en plenos «paraísos artificiales», como era de rigor entre los seguidores de Baudelaire. Su primer matrimonio fracasó por esta causa. Tablada intentó curarse e ingresó en una casa de salud. Posteriormente abandonó su trabajo en la Secretaría y se instaló como comisionista en la venta de vinos. Sus negocios prosperaron y le dieron mucho dinero. Pudo construir su propia casa -el célebre caserón de Coyoacán-, coleccionar objetos de arte y contratar criados orientales. De este modo, abandonó la bohemia dorada de su juventud y se convirtió en una especie de burgués sedentario rodeado de comodidades y bibelots. Aislado en su mansión, no pudo percibir acaso los vientos revolucionarios que soplaban sobre México. Al contrario: cantó las bondades de la «paz porfiriana» en una ditirámbica Epopeya Nacional. Porfirio Díaz, de 1909, obra de encargo. Con la caída del dictador y la revolución se vio obligado a salir al extranjero. Primero estuvo en París, luego se estableció en Nueva York, donde vivió varios años. Perdonado por Venustiano Carranza, volvió al cabo a México, donde publicó su segundo libro de poemas. Este segundo libro, bellamente intitulado Al sol y bajo la luna, es de 1918. Lleva un prólogo de Leopoldo Lugones, escanciado con destreza en unas cuantas redondillas de rima cruzada:...Hay sedas de extraño gusto; y el poético dolor clava a trechos, como es justo, su negro clavo de olor. Hay hadas amables, hay más de un demonio en acecho y un poema de Hokusay que yo quisiera haber hecho... Cofrecillo de ilusiones hecho en el mejor marfil, os digo a fuer de Lugones que es cosa bella y sutil.
Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida...En «Lawnn-tennis», se mezclan humor y erudición y hasta un cierto erotismo refinado y elegante:
Toda de blanco finge tu traje sobre tu flanco griego ropaje. De la Victoria de Samotracia mientes la gloria llena de gracia.
...Sobre el asfalto resbalas, reptil que quiere tener alas, dejando estelas de humo obscuro y flatulencias de carburo.
¡Desde el astro hasta el caracol de la perla al sapo de lodo, Hokusay lo dibujó todo, desde las larvas hasta el sol!... Una cigüeña calva y cana por las centurias peregrina huésped de la Muralla China y la Torre de Porcelana. Vieja tortuga que por ley de los siglos lleva al fin en su carapacho un jardín como una isla de carey...
¡Noche de sábado! En tu alcoba flota un perfume de incensario, el oro brilla y la caoba tiene penumbras de santuario. Y allá en el lecho do reposa tu cuerpo blanco, reverbera como custodia esplendorosa tu desatada cabellera.
Viví enloquecido por acre beleño cuando los sucubos violaron mi sueño... Sufrí a las estigias y a los tenebriones que beben la sangre de los corazones... En las Misas Negras vi mujeres blancas, como altar impuro tendiendo sus ancas...
...Yo quisiera saber qué obscuro advenimiento espera el amor infinito de mi alma, si de mi vida en la tediosa calma no hay un Dios, ni un amor, ni una bandera.
Retórica declaración que contrasta con su siempre juvenil entusiasmo, con su buen humor, con su vivacidad, con su personalidad agradable y chispeante, con su carácter emprendedor, con su ingenio y con su gusto por la vida. Por eso sorprende esta afirmación de Max Henríquez Ureña: «El florilegio ha quedado como el mejor libro de Tablada... no superado por su segunda colección de poesías ni por sus libros posteriores». Sin el inesperado giro de su obra final, Tablada se nos hubiese quedado como un brillante, aunque no excepcional, poeta modernista mexicano. Un exquisito y eficacísimo poeta de declarada intención baudelairiana. Pero México no era, no podía ser, París. Ni era José Juan Tablada, ni podía ser, Baudelaire. Con los años, el alegre, el desenfadado, el encantador y cordialísimo Tablada se resignó a aceptar esta idea, a abandonar el artificioso decadentismo que tan bien fingía, y a mirar a su alrededor y descubrir a México. En ello jugó un notable papel el haiku. Paradójicamente, el descubrimiento de esta forma poética no fue una consecuencia de su viaje al Japón, aunque este hecho tuvo una importancia decisiva. No. El haiku y su tan feliz como definitiva adaptación al castellano fueron consecuencia de sus lecturas francesas e inglesas y de sus prolongadas estancias en París y Nueva York. De 1905 son las Complete Works de Lafcadio Hearn, muerto el año anterior, interesante escritor norteamericano que fue también, como Tablada, admirador y traductor de Baudelaire y de Gautier. También de 1905 son los «hai-kais» (esta es la denominación que prevalecía entonces y que Tablada significativamente hace suya) de Paul-Louis Chouchoud, responsable asimismo de un ensayo titulado «Los epigramas líricos del Japón» que sin duda Tablada conoció. De 1910 es la Anthologie japonaise, de Michel Revon. Del año siguiente, la gemela Japanese poetry, de Basil Hall Chamberlain... No es necesario insistir: era frecuente, por entonces, la publicación de haikus en revistas como el Mercure de France, tan frecuentada por los modernistas. Por otra parte, este interés por todo lo japonés hay que situarlo dentro de una creciente curiosidad occidental por las manifestaciones artísticas de otros pueblos y culturas. Pero el haiku de Tablada también fue una consecuencia de su modernismo. Sin el Modernismo y su anhelo imposible de evasión estética, el haiku probablemente hubiese tardado mucho en afincarse en el inmenso territorio verbal del castellano. ¿No fue el Modernismo el causante de esa curiosa pasión por lo japonés? ¿Y qué decir del exotismo modernista? Y sin embargo, ¿cabía acaso imaginar un país más exótico que el propio México? Tablada estaba tan cerca de él que casi no lo veía. Una muralla de epítetos y poses y metáforas y rimas, las más de las veces forasteras, lo tenía prisionero, ciego a cuanto en torno había. Con el abandono de la pose cayó también, como un montón de hojas secas, la retórica, dejando al árbol desnudo. Tablada encontró la transparencia: se descubrió a sí mismo. Como tantos otros poetas modernistas debió entonces emprender el regreso del París mental e intelectual del modernismo, a las circundantes realidades americanas. Quizás sus estancias en el verdadero París le permitieron dar este paso al final, cuando ya nadie esperaba de aquel árbol añoso un brote tan primaveral... Y fue así como, a los cincuenta años, Tablada se convirtió en el autor de la poesía más joven y fresca que se hizo entonces en Hispanoamérica. A la sazón trabajaba en el cuerpo diplomático de su país y estaba destinado en la legación de Caracas. En aquella ciudad aún tan provinciana de casas blancas y de cielo añil dio a la imprenta, en 1919, un librito que era más bien un folleto: Un día... Poemas sintéticos, dedicado significativamente «a las sombras amadas de la poetisa Shiyo y del poeta Basho». Apartarse del japonesismo decorativo de los sonetos de fantasía, vistosos y abigarrados, tataranietos de los de Gautier, para llegar a la brevedad y la limpidez del haiku, constituye una evolución sin precedentes en nuestra historia literaria. El prólogo de Un día..., en verso, constituye toda una declaración de principios y una excelente definición del haiku:
Arte, con tu áureo alfiler las mariposas del instante quise clavar en el papel; en breve verso hacer lucir, como en la gota de rocío todas las rosas del jardín.
Distintos cantos a la vez; la pajarera musical es una torre de Babel. Cohete de larga vara el bambú apenas sube se doblega en lluvia de menudas esmeraldas. Aunque jamás se muda, a tumbos, como carro de mudanzas, va por la senda la tortuga.
El jardín está lleno de hojas secas; nunca vi tantas hojas en sus árboles verdes, en primavera.
Parece la sombrilla este hongo policromo de un sapo japonista. Brinda el narciso al florecer diminutos platos y tazas de oro y marfil... ¡Y olor de té!
Vesperal perspectiva; en torno de la luna hace un «looping the loop» la golondrina.El haiku de Tablada se presenta las más de las veces como el clímax de una larga meditación que culmina en un luminoso relámpago verbal: el lector tiene ante sí este resultado y deberá recomponer el decurso de la meditación del poeta. Sabe además el poeta fingir hermosos sentimentalismos que nos permiten asomarnos a una Naturaleza distinta, más verdadera y honda:
Romántico saúz, lloraste tanto que agobiado en el río te reflejas como en tu propio llanto...
Triunfaste al fin, perrillo fiel, y ahuyentado por tu ladrido huye veloz el tren... Desde su jaula un pájaro cantó: ¿por qué los niños están libres y nosotros no?...
Tú también viste, pobre sapo, caer una estrella en tu charco; ¡y la mujer a mí y a ti la estrella se nos volvió diamante en la cabeza!
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