Miguel Florián

Gilgamesh

Prólogo de Julio Asencio


 

Tablilla del Poema de Gilgamesh

 


 

GILGAMESH, DE MIGUEL FLORIÁN

El don poético esencial de Miguel Florián es la expresión de la emoción a través de los sentidos, intermediarios primordiales entre el individuo y la realidad exterior, entre el sujeto lírico y el objeto en que se refleja, de modo que su poesía se cifra fundamentalmente en ese continuo trasvase sensitivo entre los dos hemisferios, una efusión de vívidas vislumbres que acaban vertiéndose sobre el papel con depurada transparencia. A este respecto, una de las claves de esta poesía es el acto genesíaco de nombrar los elementos del mundo natural en que la vida y el hombre adquieren significado, pues al nombrarlos el poeta los revela de nuevo y los recrea en su rito divino como la luz del alba hace renacer cuanto yace invisible bajo las tinieblas de la noche.

Miguel Florián posee una voz poética, a la par leve y sustanciosa, que trasmina auténtico sabor, tacto, color, belleza, en suma, una poesía plenamente sensual donde adquiere preeminencia sobre los demás el sentido de la vista, la mirada, la retina. Un verso representativo lo expresa con exactitud, hasta el punto de que el poeta lo enuncia tal cual, aun con idéntica disposición tipográfica encabalgada, tanto en Gilgamesh como en otro de sus poemarios, Habitación 328 y otros poemas: “Cada pupila / busca volverse piel”, imagen que aúna esa ansiada síntesis sensible que Florián persigue en su poesía, en la cual alienta una doble y legítima aspiración. Lo primero, su ímpetu animista –neoplatónico– de llegar a ser más queriendo transustanciarse en naturaleza viva, de ahí que diga en Gilgamesh: “Cuando abrazo los árboles / me reconozco en ellos, como si fuera / un vegetal remoto”, la pulsión de liberarse de los límites que le impone su caduca sustancia humana en pos del sueño de perdurar arraigado a lo terrestre. Lo segundo, indisoluble de lo anterior, su afán de resolver el enigma de la muerte a sabiendas de que la maravilla de existir lleva en sí misma el estigma de su irremisible finitud, según se trasluce en estos versos de Gilgamesh: “Qué podrá apartarnos de la sombra, / ampararnos en el tiempo intacto, / la edad limpia de entonces”; o bien en esta otra reverberación de su inquietud ante lo inevitable: “Cómo alcanzaremos a desandar la muerte / y traspasar su puerta (esparcirse en su azogue, / derramarse a su nada)”. Y es que el poeta no anhela sino una muerte luminosa semejante a la que imaginara el visionario de Juan Ramón Jiménez, a saber, una suerte de disolución panteísta del ánima que certificara que el haber vivido merece la pena.

Mas no hay Thánatos sin Eros. Precisamente, buena parte de Gilgamesh ahonda en la vertiente sexual del hombre, cuyo centro en esta poesía es la mujer amada y deseada. Ya lo advierte el propio Florián en su preliminar: “En El poema de Gilgamesh se reúnen los misterios que han fascinado al alma humana a través de los tiempos. Uno de ellos es el de la sexualidad. Ésta se presenta allí como factor civilizador, de tal manera que a Enkidu, tras el trato carnal con la prostituta sagrada, se le hace posible el acceso a la iluminación racional. La sexualidad le despierta del sueño cerrado de la inconsciencia animal”. Así, por encima de la mera consumación del deseo carnal, el poeta busca en el cuerpo amado “transmutarse en ave, [...? ser de nuevo / árbol, el agua del arroyo, / los maizales”... El tránsito trascendente que, desde la carne, conduce al sustrato elemental de la naturaleza, la vuelta al humus primigenio del que procedemos: “No era lujuria, era un deseo incierto / de reducirme a ti. De caer a tu cuerpo / y rebasar tu piel, de desandar el dédalo / cerrado de la sangre. Y regresarme allí, / irme ovillando como simiente ávida / y diminuta. Y regresar de nuevo”.

Si convenimos en que la poesía propende a trascender el momento para proyectarse hacia lo eterno, Florián nos enseña que ello sólo puede lograrse mediante el trance retrospectivo que supone la anamnesis platónica, esto es, la rememoración del origen del ser que el alma racional olvida al nacer y cuya reminiscencia quedó impresa de forma inmanente en el espíritu que la anima. Dicho a la manera manriqueña, el poeta ha de predisponer a su alma dormida para que recuerde -despierte- y recobre su conciencia verdadera. Más aún que una poética en estricto, he aquí toda una filosofía de la existencia que envuelve omnipresente la obra poética florianiana.

Sentado que Florián entiende la poesía como retorno a las raíces del conocimiento, a la pureza germinal de los sentidos en virtud del poder evocador de la palabra, el venero originario de donde bebe no puede ser otro que la infancia, vedado dominio de la memoria en cuya magmática intemporalidad no se oponen sino que se amalgaman lo vivido y lo soñado, el instinto y la razón, la conciencia y la inconsciencia... Una frase a propósito del autor sentencia la cuestión en su ensayo titulado Poesía y memoria: “La evocación fiel y precisa amenaza el libre desenvolvimiento del devenir”. Con recurrente unción, el poeta abunda en su querencia de reencarnarse en el niño que fue desvelando maravillado el mundo y aún palpita en su corazón, vuelto indefectiblemente hacia ese edénico ayer ya remoto que tuvo lugar en los campos de su tierra nativa, allí donde su espíritu se fraguó en íntima y armónica fusión con la naturaleza: “Busco la flor azul, el pan de aquella tarde, / la antigua sed, la espiga, aquella boca”. Ahí, en los sedimentos de la memoria sensitiva, permanece detenido aquel mágico lapso de inmortalidad de la niñez que únicamente los sentidos mismos pueden rescatar reavivándolo en el instante del poema. En Poesía y memoria, Florián afirma: “La repetición, única forma (inconstante) de permanencia a que podemos aspirar. Y en ese juego de contrastes, entre el olvido y el recuerdo, es de donde emerge, fugaz, la autoconciencia, el cogito que propiamente somos”.

Eso es la vida, nos deja entrever el poeta: una sucesión de instantes que, irreparablemente, se van trocando uno tras otro en pretérito dentro del ciclo vicioso -el eterno retorno nietzscheano- de vivencia y recuerdo del que aquél no consigue sustraerse, lo que le urge a intentar retener con la palabra esa fuga imparable y celebrar con fruición el momento antes de que se disuelva en la nada... En definitiva, en esta poesía de los sentidos la nostalgia no significa simple añoranza del pasado, sino desgarradora carencia de las emociones puras que fueron moldeando la sensibilidad de aquel ser infantil que vivió libre y a salvo, en su inconsciencia, de los estragos del tiempo.

"Y creces hacia dentro,
hacia la pulpa del azar,
alimentas la sombra,
aventas las semillas,
vuelves a la raíz, arañas
los muros de la muerte".

JULIO ASENCIO


UNA CONSIDERACIÓN

 

A José María Ramírez Loma

Titular Gilgamesh un poemario es seguramente una temeridad y una vanidosa apropiación que exige una justificación. Mucho he dudado en servirme del nombre del legendario héroe de Uruk pero, después de considerarlo detenidamente, no me ha sido posible encontrar un título más oportuno. Y es que los poemas que forman este libro fueron surgiendo justamente a partir de la lectura de El Poema de Gilgamesh, la más arcaica epopeya de la humanidad de que tenemos noticia.

Mi encuentro con la leyenda del héroe sumerio Gilgamesh (“el que vió lo más hondo”) se remonta a los años juveniles. De inmediato quedé fascinado por ese lejano (y a la vez tan próximo) personaje que habría de encerrar en sí todos los intrincados arcanos que se irán hilvanando a lo largo de los siglos en nuestro imaginario literario. En El poema de Gilgamesh se reúnen los misterios que han fascinado al alma humana a través de los tiempos. Uno de ellos es el de la sexualidad. Ésta se presenta allí como factor civilizador, de tal manera que a Enkidu, tras el trato carnal con la prostituta sagrada, se le hace posible el acceso a la iluminación racional. La sexualidad le despierta del sueño cerrado de la inconsciencia animal. El poema es, asimismo, un conmovedor homenaje a la amistad: entre Enkidu y Gilgamesh se establece un vínculo tan estrecho que no habrá de romper la muerte. Imposible no reconocer su huella en otras amistades paradigmáticas como la de Aquiles y Patroclo, o la de David con Jonatán. Pero donde el texto alcanza su cima más elevada es al mostrar el esfuerzo titánico del ser humano (Gilgamesh) por desentrañar los arcanos de la muerte y el inútil afán por alcanzar inmortalidad.

Desde aquel encuentro inicial, he leído muchas veces el poema en diferentes ediciones en español: la de E. A. Speiser (traducido por J. A. G.-Larraya), la de Federico Lara y, últimamente, la de Joaquín Sanmartín, entre otras más que no me parece oportuno reseñar aquí. Por su belleza, no por su rigor, he preferido servirme para las citas que encabezan los poemas, la versión que el gran poeta catalán Agustí Bartra hiciera en 1963 para la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México y que nueve años más tarde publicara en España la editorial Plaza Janés.

Desde hace aproximadamente cuatro años las relecturas de El Poema de Gilgamesh fueron moviéndome a redactar una suerte de glosas líricas en torno a algunos de sus pasajes. Así se constituyó este pequeño poemario, como una suerte de comentario lírico al antiguo texto mesopotámico. Son poemas resultantes de una aproximación estrictamente emotiva, de tal manera que, en muchas ocasiones (si no en la mayoría), la relación directa con el texto original no es expresa para el lector.

Por cuanto he dicho se comprenderá, insisto, (y espero que se me excuse) que no pude titular el poemario sino como lo he hecho, Gilgamesh.

MIGUEL FLORIÁN


 

Quien ha visto el fondo de las cosas de la tierra,
todo lo ha vivido para enseñarlo a otros,
propagará su experiencia para el bien de cada uno.
Ha poseído la sabiduría y la ciencia universales,                     
ha descubierto el sentido de lo que estaba oculto.

		Epopeya de Gilgamesh, Tablilla I, columna I

 


 

Adentrarse en el alba, perderse en la arboleda,
sentir brotar el trigo entre las manos 
y la amapola ardiente. Aspirar el hinojo, 
el áspero tomillo. Recoger el rocío,
ver el mundo surgir, caer enfebrecido
en las fauces hambrientas de las bestias.
 
Ser la brisa que mece un instante el vilano
para romperse luego, disperso, en el espacio.

 

Con los rebaños se deleita bebiendo. I, 2 En mí la sangre de la tierra, desordenada, ancha, el viento mudo que agita los renuevos. Bajo los pies el rumor de la grama, el sueño de las larvas, el incierto apetito de la lengua lasciva indagando la sombra de otra carne, y regresar a la inicial ceniza.
Dos días estuvieron sentados junto al agua I, 3 El vuelo blanco de las aves sobre la tierra herida. La luz horizontal del alba, los labios yertos de los hombres. El aire transparente, la intacta certitud de la mañana. El cielo limpio, la claridad del agua.
Con las bestias se deleitaba bebiendo I, 4 Demorarse en la espera, recogerse en un átomo de vida limpia. Abismarse y colmar la medida de la edad solitaria, y devenir animal intacto bajo el viento. (Cada pupila busca volverse piel, caer hasta la carne, hundirse en la humedad del cuerpo). Animal avariento que acecha en el vapor de los espejos.
El hombre tu amor habrá conocido. I, 4 No conozco tu cuerpo, sólo sé de tu huida, tu tiniebla, ese musgo que crece en tu costado. Sólo sé de la urdimbre secreta de tus labios. Imaginé tu carne, la ladera escarpada de los senos. El precipicio informe de tu sexo.
Se quitó el vestido y sobre ella reposó. I, 4 No era lujuria, era un deseo incierto de reducirme a ti. De caer a tu cuerpo y rebasar tu piel, de desandar el dédalo cerrado de la sangre. Y regresarme allí, irme ovillando como simiente ávida y diminuta. Y regresar de nuevo. Y volver a nacer idéntico a tu cuerpo.
Él se acercó y poseyó su belleza I, 4 Precipitarse al légamo, desandar sus caminos, descifrar el nudo cerrado de la carne. Los cuerpos confundidos, mezclándose en su vaivén de vegetal y llama, de raíz que se pierde, de fruta henchida que se expande en la luz. El agua que se ensancha, el viento que golpea la piel, y la dispersa.
El deseo amoroso llena todo su cuerpo I, 5 Avaricia, informe urgencia de transmutarse en ave, de ser de nuevo árbol, el agua del arroyo, los maizales. Lascivia, la brevedad que ocupa las fisuras, deseo puro, intacto, de completar la carne.
Ahora comprendía, era sabio su espíritu. I, 4 Regresar, romper la finísima escama que nos une al misterio, el hilo gris que nos ovilla y apaga la conciencia. No reconocer la voz de la materia porque somos metal, hierro fundido que se vence como una boca inerme.
Pero al verlo, las gacelas emprendieron la huída. I, 4 El cazador separó los labios, pronunció palabras semejantes al viento, idénticas al agua. Indescifrables signos, sellados como el grito del ave en el crepúsculo, o el murmullo avariento de la raíz abriéndose en la tierra.
Mi fuerza se ha convertido en debilidad. II, 2 La mujer que dormía a mi lado, la mujer que apacentó las fieras en mi pecho ha dejado de amarme. En mis pupilas sólo queda la imagen errónea de su cuerpo, la línea quebrada del deseo, el hilo lacerante de la dicha que espera. La mujer que yo amaba se ha llevado el perfume del alba, la madreselva idéntica a la miel, el vértigo de la piedra que cae, el umbral inmóvil de la carne. Me he derrumbado, vacío, sobre el polvo, como un cedro abatido, avariciando una vida más honda, como un fruto que presagia la gravidez desnuda de la noche.
Lo guió hacia los verdes pastos. II, 2 Esparcirme en la umbría azul de las palabras y devorar el sol, y sentir en mi carne la espada gris del sueño como savia profunda, igual que quien abarca el mediodía y aspira la altura de los álamos, y siente aletear los gorriones en su pecho.
¿Por qué has dado a mi hijo Gilgamesh un corazón sin reposo? III, 2 Hasta que mi lengua no roce su corazón, hasta que la espesa sangre no corra por mis brazos, no habré de contenerme. Me supera el destino, la memoria desconoce el sendero que conduce a la dicha, la ruta que desmorona la vida, que se abre hasta el reino donde todo coincide.
Todo cuanto hacen los hombres no es más que viento. III, 4 Abismo imposible de colmar, y vuelvo a caminar de nuevo junto a ti, veo pasar los coches como surcos de luz. Siento cómo te acercas, el crujir de tus botas, el roce de la pana. (Y no logro alcanzarte, y te vuelvo a perder.) Ahora mezclo en el viento las palabras, clasifico las sombras, las raíces, indago inútilmente la perdición del tiempo y la memoria.
Que tus ojos vean lo que la boca ha anunciado. III, 6 Qué podrá apartarnos de la sombra, ampararnos en el tiempo intacto, la edad limpia de entonces, el frío de diciembre (del orégano alto que dejaba en las manos el rumor de las aves, el laurel oscuro que se rompe, su perfume profundo). Cuando abrazo los árboles me reconozco en ellos, como si fuera un vegetal remoto.
Y la montaña les trajo sueños V, 2 La pureza intacta de la escarcha, el hambre de la piedra, el ave oscura que se aleja, y la lluvia ancestral atravesando la dureza del tiempo. Líneas que nada delimitan, que no contienen nada. (¿Es tal vez el alba la piel de un animal vacío?) Es muy dulce acercarse al horizonte limpio de algún vuelo, a la quietud cerrada de las piedras.
El sueño, destino de los hombres, lo venció. V, 3 Cayó su corazón en el cuenco del sueño, rodó hasta las aguas vacías del olvido. (Cómo poder amarte si ahora duermes, si están quietos tus labios). Nos dejó la mañana uno al lado del otro, como torsos de mármol devastado, como esfinges vencidas por el tiempo.
Sígueme hasta la morada cuyos habitantes no tienen luz. VII, 4 Este es el cuerpo, la carne germinal que limita en la piedra, que arde y luego escapa a su región sin luz. El alto cuerpo de cada amanecer, en un tiempo imposible de nieves y de árboles.
¿Qué sueño te ha invadido? VIII, 2 He de llorar mi llanto más aciago, derramar sobre ti la sangre más abierta, levantar estas piedras, romper estos crepúsculos y cegar con ceniza el alto mar de enero. He de llorar un llanto sin memoria, amargo, que anegue el universo, hasta cubrirlo de espinas, de alambres, de cuchillos… Un llanto mineral que me devuelva a ti.
Tienes el rostro quieto y no me oyes. VIII, 2 En la inmovilidad de las libélulas, en el incendio de las chicharras, vuelves a tenderte sobre aquel heno seco, recoges los sarmientos del alba, alzas hasta los labios la amargura del mar, como esas lomas lamidas por el viento, como el cuerpo aquel de la mujer que te veló el destino. Vas hundiéndote bajo la turba de la tarde. Y no comprendes nada.
Abraza al amigo como a una amante VIII, 2 He tocado en la sombra el límite del fuego, la piel de los lagartos, la humedad de las algas, y no estabas allí. Sólo estaba tu hueco, la hondura de tu muerte, el envés de tus labios.
¿No moriré yo también, como Enkidu? IX, 1 Se desmorona el tiempo entre mis manos, me voy rompiendo en él, me voy abriendo a su cernada. Cruza la gaviota el cielo, un barco traza su línea quieta sobre el mar. Y poseo su luz.
Me pondré en camino, en busca del consuelo. IX, 1 El cielo claro hoy, ayer la muerte cubrió los ojos de tinieblas, de negros pájaros las manos. Ahora el cielo es azul, y aquella oscuridad permanece en los ojos. El cielo es claro. Ayer era la muerte.
Ese que se acerca tiene un cuerpo divino. IX, 2 La inminencia de otro cuerpo más alto, más azul, más transparente. Persiste su huella sobre la piel, aún escucho su eco en el recuerdo, más extraño, como si no hubiera de regresar la luz. Oí su voz sonora, limpia, cuando brotaba exacta de mi boca. La voz enorme de otra vida. El hálito que henchía los pulmones, que me hablaba de un existir más grande.
Sobre la muerte y sobre la vida deseo interrogarte. IX, 3 Cómo alcanzaremos a desandar la muerte y traspasar su puerta (esparcirse en su azogue, derramarse a su nada). Una muerte de pájaros y de ríos celestes, con la cal más intacta abrasando los muros y la raíz abierta de la palabra dulce (arándanos manchando de alegría los labios). Muerte limpia, escindida, como una sangre enorme o un páramo cerrado de cuerpos que se pierden, y el universo hondo en la pupila, gritos de astros que sollozan, de lluvias, de papeles y sábanas revueltas. Cómo, por qué camino morir hasta esa muerte.
La oscuridad era completa, no veía la luz. IX, 5 Descendieron mis labios a tu muerte, a esa bruma que colma de arcilla la garganta, como basalto inmóvil. He tocado tu muerte, y aquí la tengo ahora horadando mi pecho, hendiendo mi memoria, pesándome en el centro más turbio de la sangre. He creído en la noche atravesar el mar, aquel mar donde habitabas tú. Dame otra vez tu voz, hazme un sitio en tu muerte.
Su rostro era el de un hombre que llega de muy lejos. X, 1 Estaba sentado sobre la hierba seca, y su frente brillaba, se entornaban sus ojos buscando algo remoto, el eco de otra luz. Y la tarde caía sobre la tierra yerma. Más allá de sus ojos ardía el horizonte. En sus pupilas se reflejaba el viento, en su frente descubrí una señal, el signo que se marca sobre los condenados.
La vida que persigues no alcanzarás. X, 1 Procedo de la tierra y del silencio. A nadie pertenezco, de soledad y hastío se edificó mi casa. Mi destino fue viento y fue hojarasca. Me cobijé en el frío de la noche y sus astros. No me sentí con fuerzas de habitar otra vida.
Las aguas de la muerte son profundas. X, 2 La urraca, el arce, el otero enmudecen. Lo que llamamos voz es muerte, únicamente muerte. Ceniza es lo que llamamos voz. Pasa el viento su mano sobre el sueño. Regresa a la memoria el liquen amarillo en la corteza, la leche honda y fresca en el atardecer. Insomne el mar me ignora.
Una vez que hayas llegado a las aguas de la muerte, ¿qué harás? X, 2 Oigo crecer la luz, elevarse desde la médula de la tierra, desde el enorme abismo de la muerte. Arde el mundo, ingrávida la luz escapa por mi sangre.
Nunca ha existido tal senda X, 2 Busco la flor azul, el pan de aquella tarde, la antigua sed, la espiga, aquella boca. Un niño troncha la rama nueva de la luz, y agita la aulaga abrasada. Sonríe. (Dame tu luz, le digo). Me desconoce. Calla.
He temido a la muerte y he huido a través de los campos. X, 3 Y creces hacia dentro, hacia la pulpa del azar, alimentas la sombra, aventas las semillas, vuelves a la raíz, arañas los muros de la muerte. Te viertes en el seno del instante, donde aguardan los actos
No sé cómo callar, no sé cómo gritar. X, 3 Con qué voz nos hablamos. (La palabra, una llaga de acero, nos distancia.) Entre la vida y la muerte, un surco, una lámina inmóvil de silencio. Como un cristal que penetra en el fuego, inerte, nos separan palabras, y quedamos enmudecidos todos. Todos muertos.
No he encontrado nada que fuese feliz. X, 5 Conozco la desdicha, tomé su fruto amargo, lloré desde tu muerte la muerte que me busca, recorrí los abismos que la lengua jamás acertará a nombrar. (Y los días radiantes, el ancho amanecer y el crepúsculo que consumía al mundo). De no haber sido tan dulces los labios que besamos, de no haber sido tan tersa aquella piel y tan blandos los senos, te habría acompañado.
¿Acaso construimos casas para siempre? X, 6 Todo se vuelve ocaso si la lengua lo nombra, aunque parezca que un instante se detiene en la luz, igual que la libélula encarnada, aunque sus alas irisadas nos repitan que algo, su belleza, no cambia.
El nombre de la planta es: El viejo se vuelve joven. XI Persigo la tibieza de la carne, la certitud de sus palabras, el aura circular de la boca inmóvil cuando recoge el brillo de los astros, la ingravidez de los murciélagos (cuanta semilla aguarda en el vacío de sus alas.) Persigo las horas más oscuras, y cerrarme, y ser crisálida que crece a lo profundo. Persigo la pulpa de la luz, la brevedad del agua fría en el relente que se interna en las manos, y luego se derrama adentro de la piel, y cae al alma.
Los antiguos días se han convertido en barro. XI ¿Todo es piedra, y oscuridad, y duda? ¿Nada más el vago murmullo de las ramas, de la noche de abril entre los labios? ¿El perfume dorado de otra tarde? La memoria sin nombre de las hojas, los renuevos lascivos de la muerte…
En nada te veo diferente de mí. XI He ambicionado el viento, su hojarasca, cuanto de extraño y alto se elevaba en el aire. Los vilanos, las aves, los insectos.
Y el duelo de la tierra lo embargó. XII, 2 Dolor, dolor inerme somos, como un fruto. Crece el dolor tan lentamente, lo sentimos tan niño que a veces lo confundimos con la dicha. La mudez del dolor, y de repente se alza, levanta su testuz y nos abate. Nos sabemos dolor, inciertos, como un fruto.
El destino no se ha apoderado de él. XII, 2 Nuestro destino depende ahora del capricho, del azar de una piedra que desvía su rumbo y se interna en el tiempo devastado. La vida se posa en el murmullo, en el rumor del tallo. Y el jaramago tiembla en la soledad inmensa de la noche. Un candil en la mesa, el libro sigue abierto, resuena en la memoria la voz de la sirena, cae el hombre en la tierra, los astros acompasan la gris monotonía de su aliento, la ceniza envuelve los cabellos.
Enkidu y Gilgamesh conversaron. XII, 3 Acaricio la sombra, el bulto gris, su hueco. Indefensos veo caer los pájaros. Ayer tus ojos no mentían, sabían descifrar el humo denso que brota de la tierra. Es difícil conversar en la lluvia, y te has puesto el impermeable rojo que te devuelve a la niñez. Caminamos uno al lado del otro, absortos, soñando que habitamos el mismo mundo.
Quiero sentarme para llorar. XII, 4. Sondeó las márgenes abiertas de la muerte. Una vez más sus ojos se cubrieron de polvo, y lloró sobre la palma rugosa de la piedra, y su llanto era ciego y antiguo, igual que lava endurecida. Lloró como llora la arena, con la fuerza del mar, un llanto de raíces, de piedras, de animales. Un llanto avaricioso, lleno de sed y de crepúsculos, que arrastraba la soledad innumerable de los astros y la sangre del hombre que se aleja. Continuó llorando inclinado en la piedra.
Comeré de la planta y volveré a los tiempos de mi juventud XI La juventud buscó, el blanco espino, su bálsamo, la sangre nueva. Y se quedó dormido.


 

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