Para M. Ferrer-Chivite, in memoriam
Para H. B.
Las novelas fantásticas actuales resultan fascinantes porque llevan las cosas a un extremo tal que sólo la ficción es auténtica realidad. Éste es el motivo por el que en la actualidad resultan fascinantes, pues la posmodernidad transgrede las normas de realidad y se aferra a la ficción para evitar la crítica amarga de una sociedad que camina hacia la degradación de todos los valores del alma.
A mi vez, como Terry Eagleton, pienso que es más probable que Cervantes, igual que Shakespeare (o algo menos que él, que era más poeta y más hermético), pasará pronto al reino de los justos como uno de esos autores antiguos cada vez menos inteligibles. Podrá serlo transitoriamente para las gentes de mi generación, pero dejará de serlo de manera inevitable para los adolescentes de las consolas, las pastillas y los mazos.
Ya lo ha escrito Albert Boadella en el programa de mano de su montaje En un lugar de Manhattan con Els Joglars,
Asombra constatar cómo no queda un solo vestigio Quijotesco en nuestra sociedad contemporánea. Por más que nos esforcemos en buscar residuos de aquel pasado, llegaremos pronto a la conclusión de que en muy pocas décadas han desaparecido las huellas de algunos temples que en España habían perdurado durante siglos. Aquella herencia estilística y moral, mezcla de ideales góticos y caballerosidad cristiana, no sólo ha dejado de tener vigencia, sino que resulta imposible captar hoy analogías con el entorno inmediato.
Menos mal que las instituciones oficiales están al quite de estos peligros y bajo la rúbrica "cervantes y los jóvenes" encontramos gran cantidad de reclamos, a veces muy criticados, en los buscadores electrónicos. Así, Alejandro Gándara, por ejemplo, se burlaba en El Mundo digital (24-V-05) de la "oportunidad muy vistosa" del "Quijote Hip Hop" de la Biblioteca Nacional (17-V-05), sin duda la más eficaz arma contra el olvido de Cervantes entre las hordas juveniles raperas... (y una actividad de mucho provecho para entender a Cervantes las personas con algún fundamento). Esperaremos con afán, ya en 2006, la versión reggaeton, en salsa erótica o en break dance.Así también, si Rosa Regás ha logrado transmitir el Quijote al cheli posmoderno, también lo hemos visto traducido ahora al spanglish, al quechua o al esperanto, por si alguien no lograba leerlo... Pero también cabe encontrar, para los menos instruidos, el "Quijote a pedir de boca" (programa de cocina, en TVE), en Los Lunnis, en el inefable Mortadelo mejor que muchos-, en los billetes de cercanías, en versión flamenca (subrayo la "versión libre desenfadada" que fue el titulado Don Quijote pasajero en tránsito de Rafael Amargor), en campamento de verano, liberado (mejor no preguntar de qué), en forma de belén, de circo, etc. Entre ese batiburrillo, destaca el esfuerzo de un colombiano castizo que se ha limitado a escribirlo nada menos que en verso, algo que seguramente nadie esperaba ya en estos tiempos prosaicos.
Sin embargo, no piense el lector que deseo quejarme de los quijotes policulturales y multidisciplinares, que sin duda mejoran bastante el consabido cervantismo de las carreteras (reales e internáuticas) manchegas, que todos conocemos: justamente aquellos quesos y chorizos, clubes de carretera o molinos de pega que han sido siempre la vanguardia de la distinguida región. Ya Arturo Alatriste se mofó con cierta razón del ecoturismo cervantino de cuneta y mantel, aunque con el infaltable correctivo de la página web Albacity, que transmitió la indignación de los albaceteños, porque éstos creen aparecer en el Quijote cuando sólo figuran, y muy de paso, en el Persiles, donde se mencionan un par de pueblos de esa provincia moderna. Y es que en estos días las manías bio-etno-geográficas del XIX lo que ahora en Cataluña y el País Vasco llaman perversamente conocimiento del medio- se nos han metido hasta en los huesos.
Mas no pensemos que los festejadores de la obra de Cervantes la hayan podido leer, ya que están muy ocupados con celebraciones tales como el ascenso del Albacete Fútbol Sala -¿otra casualidad?- a la División de Honor (por cierto, patrocinado, como muchas otras cosas variopintas y comerciales, por el IV Centenario del Quijote). Así se ha conseguido que esa región (vulgo autonomía) haya brindado nada menos que dos mil actos cervantinos al pobre Miguel de Cervantes, que nada esperaba de la Mancha de su mujer. Y conste también que Albacete perteneció a Murcia mucho tiempo.
El mayor defecto de estas cosas quizás no sea su calidad o su vulgaridad, sino la traición a Cervantes a su tiempo: lo que el manco insigne no deseaba justamente era festejar la Mancha, de la que salió un tanto escaldado rumbo a Madrid, sino evitar la capital y las demás ciudades con el subterfugio de una región entonces antiheroica y sin verdadera hidalguía, de la que se burla a boca llena. Y verlo de otro modo es caer en el infantilismo romántico o -peor- en el oportunismo turístico. Pero no pidamos peras al olmo de los cervanteadores de caminos modernos. Conformémonos con que, en la plena ceremonia de la confusión que ha sido el Cuarto Centenario, don Quijote campee en el índice de popularidad de Yahoo después del piloto de Formula Uno Fernando Alonso. Y que, quizás por ello, también el presidente de Vietnam se haya declarado admirador del país de Cristóbal Colón, Miguel de Cervantes Saavedra, Pablo Picasso, y también de los clubes de fútbol de fama mundial Real Madrid y FC Barcelona (El País, 21-II-06, p. 25), en extraño hermanamiento posmoderno -que venga Juan Cueto y lo vea- de fútbol, pintura, historia universal y buena prosa.
Vivimos, en fin, en una cultura abigarrada en la que todo es canon. O nada lo es, para ser más precisos. Y en este anticanon original Cervantes, su pobre hidalgo y su tonto de pueblo caballo y asno al margen- nada tienen que perder ni que ganar. Si Eagleton dice que no se entiende ya en la Inglaterra moderna el teatro poético de Shakespeare, yo añado, modestamente, que tampoco entenderemos nada de la obra cervantina si la convertimos en un guiñol cultural, en un reclamo visual, en un club de fútbol o en una danza de barriada, cuando lo esencial es que se lea y ninguna de esas actividades contribuye a ello.
Pero no es ése el asunto que me preocupa hoy. Más bien medito acerca de las celebraciones del centenario. Entiendo que la mayoría de ellas van a revelar poco o nada sobre el sentido de la obra o el pensamiento cervantinos, y ello por varias razones. La primera es de índole semejante a la que ha convertido nuestra literatura ibérica reciente en un vivero de libros escritos de oficio por autores más aficionados a los premios que a la literatura, porque si escribir en España es llorar, como decía el pobre Larra, ganar premios es pagar hipotecas, según reconocen en privado algunos ilustres novelistas de hoy. Y, en el fondo, la labor ministerial en pro de Cervantes ha servido para el mismo fin que la emprendida en general por las editoriales comerciales desde los años sesenta, y que ahora ofrece sus frutos más granados en forma de mala poesía, mala novela, novelones históricos, folletines modernos, relatos feminoides supuestamente escandalosos, falso erotismo, etc. Podríamos pensar que casi los mismos cenáculos de expertos que en horarios distintos ejercen como jueces de premios han pretendido alumbrarnos a un Cervantes nuevo por las tardes, en conferencias y saraos diversos. En internet, sin mucho esfuerzo, encontramos coincidencias de notables académicos con escritores de medio pelo, hermanados en vastas campañas de lanzamiento de libros y en coloquios tenebrosos... Y, al parecer, podríamos pensar que las mismas gentes leen esos libracos y asisten a esas conferencias, dedicando su tiempo libre a una cultura de relumbrón oficial.
A lo mejor lo que escribo molesta a algunos, pero entiendo que puede probarse fácilmente que la mayoría de los critículos que escriben todavía sobre el rucio, la silla de don Quijote, las mujeres en la obra de Cervantes -una de mis falacias favoritas-, el pueblo de su nacimiento y otros falsos misterios ni siquiera habían leído o terminado el libro antes de empezar el malhadado festejo de 2005 y menos aún lo han hecho ahora, a comienzos del año siguiente. Lo que hemos visto han sido más bien los esfuerzos nada creíbles y nada autorizados de un grupo de supuestos cervantistas para venderse como conferenciantes de improviso, expertos televisivos, presentadores de libros y, en tres palabras, charlatanes de ocasión.
Sin embargo, no todo ha sido malo. Saludo, naturalmente la docta edición del equipo de Francisco Rico -la primera, anterior al centenario, en especial. Este mismo profesor de Barcelona también ha sido capaz de establecer, casi por vez primera, la cronología de las novelas de Cervantes de forma convincente en un artículo del libro colectivo Por discreto y por amigo (2005), un homenaje merecido al gran Jean Canavaggio. Y, desde luego, hay que felicitarse porque ahora existen estudios como el de Manuel Fernández Nieto et alii en la Universidad Complutense o el ingenioso de Carmen Riera sobre el Quijote y el nacionalismo catalán; incluso he asistido con desgana y desconfianza a algún congreso relevante y de interesantes conclusiones (en particular uno promovido por José Luis Abellán sobre la aspiración de la psiquiatría a la lectura de la gran novela cervantina).
Pero el resto es silencio, o más bien ruido, aunque ruido que ha costado dinero, y mucho, al contribuyente, y que ha impedido que se oyeran otros discursos más autorizados sobre el príncipe de los ingenios españoles o por lo menos que se le leyera a él. Las más tristes figuras han sido entonces la de Cervantes y la de su Quijote, festejados por unos corifeos como los de la ínsula Barataria, que medran ahora al amparo de nuestra aristocracia cultural, tan indigna como la de los Duques de la segunda parte de esa novela.
Y en este punto distinguiremos a los verdaderos lectores del genio de Alcalá de aquéllos que, sin haber leído su obra más que por encima (o quizás tras hojear algún cómic o ver un dibujo animado), se han permitido repetir viejas opiniones del siglo XIX o lugares comunes de Unamuno, María Zambrano y otras firmas por el estilo, bien diseccionadas hoy por Anthony Close en sus libros y artículos. Y todo eso sin haber leído ninguno de los estudios serios acerca de las obras de Cervantes o su época posteriores a Edward C. Riley o incluso a Américo Castro.
Más pruebas al canto: se reeditan un librejo lleno de tópicos como el de María Teresa León o un tomo como el de La ínsula de Sancho de Manuel Socorro (de 1948), en vez de poner en circulación de nuevo obras fundamentales y agotadas de los verdaderos cervantistas o -lo que es más grave- el teatro y la poesía del de Alcalá, que hoy circulan en muy pocas versiones.
Pero conformémonos con el placer que representa no releer al malhumorado vasco salmantino o a la Zambrano. Y para qué hacerlo, de todos modos, si tenemos internet, donde figuran Cervantes 2.720.000 veces y don Quijote y Sancho Panza andan a la par, respectivamente, con 2.860.000 (más que su autor) y 1.180.000, mientras Dulcinea sólo aparece la friolera de 580.000 ocasiones, para desmentir a las feministas de los supuestos coloquios sobre las mujeres del Quijote, Cervantes en clave de mujer, intrauterino, etc. Incluso el escudero mentecato cuenta con su propio blog, donde se nos revelan, gracias a un tal Cide Berenjena, sus más escondidos pensamientos (que no son sino un resumen de la novela, corriente y moliente, quizás peor que el de Vladimir Nabokov). Hasta la familiaridad con el libro irrita hoy, pues se habla de Cervantes y sus personajes como si fuesen parientes nuestros, con esa grosería muy española que tanto molestaba a Luis Cernuda.
Ya fuera de la colmena cibernética, si lo que buscamos son lugares comunes, siempre podemos recuperar, por ejemplo, los de la homosexualidad o el judaísmo de Cervantes, que se han exhumado en toda hora, aunque ni sean justos ni sean ciertos. En estos días un César Brandariz refuta -esperemos que en broma- el nacimiento alcalaíno del escritor y ofrece la alternativa de un remoto pueblo de León para la aldea quijotesca, aun cuando todos sabemos que don Miguel, como me recuerda mi buen amigo Juan Ignacio Ferreras, era inglés, ya que no podía ser español. (Añado que mucho se felicitaría ahora Cervantes de haber sido británico, porque hasta su inevitable centenario habría tomado seguramente un rumbo mejor en aquellas islas).
En fin, estamos ante un panorama de cultura de diputación de provincia pequeña, de concejalía de pueblo, de colegio de monjas y hasta de comunidad de vecinos. Ya se sabe: carreras de sacos cervantinas, concursos de gritos quijotiles, olimpiadas de tortillas manchegas, tomatinas del IV Centenario... (¿Para cuándo un especial de Interviú con las Dulcineas y otras claves femeninas de la eterna novela?). A lo mejor es el turno de El jueves
Pero, lejos de las acostumbradas muestras patosas del ingenio popular, la estrella del festejo es siempre el conferenciante que ni siquiera ha olido la obra y que maneja ideas vetustas sobre sanchificación y quijotización, romanticismo, judaísmo, -horror-, localismos varios y un vago y conveniente feminismo de abogada de ONG o de experta jaleadora televisiva. El hablista echa mano de un fácil unamunismo (falta de sentido del humor, brutal apriorismo, personalismo, salidas extemporáneas ). Pero hete aquí que nuestro sujeto es un comunicador interactivo, polimorfo y todoterreno, ya que visita casi simultáneamente todo tipo de foros, estimula a los jóvenes y entusiasma a los niños porque recita conferencias hip-hop en las que nos recuerda que Cervantes no era de Alcalá, que era pobre -idea desmontada desde hace años por Daniel Eisenberg-, que fue soldado, que se casó, que tuvo una amante... O, peor: que era sarasa, negro, obseso, esclavo, ludópata, extranjero, moro, racista, sexista Y, cuando se pone culto, nuestro amigo el conferenciante de todas las aulas y foros no duda en celebrar la poesía cervantina, como ha hecho un insigne poeta cervantófago de estos meses en docenas (o centenares) de charlas garbanceras que he tenido el gusto de no escuchar, pero con las que, si se imprimen, nos tropezaremos durante muchos años en las bibliotecas oficiales y -a euro la docena- en los anaqueles de los libreros de viejo.
Ha sonado también la hora de las ediciones y las biografías que se dicen definitivas (¡qué osadía!). Y algún historiador descarriado de sonoro apellido ha perpetrado una nueva biografía cervantesca que, según dice, supera a todas las anteriores, ignorando con inaudita soberbia las que ya existen, como las de Jean Canavaggio o Andrés Trapiello, o la novísima de Manuel Fernández Álvarez. Un modo como cualquier otro de ordeñar el presupuesto. Mientras tanto, nadie aclara las autorías discutidas, los lugares oscuros de su obra o simplemente el sentido de sus opiniones como ser humano inteligente y crítico. La labor callada de sus bibliógrafos desde hace décadas o la de un excelente editor del falso Quijote de Avellaneda de hace pocos años ha sido la menos jaleada y agradecida de todas porque el verdadero saber y el estudio serio no son estimulantes para la audiencia televisiva o (¿para qué establecer diferencias?) el salón de actos institucional.
En cambio, nos encontramos a eximios teólogos, farmacólogos, futbolistas, opinadores (el producto más acabado del periodismo implume), cocineros, malabaristas mediáticos, comunicólogos, cantantes, pornógrafos o videntes que nos han revelado los mismos secretos que ya conocíamos de sobra y que, para colmo, suelen ser o falsos o trasnochados. Brotan también las novelas que aprovechan el viento favorable del centenario y, tirando del presupuesto, no falta nunca quien publique esos fárragos oportunistas. Pero todas estas gentes pertenecen sin discusión al rebaño que el gran Carlos Martínez Rivas llamaba en su mejor poema los "publicadores de libros", gentes sin razón ni corazón que se retiran temprano para medrar escribiendo muchas páginas sin mérito.
Por suerte, la hojarasca se la llevará el viento de la historia, que ya se llevó la, en general, pésima literatura crítica de 1992, entre otras cosas. Confiemos en que el ecosistema cultural se renueve y que los mismos pájaros de mal agüero se posen en otros árboles o sobre los hombros de escritores de menos enjundia, y dejen descansar al pobre Cervantes. Que tiemblen los Quevedos, los Lopes, los Pérez Galdós..., aunque ninguno es tan vulgarizable (por tan paciente y humilde) como el gran don Miguel, que no se merece el montón de honores dudosos y de páginas borrajeadas que han caído sobre él y que observa seguramente a estos escritores y expertos como miraba a los malos poetas del Parnaso, y les desea la misma suerte con infinita resignación, como vivió su propia vida. Ni el tradicional cervanterismo manchego de patillas de hacha ni el moderno quijotismo pluricultural de las hordas de la Biblioteca Nacional deben asustar ya al soldado de Lepanto, que pudo sospechar incluso en vida que hasta sus contemporáneos ignorarían sus lecciones de novelista revolucionario, que sólo fueron escuchadas en Inglaterra o Francia en pleno XVII y que aquí, en Sansueña, sólo condujeron a la Vida de Diego de Torres, zurcida con frases de Quevedo escritas un siglo antes, o al pobre novelón del padre Isla.
Aun así, veremos durante décadas bastantes libros molestos, que ocuparán espacio en las bibliotecas y que el erario público habrá costeado. Afortunadamente, la mayoría de las merendolas y belenes que describo, ni siquiera dejarán volumen alguno que añadir al monumento fúnebre que se le ha construido con papelotes y engrudo. Un soplo de viento se los llevará, cuando no los liquidadores de libros institucionales o los traperos, como sin duda sucedió con el monumento de Felipe II, del que Cervantes tanto se burló en un soneto perfecto. Al fin y al cabo ya han cumplido la misión de ser esos turrones burocráticos de los que hablaba don Juan Valera en sus cartas.
Si algún Ministerio nos ha ofrendado algunas de las más insignes demostraciones de falsa modernidad y de oportunismo cultural, en forma de un banderón intragable y de un Quijote hip-hop, casi todos los pueblos de La Mancha se han subido a este improvisado Retablo de las Maravillas para promover reclamos aldeanos y localismos; y hasta un gitano sevillano, Eugenio Carrasco, ha escrito un libro en el que convida ingenuamente a los personajes quijotescos y a su autor a comer marisco en restaurantes de esa ciudad porque -explica, en verso- que Cervantes "es todo jamón serrano" y que Sancho Panza es gobernador de Triana y no de Barataria, en pleno Aragón. Así, la elegantísima letanía que Rubén Darío dedicara en 1905 a don Miguel se nos ha convertido ahora en estos versos de Carrasco: La extinción de la España cervantina ha propiciado que el ejército de acomplejados militantes de la modernidad escénica no haya escatimado esfuerzos para convertir a Alonso Quijano en un mindunguis cualquiera, según el capricho del aspirante a genio. Bajo el patrocinio de lo contemporáneo, los fabricantes de artificios, con la insolencia que los caracteriza, han invadido los eventos del IV centenario, implantando apócrifos al por mayor. A pesar de la diáfana claridad con que Cervantes retrata el personaje, resulta sorprendente constatar la tenaz obstinación actual para endosarle a su cargo toda clase de gansadas. Desde que no hay un Dios castigador, cualquier nulidad se atreve con los clásicos.
Aquel manco de Lepanto
que fue Miguel de Cervantes,
sus obras tonificantes
son de verdad un encanto.
Y por eso yo le canto,
más que todo a su Quijote
y a Sancho Panza. ¡Qué lote
de inteligencia y de gracia!
Ora pues por su prestancia,
ora porque queda a flote.
Ese barco de belleza
lleno de literatura,
de refranes y frescura
que navegó con grandeza.
Hay que decir con franqueza:
es una obra de portento,
que bordó con su talento.
Obra a la que tanto quiero,
para quitarse el sombrero
y un olé con sentimiento.
Este ampurdanés, para mí el más agudo hombre de teatro de estos medrados tiempos, escribía estas líneas en aquel programa de mano al que ya me he referido:
No ha sido éste nuestro propósito. Nos hemos sumado al IV Centenario con la buena intención de hacer visibles determinados rasgos del auténtico Quijote, enfrentándonos en desigual batalla a esta obsesión timadora que caracteriza el momento artístico. Obviamente, aquel mundo singular ya no es el nuestro, pero sigue siendo un goce indescriptible revivir, sólo por unos instantes, algunos destellos de la novela y establecer careos con el presente.
Siendo el careo muy significativo porque ha enfrentado a Cervantes, que ironizó sobre la cultura de su tiempo con los representantes más conspicuos de la incultura del nuestro. Por eso mismo los verdaderos estudiosos de la obra homenajeada casi nunca han sido invitados a esos costosos festejos, así como Cervantes no lo fue en su vida a ninguna fiesta de los poetas políticos de su tiempo, hoy bastante olvidados, como los hermanos Argensola y compañía. Y es que la gloria, la verdadera, se paga generalmente con ese silencio. Seguiremos entonces leyendo las páginas de Castro, de Avalle-Arce, de Eisenberg, de Gaos y de otros sabios y omitiremos los deleznables programas de televisión, las pésimas esculturas callejeras, los belenes, los campeonatos de fútbol, las banderas triunfales, los congresos de supuestos cervantistas, las cancioncillas, los reclamos turísticos, etc. En realidad, como ya vio Forges en una viñeta publicada durante el homenaje a Federico García Lorca, el vertedero de los centenarios oportunistas sólo hace daño al sufrido ciudadano de a pie, que de todos modos se merece siempre un varapalo cuando no termina de reconocer que ni ahora ni nunca ha leído la obra de la que se enorgullecen algunos de sus paisanos menos tontos que él.
Estamos ante otra confirmación de que, como decía Marshall MacLuhan, el medio es el mensaje: el Quijote resulta ser su propia sombra mediática, su proyección en la nada, su olvido mismo. Un libro que nadie lee y un autor famoso entre analfabetos funcionales, esto es, un mensaje vacío para un medio inane: televisión o radio, kiosco o debate entre ignorantes diplomados. Y un centenario de mucho ruido y pocas nueces que se celebra a sí propio y se olvida de su mismo pretexto: un pobre escritor de hace varios siglos que sólo quiso expresar irónicamente su desengañada visión de su patria y sus gentes.
Esta conmemoración-sonajero tomo prestado el neologismo a Juan Bonilla- seguramente despierta oleadas de falsa cultura o culturilla siempre entre los mismos, los eternos beneficiarios de invitaciones institucionales, que llegan con el carnet en la boca. Pero así todos perdemos, y no sólo impuestos, sino tiempo, energías, paciencia y especialmente las ganas de leer a Cervantes, que parecen haberse desvanecido. Los carteles sobre actos conmemorativos estúpidos nos miran desde las paredes; los eruditos a la violeta nos amenazan desde la televisión o desde cualquier palestra con cervantizarnos y quijotizarnos, femininizarnos y sindicalizarnos, mancheguizarnos y aun cosas peores. Ellos, que son los Sanchos o, más apropiadamente, los Panzas- de la situación, que cobran hasta por los azotes y que sólo quieren ser gobernadores y legisladores sin estudios y sin leyes, y aun sin saber leer, no pasarán a la historia. Quedará en el ambiente un ruido cada vez más tenue y quizás oigamos la coplilla con la que Alejandro Gándara resumía hace unos meses el Quijote hip hop de la Biblioteca Nacional:
Heme aquí, tan friqui (...)
con las rosas bien regás,
los colegas en el trullo
y una banda de capullos
coreando mi verdá.
En fin, después del año de Cervantes y de sus numerosas prolongaciones buenas, malas o peores, probablemente nuestro mejor escritor caerá en un olvido proporcionado a la dimensión y la calidad de los fastos que ha suscitado sin querer. Hablarán nuestros descendientes en los tiempos por venir de esta celebración como la de un increíble hidalgo menguante. Para muchos de ellos, el cuarto centenario será una conmemoración de triste figura, casi menesterosa, paupérrima intelectualmente. Otros, más incisivos o mejor informados, señalarán a un centenario de Monipodio más que de Miguel de Cervantes. De todas formas, el hastío del centenario, que ahora a su pesar hereda el pobre Mozart, cederá su lugar al silencio y a la nada. Para entonces el Ingenioso hidalgo habrá dejado de existir y Cervantes se desvanecerá de la historia de la literatura para convertirse en protagonista del show business, del espectáculo histórico, apto para todos los públicos.
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