Lecturas


 

Peter Ilsted: Mujer leyendo a la luz de las velas

 

 


Miguel Florián
La desnuda desnudez
[Francisco José Ramos: Erothema, Madrid, Ediciones La Palma, 2017.]


 

"Quien descubre el fundamento mítico del lenguaje recupera la experiencia de lo sagrado (...) En este sentido cabe afirmar que el poeta nos enseña a existir", Ludwig Schajowicz.

El lenguaje ahonda sus raíces en el mito, en su sustrato germinal, es por ello que el poeta habita el tiempo primordial del inicio, la infancia ("Un homme qui feint de vieillir / emprisonné dans son enfance", Jean Tardieu). El tiempo sin tiempo. La edad de la sorpresa, de las pupilas dilatadas como avarientas bocas para devorar, para conmemorar, lo existente. De ahí la íntima relación entre poesía y filosofía. El pensamiento racional jamás se desprendió del mito (la filosofía, "el mayor de los mitos creados por los griegos", según el parecer de José Edmundo Clemente); en el mito se alojó, desde él reflexionó y desde él se desplegó. La mirada poética y la filosófica se nutren de idéntica raíz, aunque luego -aparentemente- las ramas que nacen de sus troncos se abran, ávidas, a espacios diferentes.

Así ocurre con la palabra de Francisco José Ramos, hija del sobrecogimiento y del asombro, que se sabe ser entre los seres y se alza para celebrarlo. Es el pasmo que hace erguirse la palabra -como lengua de fuego- tan sencillamente como respirar, lo mismo que la planta que recoge la luz y la transmuta en vida. Saberse entre las cosas y nombrarlas, como un insaciable Adán al poco de ser creado.

Toda palabra genuina es vástago de la inocencia, de la íntima comunión con los seres. La cándida capacidad del alma que se siente sobrecogida y se expande, siempre hacia un dios. Todo está lleno de dioses. Sí, de esa emoción, de esa adermia es desde donde emerge el rumor, el murmullo, luego la melodía, el canto que nombra las cosas y las fecunda.

El lector atento reconocerá en el verso de Francisco José Ramos la germinación del verbo desde su humus, desde el sustrato averbal, impoluto silencio de la página en blanco. Reconocerá el rumor de las aguas, de la tierra, la pura y prístina manifestación de cuanto emerge del silencio y se inclina al silencio.

Erothema es un poemario de amor, erótico. De un amor vasto, cósmico y, por lo mismo sagrado, que despabila la luz para poblarla de miríadas de destellos que confirman el cuerpo, la carne que desea, y codicia extraviarse en el dédalo de otra carne. Al leerlo, ya desde su inicio, no podemos dejar de reconocer un aliento común con poemas como el Cantar de los Cantares, el Tarjuman de Ibn Arabí o el Cántico espiritual de Juan de la Cruz.

Se abre Erothema con cuatro citas enormemente reveladoras que sitúan al lector: una, la primera, del Poema de Parménides, a la que seguirán otras de Juan Ramón Jiménez, Octavio Paz y Fernando Pessoa. El verso de Parménides, perteneciente al fragmento 13, es este: "Concibió a Eros el primero de los dioses todos".

Seguidamante, encontramos un Introitus, umbral que abre al lector al territorio recogido, íntimo, sacral, del poemario; estructurado en cinco secciones: Cantares, Los poemas del mar, Los poemas de la luz, Los poemas de la nieve y Poema último.

Cantares, lo hicimos ver, posee resonancias que ya hicimos notar: el Cantar de los Cantares, el Cántico espiritual, pero también los Cantos de Ezra Pound. Estamos ante un enorme poema, un canto torrencial que se rompe en múltiples regatos conmemorando el cuerpo, el cuerpo deseado de la mujer amada. En este poema caudal, jalonado por los 22 caracteres del alfabeto hebreo, aparecen imágenes tan sugerentes y poderosas como estas: "el gusto anfibio del agua", "denso es el amor / que sin rostro va descalzo", "las orquídeas que llevamos dentro / y este líquido / de mar anciano" o, "Te nombro como a un secreto / que nada esconde". El deseo, el amor, el hambre, la lascivia... el grito de la carne... el precipicio del cuerpo ("¿Es tu cuerpo ese abismo?", Emilio Prados)... el vértigo de la piel que nos reclama. Y todo ello acierta a mostrarlo Francisco desde su palabra nítida, equilibrada en el vórtice del silencio, poblando de esporas el aire que se expande. La orografía del cuerpo vigilante, expectante (quién sabe lo que puede un cuerpo), su inagotable gozo que ofrece su sangre para derramarse en la música secreta y ascender después hasta la cúspide de su llama.

Sensualidad que es apetencia, que es también urgencia de saber; avidez de adentrarse en el huerto, en el templo velado de los seres. Como la diosa que recibió al joven Parménides en el umbral de la sombra y la luz. El cuerpo es axis, omphalos, centro donde se reúnen, conciliándose, las innumerables facetas de lo real: "entrégame / tu envoltura / que no sé nada / ni siquiera / a quién pertenece / este don del asombro / que perdura / y presiente / tu pecho desnudo / en el atril de mi boca".

Versos grávidos, colmados, como cálices henchidos de néctar, descendiendo verticales como una plegaria que desciende al escondido dios de la carne. "Ven a ver / estas pupilas / que conducen / a la floración / de las miradas"; "retira de mí tus ojos, que voy de vuelo".

En Los poemas del mar los versos semejan juncos y lirios que crecen en la ribera de la inocencia del decir, del balbuceo que ha acertado a concertarse.

Francisco José Ramos es puertorriqueño, sus pupilas están bañadas por la claridad azul y dorada del Caribe. Creció en una exuberante isla, la isla de la simpatía, que así la llamara Juan Ramón Jiménez. Puerto Rico es una inmensa nave que flota sobre el océano, el contemplado. En el verso de Francisco convergen la lengua castellana americana y europea; y es que en América el español se desarrolló como una planta nueva, rediviva, saturada de savia virgen, como el esqueje de una vieja planta transplantada a una tierra nueva y generosa. Es esta lengua que ha acrisolado versos como estos: Polvo serán, mas polvo enamorado; La luz con el tiempo dentro o Amada en el Amado transformada.

Las palabras van engarzándose formando un hilo vertical de lluvia, un regato vivo que empapa la amplitud de la página, como si varias voces dialogaran en un coro que las recoge en un territorio de imágenes, iconos, melodías concertadas. En otras ocasiones, la voz se alza, desde la profundidad de un magma ignoto, hasta dar en la superficie, como animal o árbol abismado que edifica la luz. Voces diversas que caen grávidas al matraz de la sola lengua, de la voz sin voz, de la desnudez desnuda, anterior a la confusión babélica, "No hay voces / ni tampoco silencios".

El poeta va avanzando, adentrándose en un mar irisado, en donde flotan pecios de naufragios. "Homme libre, toujours chériras la mer!" Siempre amarás el mar... El mismo mar de peces y barcos que cantara Lorca. Y, tras la singladura, se arriba al muelle de la "noche / luminosa / de los labios". Los labios de la amada..., cielo y tierra conjuntados. El cuerpo de la mujer, de la mujer-diosa "dicen que nacida de la espuma".

Las palabras son ahora yeguas que cabalgan las olas: están vivas, son animales extraños que alientan y se agitan. Erothema es un poemario oceánico (Es dulce navegar en este mar), es un inmenso "mar que se ha transformado en miel".

La tercera sección, Los poemas de la luz, arranca con estos versos: "FUE LA LUZ / baño de luz / en la desnudez diurna de la luz. // La sed / de estos cuerpos nuestros / colmados de luz". Los cuerpos atravesados ahora por la luz, transfigurados, como un agua nueva; son los cuerpos palabras, heraldos del fulgor. Superficies encendidas..., espejos ("hay un espejo en la sonrisa de tu voz") que recogen alas de luz, reflejos irisados, poblando la geografía del amor: San Juan, París, Madrid, La Habana...

"La diosa mortal" que prende la antorcha y nos muestra la tierra limpia, la más sencilla y cotidiana: "Brizna / alborozo de hojas / el calor de junio / y en la alcoba / vacío como el cielo". Dánae fecundada por la luz.

El verso se disemina, desbordándose como una cascada, para luego recogerse en la carne, en el cuerpo desnudo de la mujer:

				HAY
un árbol encendido
en la hondura
de la noche
Tiene el nombre
de todos los nombres
el desvelo límpido
de un bostezo
ancestral
alegre
Y el cielo
del corazón
mi corazón
Amor mío

Los poemas de la nieve son breves, cerrados, íntimos, son alcobas donde los cuerpos se funden: "Te amo / con el amor de tantas vidas", leemos en uno de ellos. Los versos son centelleos, relámpagos recogidos, que se adensan como pámpanos de cristal, para abandonarnos al helor de la nieve, a su blancura cegadora, dejándonos a la intemperie, en la estación del amor ("sobria embriaguez la de la nieve"). Hallamos algunos tan elocuentes como estos: "La niña que se lanza / sobre la nieve / y dibuja su ángel / en el preciso momento de la caída".

El libro se cierra con Poema último, un extenso poema que se inicia así: "Encontrar refugio / en el cuerpo / de la amada / mortal y frágil / vivaz y fecunda", donde la amada recoge en sus múltiples espejos, en su infinidad de máscaras: madre, amante, amiga... Y ovillarse en ella. Entrar en la mujer es adentrarse en el laberinto para quedarse dulcemente atrapado y no salir de él como hiciera Teseo.

El poemario concluye con este revelador texto del Eclesiastés: "Viento, solo viento, no más que viento". ❧

 

 


Agustín María García López
El secreto de Yotoko
[Gaspar El Pinturillas García Campano y Antonio Moya: El flamenco y la madre que lo parió, Sevilla, Edición de autor, 2016].




Rosita. ¡Ha muerto! ¡Ay Dios mío, qué compromiso tan grande!
Cocoliche. (Acercándose con miedo.) Oye: ¡no tiene sangre!
Rosita. ¿Que no tiene sangre?
Cocoliche. ¡Mira! ¡Mira lo que le sale por el ombliguillo!
Rosita. ¡Qué miedo!
Cocoliche. ¿Sabes una cosa?
Rosita. ¿Qué?
Cocoliche. (Enfático.) ¡Cristobita no era una persona!

                        Federico García Lorca:
                        Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita. Cuadro VI.


Cuando conocí a Yotoko ni era una tarde de verano ni estábamos en un jardín de Toledo; tampoco en un lugar de la Mancha cuya corporeidad se disputasen más de cien villas y aldeas. Pese a la llovizna de primavera, resistía como los valientes, sentado junto a un velador del Bar Chile, cerca de la Biblioteca del Parque y entre los pabellones del Perú y del Uruguay. Supe luego que acababa de ingresar en la Cofradía del Jarrito y la Santa Litrona, y estaba haciendo honor a su profesión de fe, dando buena cuenta de un cubo de botellines. Tenía entre las manos un libro titulado Los secretos de los flamencos, obra de la que durante más de tres décadas fuera alegre musa de la bohemia sevillana: Lucy Priscott. Como para la célebre investigadora escocesa, sus intereses iban de la mano del baile y del cante flamenco. Acababa de redactar las conclusiones de su tesis doctoral, con la que coronaba su ya amplia bibliografía. Llevaba por título El flamenco y la madre que lo parió. Como quiera que se trataba de tres abultados volúmenes, con más de mil quinientas páginas cada uno, y al considerar que a los flamencos podría ardérseles la paciencia con semejantes mamotretos, se puso en contacto con una extraña pareja artística: la formada por Antonio Moya, guionista peligrosísimo, sobre todo si se le da pan y agua a partir de las doce de la noche —hay algunos intrépidos que incluso se atreven a darle papas con bacalao—, y Gaspar el Pinturillas, capaz de cogerte a traición y dibujarte las entretelas del alma. Ambos entes casi de ficción se pusieron manos a la obra, y esta noche te ofrecen, entre los muros y el dosel de una Carbonería cuyo cisco renace de sus propias cenizas, este bello cuaderno, cuyo formato, no sé por qué, me recuerda un método de armónica de los años cuarenta que compré cuando niño en El Jueves, lleno de fotos de probos excursionistas que daban la tabarra al prójimo desprevenido con el popular instrumento.

Lo que sin duda llamaba más la atención en la figura de Yotoko era su birrete de doctor anglosajón, en el que bailaban y hacían de péndulo impertinente su cordoncillo y su borla. Lástima que esta noche nos haya llamado desde Salt Lake City disculpándose por no estar entre nosotros, y no puedan ustedes disfrutar de su presencia ni de su autorizada palabra. Siempre nos preguntábamos por qué se tocaba permanentemente con tal cubrecabezas, por más que no se hallase en solemne sesión universitaria. Sabedores de cuánto gustaba el travieso Yotoko, el sabio profesor Yotoko Losko Jones, el atrevido Yotoko, el retozón Yotoko, el perseguidor Yotoko, de los caldos andaluces, casi tanto como del vino de resina griego, Moya y Pinturillas lo llevaron una noche, quieras que no, a la calle Rodrigo de Triana, a la Taberna del Siglo XVIII, y una vez allí se propusieron desvelar el secreto del birrete de Yotoko. Le dieron a probar Vino del Cura del Pago de Morañina de Bollullos Par del Condado, Pata de Cabra de Espartinas, Manzanilla de San León y de las Medallas, Oloroso Río Viejo, Montilla y Moriles, vino rojo de Cómpeta… La eterna sonrisa de Yotoko se hizo cada vez más patente con el totum revolutum. Como tenía ya la guardia baja, le propusieron que se destocara, cosa que hizo con evidente displicencia. Y ¡oh sorpresa! Yotoko tenía la cabeza exactamente de la misma forma que su birrete de fieltro. Parecía la nariz de Pinocho, aquélla que se quedó como el tope de un tranvía cuando el muñeco de Geppetto volvía de pescar en el río Guadalquivir. Asombrados, comprobaron cómo la extraña cabeza de Yotoko era de blanca madera de pino, con un nudo en la plana coronilla por donde rezumaba una limpia y brillante resina. Sí. ¡Yotoko era un muñeco, Yotoko es un muñeco! Y su cuerpo, que puede adoptar las posturas más peregrinas, es de serrín. 

Cierto mediodía de sábado, departiendo en el mostrador de la Taberna de Gonzalo Molina con Manolo Trancoso, tuve noticia de que los invasores del planeta Tierra solían adoptar las más extrañas formas para pillarnos desprevenidos a los carajotes de los terrícolas; nada de vainas terroríficas ni de extraños ectoplasmas; mucho menos bolas de fuego o virus informáticos; lo que se llevaba ahora, lo guay, lo hípster, era la invasión bajo figura de muñecos…

(Aparte.) ¡Shhhhhhhhhhhhh!

No sé, ahora que nadie nos oye, si ustedes habrán reparado en los dos fenómenos de la naturaleza que tengo a mi lado. Si rascamos un poco en sus extrañas personas, de peculiar e inquietante sonrisa (Escudriñando los cabellos del autor más próximo.), comprobaremos cómo rezuma por sus cabellos algo que por su textura nos recuerda al Pegamento Imedio…: es resina, sí; y ese polvillo que traspasa el fieltro que cubre su espalda… (Rápidamente, extrae del cuerpo de cada uno de los autores un puñado de serrín, que arroja de inmediato por el aire.) ¡Mírenlo! ¡¡¡¡¡Es serrín!!!!! ¡Son muñecos! ¡Muñecos extraterrestres! Y, por si no lo saben, éste que les habla también es un muñeco, al que una nave proveniente de otro punto de la Galaxia dejó olvidado en la Plaza Vieja de Villarrasa, donde me recogieron. (Fuerte. Señalando al público.) ¡Sí! ¡Y todos ustedes —¡no, no me engañan…!— son también muñecos!

(Entran dos loqueros, vestidos con batas blancas, y se llevan al presentador en volandas.)

¡Soltadme, canallas! ¡Todos y todas sois muñecos! ¡Muñecoooooooooooooos! (Salen.)

(Un minuto después. Asomando por la puerta del patio.) ¿Puedo entrar? ❧

 

 

 


Francisco Martínez Cuadrado
Epifanía de la luz
[Miguel Rabán Mondéjar: De repente, la luz, Sevilla, Ediciones En Huida, 2017.]


 

Miguel Rabán Mondéjar es un joven arquitecto y lleva desde hace años un blog, Esculpir el tiempo, cuya escritura es ya una viva demostración de que la calidad literaria es una exigencia que se viene imponiendo desde tiempo atrás. Para los que conocemos estos textos, así como sus vínculos familiares con la mejor poesía, no nos puede sorprender demasiado esta irrupción del autor en el mundo de la lírica, esta luz poética que nos ofrece de repente, pues tal es el título del poemario: De repente, la luz.

Pero si este título bien podría valer como metáfora de su propio alumbramiento poético, es preciso aclararlo ahora en función del contenido del libro. Y lo primero que tengo que decir es que De repente, la luz no nos remite al conjunto del poemario, sino más exactamente a su final. En la mayor parte de los poemas, el poeta, un poco «huésped de las nieblas» como Bécquer, va buscando vestigios de esa luz recorriendo caminos de brumas, de olvidos y nostalgias, de sueños y duermevelas hasta toparse con ella.

Y ese camino se recorre en cinco etapas que constituyen las partes del poemario.

La primera parte tiene como tema central el que apunta el título: «Solo el tiempo». Presentado con una espléndida metáfora, el tiempo, «espejo antiguo», nos muestra su levedad y su fragilidad. Hay recuerdos de la infancia, nostalgia, deseo de recuperar el tiempo pasado:

                            Y volver a ser aquel niño
                            que abraza los pinos antiguos…
(«Infancia»)

Pero la luz de aquel pasado que el poeta quiere salvar del olvido, entre cuyos poros se desliza el tiempo («Luz final»), pervive en las cosas, y en ellas las busca:

                            Quizás escondida en el tiempo
                            aquella luz perdure.
  («Nostalgia y sueño»)

                            Busco alguna luz entre el polvo («Infancia»)

En el poema titulado «Silencio» esa leve perdurabilidad del pasado se expresa en otra prodigiosa imagen:

                            En el envés de las hojas caídas
                            encuentro el vestigio del agua.


El camino hacia la luz se presenta en esta parte como una lucha contra el olvido, presentado en estos poemas como un sueño cautivo o un sendero cerrado.

La segunda parte, «Los territorios lejanos», debe su título a algunos poemas de la sección donde el poeta se enfrenta a las fuerzas telúricas. Empezamos a recorrer un camino en el poemario que nos irá llevando desde fuera hacia adentro.

En el primero, quisiera fundirse en la inmensidad del «Planeta» (que es como se titula): pisar sus paisajes, su llama, recorrer sus «territorios lejanos». «Erosiones» es una elegíaca representación del tiempo y el olvido en la fuerza natural de la erosión que derriba los mármoles y agosta los olmos:

                            Las memorias, el momento pasado,
                            las cenizas de la hoguera y el sueño.
                            Todo se desvanece ya en el polvo.


«Otoño» quiere penetrar en el momento del sueño que rescata las vivencias del pasado, «los días frágiles», «las enterradas ánforas» (nueva imagen deslumbrante). Este sueño de otoño que le devuelve
 
                            Otras, otras voces.
                            Otra luz.


Dentro del juego que establece el libro con los cuatro elementos, esta sección aparece dominada por los símbolos de fuego:

                            el crepitar inmenso de la llama («Planeta»)
                            el incendio de los álamos («Otoño»)
                            las cenizas de la hoguera y el sueño («Erosiones»)
                            «Nubes eléctricas»: susurros abrasados
                            «Lumbre»: la llama que inunda el cristal / el fuego (que persiguen los ojos)

Para terminar, sin embargo, invocando a la «Noche»:

                            Alguna vez quise ser como tú,
                            y esconderme en la sombra […].
                            Tocar la transparencia,
                            ser parte del silencio.

    
La tercera parte se titula «El cielo y el mar» porque en ambos elementos se simbolizan ahora los temas cardinales del libro: el tiempo, la memoria, la búsqueda de la luz. En el conjunto de los cuatro elementos estamos, es evidente, en el aire y el agua. El cielo es, sobre todo, «la ciudad de los pájaros», pájaros ingrávidos que desafían el tiempo («ambicionan lo inmóvil») y vuelan a las regiones del misterio y del sueño.

Como las aves, también el mar desafía el tiempo, se nos presenta como imagen de la eternidad frente a la contingencia del ser humano:

                            Todos ellos [las aves y las aguas] son eternos.
                            Nosotros, en cambio, tan frágiles,
                            abrazamos el instante perdido.
(«Mar eterno»)

Antes de seguir el recorrido por el poemario querría hacer ahora un paréntesis gramatical. Y en él me gustaría destacar cierta peculiaridad en el uso de los tiempos verbales en la poesía de Miguel Rabán y en concreto el uso abundante del infinitivo (especialmente en construcción absoluta, sin depender de un verbo principal) y del presente de indicativo.

El infinitivo se llamaba hasta no hace mucho y más propiamente tiempo infinito. En efecto es una forma verbal que se proyecta hacia un futuro no delimitado. Es, por tanto, un tiempo adecuado para expresar deseos, esperanzas, anhelos. Y con este valor lo encontramos profusamente en el libro que estamos comentando:
 
                            Alcanzar los anhelos más profundos
                            en el temblor en el silencio del papel.
(«Tabula rasa»)

                           Abarcar la plenitud incierta del estío,
                           capturar la fragilidad del instante.
(«Silencio»)

                            Tocar la transparencia,
                            ser parte del silencio.
(«Noche»)

El presente tiene en esta poesía fundamentalmente un valor descriptivo, y también contemplativo: esto es, estático y extático: 

                             El mundo se hace muy pequeño,
                             y la lluvia desaparece.
                             El destino no importa.
(«Nostalgia y sueño»)

                             Una miríada de pájaros
                             trasladan el campo del bosque
                             a la ciudad sin tiempo.
(«Alas blancas»)

                             Irrumpe la luz en la sombra,
                             su temblor inunda la tierra.
(«Orión»)

Este presente resalta los objetos, los enfatiza y los convierte en símbolos de otras realidades: las olas, el mar, los pájaros, los árboles, el sol, las ciudades… Un paisaje que, sin perder su materialidad, se trasciende en signos del paso del tiempo, de la memoria, del misterio de la vida.

Esta abundancia de los dos tiempos señalados deja también al descubierto una notable ausencia de pretéritos, lo que vale decir ausencia de narración, de anécdota, de todo lo que distraiga la emoción lírica. Poesía, si se quiere, más difícil, pero también más pura, adensada en la reflexión y en la emoción, sin concesiones a lo episódico y superficial.

Y poesía muy exigente formalmente, basada en el poema breve que, precisamente por su limitación espacial, no admite el descuido o la negligencia. De ahí la precisión del verso, la exactitud de su vocabulario y la fuerza de las imágenes resaltadas en esa gramática rotunda de presentes e infinitivos.

Volvamos, para terminar, al poemario. En la sección cuarta, «Ciudades», seguimos avanzando en el camino de la concreción y este nos lleva del cielo y el mar del apartado anterior a la ciudad. Tocamos tierra, el cuarto elemento, y descubrimos la ciudad tras la duna, como una visión («Sueño rojo»). Y no solo de ciudades reales nos habla el poeta sino también de la mitológica Atlántida con «pecios y amazones anegados» y «la belleza azulada de las calles».

La ciudad es hogar (En aquel hogar soy feliz) pero también espacio de contemplación: de lluvia, de las estrellas que se reflejan en la arena («Orión») como antes el sol se reflejaba en el mar.

«Llamada» es el título de la quinta y última parte. Aparece ahora un tú que llama al poeta y le da existencia:

                           Y existir cada vez
                           que pronuncias mi nombre.
(«Llamada»)

Los primeros poemas de la sección contienen versos de esperanza, deseos de renacimiento, de atrapar el tiempo fugaz. Culmina este grupo en el poema «Carta», dirigida a ese cuya naturaleza desconocemos y que quizá se trate de un desdoblamiento del propio poeta:

                           Tráeme esquirlas de nieve;
                           de agrietados espejos,
                           de escamas encendidas…
                           Tráeme nuevos amaneceres
                           y paisajes azules
                           y vientos.

Poemas como «Tarde», «Niebla» y «Cementerio» parecen una recaída en el tono elegíaco de las anteriores secciones, pero, en realidad, son nuevas versiones del tema de la memoria, de la luz retenida y reflejada aun en la oscuridad de la niebla y en el silencio de las tumbas: 

                            En la bruma persiste la luz tenue. («Niebla»)

                           

                                              … nada dicen las piedras.
                            Sin embargo, percibo el temblor;
                            esbozo las sombras, los otros tiempos,
                            la algarabía de los niños.
                            Juego con ellos en la hierba.
(«Cementerio»)

Y llegamos así al poema final, «Letargo». El poeta vuelve a recorrer los caminos de la oscuridad, vuelve a ser el becqueriano huésped de las nieblas: la ceguera, el silencio, la sombra, el sueño, la bruma… Pero inopinadamente se produce la epifanía:

                             De repente, la luz.

Y este verso final da sentido a todo el poemario, nos lo reinterpreta. Buscar la luz en los resquicios de la memoria, del tiempo fugaz, en los débiles reflejos de los astros y las ciudades, de todos los cuatro elementos y escuchar la voz interior hasta alcanzarla al final de las brumas y los sueños.

Y como lectores esperamos que esta luz alcanzada por Miguel Rabán en su primer libro de versos no sea sino el comienzo de un nuevo y largo y fructífero camino poético. ❧


 

 

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