Jorge Rodríguez Padrón

Mudanza hacia otra realidad


 

Barnet Newman: Vir heroicus sublimis

 


 

     ¿Y si leyésemos la realidad al revés? A esto parece animarnos el poeta; y para predicar con el ejemplo, pone en marcha, con la sola voluntad de su mirada y la exigencia de su palabra, la máquina de luz. Confirma y cumple así la experiencia que fuera promesa ("para mayor gloria"), en su libro anterior: este nómada quieto sale al exterior, al desvío que es adentro. No digo interior, pues suele confundirse con intimidad espiritual; habla de un dentro del afuera, de un espacio habitable sólo según qué condiciones. Las que aquí pasa a explicarnos Manuel Padorno. Subrayo, porque esta explicación -por poética- no puede entenderse en su estrecho sentido: ciertas categorías, al aventurarnos por esta lectura que se requiere inversa, deben ponerse en entredicho. Uno abre este libro y dice: siete partes de siete poemas cada una. E inmediatamente se pregunta: ¿giran en torno a un centro gravitatorio o establecen una medida sucesión? Ambos, los sentidos de su movimiento (mudanza, pues de un desplazamiento espacial y concorde se trata) hacia otra realidad. Y adivinamos su energía primera, en la doble condición -centrípeta, centrífuga- de una escritura insular; y empezamos a entender que, con absoluta naturalidad, se cumple el más arriesgado viaje: con el ejercicio de la palabra, ejercitarse en -comprometerse con- la existencia. El ritmo, que lo es todo (verso, poema, libro), un modo de respiración; escribir como hablar, con la misma intención e intensidad (síncopas, inversiones, anacolutos; gestualidad, incluso) de una palabra dicha.

     Todo empieza "justamente/ al abrir la ventana que da al mar". Y digo: la ventana, la casa, lugar de estar, una posición; pero es lugar abierto al límite u orilla (el sitio de Padorno), una disposición también. Por eso usé la paradoja (nómada quieto). Estar, sí; pero con la voluntad cierta de la inminencia, temblor y temor, porque toda poesía que no alcanza la razón fronteriza (humana conditio, dijo Eugenio Trías; y ahí lo insular se sacude su mezquina estrechez tan celebrada) no alcanza nada; o mejor, apenas llega la certidumbre del fin, y para ese viaje huelga toda alforja de este oficio. Allí, en esa zona limítrofe, la acción poética se reconoce como esfuerzo físico, y hasta corporal; y simultáneamente, como abismo por donde se precipita el conocimiento. Hallamos entonces la clave de esta escritura. El título la contiene, aunque tal vez pase desapercibida la advertencia: el asunto es la realidad; por muy otra que se diga, es la realidad; y el paso hacia su dúplica no puede ser una esencialidad abstracta (nada de "hacia otra luz más pura", como dictara Machado), la cosa es más compleja y, por ende, la responsabilidad es mayor.

     A la presunta vaguedad metafísica, Manuel Padorno opone el debate con la materia misma de la realidad, incluso cuando es luz, o cuando se confiesa sueño ("Esa persona, al fin, reaparece/ desafiando las reglas: me saluda/ con su mano real, incomprensible"). Basta con recordar qué poetas dice Padorno que le han ayudado: el anónimo autor del Cid o Bartolomé Cairasco, Góngora o Rivero. Aunque yo añadiría, más cercana en el tiempo pero desde la distante orilla oeste del espacio atlántico de nuestra lengua, el nombre de Circe Maia que dialoga con él sin saberlo. Para los unos y para la otra, como para Manuel, la distancia y tensión hacia el más allá o el afuera no es enajenación de la certeza material del mundo y de las cosas; al contrario, facilita la conversión con aquella fuerza engendradora de la inminencia: "Yo quisiera escribir del otro lado/ con mayor claridad. Con más sentido". Llamo la atención sobre la forma verbal -perífrasis con subjuntivo- que nos avisa de lo ardua que puede ser tal aventura: el tiempo no discurre, se planta en el instante de la aparición, y abre así el vértigo mayor de la existencia. Notamos el tono quesadiano, por insular, de esta voz que medita sobre lo impensable que aparece con la misma contundencia de lo conocido, pero cuya energía es diferente: "Estos días tan largos como años./ El más lento, despacio de mi vida:/ enorme ayer; eterno parecía". Cómo expresar la sacudida de la existencia, sin apelar al tiempo; cómo librarse, sin embargo, del patetismo de su erosión, si no es con la naturalidad de una palabra que se traduce en voluntariosa iluminación.

     Si volvemos a los escritores de referencia, esta poesía es -como la de ellos- una biografía; y hasta, me atrevería a decir, una novela, en el sentido de ser metáfora de la vida, y deslumbramiento o sorpresa ante la novedad. Porque ¿qué vida puede serlo a plenitud, si no se aventura en su prolongación incierta, esa manquedad que la justifica, en los dos sentidos del término? Entonces, el cuerpo se descompone y su miembros, rebeldes, salen por ahí afuera; en su desobediencia, palpan el mundo, lo tientan, para volver -poseídos por el secreto- a su lugar, su ser. Por eso es importante aquí la sensualidad manifiesta en tantos "apetitos espaciales" ("Embriagado de luz respiro, huelo/ la plantación de sales dulces, fieles,/ las dulces flores brisas invisibles"); necesario, el saboreo aéreo de un espacio "que te encantaría" (de nuevo, la sutileza de la forma verbal deteniendo la experiencia en la inminencia), energía fecundante del "jardín délfico", o esas "espumosas espigas salitrosas" de la gran cosecha atlántica... Se comprende así, como decíamos al principio, que la acción poética no es ir; y que quedar tampoco basta, para cumplirla a plenitud.

     La cosa está en la vuelta (que eso es el verso frente a la prosa) y qué hacer con lo que regresa, esa aparición inquietante, interrogativa. Porque -también lo adelantábamos- la poesía no está para convencernos del final, sino para abrir brecha por donde salir, en salto mortal (en el que va la vida) hacia el verdadero ser del mundo. Sólo en la madurez sabia de la mirada, sólo con una precisa irrupción en el orden establecido del lenguaje, el poeta puede abrirnos la puerta a la esperanza, por más que ésta nunca despoje de su trágico albur a la existencia, ni la realidad acabe diluida en ilusión: certeza de una mayor gloria. Manuel Padorno finaliza su libro intentando pasar al otro lado por una "estrecha calleja" en donde hay casas de ladrillo y flores en las ventanas; entre los adoquines, crece hierba... Pero "desemboca/ un tanto sospechosa (por el libro)/ hacia otra realidad; aquí salía". El simple adjetivo y la pausa digresiva del paréntesis contienen la suficiente carga irónica como para que la afirmación final ("aquí salía") mantenga y acreciente el temblor de la inminencia; y establezca esa raya decisiva por donde la verdadera palabra poética discurre, y nos hace transcurrir hacia el deslumbramiento.



 

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