Y
dijo,
este es mi cuerpo.
Cuerpo tierno y blanco como la entraña cálida del
pan, como la miga blanda que aún nos huele a madre
entibiada, a madre limpia, a mandil de madre recién lavado.
La
semilla golpeada, triturada: que se abre, se hincha, se inflama hasta
formar un alma desnuda, transparente.
Toma
mi cuerpo, y cómelo;
toma esta carne mía para endulzar tu boca; desciende hasta
el centro oscuro de la pulpa, y conoce allí el regusto
amargo de la almendra.
El
de Jesús es el cuerpo simbólico que, en sus
innumerables facetas, recoge la multitud de cuerpos. En él
se depositan cada uno de aquellos que en la parusía
habrán de resucitar bajo la luz del mismo sol que adoran,
rodeados de los mismos cuerpos que antaño amaron.
II.
Con
qué certitud, honda, existo. Existo todo entero, contenido
en los costados de mis músculos, esparcido en las
márgenes compactas de los huesos. Alma soy que sobre la piel
se extiende, y allí con dichosa complacencia se reconoce. No
como en la imagen simétrica del espejo, sino alargada en el
eco de un mar donde se mece la cadena infinita del recuerdo. Memoria de
miríadas de seres, de todo cuanto se reunió hasta
dar en mí. Memoria dichosa porque permanece, porque le es
posible recorrer, en un sólo instante, axial, el espacio
curvado de los siglos. Más allá de mi cuerpo nada
alcanzo.
Hablamos
del cuerpo, y nos parece ajeno. Precisamos de otra lengua donde las
palabras rebasen todo atisbo de diferencia. Tan plenamente coincido con
él que puedo justamente repetir, con Merleau-Ponty,
soy
mi cuerpo.
III.
Descartes
escindió la conciencia del cuerpo. Éste
quedó reducido a mera extensión,
res
extensa, materia opaca donde
difícilmente podía cohabitar con un alma.
Descartes reinstauró, la arcana tradición
órfica del cuerpo-prisión (
soma-sema).
Carne que es triste cáscara, tosco recipiente de arcilla que
se quiebra cuando cae al suelo. En esa carne se sumerge el
yo,
el alma obligada a purgar su olvido, navegando a través del
laberinto, tanteando la superficie de la sombra.
Cuerpo
oscuro, en cuyas aguas se agitan las pasiones, las fuerzas turbias que
avarician una chispa de luz. ¡Oh, cuerpo desolado, enamorado
de su alma! Jesús creyó en la
resurrección de la carne, imaginó un tiempo en
donde la carne y el espíritu se conciliaran, transfigurados,
redimidos bajo una sola claridad. Un Monte Tabor en donde edificar
nuestra morada.
Este
es mi cuerpo. Lo siento latir,
encabritarse, rebullir, abandonarse a un hambre indefinible. Todo lo
devoraría: los planetas, las mujeres, los
árboles.... Descartes lo diseccionó con el
escalpelo de la razón analítica. Al hacerlo,
hirió también al alma. Un cadáver, y
un alma lacerada.
Ego cogito...,
pero ¿desde
dónde
es que puede decirse
Yo pienso?
IV.
No
es verdad que
el cuerpo ocupe
un lugar entre el yo y el mundo [i].
El cuerpo
es
el yo, y también
es
el mundo. Hablar del cuerpo es nombrarlo todo; que desde él
se hace posible el habla. ¿Qué, fuera de un
cuerpo, puede existir? ¿A qué ser sino a un
cuerpo le es permitido hablar? Los cuerpos sueñan, y al
soñar edifican esa ilusión que llamamos vigilia.
Se reconocen en los límites que ellos mismos instauran. En
los cuerpos todo encuentra su centro, de ellos todo procura para
alcanzar su existencia.
Vive
en tu cuerpo, es tu cuerpo [ii].
Qué
enigma -tan al alcance de la mano- saber que la carne se enciende
(ella, que es una amalgama de células, de átomos,
de energía...), y estalla en el relámpago de la
metáfora, en el diluvio de la música. Desde esas
aguas larvarias donde los protozoos -paramecios, radiolarios,
diatomeas...- se agitan bajo una tempestad de luz, de polvo
transmutado, y su mano traza en el aire el vuelo irisado de un
pájaro, la vibración fosforescente de una
melodía.
Un
cuerpo no es sólo un cristal que refleja otros cuerpos, sino
un azogue vivo que reproduce la orografía imposible del
sueño. Desde el humus vegetal, desde la cerrada densidad de
la piedra, a través del cuerpo brota como un prisma la
palabra. Y, desde ella, fructifican universos, constelaciones de
ángeles, de dioses, de demonios...¡
nadie
sabe lo que puede un cuerpo!
[iii]
V.
Soy
algo más que el territorio de la piel. Caigo,
también, hacia lo hondo. Me escondo, subterráneo,
y transito por los meandros de las venas, de las vísceras
-el páncreas, el hígado, looos pulmones...-. Seres
enmudecidos, palabras cenestésicas, de esta masa que
envuelve y que sostiene eso que llamo
yo.
Y ese
yo
que yo soy los ama con un amor profundo, de avarientas
raíces.
Como
un árbol creciendo hacia su abismo,
precipitándose hasta el centro compacto de su alma. Y que al
llegar allí se cierra, se recoge en un sinfín de
signos. Alientos que quisieran ser acariciados por las manos, ser
besados por los labios.
En
la enfermedad la carne parece desnudarse y mostrarnos su
envés, su adentro, lo mismo que un guante que se vuelve.
Entonces creemos escuchar las voces confusas de las
glándulas, reconocemos la fisiología oculta de
las células. Persiguiendo un lugar en el país
abierto de la luz, para saborear el sol cálido de cada
tarde. Sólo el dolor de un cuerpo clavado en la madera,
atravesado por la lanza, ennegrecido por la muerte, nos
sitúa sobre el horizonte inefable de la nada.
¡Y
tener que morir, renunciar a los destinos insospechados que tramamos!
¡Tener que acallar con arena los murmullos que en el seno de
la carne borbotean! Este cuerpo que cada uno es no se resigna al
silencio. Él ama la voz, porque él es palabra.
Por eso configurará de nuevo la arcilla, se
erguirá desde su mudez hasta lograr otra vida más
alta. Decidme, ¿
porqué
no hemos de poder volver al mundo mientras seamos capaces de adquirir
nuevos conocimientos?
[iv]
VI.
Yo
también amaba su cuerpo,
se lamenta en
Ordet
el desconsolado esposo de Inger. Inger ha muerto pero, desde su muerte,
como Lázaro, se levanta para continuar cumpliendo su destino
en la tierra. (No nos des, Señor, otro cuerpo que
éste. No nos hurtes nuestro pequeño cuerpo, este
país donde la dicha adquiere la justa dimensión
del hombre. Cuando nos resucites, hazlo a un mundo idéntico
a este mundo. No queremos un alma descarnada, una conciencia de humo
que a nada puede asirse
, ni
un paraíso donde no cabe la sed ni la palabra).
Un
alma es un cuerpo que se sabe, un cuerpo que en sí mismo
descubre su reflejo. Demasiadas son las máscaras de un
cuerpo, múltiples sus disfraces. Sin su alma, un cuerpo se
volvería mudo; al buscarse sólo
hallaría olvido. Sin su alma el cuerpo de los hombres
sería semejante a la anatomía desnuda del mineral
o el viento. Y el cuerpo es
la
permanencia de un oleaje interminable [v].
VII.
Carne
fagocitaria, devorada por un hambre de manjares sutiles, por una sed de
sangres imposibles. Ebria, se defiende con garras, con profusos
colmillos que horadan la tierra hasta dar en el tuétano
macizo de la fruta. Como un reptil se interna en la humedad musgosa
donde el metal germina. La carne es el lugar donde el deseo habita; y
lo que ansía un cuerpo es otro, y otro..., inacabables
cuerpos. Cuerpos que sobre él se depositen, y lo adensen.
Con
cuánta febril glotonería los ojos se alimentan de
formas, de colores, que luego habrán de acumularse en el
fondo del corazón. El cuerpo es una lente, un vidrio que
titila con un rayo de luz en la mañana: llega hasta
él la claridad, y lo atraviesa, y después se va.
Y en los labios queda un ligero sabor de luz desconocida.
Esto
que siento aquí, empalabrado, retenido en las
sílabas, es un cuerpo. Un verbo conjugándose en
la alquimia infinita de los signos.