Luis Malaver

Tres cuentos perversos


 

Jackson Pollock: Número 8

 


 

MÁS VALE NUNCA QUE TARDE

 

a Sor y Héctor

 

     La miro a través de los estantes. Duda ante las latas de conserva. Lee las etiquetas. Las vuelve a colocar en su sitio. Avanza por el pasillo de productos y se dirige a donde estoy, pero cuatro zancadas me colocan lejos de su alcance. Ha regresado al lugar de las conservas y toma una. Casi siempre hace lo mismo; luego en casa dirá que ya no sabe qué tipo de ellas comprar. Seguro. Ya está en la caja pagando. Yo regreso por galletas danesas y ricota. Le encantan.

     -¿Pasaste por el supermercado?

     -Sí. Te compré unas galleticas y ricota. Le entrego la pequeña bolsa.

     -Yo compré unas latas de atún y otras cosas, pero... ¿Cuándo pasaste tú?

     -Salías cuando yo llegaba. Te llamé, no me oíste.

     -¡Qué extraño!

     Ahora se prepara para salir. Yo estoy en el baño afeitándome y puedo verla a mi antojo por la hendija. Conversa con ella misma. Elige un vestido; lo guarda de nuevo. Al final el verde queda sobre la cama. Suben las medias por las piernas infinitas, las manos van detrás corrigiendo el tensado. Después los sostenes y ¡esa habilidad para abrocharlos tan rápido! Se pierde del ángulo de visión y es el golpe en la frente que me dice donde estaba.

     -Disculpa.

     -No es nada.

     La vi bajar del auto. Sorteó con paso decisivo unos transeúntes y llegó al borde mismo de la avenida y esperó el receso de la circulación. Aún tenía tiempo de llegar a la oficina del banco. Tenía unos minutos. Atravesó los dos canales y se posesionó de la isla. Cuatro y veintinueve. Movió el pie derecho inquieta. Estaba sola y se recortaba sobre la fachada gris del banco. Verde con fondo gris. Un motorizado cruzó lentamente delante de ella. Se lanzó a la calle. Vi el vestido describir una parábola, un vuelo que culminó al borde de la acera impelido por una masa metálica blanca.

     Fui a mi auto. El espejo retrovisor me devolvió el tumulto de los curiosos. La esperaré en casa. Tal vez llegue hoy más tarde.


LLEGADAS ATROPELLADAS

 

a Beatriz Marcano y Beatriz Alfonzo

 

     Vigilo con emoción contenida las llegadas de madrugada de mi esposa. Desde mi habitación, o mejor, desde la biblioteca donde duermo (la última refriega de insultos me confinó a este lugar y aún no he recuperado el privilegio de dormir en una cama decente y disfrutar del aire acondicionado) en la planta alta, justo al lado de nuestra habitación, sigo cada uno de sus movimientos. Entra y cierra con sumo cuidado la puerta que da a la calle. Nomás entrar se quita los zapatos y empieza a moverse como un ladrón (la puedo mirar gracias al alumbrado público). Siempre llega muy tomada, lo cual a veces resulta doblemente divertido porque ante la presencia de Pathos, el gato, o Psiquis, la perra, suele ponerse el índice tembloroso en los labios y mandarlos a callar. La pierdo de vista cuando entra por el garaje, pero escucho sus maldiciones y groserías cada vez que se tropieza con algo y hace ruido. Pasa, a veces, delante de la puerta de la biblioteca, a la cual yo tengo pegado el oído, quejándose sordamente. Llega a su cuarto y enciende la luz. Después que escucho el clic del encendedor regreso a mi cama y duermo plácidamente. Sabemos que nuestra permanencia en un sitio nos hace reconocer y precisar, aunque estemos borrachos, la distancia que media entre la pared y un matero, esté colgado o en el piso, el lugar fijo donde está la escudilla del gato y del perro. Sin embargo, siempre tropieza con algo y escucho su lamento sordo, sus improperios.

     Ayer llegó a las tres de la madrugada. Hizo el ritual acostumbrado después de entrar. Saltearía los obstáculos en el garaje porque no escuché ni una sola palabrota. Ya estaba dentro de la casa. Ya subía por la escalera aferrándose a la baranda. Escuchaba sus jadeos por el esfuerzo, y el deslizar de las medias en los peldaños, cada vez más cerca. De pronto, escuché el ruido de un resbalón, tal vez al agotar los peldaños; después vino un ayyyyyyyyyyy y un cuerpo se desplomó escaleras abajo estrepitosamente. Escuché mi nombre matizado de llanto. Bajé las escaleras y encendí las luces. Estaba en una postura inverosímil con la cara pegada al piso. Me acerqué.

     -Creo que me fracturé la pierna y el brazo derecho -me dijo en una nube de buen whisky antes de desmayarse-.

     Cargué con ella y la llevé a la emergencia de una clínica privada. Tenía doble fractura en el brazo derecho y contusiones en todas partes. La regresé a casa dormida y me quedé a su lado en nuestra habitación. Hoy temprano me di a la tarea de colocar las cosas en su sitio, como de costumbre, además de buscar afanosamente la metra [1] en la planta baja.


LECCIÓN DE ANATOMÍA

 

a Dámaso Javier

 

     Cuando estuve hospitalizado por última vez, leí con pasión y obligado por las circunstancias, un viejo atlas de anatomía. Una enfermera compasiva al notar mi monolítica soledad, aderezada con una mirada de aburrimiento supremo incubada en el techo, se apiadó de mí y me trajo del estercolero de la biblioteca el viejo libro. Razones tenía para tener compasión: mis amigos son unos desgraciados, no visitan enfermos. Yo tampoco lo hago.

     El libro tenía las huellas de los estudiantes, marcas en los bordes, subrayados, páginas mutiladas, esquinas dobladas..., sin embargo, conservaba la dignidad en las láminas, todas ellas completas, a todo color, interesantes. Le notifiqué a la enfermera el estado calamitoso del libro. Me respondió que ella lo sabía y que, precisamente, por eso me lo había prestado. Entendí que el grueso volumen era un inquilino indeseable de la biblioteca, un pariente viejo que no se echa de la casa por el odioso respeto que... ¿se le debe? Permisado por su respuesta, dividí el libro en varias partes para manipularlo mejor y empecé a engullirlo.

     Cuando me dieron de alta ya había visitado incontables veces el cuerpo humano; tanto que creía conocerlo más por dentro que por fuera. Cuando me marchaba la enfermera me recordó que era un regalo y me obligó a meterlo en el bolso. Así hice. Fuera del hospital, en el primer pote de basura, lo dejé.

     Nunca más volví a recordar el libro hasta que una mañana mi secretaria, con el habitual contoneo de sus nalgas, me trajo la acostumbrada tacita de café. Había tenido una noche amarga por el insomnio. Todavía tenía el ánimo cuarteado y unas mariposas pálidas revoloteándome ante los ojos. Cuando se volteó para incomodarme con el balanceo de su grasa, ocurrió. Ella caminaba hacia la puerta y yo la miraba; justo al abrirla se volteó para preguntarme si necesitaba algo. La miré, pero necesité parpadear varias veces para enfocar mejor y comprender que lo que tenía delante de mí no era Silvia, mi secretaria, era un atlas de anatomía. Los pechos de Silvia que siempre había admirado, o la parte de ellos que me regalaba con sus generosos escotes, no eran ahora más que tabiques fibrosos, conductos galactóforos, grasa retromamaria, lóbulos glandulares y mucho tejido celuloadiposo cubriendo la vena mamaria interna. Pestañeé de nuevo sorprendido. Creo que preguntó si me pasaba algo, mientras yo veía que los conductos galactóforos, de quince a veinte, se dirigían a la areola del pezón y allí presentaban sus dilataciones llamadas ampollas. La sangre fluía por los ramos perforantes de la arteria mamaria interna, la grasa del mediastino se balanceaba y yo seguía con los ojos dilatados y la boca abierta. Se encogió de hombros y se marchó. Dejé caer la cabeza sobre el escritorio. Las imágenes habían desaparecido con Silvia, pero un dolor de cabeza lento e intermitente había instalado un corazón punzante en las sienes. Me retiré a mi casa a las diez. Pedí a Silvia que se encargara de todo; no vendría por la tarde.

     "Debías estar drogado", fue la conclusión de Dámaso Javier cuando le conté la historia. Le insistí, pero me dejó con la boca abierta: "tengo problemas reales por atender".

     Hoy vino Silvia, más coqueta que nunca, con mi taza de café. Hizo sus acostumbrados ademanes de gata y se me acercó para arreglarme el nudo de la corbata. Comentó algo sobre el descuido de la vestimenta de los hombres solos. Se acercó más para llenar conmigo el conjunto vacío de su perfume.

     Ahí estaba otra vez la belleza de Silvia trastocada por el músculo orbicular de los labios y de los párpados, la bola adiposa de Bichat, el conducto de Stenon y el elevador propio del labio superior ejecutando su función para recibir el empuje de mi beso. Continué. La pasión se superpuso al espanto: nervio lingual, músculo milohioideo, vena facial, músculo estilogloso y la aponeurosis cervical superficial siguieron desfilando delante de mí aun con los ojos cerrados.

     No me detuve y la anatomía interna de Silvia siguió emergiendo ante mis ojos con cada prenda que caía al piso. Después que a tirones me dejó desnudo aparecieron los músculos bulbocavernosos, los vasos dorsales del pene y los ramos escrotales de la arteria perineal en ameno contubernio con el ligamento suspensorio del clítoris, su cuerpo cavernoso...

     No olía a nada humano la oficina. Un ligero olor pastoso a página de libro viejo lo había invadido todo.


[1] Metra: Bola de jugar, canica [N. del E.].


 

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