Jorge Rodríguez Padrón

Últimas noticias de Arturo Maccanti


 

Raoul Dufy: Ventana abierta a Niza

 


 

      Aquí veo al poeta, sentado a la mesa en donde escribe, y la página reverbera a medida que su palabra, transcurriendo por ella, la enciende. Oigo también al poeta, su particular respiración como esforzada reflexión sobre acontecer tan milagroso: la dádiva que recibe, cómo darla, y cómo comprometerse al darla; y “construye un laberinto/ para los otros siempre”. Si la primera imagen -rayo de luz pasando el cristal- me llevaba a la anunciación (prodigiosa fecundación), lo que ahora oigo me pone de bruces ante la pasión, y compruebo que éste es oficio sagrado, liturgia donde gesto y palabra son siempre fórmulas de consagración. Por tanto, nunca inútiles, aunque a muchos les parezca así. Este poeta a quien miro, a quien oigo, Arturo Maccanti (1934), va dejando en la página su palabra solícita, de tono siempre apostrófico, su gesto menesteroso, sabe que éste es, también, un ejercicio de vanidad y que, como tal, encierra la doble -y terrible- verdad de ese sustantivo, cuanto los vanidosos no desean ver: a un tiempo, encumbramiento y evidencia de lo vano que tal presunción encierra, cuando -como ahora- de convivir con la palabra (y de darla, insisto) se trata. Vanidad, en ese doble sentido, la enseñanza mayor de Arturo Maccanti; su escritura es, ante todo, forma por medio de la cual se reconoce la carencia que es siempre la existencia; y la necesidad de la demasía que conlleva, aunque de antemano se sepa inalcanzable, porque el escritor, y su palabra, es materia dada “a los agudos filos de la muerte” (“El tiempo, imperturbable, y yo seguimos/ -él avanzando, yo retrocediendo-/ nuestra guerra civil”). Por mucho que sea su saber, el mundo nunca habrá de pertenecerle. Así concluye, por cierto, la andadura última de este viajero insomne que es Arturo Maccanti. Todo comenzó, sin embargo, hacia 1993, cuando Maccanti observara, con Yves Bonnefoy, que entre sus manos sólo había sombra (Nada más que sombra, Islas Canarias, 1995); cuando su escritura, animada por ese descubrimiento, se entrega a la empresa de habitar el revés. Su mirada se proyecta al otro lado, territorio que ya no está detrás, ni es estancia precedente en el tiempo; aparece ante sí como reclamo. Y el poeta se reconoce dispuesto a entrar en el abismo que se abre, tajo que lo separa del mundo (digo en sentido estricto: restos del principio que nos identifica, cripta de lo inmundo), y en su “desazón de vivir/ a la deriva de naves/ batidas por oleajes incansables”, profiere su palabra y la da. Momento de sabiduría del vacío mayor, prodigiosamente lleno, o lleno con el prodigio que sólo una palabra poética es capaz de revelar. En consecuencia, el discurso poético de Arturo Maccanti es, a partir de entonces, discurso de un lugar (orilla, balcón, encrucijada de calles) donde el poeta se detiene para decir la inminencia. No el lugar horizontal y discursivo donde halló sitio su escritura primera que ponía palabra a lo sucedido -trampa del sentimiento del tiempo, de su canción adormecedora. Lo recuerdo en el estático desasosiego (“Impromptu”) con que, desde Tacoronte, miraba el valle, en tanto la música fluía; buscaba nueva posición que habría de ser esta disposición. El espacio abierto ahora por su poesía viene de aquél, vertical y luminoso, con la música ascendente en el remoto poema recordado. Espacio, la isla: seno maternal, sumidero que engulle. ¿Acogida o anonadamiento? Esta disyuntiva fronteriza se me antoja fundamental ahora. Y en ella, Guerea, su centro. Ciudad que no es urbe enmarañada y sumisa a la constante fugacidad de lo suyo; espacio de convivencia, más bien, aunque no sujeto al anecdotario trivial de lo cotidiano: opuesto al anónimo arrasador de la primera: descubrimiento, iluminación sugestiva a la cual resulta imposible sustraerse. Dice Maccanti: Guerea, lugar mítico y místico; y puede resultar una feliz denominación. Yo lo veo -y lo vivo en la lectura- de otra manera: como la isla, espacio parvo y limitado; estrecho y finito, como la vida, pero que la contiene y ofrece (“la orilla de esta tierra,/ su parvedad de mundo”). Es también disparadero, precipitadero, cuya geometría se halla delimitada por vértices (tierra, mar, cielo) que son vectores con los cuales se realiza aquella verticalidad; sin ellos no tendría sentido. Guerea, limitada por su “cima de luz”, como la isla por su horizonte: el camino de quien en ellas habita se interrumpe bruscamente en las orillas, da igual plaza o calle o árbol o “montes más altos que el deseo”; en esa frontera, siempre, “la vida como una aldaba incesante”: umbral de lo posible requerido. Y de la misma forma que la sombra se derramaba en noche, la escritura -ajustada a medida primero- se tiende, demorada, en las prosas de Guerea. Primer detenimiento. La ciudad dormida, reducto, cuerpo y su latido dentro (centro) de otro espacio que la contiene. Desde la atalaya del balcón nocturno, momento de silencio y desprendimiento “entre la noche profunda y la turbia obsesión del tiempo pasajero”. Apuesta y riesgo: disposición, decía, ante la cual Arturo Maccanti no tuerce el gesto, ni se retrae con miedo: acepta la salida a la noche, viaje insomne que ese espacio promete, y compromete su palabra poética en el empeño. Evadirse y enajenarse, sin embargo, sería ahora ingenuidad; el compromiso, dar fe de estar habitando abismos de sabiduría mayor. Éste, el cambio sustancial. Entre el poeta y el mundo “se extiende/ el jardín del instante./ El hoy imaginario”; y en la escritura, donación del propio ser, porque no basta con que sea simple aparecimiento; la debilidad y temblor que manifiesta no son coartadas para eludir entrega y pérdida inevitables: método para afrontarlas. Vale más esta respiración titubeante de ahora, arduo discurrir de una palabra sin el lastre de falsa solidez, sintáctica y rítmica, que la protegía en su anterior andadura, cuando era llevada en brazos por los sentimientos, acunada en su música adormecedora. Dijimos pasión, porque la apertura de este espacio se celebra andándolo, saliendo del tímido subjuntivo (“pudiera yo vivirte de nuevo...”) para buscar el infinitivo (“Al salir”) que no sabe de separaciones, sean de tiempo o de persona, porque los contiene como totalidad. Tránsito que es trance del tiempo nunca detenido, “blandiendo sus máquinas de fuego”. Lo dije: espacio hacia la demasía que más allá del limite se ofrece. Por eso, la memoria es aquí memoria, no simple recuerdo; “más perdido que ausente”, el poeta no se contenta con traer imágenes y situaciones del pasado, va y se pierde por aquella “luz engañosa/ que doró los contornos de tantos espejismos”. Ir a la memoria; crearla y no representarla; entrar en un espacio donde las cosas no aguardan para ser encontradas; se pierde quien corre el riesgo de aventurarse por esos senderos recién vislumbrados. Incluso en aquellos poemas específicamente recordatorios, Arturo Maccanti nada trae al presente del poema; él va y no le duelen prendas y cae también por aquellos abismos. Y al decir tal experiencia, la inaugura con “ebriedad de ave/ que aún hiende, empecinada,/ la vacuidad del cielo”. El poeta no desanda la horizontalidad del tiempo (la escritura, él mismo; no un mero instrumento), atraviesa el vacío que ante él se abre; sus evocaciones no devuelven la palabra a su tiempo anterior, ni nos dejan existencia: todo se proyecta hacia la culminación -por más que imposible- del deseo (“la sed como única certeza”), hacia el desaliento del hacer y no tener nunca “lo otro sin nombre”. Toda experiencia verbal, si es poética como aquí, persigue terca la verdad, no se deja atenazar por la cobardía y hiende siempre un poco más, si cabe, para derrotar hacia la noche propia, descubierta primero en aquel balcón de Guerea y habitada después, con todas sus más graves consecuencias. La escritura de Arturo Maccanti enfrentada a su paso y trance más decisivos; haciéndose a sí misma, porque luz y sed, isla y tiempo han dejado de ser simples metáforas; habrán de leerse como motivos de una experiencia siempre posterior que nunca habrá de realizarse completamente: tensión balbuciente de la acción asumida y de una palabra que se apresta a decirla sin disimulo alguno. He hablado de detenimiento y paso; de tránsito y consumación. Cosas del tiempo y su zapa incesante. Pero ya avisé que no es anécdota. Asunto, sobre todo, de ritmo. Sosegado y sucesivo, nada tiene de aquel otro, regresivo y dado al merodeo, en los plazos anteriores. Quien lee se ve levemente empujado por quien escribe (una lectura también, porque es elección) a seguirlo: “pasa la hora y ya me voy,/ nómada de estas islas sedentarias,/ a costas de flagelo y jables de intemperie:/ mundo todo que asiste a mi cancelación”. Pero son igualmente perceptibles, y oportunas -de alongarse a la demasía se trata, repito-, las distancias visuales, ritmo no temporal pero igualmente sustantivo en el trazo verbal de este discurso. Más demorado el pensamiento; más contenida la escritura. Porque se encoge el corazón y sólo la palabra precisa, la exactitud del verso, facilita el acoso al deslumbramiento, ese tramo final de un recorrido que concluye “donde el mar bañe la nada”, título elocuente de la segunda parte de Viajero insomne (Madrid, 2000). Después de haber circulado con presura hasta la orilla donde el suceso se hace perplejidad (“estoy paralizado ante el crepúsculo,/ el aluvión de voces del silencio,/ el óxido del aire y la ruina de todo”), síncopa de fragmentos y pausas, “caídas hondas de los cristos del alma” (Vallejo, en su resignación). La palabra, derramada, alcanzó orilla y carencia reconocibles; el poeta, arqueólogo minucioso con su pieza mejor, asiste impotente a la conversión en arena de su tesoro, escurriéndosele entre los dedos. Segundo detenimiento. Mas no final, ni abandono; de ahí, saltar a un espacio que pide otra respiración, nueva escritura, y se ilumina como dúplica (“ebrio de memorias oscuras,/ intenté ver y verme/ en el abierto mar desde el que alumbra/ la otra luz cegadora”) en el instante proyectado a lo inminente (“que pavesas/ encendidas somos, prontas/ a no ser, a extinguirse”). Respiración erosiva, pero pertinaz e irrenunciable, porque es experiencia en su consumación. Da igual verso o poema breve que métrica o composición más extensa; con el ritmo ya asumido, crece la inquietud ante tanta incertidumbre, y crece, además, el dramatismo de su palabra, la contundencia de sus imágenes (“Cansado de ser isla,/ chatarra de hélices y anclas,/ de óxido sitiando/ el sueño de ser más/ que un escollo difunto”). La doble tensión de la insularidad, algo más que un mero referente; motivo también, para alcanzar la comprensión de este ejercicio único en el que va la vida. Por eso, Maccanti ha sabido tenérselas con el patetismo de su imaginario, con su última atenuada respiración, para dar forma al lugar único, habitación cierta del escritor: exilio y errancia, entrega vagabunda pero alerta a toda vivencia, por nimia que parezca, y muy atenta en particular, a la difícil experiencia que supone hallar realidad verbal a todo ello, materia orgánica de la que participa el ser, más que de la naturaleza, pues en ella misma, al consumarla, se consume.



 

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