Lecturas


 

Amedeo Modigliani: Dibujo de Jeanne

 


Concha S. Giráldez

Antonio Muñoz Molina: Ventanas de Manhattan

[Barcelona, Seix Barral, 2007.]


"Manhattan es el gran bazar del mundo entero", nos dice Muñoz Molina, nos lo va diciendo todo el tiempo que permanecemos a su lado recorriendo las calles, mirando las anchas ventanas por las que con él y por él admiramos las grandezas y miserias de ese corazón grande de manzana herida y palpitante.

La concreción del mundo, de los seres que lo habitan, no sería tal si todo no tuviera un nombre como garantía de su existencia. Por eso, el gran narrador que es Muñoz Molina, nos recuerda que hay un mundo manhattan que late convulso porque las cosas en él contenidas tienen todas un nombre preciso, un adjetivo sorprendente, un sintagma que como una cerilla en la oscuridad produce un destello en el ánimo.

Una se adentra en la lectura de este libro como deambularía en un zoco de emociones, el verbo maestro de Molina siempre de guía, la luz de la cerilla, del destello que no cesa, abriendo el paso entre las tinieblas del que va, no del todo confiado en lo que otros sentidos le dictan, palpando la realidad con la punta de los dedos como quien corrobora una mercancía en exposición. Y sabíamos que existen edificios colosales que nunca hemos visto más que en pantallas, pero ahora sabemos que existen en la congoja y la admiración del testigo excepcional, incesante cronista, que nos los acerca y los explora. Muchos años después del poeta en Nueva York, el narrador en Manhattan nos deleita y nos obsequia con un texto de una brillantez sin parangón, y es que una se adentra en las aguas deleitosas de este discurso demorándose con voluptuosidad por los relieves de los verbos, por las sustancias de los nombres, los meandros de una adjetivación que alcanza cotas de sinfonía polifónica, como no queriendo tocar nunca orillas ni retornar al limbo de lo innombrado, a la oscuridad de antes del relámpago inaugural de la metáfora.

Y es que todo aquello que hemos visto en el cine, oído en el jazz, leído en gruesos titulares y cien veces visto en noticieros televisivos, todo eso adquiere un tinte de fábula y un matiz legendario en estas páginas. Tanto si se nos habla de exposiciones de maestros pintores como si se detalla un concierto, si se nos describe la espesa atmósfera de un club a media noche o los largos paseos por un parque oasis central entre edificios.

Junto al lujo más innoble, los detritus humanos en el lodo, junto al desamparo de la enfermedad sin cobijo, el altruismo de solitarios sin remedio, todo en una contigüidad de casilleros intercambiables, ventanas verticales por donde la luz penetra y desde donde la perspectiva se agranda.

No estamos ante una novela ni un libro de viajes, ante una memoria del escritor o una crónica periodística, pero este libro es, a la vez, todo eso a un tiempo. Y es, además, un intento, acertado, de subvertir el mundo táctil, lumínico, sensorial, del relator en una rotunda construcción literaria desde donde las palabras precisas, concienzudas y arriesgadas expenden sensaciones siempre renovadas. De manera que en sus páginas conviven las puestas de sol más pictóricas con el relato de los hechos, tantas veces reflejados por los medios de comunicación, del 11 de septiembre. Un retrato de un maestro vocacional del Bronx y el del niño que desde que vio chocar unos aviones contra unas torres no cesa de dibujar cuerpos precisos cayendo al vacío.

Las alusiones, siempre recurrentes en la obra de este autor, a la infancia rural de años (casi se diría que de siglos) atrás, nos hace tomar perspectiva del asombro y hace partícipe al lector de esa admiración por el descubrimiento constante de lo novedoso. Creo decididamente en el poder piafante de la palabra, por eso este es un libro del que nunca me hubiera gustado salir.

  


Fernando Guzmán Simón

Vivir en ese cuarto al fondo de los sueños: la poesía elegíaca de Víctor Jiménez

[Víctor Jiménez: El tiempo entre los labios (Antología, 1984-2008), Sevilla, Renacimiento, 2009.]


Pero entre tanto huye, huye irreparable el tiempo,
mientras nos demoramos atrapados por el amor hacia los detalles... [1]

Virgilio


La construcción de la experiencia y de la temporalidad


En 1966 escribió Georges Steiner su ensayo «El silencio y el poeta», donde afirmaba con rotundidad que «El poeta ha hecho del habla un dique contra el olvido y los dientes agudos de la muerte pierden el filo ante sus palabras» [2]. Del mismo modo, la obra poética de Víctor Jiménez alberga este mismo anhelo en el que la palabra conjura las huellas del tiempo y retiene, como en una casa familiar, los recuerdos más íntimos.

Ya advertía San Agustín en sus Confesiones las diferencias que existían en el concepto de tiempo, pues éste podía ser tanto una realidad vivida como la concepción íntima o psicológica del tiempo. Por tanto, hallamos una amalgama de conceptos temporales en la literatura que entremezclan el concepto unidimensional y relativo del tiempo o, según anota Husserl, un tiempo objetivo/cósmico y un tiempo fenomenológico (entendido como el flujo de lo vivido). Es en este último sentido del tiempo fenomenológico el que encontramos en los versos de «San Bernardo 10» de Víctor Jiménez, «Donde hoy una ventana,/ hubo ayer una puerta» [3]. La recurrencia a la temática de lo temporal y la inconstancia y caducidad de las cosas que nos rodean se revela como el vehículo que hilvana los poemas de este libro de tono elegíaco, donde el verso nace espontáneamente de la experiencia emocional y la reflexión intuitiva.

En esta dimensión poética, Víctor Jiménez comparte con numerosos poetas coetáneos su preocupación por el paso del tiempo y sus consecuencias. De hecho, éste es un rasgo general de su generación en la medida en que consiste en un sentimiento ampliamente extendido. Tanto en los autores coetáneos como en la literatura contemporánea el tono elegíaco se ha convertido en una constante de la poesía del siglo XX. Arraigado en la tradición poética española, el motivo elegíaco de Víctor Jiménez se debe fundamentalmente a una inclinación personal hacia la visión nostálgica de la vida, en donde este autor expresa el sentido dramático que adquiere su percepción de la fugacidad del tiempo, como desposesión y pérdida del pasado. La elegía parte de lo personal y se entremezcla con la poesía reflexiva. Por esta razón, Víctor Jiménez atenúa el tono confesional y evita, a su vez, la inadecuación del sentimiento elegíaco en un verso que fuera bien demasiado inteligible, bien excesivamente complejo.

Esta expresión elegíaca, que hallamos en los poemas «Piedra en el agua», «Tarde de enero», «El niño», «Abalorios» o «Castillos en el aire», se aleja tanto de la pobreza expresiva como del desbordamiento emocional de estirpe neorromántica. La poética de Víctor Jiménez redunda tanto en la reflexión de lo perdido como en el desengaño del presente, interrogándose en el poema «El poeta circula en el ocaso»: «¿Por qué me está cerrando/ el paso esta penumbra?». En la senda de Víctor Botas, Javier Salvago y Eloy Sánchez Rosillo, el poeta sevillano elabora una poesía equilibrada donde hallamos un verso intimista, por un lado, y un tono elegíaco, por otro. Ambos elementos se entremezclan eficazmente en el uso de un lenguaje de fácil intelección y accesibilidad.

Los poemarios de Víctor Jiménez, en especial Tango para engañar a la tristeza y Las cosas por su sombra, muestran una poesía cuyo concepto está adscrito a la poesía normalizada y antivanguardista de Luis García Montero. Sin embargo, nuestro autor no asume el carácter de «utilidad» (en el sentido de poesía ética) que el poeta granadino atribuye a la lírica. Por el contrario, comparte con el autor de Habitaciones separadas la dimensión de utilidad derivada de la posibilidad de plasmar una experiencia estética en la realidad contemporánea. Es decir, la poesía como indagación en los propios fundamentos de la vida. Y, para ello, recurre en no pocas ocasiones a la ironía como en «El color del dinero» y los versos del poema «Tango para engañar a la tristeza».

El tono elegíaco de El tiempo entre los labios (1984-2008) está relacionado con un sentido inquietante de la soledad, una mirada nostálgica de la existencia y una expresión poética que aspira a la naturalidad. Generalmente, los poemas de Víctor Jiménez eluden la evocación poética-histórica (salvo en algún caso esporádico) y se centra en la interpretación de la vida, en la catarsis de escribir poesía y en la mejor manera de conjurar el paso del tiempo. La búsqueda de aquellas cosas que se aferran a la memoria y permanecen a pesar del tiempo son los recuerdos y, en particular, la poesía. Sin embargo, la salvación del verso no siempre acontece, y la sensación de fracaso vuelve una y otra vez a los labios del poeta, como muestran los versos en «Palabras en el viento».

La palabra poética de Víctor Jiménez, ante un lugar común, opta por diferentes soluciones, pero sin libertad absoluta, pues como señalaba Roland Barthes en El grado cero de la escritura, «Las palabras tienen una memoria segunda que se prolonga misteriosamente en medio de significaciones nuevas. La escritura es precisamente ese compromiso entre una libertad y un recuerdo» [4]. Este equilibrio en los sentidos de las palabras es el que hallamos en los versos de El tiempo entre los labios, pues el poema se convierte en el espejo de la conciencia, donde los fenómenos que alberga la experiencia vital se reflejan, se conceptualizan y se rescriben en cada poema. En este sentido, la poesía de Víctor Jiménez se convierte en un saber discursivo y emocional, donde la expresión poética persigue «volver a las cosas mismas» de Husserl [5]. No es ésta una consigna con aspiraciones realistas, sino una reelaboración de los «fenómenos», es decir, de aquello que el sujeto poético posee antes de escribir: la vivencia de la conciencia. Por eso, los poemas de El tiempo entre los labios deben acabar con una pregunta retórica: «¿Por qué, como ahora el sol,/ de vuelta va mi corazón amargo?» [6].

La búsqueda de la intimidad y la revalorización de la memoria se convierten en los ejes sobre los que se construye la poética de Víctor Jiménez, donde se da una exaltación de la belleza y el mundo entra a formar parte de la intimidad del poeta a través de los sentidos. La perspectiva neorromántica de esta obra nos descubre una estética de la naturalidad y sencillez que, con medido artificio, recrea los mundos particulares de la sensualidad melancólica y la emoción elegíaca de su autor. Las referencias autobiográficas nos asaltan en un verso u otro de El tiempo entre los labios, especialmente en los escenarios y espacio donde se ubican los poemas «Taberna inglesa» o «El túnel». La figuración irónica y la ideología cotidiana de estos espacios poéticos de Víctor Jiménez encuentran su fundamento teórico en los autores del romanticismo inglés, como Wordsworth, donde la poesía es la imagen de una emoción rememorada. A su vez, algunos autores han dejado su huella en el autor de Cuando venga luz como Rafael Montesinos y su veta popular, Blas de Otero y la técnica sonetista, Francisco Brines y la poesía meditativa y elegíaca (a mitad de camino de la emoción lírica y la reflexión intelectual) y la sobriedad del verbo poético de Eloy Sánchez Rosillo. El poema se percibe como una manera particular de la experiencia que integra tanto los elementos biográficos como los culturales, donde se dan cita la emoción lírica y la reflexión metafísica, sus conflictos íntimos y la trascendencia de su experiencia vital. Víctor Jiménez muestra en El tiempo entre los labios unas «maneras» [7] generacionales que renuncian a toda aspiración de ruptura u originalidad con la tradición e investiga, una y otra vez, la construcción de un discurso poético eminentemente comunicativo, donde hallemos la fijación de la memoria. Sin embargo, frente a la condición esencial de la poesía moderna y original, los versos de Víctor Jiménez aspiran a la «normalización» [8], en el plano formal, y a una utopía elegíaca, en su sentido. Por ello, los significados de la palabra «olvido», en su ascendencia cernudiana, albergan el anhelo de permanencia que fija la poesía. Ésta, como objeto artístico, es inspirada en las sensaciones que se agolpan en los recuerdos. Mientras, el tiempo va mudando y haciendo más vaga y delgada la memoria. La poesía aprehende las emociones y los recuerdos de lo vivido, impregnando de subjetividad sus versos y luchando contra la desmemoria. Los días dejan de serlo cuando quedan fijados en la fotografía fija e inmóvil de un poema, donde se mezcla historia y ficción en el mismo plano del recuerdo. El poeta se pregunta dónde están las cosas que le vieron nacer y vivir, dónde quedaron los recuerdos y qué fue de aquellos otros que se olvidaron. Es entonces, cuando se acerca la derrota y el poeta, presa del desaliento, recurre a la ironía. En los versos de Víctor Jiménez no encontramos la parodia, sino la ironía y cierto humor amable que lo aproxima a una visión resignada y estoica ante la aceptación del destino adverso y el amor a la vida:

Comprendió que la vida
se la llevaba el viento 
y no tuvo valor 
para apuntarse a muerto (...) [9].

La variedad formal de los poemas, su ritmo y la musicalidad de las estrofas quedan cohesionados con el hilo argumental del tiempo y el olvido. De la concisión de las coplas a la amplitud reflexiva de los textos «Taberna inglesa», «Cuando anochece» y «El poeta circula en el ocaso», los versos de El tiempo entre los labios asumen una unidad de tono con un lenguaje cotidiano y cuidado, claro y preciso, que aborda la angustia del paso del tiempo con delicada contención y naturalidad. Dicho tono poético adelgaza la alegría y suaviza la tristeza, cuyo lenguaje sencillo y claro es depurado hasta el extremo. Cuando el poeta recuerda, añora; pues rememorar es echar de menos, es anhelar un tiempo pasado de los instantes, los lugares, los seres y las cosas:

Y luchar, sin descanso y codo a codo,
tú y yo, contra el olvido, Poesía,
sobre la nieve del papel en blanco [10].


Sobre la construcción del Yo


Había escrito Luis García Montero en su poema «Invitación» que pergeñar versos era un «oficio extranjero de escribir la nostalgia» [11], donde se describe tanto su vocación por indagar en la memoria («Larga lengua de mar en mi memoria» [12]) como el distanciamiento que necesita la propia concepción poética. De este modo, el poeta granadino nos recuerda la distancia que hay entre el autor y el sujeto poético. La configuración de éste, con la elección más o menos verosímil del personaje que nos habla, muestra la crítica del lenguaje poético culturalista y el distanciamiento en el verso de la postura antisentimental. En este sentido, la reivindicación expresa de lo sentimental en la poesía de Víctor Jiménez refleja la crisis del sujeto y su relación con una sensibilidad posmoderna. La muerte de la razón y la quiebra del concepto de modernidad nos traen un lenguaje poético que renuncia a la lectura ontológica del mundo, ciñéndose al laberinto sentimental más íntimo y personal [13]. El desbaratamiento de las expectativas de la modernidad nos enseña otro marco lírico, donde el sujeto aparece como protagonista u observador de la escena, cuyos personajes y hechos son dotados de cierto distanciamiento y trascendencia por el autor, como se observa en los versos escritos por Víctor Jiménez en homenaje a Miguel Hernández:

Preso de soledad y de sí mismo,
lentamente, en su celda de aislamiento,
viene y va de la duda al desaliento
y cada vez más cerca del abismo.
Condenado perpetuo al ostracismo,
como un perro de luna tras el viento,
entre las sombras de su pensamiento
busca el día y encuentra un espejismo.
Reo, en suma, de olvido y muerte lenta,
en su pecho desata una tormenta
y vive, por el rayo perseguido,
esperando mañana que, con suerte,
si bien no escapa nadie de la muerte,
al menos se le indulte del olvido [14].

La palabra es el único camino del «indulto» del tiempo y Víctor Jiménez así lo cree. Por ello, ha construido un edificio verbal que se adhiere a la expresión de sus sentimientos y que rechaza nombrar fielmente la realidad. El discurso poético se centra en la obsesión por aprehender el tiempo y proteger todos sus sueños del acecho del olvido. Es, por tanto, una quiebra del destino y de su alargada sombra quien nos trae, como en «Del tiempo y la distancia», el conflicto entre la realidad y el deseo, la experiencia y el anhelo de lo imposible. Anotaba con certeza Andrea Goin que «La construcción del sentido y construcción de la subjetividad están íntimamente ligadas» [15]. El laberinto sentimental del «yo» posmoderno hace necesario la reconstrucción de la subjetividad por parte del lector. El lugar desde el que habla el sujeto poético muestra una identidad enunciativa dinámica que oscila desde un discurso confesional hasta el uso de una poética distante y aparentemente antisentimental. De esta manera, la construcción de la interpretación textual necesita reconocer la voz que oye el lector y desde dónde nos habla. Sin embargo, el tono elegíaco e intimista transita por las páginas de El tiempo entre los labios recreando un discurso nostálgico y melancólico que parte tanto del narrativismo y el yo desplazado de «Las agujas del tiempo» como del confesionalismo del yo explícito de «Ascuas», pasando por el tú reflexivo de «Autor ante el espejo» [16].

Todo esto se reúne en el enfoque poético de Víctor Jiménez que nace del pacto autobiográfico preconizado por Philippe Lejeune [17]. Para este crítico, la compresión de la poesía consiste en un contrato entre el autor y el lector, por el que aquél se compromete a dar cuenta de su vida con la mayor fidelidad posible, aunque dicho discurso esté lleno de restricciones. Esto consigue un estatuto ficticio del sujeto que considera la función poética como un hecho de la experiencia vital. La coincidencia de la identidad entre autor, narrador y personaje en los poemas de Víctor Jiménez remite tanto a la persona real como a la convención literaria que supone el acto de escritura. Sin embargo, no encontramos en su poesía exhibicionismo autobiográfico ni una subjetividad desbordada. Por el contrario, la vibración elegíaca y la lección moral quedan atenuadas y contenidas en un discurso que, a pesar de su distanciamiento entre el sujeto poético y el autor, está dotado de una sinceridad que difumina los límites entre la experiencia y la ficción de las máscaras biográficas que recrea. Con este fin, nuestro autor practica el monólogo dramático descrito por Robert Langbaum [18] en «Otra vez Ícaro». Con ello, el poeta aspira a perpetuar en el verso su intimidad, la propia experiencia vital expresada bajo las ficcionalizaciones del «yo» y el «pacto autobiográfico». En este sentido, Víctor Jiménez sustituye las pautas filosóficas por la anécdota y la temática autobiográfica, y la expresión de vanguardia por una poesía impregnada de los avatares biográficos. El sustrato de su poética es el intimismo, bajo el signo de los criterios de la verosimilitud, la emoción y la naturalidad de una lírica que sigue unos patrones realistas o figurativos. En definitiva, retoma el esplín de Manuel Machado, la expresión sentimental y cierta tendencia a una leve introspección de tono siempre elegíaco.

El sujeto poético pergeñado por Víctor Jiménez es un trasunto del autor, pues la poesía es necesariamente una historia de vida, sin que ésta sea un diario ni caiga en la confesionalidad del testimonio transparente y simple. Dicha complejidad del sujeto poético nace inequívocamente de un sentido autobiográfico de la poesía y, sin embargo, la experiencia vital y la evocada en el poema suelen tener amplias diferencias. Por esta razón, el rescate de la memoria adquiere una dimensión más amplia y compleja que el simple recuerdo. No hay un embellecimiento de la vida, aunque el autor contempla en ella la belleza de lo caduco y perecedero:

Las dos en punto. La sirena. Y sales
en multitud al aire de febrero,
mientras la mano gris del aguacero
te corona de anhelos verticales.
Y dejas tu figura en los cristales
de mis ojos -la lluvia su venero-
cuando pintan tus huellas mi sendero
bajo los tibios, lentos soportales.
El aire de tu paso aviva el fuego.
Y en el cauce sonoro de tu río
pongo a beber con sed todos mis peces.
Borran las aguas transparencias. Luego,
como la estela blanca de un navío,
en la lluvia de ayer desapareces [19].


El pecado de escribir


Los poemas del libro El tiempo entre los labios y, especialmente, su segunda parte, titulada «El tiempo y la palabra», abordan la reflexión sobre la creación poética. Como ya advertía Jenaro Talens, todo poema resulta una reflexión metapoética a la postre [20]. En la poesía de Víctor Jiménez, esta afirmación adquiere un importancia fundamental, pues desde una visión del poeta maldito en «El poeta» hasta la ironía o el sarcasmo de «Autor ante el espejo» el poeta sevillano reescribe un único Poema como advertía Martin Heidegger [21] El símbolo del espejo se convierte en el más representativo del discurso metaficcional, pues representa la dimensión especular de la realidad y del mismo ser humano. Es decir, el lenguaje del verso asume el conflicto entre la expresión poética y la experiencia vital.

La poesía de Víctor Jiménez alberga esa búsqueda en la que cada poema habla desde la totalidad del Poema único, pero está abocado al fracaso puesto que ningún poema individual lo dice todo. De ahí que recurra a un planteamiento simbolista (mujer/poesía) de herencia becqueriana y juanramoniana, como en «Como lumbre», y elabore un leve tono narrativo, como encontramos en el poema «Suicidio». Sin explicitarlo, los versos de Víctor Jiménez nacen de la realidad compuesta por un entramado de ficciones, de manera que con la «ficción» poética se produce una crítica de la realidad. A partir de este momento, el uso de metáforas y símbolos disémicos nos desvela lecturas complejas que se ocultan tras un primer acercamiento superficial a la obra.

Para Víctor Jiménez, el sentido de la inspiración se asemeja a la lumbre. La creación poética queda «iluminada» con la evocación de lo vivido y su anhelo de permanencia en la memoria. Sin embargo, los versos de «El poema», donde el autor describe el proceso anímico de la creación poética, nos presentan el fracaso y la frustración de una poesía que no detiene ni el tiempo ni el olvido: «Nada queda del fuego/ de esta vida que arde» [22]. La poesía, como advertía insistentemente T. S. Eliot, debía conjurar lo perdido y, de ese modo, «Todos comprendemos, pienso, tanto la clase de placer que da la poesía como el modo en que, más allá del placer, vuelve nuestras vidas diferentes. Si no produce estos dos efectos sencillamente no es poesía» [23]. De modo que, a pesar de la sombra del fracaso que advierte el autor al escribir, la poesía vuelve a ser la tabla de salvación que transforma la nostalgia. Lo incierto del futuro y la memoria postrera hacen del poeta un rostro anónimo del que poco espera en «Testigo de excepción». El poeta, parodiando los versos de Antonio Machado, reflexiona sobre qué escribir en su poema «Antítesis»:

¿Se canta lo que se pierde?
Siempre que derramo el alma,
el frío la vuelve nieve. 

Se pierde lo que se canta [24].

Este «pecado» de escribir sigue siendo la demostración de la audacia del autor, para quien anotar versos es conjurar el paso del tiempo. El sujeto poético recurre una y otra vez al salvavidas de la poesía, pues el hombre no tiene otro destino que el desengaño. La experiencia de la desolación que provoca el tiempo deja al poeta únicamente con el consuelo de la poesía, pálido recuerdo, como diría Bécquer, casi en sueños, de la experiencia de vida. Por ello, en los versos de El tiempo entre los labios «late aquí el tópico de la incapacidad de la escritura para expresar el mundo, especialmente si esa realidad forma parte de los tesoros de la experiencia» [25]. En la línea de Juan Lamillar y su libro Muro contra la muerte [26], Víctor Jiménez reelabora la palabra elegíaca que pretende conceder algo de eternidad a lo perdido. Sin embargo, el poema muestra el carácter ficticio de la escritura, la inutilidad práctica de la misma y la infranqueable distancia que separa la realidad de la palabra poética. Los poemas se convierten en la vivencia del tiempo, donde se alegoriza el día sin día, y la hora sin hora. Aquí, la palabra irá a la zaga de la celebración de lo pasado, de todo aquello que haya superado la temporalidad en el recuerdo. Por ello, la reivindicación de la intimidad se transforma en una rebeldía personal, ajena a la búsqueda de la intrascendencia y a la incertidumbre metafísica.


Todas las voces la voz


Las páginas de El tiempo entre los labios de Víctor Jiménez advierten desde el mismo título una construcción de la experiencia y de la temporalidad, o de la temporalidad de la experiencia, o la experiencia temporal, que es la propia vida. Este poemario reserva la elegía al intimismo amoroso, como hiciera también Fernando de Herrera, recuperando el espacio referencial de la intimidad y lo subjetivo que poseía el género desde los tiempos de la literatura romana. En este sentido, los versos de Víctor Jiménez nacen en el constante diálogo con una multiplicidad de textos que se asimilan en su propio discurso. La enunciación lírica sugiere la superposición de numerosas voces de estirpe eminentemente andaluza como Luis Cernuda, Gustavo Adolfo Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Antonio y Manuel Machado y Rafael Montesinos, entre otros. Como ha anotado Goin, «El yo lírico surge, se funda y se legitima en el diálogo con otros poetas, pasados y presentes» [27]. Por ello, para retener el tiempo y rememorar el pasado, Víctor Jiménez ha construido un discurso que «Concibe la poesía como un sistema de espejos giratorios, de luces y sombras que ocultan y revelan, aluden y eluden hasta acabar reflejándose a sí mismos» [28]. La poesía sincera de El tiempo entre los labios no oculta la ficción del sujeto y su propia escisión con la realidad en el sustrato de una conciencia fragmentada y plural. Sin embargo, Víctor Jiménez muestra en esta antología un texto de gran cohesión, un discurso único bajo el signo de lo elegíaco que construye nuevos significados y que refleja la coherencia de la biografía poética de su autor.

Sevilla, uno de febrero de 2009


NOTAS

 

[1] «Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus,/ singula dum capti circumvectamur amore» (Geórgicas, Libro III, v. 284).

[2] Georges Steiner, «El silencio y el poeta», en Lenguaje y Silencio, Barcelona, Gedisa, 1982, p. 55.

[3] Víctor Jiménez, «San Bernardo 10», en Tango para engañar a la tristeza, Sevilla, Renacimiento, 2003, p. 9.

[4] Roland Barthes, El grado cero de la escritura. Nuevos ensayos críticos, Madrid, Siglo XXI, 2005, p. 24.

[5] Cfr. Edmund Husserl, La idea de la fenomenología, Madrid, FCE, 1982.

[6] Víctor Jiménez, «El poeta circula en el ocaso», en Las cosas por su sombra, Madrid, Ediciones Rialp (col. «Adonais», núm. 547), 1999, p. 27.

[7] Sobre este concepto, cfr. Germán Yanke, «Prólogo», en Los poetas tranquilos. Antología de la poesía realista del fin de siglo, Granada, Diputación de Granada (col. «Maillot Amarillo», núm. 26), 1996, pp. 7-46.

[8] Cfr. Luis García Montero, «El lugar de la poesía», en Luis Muñoz (ed.), El lugar de la poesía, Granada, Diputación Provincial de Granada (col. «Maillot Amarillo», núm. 21), 1994, pp. 107-112.

[9] Víctor Jiménez, «Suicidio», en Las cosas por su sombra, Ob. Cit., p. 21.

[10] Víctor Jiménez, «Descubrimiento», en Las cosas por su sombra, Ob. Cit., p. 12.

[11] Luis García Montero, «Invitación», en Poesía (1980-2005), Barcelona, Tusquets (col. «Nuevos textos sagrados»), 2008, p. 111.

[12] Ídem.

[13] Cfr. Ramón Pérez Parejo, Metapoesía y ficción: Claves de una renovación poética (Generación de los 50-Novísimos), Madrid, Visor Libros (col. «Biblioteca Filológica Hispana», núm. 94), 2007.

[14] Víctor Jiménez, «El poeta», en AA.VV., 25 años de poesía SEARUS (Antología poética 1978-2002), Los Palacios y Villafranca, Ayuntamiento de Los Palacios y Villafranca, 2002, p. 140.

[15] Andrea Goin, Aspectos polifónicos del discurso lírico, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, p. 9.

[16] Cfr. Ángel Prieto de Paula, Musa del 68. Claves de una generación poética, Madrid, Hiperión, 1996, pp. 329-368.

[17] Cfr. Philippe Lejeune, El pacto autobiográfico y otros estudios, Madrid, Megazul/Endymión, 1994.

[18] La poesía de la experiencia. El monólogo dramático en la tradición literaria moderna, ed. de Julián Jiménez Heffernan, pról. de Álvaro Salvador, Granada, Comares (col. «De Guante Blanco»), 1996.

[19] Víctor Jiménez, «Agua de ayer», en Cuando venga la luz, Madrid, Ediciones Libertarias, 1994, p. 34.

[20] Cfr. Jenaro Talens, «La coartada metapoética», Ínsula, núm. 512-513, agosto-septiembre 1989, pp. 55-57.

[21] Martin Heidegger, «El habla en el poema», en De camino al habla, Barcelona, Ediciones del Serbal (Odós), 1987, pp. 35-36.

[22] Víctor Jiménez, «El poema», en Tango para engañar a la tristeza, Ob. Cit., p. 28.

[23] T. S. Eliot, «La función social de la poesía», en Sobre poesía y poetas, Barcelona, Icaria (col. «Bagdad»), 1992, pp. 11-22.

[24] Víctor Jiménez, «Antítesis», en Las cosas por su sombra, Ob. Cit., p. 20.

[25] Ramón Pérez Parejo, Ob. Cit., p. 102.

[26] Sevilla, Renacimiento, 1982.

[27] Andrea Goin, Ob. Cit., p. 10.

[28] Ramón Pérez Parejo, Ob. Cit., p. 103.


 

Cabecera

Portada

Índice