Miguel Florián

Perséfone

 

Frederic Leighton: El retorno de Perséfone

 


Para mí el pasado es, en algún sentido, lo más real.

                                                  Iris Murdoch

NOS ESFORZAMOS POR TRANSMUTAR LA PIEDRA EN LUZ, en hoguera la sangre. Alzamos la mirada aguardando una dádiva, el agua nueva, la chispa de otra llama, el tiempo renovado en las pupilas... (Te miraba, y mis ojos se cubrían de muerte, de la amargura gris de los destinos, del secreto azul de la tristeza.) Una gota de luz iba cayendo hasta la sombra, diminuta, en la mudez de los metales, en la inmovilidad de las semillas, en el vuelo quebrado de los pájaros. Una mano se ofrece, una mano imposible que se abre y no alcanza otra mano (de mujer, ni de dios) contra la brevedad de la memoria. El hueco, el centro del temblor, el ápice inmóvil de una brasa o una sangre que se vierte en la multitud de las edades. Y su dolor que busca la palabra, que crece desde la avidez del tiempo (de mi tiempo) y aventa sus esporas. No sabemos poblar tanto destino. (No puedo con la muerte, mejor que nos llegue adormecidos, cerrados en la nítida infancia, nunca ya la conciencia lacerada que trama la existencia imposible). Y los ojos se velan con lágrimas antiguas. Llora Calipso junto al mar y Odiseo se aleja. Llora también Andrómaca (llega hasta mí tu llanto, Andrómaca, la de los blancos brazos) porque presagia la muerte de Héctor, de su esposo, el más noble y recto de los hombres. Y Casandra llora. Veo a Démeter buscando a Coré, la doncella, en el mundo de los vivos (y está muerta). Es Perséfone y habita en otro sueño. Calipso jamás regresará a los brazos de Ulises, jamás se juntarán sus labios en el beso. La brisa agita vidas que pudieron ser mías y no logré apresarlas. Y la carne se afana por poblar otro existencia, otro cuerpo lacerado por la espada del tiempo, por el filo letal de los deseos (oh, ven, un instante tan solo, confúndete en mi carne). Regresa incierta el alba, otra vez se renueva la antigua lumbre, para arrastrar la tierra hasta su luz y volverla cristal. Yo amaba su cuerpo. Y ella estaba a mi lado, imposible, rozándome. Veo a la hermosa Inger luminosa en su muerte. Yo buscaba su aliento, el roce de su cuerpo. Porque yo amaba su carne viva. (No me toques, dijo el resucitado). Aún la veo muchos años atrás, en otro espacio: es un cuerpo perdido en el andén del metro. No parece posible que este temor de sombras, que este muro de luz devore la tristeza. Ni el lejano lamento de un pequeño, ni el campanilleo de la cuchara en la taza de té. Algo erró en mí, una grieta muy breve se abrió y trazó otro destino; tal vez el tronco desplomado con sus hojas inversas. Siento el perfume rosado de la adelfa brotar en mis raíces. Un instante, no te vayas, demórate un instante, no te escondas detrás de las palabras amables, detrás de las miradas oblicuas que se escurren sobre la superficie de los muebles; el instante en que llegas a mí como una diosa que emerge de las aguas. Miro las velas de los barcos como plumas que un amor imposible abandonó en tu espalda en la vida cerrada del origen. El mar redondo, dorado, el mar... (El mar, el mar...) ...un animal hambriento. Como tus brazos, Perséfone, el mar... (¿Existió aquella dicha o surge ahora, vacía, en la memoria?). Dormimos arrullados por el amor del mar y no sabemos despertar. El mar, el mar... (que es olvido, contra la crueldad del tiempo) el mar que todo lo crea, que todo lo destruye.


 

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