M.ª Ángeles Pulido

Bagatelas

 

Anónimo: Máquina de coser

 


LA OFRENDA


Pequeñas lágrimas de fuego brillaron en la oscuridad junto a la ventana de Sumailla. Saltaban chispeantes chocando contra el cristal como niñas revoltosas que pretendían llamar la atención. Tal insistencia le hizo acudir al reclamo comprobando que no venían solas sino acompañadas de millones de hermanas gemelas y supo que venían por ella. Necesitó pocos minutos para ponerse el largo vestido blanco, colgarse los fetiches y pintarse la cara con los signos sagrados. Salió de la cabaña sigilosa y caminó casi hipnótica siguiendo la larga y majestuosa senda que le habían preparado aquellos vistosos destellos. La fulgurante lengua serpenteaba rodeando la aldea y el bosque hasta llevarla a los pies del anciano volcán andino que desde hacía muchos años permanecía en letargo. Un leve temblor de tierra seguido de un pequeño rugido pareció el bostezo de aquella morada de dioses y espíritus. Algo molestó su sueño y lo estaba demostrando expulsando de sus entrañas muestras de sus mortíferas vísceras.

El sagrado monte dominador del clima, proveedor del agua, responsable de la fertilidad y protector del pueblo bramaba de ira y esta debía ser calmada para evitar desgracias y calamidades. La última vez que el volcán se quejó, de nada sirvieron la gran suma de carneros y corderos que se ofrecieron en sacrificio. La muerte y devastación fue el castigo enviado en respuesta por tan pobre ofrenda. El curaca hechicero del poblado y otros curanderos e idólatras de lugares cercanos decidieron preparar a una doncella para ofrecer su virgen cuerpo al amo y señor, esperando así ser perdonados por desatar su furia.

Pronto Sumailla se encontró a los pies de la colosal y poderosa montaña. El ejército de centellas le conducía ladera arriba como una adiestrada tropa que cumple infatigable con la misión confiada. Durante la travesía, sentía una inaudible y sobrehumana voz que, desde la cima, le succionaba la razón y la doblegaba. Una lenta lluvia de cenizas cubría poco a poco sus vestiduras y pequeñas rocas incandescentes volaban con furor rozando sus miembros. La altura y el fuerte olor a azufre dificultaban la respiración pero, seducida por la indómita belleza del paraje, no retrasó el paso. No supo cuánto tiempo empleó en subir, no recordaba que las heridas sangrantes en los pies descalzos le dolieran, ni recordó haber sentido miedo. Llegó por fin hasta la cúspide donde la esperaba el cráter más vivo y hermoso que pudiera existir y sus ojos se quedaron clavados en las seductoras danzas de fuego que emanaban de él. El extremo calor derritió su piel, los enérgicos destellos cegaron sus ojos y los roncos rugidos la ensordecieron, pero nada nubló su mente. Dentro de su cabeza resonaban sin cesar las palabras del indio hechicero que, durante meses, la había estado preparando para esta honorable ofrenda.

Sumailla pensó muchas veces en aquel momento. Soñó que el Gran Dios de la Montaña la envolvería en sus brazos de lava, la besaría con sus labios de fuego y la haría suya para siempre sobre su lecho de cenizas. Ahora, justo al filo del cráter, el cortejo había comenzado. Una dulce emulsión de gases acarició toda su piel, un profundo eco le susurró sensual al oído, y un ardiente elixir rojizo y oro le cubrió sus pies ascendiendo por su entrepierna. El pecho le galopaba excitado, había llegado su gran momento. Cuando adelantó una pierna hacia el vacío y se sintió caer, dos finas hileras de lágrimas resbalaron por sus mejillas dejando por el camino gotas agridulces que jamás serían ya consoladas.

 


VIEJAS AMIGAS


El primer día que llegué a trabajar al servicio de la familia Salazar me acogieron con una delicadeza exquisita. Tenían preparada para mí la habitación más alegre de toda la vivienda con un enorme ventanal cuyo enrejado servía de reposo a numerosas aves que se paraban a cantar y por donde el sol se colaba descarado acompañándome durante gran parte del día. Lo primero que hizo la señora de la casa fue llamar a su hijo para presentarme y advertirle que tenía que tratarme con respeto. Acto seguido se volvió hacia mí diciéndome:

—Yo seré la que siempre trate contigo; seguro que nos entenderemos muy bien.

Ese primer día me dejó descansar y acostumbrarme a mi nuevo hogar y fue a la siguiente mañana cuando, muy temprano, se acercó hacia mí sonriente para darme mis primeros trabajos. Estaba nerviosa pero me esforcé en hacerlo lo mejor que pude y, cuando hube terminado, me dedicó las mejores palabras de admiración que podía esperar. Cada día me encargaba cosas muy diversas e intuía que en realidad estaba probando hasta dónde daban de sí mis habilidades. Yo no me acobardaba sino que ponía todo mi empeño y vigor para que el resultado fuese el más óptimo posible y siempre me lo agradecía con franqueza y sin titubear. Era muy fácil sentirse feliz trabajando para ella.

A los pocos días, el pequeño de la casa hizo ademán de molestarme pero rápidamente su madre lo alejó de mí con unas palabras que me hirieron profundamente:

—No te acerques a ella y no se te ocurra tocarla, si no la tratas bien puede hacerte mucho daño.

No demostré ningún enfado, seguí trabajando como si no hubiese escuchado nada aunque me sentía muy dolida, y lo peor era que mi condición me impedía pedirle explicaciones. Por fortuna esa misma noche comprendí su actuación.

Tras la cena, el señor Salazar le preguntó a su mujer si estaba contenta conmigo a lo que ella respondió que estaba encantada. Le contó además que reprendió al niño cuando se dirigía hacia mí sin buenas intenciones y que tuvo que exagerar advirtiéndole que era peligrosa para que no lo volviese a intentar. Ambos rieron con la anécdota y yo me sentí inmensamente mimada.

Había días en que me hacía trabajar hasta agotarme pero otros en los que me dejaba reposar el aliento. Yo jamás replicaba y ella me correspondía canturreando y alabando mis resultados. Formábamos el mejor de los equipos, ella con su cariño y delicadeza hacia mí y yo con mi absoluta lealtad y perseverancia hacia ella. Las semanas, meses y años pasaban sin que ninguna inconveniencia se interpusiera en nuestra buena relación y, aunque el paso del tiempo nos estaba debilitando, envejecíamos juntas con el orgullo de no habernos defraudado jamás la una a la otra.

Cuando era joven nunca imaginé que los años me maltratarían; por más que lo escuchaba de los demás siempre creí que yo sería una excepción y que me conservaría lozana y con energías hasta el último día. Ya ha pasado demasiado tiempo de aquellos ingenuos pensamientos; ahora veo llegar mi ocaso y noto cómo las fuerzas ya no me acompañan igual que antes, cómo mis extremidades se ralentizan y cómo mis huesos chirrían en sus movimientos necesitando ungüentos y visitas del especialista para poder mantenerme. Ella me cuida ahora más que nunca y ya apenas me da trabajo. Sus consumidas y temblorosas manos tampoco dan mucho de sí.

Una tarde me presentó a una criatura muy especial, su nieta. Se sentaron muy pegadas a mí y escuché cómo le explicaba con dulzura y paciencia a la niña:

—Olivia, yo ya soy viejecita y pronto me iré al cielo, ahora te toca a ti cuidar de esta vieja amiga mía. Nos hemos acompañado durante mucho tiempo; trátala bien. Ella también está ya mayor pero de vez en cuando se esforzará y te hará algún trabajo del que te podrás sentir orgullosa. Fíjate bien lo que tienes que hacer: pones aquí una bobina de hilo, pasas la hebra por esta aguja, colocas la tela, empujas con el pie este pedal y ya está lista para coser...

Tras aquellas palabras que parecían una despedida, mi cuerpo se trastornó profundamente y de mis engrasadas entrañas brotó una lágrima de aceite que ella cariñosamente limpió diciéndome:

—Yo también te quiero...

 


BAGATELAS


Elvira siempre pensó que todas las cosas que salían a su encuentro eran dignas de atesorarse. Cada objeto por pequeño e insignificante que pareciese albergaba una historia atrayente. Una simple canica había sido vencedora en alguna batalla, una piedra puntiaguda podía haber sido un arma letal, un cromo multicolor fue la envidia de sus amigas, un collar de pasta se lo regaló alguien muy especial, su primer rabo de lagartija la encumbró como la más valiente, una tabla de madera quizás procedía de un barco naufragado y así, un sinfín de aparentes bagatelas que ella adoraba. Guardaba sus pertenencias en decenas de cajas que apilaba en su habitación abriéndolas una y otra vez para zambullirse en el mar de historias que contenían y pasaba horas en su compañía aislándose del mundo. Su abuela pensaba que aquella afición no le hacía ningún daño y que llenaba el espacio que sus padres fallecidos ya no podían ocupar.

El accidente que la dejó huérfana ocurrió siendo ella demasiado pequeña y fue la abuela Leonor quien heredó la tarea de educarla. La veía tan feliz con sus tesoros que jamás le reprendió por almacenar tantas nimiedades e incluso a veces se sentaba junto a ella y se dejaba deslumbrar por los imaginativos relatos que le dedicaba entusiasmada, como las peripecias vividas por un viejo tornillo que sujetó una estantería, el análisis de un hueso de animal que bien podía haber sido prehistórico o el enigma de una llave oxidada encontrada en el río. La abuela exhibía toda su paciencia y exageraba el interés en cada una de las narraciones para deleite de la niña, lo que contribuía a elaborar una relación cada vez más estrecha entre ambas, sin sospechar el daño que le estaba causando con ello.

Aquellos encierros convirtieron a Elvira en una niña un poco especial. Dedicaba más tiempo a sus cajas que a jugar con sus amigas o a cualquier actividad al aire libre, y solo se dio cuenta de que se había convertido en una adolescente cuando notó sus braguitas manchadas de sangre. Su abuela le explicó que había dado el primer paso en la carrera de ser mujer lo que a ella no pareció conmoverle en absoluto. Con trece años el acopio de objetos seguía siendo su principal entretenimiento. Las cajas ocupaban ya tres cuartas partes de la habitación lo que dificultaba las labores de limpieza e impedían el acceso a ventanas, armario o escritorio. Aquel cuarto se convirtió en una especie de mausoleo sombrío donde la luz tenía que abrirse camino serpenteando entre los pequeños huecos dejados por las cajas que se apoyaban en la vidriera. El olor era indefinible, mezcla de cartón, polvo y suciedad añeja, pero Elvira se sentía cómoda y segura en ese rancio ambiente.

La dedicación a sus colecciones hizo mermar el interés por los estudios y estos se vieron seriamente afectados. Cuando los profesores citaron a Leonor para hablar de las nefastas notas de su nieta y de su nula relación con los compañeros, comprendió que existía un serio problema. Intentó abrirle los ojos para que mirara más allá de aquellas cuatro paredes, haciéndole ver que no tenía que abandonar sus preciados cofres pero debía alternar su tiempo con los estudios así como cultivar las relaciones humanas. Elvira asintió para tranquilizarla y durante varios días intentó concentrarse en los libros de texto e incluso pasear con algunos compañeros de clase pero la experiencia no resultó; se frotaba las manos con nerviosismo, sudaba y un tic nervioso no dejaba sus piernas quietas.

En cuanto huía de aquella situación y volvía a su cubículo repleto de recuerdos, las pulsaciones se serenaban y los nervios desaparecían para entrar en un confortable estado anímico. Decidió no volver a intentarlo jamás.

El tiempo pasaba demasiado rápido y Leonor sentía que fracasaba con su nieta. La dulce relación que siempre le unió a ella se tornó en una continua sucesión de discusiones perdidas. Elvira seguía acumulando inútiles fetiches que encontraba en cualquier sitio. Latas de pintura, chapas de botellas, vasijas rotas, palos de escoba, hojas de revistas..., cada objeto encontrado era digno de figurar entre sus pertenencias y a cada uno de ellos le atribuía una imaginaria historia. Un zapato podía haberlo perdido un ladrón en su fuga, una flor pisoteada la pudo tirar una novia despechada y un trozo de metal pudo ser parte de una valiosa caja fuerte. Para todo había sitio en su habitación. Una mañana, mientras la joven asistía a clases, Leonor entró desesperada al dormitorio de su nieta dispuesta a tirar al contenedor gran parte de aquellas inmundicias pero antes de comenzar reparó en una gran libreta que descansaba sobre la cama cuyo título la hizo abalanzarse sobre ella:

"Inventario y ficha de mis objetos. Volumen 41".

El interior de aquel cuaderno estaba cuidadosamente diseñado y en él se anotaba con esmero la fecha de adquisición del objeto, lugar del encuentro, nombre dado a la pieza, número de orden adjudicado, su historia particular y una clasificación sentimental en la que dibujaba un número de corazones equivalente al grado de cariño que le profesaba a dicho objeto. Entre aquellas líneas pudo leer:

- Fecha: diez de mayo de mil novecientos setenta y ocho.

- Lugar del encuentro: suelo de la cocina.

- Objeto: pañuelo lleno de lágrimas de abuela.

- Número de orden: 3615

- Historia: abuela llora lágrimas de soledad; echa de menos al abuelo y a su hija; necesita ayuda para educarme pero no debería preocuparse por mí porque yo soy muy feliz.

- Corazones: diez.

Leonor volvió a llorar; se sintió anciana y sin fuerzas para continuar.

Cuando Elvira cumplió la mayoría de edad, su abuela albergó la esperanza de que las hormonas afloraran ardientes y babearan tras algún chico, quizás así dejara a un lado sus obsesiones y se dedicara a suspirar y corretear tras su nuevo amor. Tardó en ocurrir pero un amago de relación hizo sonreír a Leonor. Durante una cena, Elvira pidió permiso a su abuela para llevar a casa a un amigo a lo que esta accedió gozosa y sin poder reprimir una exultante exclamación de alegría. La tarde siguiente recibió a su acompañante casi con los mismos honores que al rey. El chico tenía buen aspecto, parecía simpático y educado; a Leonor le pareció perfecto. Merendaron demasiado rápido, tanto que apenas pudo charlar con él. Elvira lo arrastró a su habitación y allí se encerraron hasta el anochecer. La abuela agudizó el oído varias veces tras la puerta deseando escuchar las risas, ruidos y gemidos propios de la fogosidad juvenil pero no fue así. La puerta del dormitorio se abrió y tras ella salió un chico pálido y con la cara desencajada que se dirigió hacia la anciana diciéndole:

—Señora, lleve a su nieta a un psiquiatra cuanto antes...

El malogrado novio divulgó la sufrida tarde que pasó con Elvira sin omitir detalle alguno acerca de las columnas de cajas apiladas, el inventario pormenorizado que seguía, el mal olor de la claustrofóbica habitación y la cara de chiflada que lucía mientras narraba los avatares de sus cachivaches. Desde entonces era señalada cada vez que salía a su recolección pero aprendió a ignorar el desprecio de los demás.

Se le pasó la juventud sin importarle. Caminaba siempre con la cabeza baja y una gran bolsa en la mano, recogiendo con parsimonia cualquier objeto grande o pequeño, pisoteado o sin pisar, mordido o entero, vivo o muerto, cualquier cosa que añadir a sus enseres. Paseaba un pelo largo, despeinado y grasiento; la ropa descolorida y manchada; el rostro pálido con mejillas hundidas, ojeras profundas y una espalda demasiado arqueada; una espectral apariencia que hacía huir a los niños y asquear a los mayores. Su edad era indefinida y su estado mental inclasificable.

La situación llegó a ser patética. La abuela Leonor enfermó seriamente fruto de un infarto cerebral que le dejó secuelas irreversibles robándole gran parte de su movilidad y de su capacidad para hablar. Elvira seguía dedicando todo su tiempo a la búsqueda de objetos y al cuidado de sus cajas; apenas dormía, abandonó por completo su higiene, y comía tan solo una vez al día haciéndolo, por supuesto, en su habitación. Rara vez recordaba los cuidados que su abuela necesitaba como medicamentos, aseo, comida, ejercicios rehabilitadores..., por lo que la anciana vegetaba en su cama maloliente, hambrienta y debilitada. Balbuceaba con energía cuando necesitaba ir al baño o cuando tenía hambre y, solo ante la llamada, Elvira acudía muy brevemente. La desidia de su nieta hacia ella y el abandono total de la casa la hicieron enfermar también anímicamente. Telas de araña, cucarachas y otros insectos comenzaron a habitar la vivienda. Cajas y bolsas repletas de porquerías comenzaron a colonizar los pasillos y otras habitaciones del hogar pues el dormitorio de Elvira se había quedado pequeño. Leonor se fue consumiendo no solo de inanición o infecciones sino también de impotencia y tristeza, arrepintiéndose sin descanso de no haber tirado a tiempo aquellas primeras cajas que sorbieron la razón a su nieta. Se apagó agotada, cerrando muy lentamente los párpados, esperando ver a su lado por última vez a Elvira, pero abandonó este mundo completamente sola.

Elvira se dio cuenta del fallecimiento varios días después, cuando observó un pequeño gusano atravesando uno de los globos oculares de su abuela; lloró a borbotones pero, mientras lo hacía, arrancó un mechón de pelo al cadáver, le cortó una uña, le quitó la medalla del cuello, la dentadura postiza, un trozo de tela del camisón y un gran padrastro que colgaba de un dedo y rápidamente volvió a su habitación para guardarlo en una caja e inventariarlo. Durante el entierro Elvira se sentía con una opresión en el pecho que le impedía respirar con normalidad, la ceremonia se estaba alargando mucho y ella sentía que empeoraba. La piel se le tornó blanca y sudorosa, los latidos se multiplicaron por tres y la visión se le nubló. Cayó al suelo al mismo tiempo que el sacerdote mandó santiguarse por última vez. Cuando abrió los ojos estaba en el hospital, en una habitación despejada, luminosa y limpia. La enfermera que le cambiaba el suero intravenoso expresaba desagrado en su rostro y se tapaba la nariz con una de las manos. Se dirigió a ella con desprecio preguntándole: ¿desde cuándo no se ducha usted?

Poco después entró el médico que la había atendido y le comunicó que había sufrido un ataque de ansiedad y que estaría en observación las siguientes veinticuatro horas. Aquellas palabras le hicieron más daño que un puñal en pleno pecho, no podría soportar estar tanto tiempo fuera de su casa y lejos de sus cosas. Comenzaron de nuevo las palpitaciones, los sudores y la angustia por respirar, y a los pocos minutos un nuevo desmayo la volvió a dejar inconsciente. El psiquiatra del hospital, sospechando el diagnóstico, aconsejó visitar la casa de la paciente y, efectivamente, localizaron el problema. El policía que entró en el domicilio jamás vio nada igual. El olor era pestilente, las arañas adornaban los rincones, los insectos campaban por toda la vivienda, los zapatos se adherían al mugriento suelo, el techo rezumaba moho y, a continuación, un espectáculo que parecía irreal. Montañas de cajas y bolsas se acumulaban por pasillos y habitaciones enterrando ventanas, puertas y mobiliario pero apilándose con un extremado orden; cada una de ellas estaba numerada y marcada con una fecha y todas seguían una secuencia numeral y cronológica perfecta.

A la vista del informe policial, el psiquiatra confirmó su sospecha de Diógenes, si bien en este caso existían unos matices que jamás había tratado. Aunque parecía tarde, consideró que debía intentar la terapia de recuperación con ella y, armándose de paciencia, se sentó frente a Elvira para comenzar la ardua tarea.

Elvira no soportó por mucho tiempo el interrogatorio. El efecto del último tranquilizante parecía desaparecer y, antes de que acudieran nuevamente los temblores, la desazón y la volvieran a noquear con medicinas, mandó callar al especialista para volver a suplicar que la dejaran ir a su hogar.

—¡Por favor, tengo que irme, mis cosas me necesitan!

Dos semanas después, salió del hospital con varias recetas bajo el brazo y un calendario de citas para el psiquiatra pero jamás acudió a la farmacia ni se acercó a la consulta del médico. Tras muchas semanas, el doctor se acercó con curiosidad al domicilio de tan peculiar enferma y encontró una siniestra vivienda sin más rastro de vida que la de los bichos que allí engordaban. No pudo evitar recrearse en aquella cadena de ordenadas cajas. Hizo todo el recorrido hasta llegar al final donde encontró una caja de gran tamaño, marcada con un extenso número y datada con fecha del día anterior. Sobre ella descansaba un cuaderno con el título:

"Inventario y ficha de mis objetos. Volumen 563"

Lo último que se había anotado en él le estremeció:

"Mi cuerpo me envía extrañas señales y sé que ha llegado mi día, espero que alguien respete las miles de historias que aquí guardo y que cuide y comprenda la que guardaré en esta última caja".

Temió abrir aquel enorme recipiente de cartón pero lo hizo. Allí estaba Elvira, doblada sobre sí misma y rígida, con el rostro blanquiazul que revela la muerte. Allí la encontró el destino, igual que las miles de bagatelas a las que ella, durante toda su existencia, dio vida en su corazón y en su mente.

 


CARICATURAS


El piso donde vivían en pleno centro urbano había empezado a engullirles. La carencia de espacio y aire libre parecía envejecer a los niños, y a los adultos les faltaba un lugar donde esconderse cuando no se soportaban. Eligieron un nuevo barrio que les pareció perfecto por poseer precisamente las cualidades contrarias al actual. Se situaba alejado de la ciudad, con poco tráfico, parques cercanos, y casas con jardín. La mudanza no se hizo esperar y las primeras semanas de estancia fueron inolvidables.

Siete casas con números pares constituían el vecindario.

Las vecinas del número dos siempre estaban desnudas; dos hermanas que predicaban amor a la naturaleza en su más amplio sentido y que lo demostraban paseando en público tal como vinieron al mundo. Ambas tendrían aproximadamente ochenta años y la visión de aquel despliegue de arrugas hacía que dolieran los ojos y brotaran ardores de estómago.

En el cuatro vivía un viudo pálido y con cara de pocos amigos. Sus relaciones sociales eran nulas, sus puertas y ventanas siempre estaban cerradas, y jamás se le veía durante el día. Cuando alguien hablaba de él, lo hacía refiriéndose al "vampiro" y estaba comprobado que alguna persona que atravesó el umbral de su casa, no volvió a salir.

En el seis, una pareja de mediana edad con una hija adolescente luchaban por aparentar ser una familia feliz pero los continuos gritos, insultos y portazos demostraban lo contrario. La joven, llena de tatuajes, pendientes y ropas desgarradas danzaba de moto en moto y de novio en novio con la consiguiente desesperación de sus padres.

En el ocho conocieron a los coleccionistas. Un matrimonio y sus respectivos y ancianos padres parecían competir entre ellos. Todos coleccionaban cosas inverosímiles: excrementos fosilizados, cucarachas aplastadas, restos de uñas, chicles masticados, bolas de pelusas y un sinfín de porquerías que se apilaban en estantes conformando la única decoración de la vivienda y despidiendo una pestilencia que atravesaba los muros y recorría la manzana.

En el diez, una aburrida pareja sin hijos y sin ninguna otra cosa en común, compartían techo y poco más. Era frecuente ver salir precipitadamente a algún hombre por la puerta trasera o incluso por la ventana del dormitorio y, tras él, fuertes amenazas y el disparo de una escopeta.

En el doce vivía un veterinario especializado en animales exóticos. Era normal ver por la calle serpientes, chimpancés, halcones o reptiles que sus extravagantes dueños traían para su chequeo médico. Lo conocieron cuando al marido estuvo a punto de sufrir un infarto al tropezar con un caimán en el jardín. Al oír los gritos fue presuroso para recuperar al paciente fugado.

Y en el número catorce vivían ellos que, ante aquel muestrario de personajes, eran los más raros por ser tan simples.

Aquel barrio, que en su día les pareció tan idílico, resultó ser caricaturesco a la vez que macabro. Los coleccionistas pegaban cada día a su puerta mendigando algún insecto aplastado o pelusas bajo la cama. Las hermanas seguían mostrando "sus arrugados encantos" ante las desconcertadas caras de sus hijos. La adolescente de los tatuajes vociferaba a menudo insultando a sus padres mientras ellos se abofeteaban culpándose el uno al otro. Al veterinario se le volvió a perder otro paciente y esta vez fue una serpiente que encontraron reptando por su salón. La escopeta del marido engañado sonaba demasiadas veces siendo sobrecogedor cuando lo hacía de madrugada.

A casi todo se estaban acostumbrando pero cuando el vecino llamado "el vampiro" les invitó a cenar a su casa con una extraña sonrisa, empezaron a hacer las maletas a la velocidad de la luz y, sin hacer ni un solo comentario, volvieron a su pequeño piso.

El edificio que habían dejado volvieron a encontrarlo lleno de puertas cerradas que guardaban celosamente las debilidades de quienes allí vivían. Vecinos que ocultaban sus miserias y que tan solo mostraban su cara educada. De inmediato sus cuerpos se relajaron y, a media sonrisa, pensaron: ¡más vale lo malo conocido...!

 


TACONES DE AGUJA


Una fotografía en blanco y negro con los filos blancos recortados en zigzag era la primera imagen que conservaba de la infancia. En ella me probaba los enormes zapatos de mi madre y clavaba los ojos en unos diminutos pies que se perdían en la inmensidad de aquella abertura. Mirando la expresiva carita, casi podía oír lo que pensaba: "cuando mi pie sea tan grande como el de mi mamá seguro que seré tan guapa, tan lista y tan alta como ella". Mientras la contemplaba, mi mano acariciaba instintivamente la cicatriz de la frente que conmemoraba los golpes sufridos hasta lograr caminar un buen trecho con aquellas dos barcas. Se los devolví triunfante con las punteras arañadas y una hebilla rota pero ella tan solo suspiró y me sonrió.

Conseguí mis primeros tacones junto a mi primer traje de flamenca. Creo que es una de las fotos más sonrientes que tengo y ni siquiera me importó enseñar los huecos de los dientes de leche perdidos. Del taconeo me aburrí pronto pero los dos centímetros de altura que mágicamente conseguí con ellos me hacían sentir más cerca de ser mayor y por fin podía ponerme al lado de Rosita la envidiosa y ser más alta que ella. Ni siquiera Don Martín, el maestro más estricto del colegio, fue capaz de convencerme para que me quitara los tacones al hacer gimnasia. La peor parte se la llevó Fanny, la muñeca que dormía junto a mí cada noche, pues fue sustituida sin piedad por el calzado de lunares de los que solo me separé cuando me regalaron unas chanclas de colores para la playa.

La primera vez que vi el mar fue tan impactante que aparezco en una lámina con la boca y los ojos abiertos como platos. Mis alegres chancletas me salvaron de quemarme los pies con aquella ardiente arena y me ayudaban a entrar en el agua sin clavarme las piedras del fondo. Las utilicé como pala, raqueta, barco flotante o tesoro enterrado; las podía doblar, morder, mojar..., podían ser tan versátiles que quise conocer quién había inventado algo tan útil a lo que mi abuelo respondió que fueron los egipcios hacía muchísimos años; "¡qué listos eran esos egipcios!" —pensé—. Desde entonces quedé tan prendada de aquella civilización que incluso colgué un póster de las pirámides en mi dormitorio.

En la siguiente imagen tenía los ojos llorosos y me hizo evocar escenas muy repetidas en casa. La zapatilla de mi madre se estampaba en mi trasero y en el de mis hermanos con la misma facilidad con la que nosotros le hacíamos perder los nervios. Éramos cinco pequeños gamberros con lo cual la aludida alpargata estaba más tiempo sobre nuestros cachetes que en el pie de su dueña. Intentábamos burlar el alpargatazo corriendo, con lo que conseguíamos que mamá se cansara, pero entonces ella hacía volar la zapatilla en nuestra dirección con el propósito de que alguno recibiera el golpe. Deduzco por mi triste gesto que en esta ocasión tuvo puntería conmigo.

Las socorridas manoletinas eran protagonistas en varias de las reproducciones. En las sesiones de ballet las llevaba rosas y, en otra etapa posterior en que me encapriché del kárate, las mismas se convirtieron en negras gracias al tinte en el que mamá las sumergió.

Yo siempre las llamaba las planas porque el nombre de manoletinas me daba risa, hasta que un día mi padre me puso a ver en la televisión una corrida de toros y me dijo:

"Ese hombre tan valiente que está delante del toro se llama Manolete; las zapatillas con las que se juega la vida son iguales a las tuyas y se llaman manoletinas en su honor". Desde entonces nunca más me reí de ese apodo.

Continuaba una serie de evocadoras escenas en las que el calzado deportivo no faltaba: mi primera acampada en el bosque, las barbacoas, los partidos de voleibol...

En aquellas adolescentes edades en que era traumático quedarnos en ridículo, tuve que soportar que Rosita la envidiosa se riese continuamente de mis anodinas zapatillas hasta que por fin, en uno de mis cumpleaños, mi abuela me sorprendió con uno de los pares más modernos y exclusivos que existían en el mercado juvenil. Jamás olvidaré la cara de envidia de la repelente Rosita.

Mi primer zapato de adulta tenía una cuña de tres centímetros, los dedos descubiertos y una estrecha trabilla que abrochaban en el tobillo. Los estrené la primera vez que salí con un chico y con ellos me sentía mucho más mujer. Me puse brillo en las uñas de los pies y una falda algo más corta de lo habitual para aparentar unas piernas larguísimas. Tuve la buena suerte de caerme al caminar con ellos y eso supuso que mi caballero andante me cogiese en brazos y me pegara a su pecho para más tarde darme mi primer beso de amor. Fue un beso incómodo pues el corrector de dientes de mi héroe dificultaba la labor además de dejar un leve sabor metálico pero, aun así, fue mi primer e inolvidable beso.

En las imágenes de mi juventud abundaban las botas altas de invierno, abrigadas a la par de sexys, así como múltiples modelos de sandalias en verano mostrando morenos pies con uñas pintadas de colores. Eran zapatos que mostraban sin lugar a dudas la alegría y el desenfado de tan deseables edades.

El posado de la siguiente fotografía lo decía todo. Mi primer tacón de aguja acompañó a mis primeros maquillajes y peinados de peluquería. Mis curvas se habían perfilado y yo rezumaba vanidad por todos los poros de la piel. Amores, desamores, viajes, trabajo, amistades, enemistades, marido, hijos e incontables vivencias y descubrimientos sobre la vida los trajo consigo mi femenino, alto y fino tacón que marcó el ecuador de una existencia repleta de humanos altibajos. Nunca otra época estaría tan cargada de experiencias.

La siguiente secuencia es mi más reciente historia. Pies hinchados y cansados que guardan en el baúl los presumidos y juveniles tacones para volver a calzar las antiguas zapatillas planas, cómodas y prácticas ahora modificadas con horma ancha, suave piel y buena suela anticaída. El rostro más plisado, las uñas sin pintar, las varices como adorno y la pose mucho más natural demuestran el paso del tiempo por el cuerpo de una mujer que ahora, más que nunca y con la serenidad que nos da los años, luce la más encantadora, madura y femenina de las sonrisas.

—"¡Nunca pensé que nuestros zapatos tenían tanto significado...!" —acertó a decir la clienta—. Quedó emocionada con el recorrido visual y narrado de aquella exposición de retratos que adornaban las paredes de la zapatería cuya dueña, ya abuela, recopiló y enmarcó con retazos de su vida mostrándolos al mundo entero y abriendo su corazón mientras explicaba las entrañas de cada una de aquellas imágenes. Jamás una compra le había hecho recapacitar tanto.

Compró el tacón de aguja más elegante que encontró en la tienda y se dispuso a disfrutar del gran privilegio de ser mujer. Se despidió preguntándose si dentro de unos años estaría allí su sentimental dueña para venderle las zapatillas de horma ancha que probablemente necesitará.


 

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