José Ordóñez García
Qué se camina:
sobre El camino, de Martin Heidegger
EL SENDERO DEL CAMPO
Martin Heidegger
Traducción de Sabine Langenheim y Abel Posse.
El País, jueves 21 de Septiembre de 1989.
Temas de nuestra época, p. 6.
Corre desde el portón del jardín hacia el Ehnried. Los viejos tilos del parque del castillo lo siguen con su mirada por encima de la muralla, ya cuando reluce claro hacia Pascuas entre los sembrados nacientes y los prados que despiertan, ya cuando se pierde, hacia Navidad, detrás de la colina cercana bajo las nevadas. Al llegar al crucifijo campestre, dobla hacia el bosque. Al bordearlo, saluda al roble alto, a cuyo pie hay un banco de rústica carpintería.
Sobre él había, a veces, algún escrito de los grandes pensadores que una joven inhabilidad trataba de descifrar. Cuando los enigmas se agolpaban sin salida, el sendero del campo ayudaba. Pues guiaba serenamente el pie en lo sinuoso, a través de la amplitud de la sobria campiña.
Renovadamente -de cuando en cuando- va el pensamiento a los mismos escritos o en tentativas propias, por la huella que el sendero traza a través de los campos. Éste queda tan próximo del paso del que piensa como del paso del campesino que en la madrugada sale a guadañar.
Frecuentemente -con los años- el roble del camino induce al recuerdo de los juegos primeros y del primer elegir. Cuando -a veces- caía bajo los golpes del hacha un roble en medio del bosque, el padre se apuraba a buscar a través de la foresta y los soleados claros la madera que se le había asignado para su taller. Allí operaba lenta y cuidadosamente en las pausas de su trabajo, al ritmo del reloj de la torre y de las campanas, pues ambos sostienen su propia relación con el tiempo y la temporalidad.
De la corteza del roble, empero, cortaban los niños sus barcos, que, provistos de remo y timón, navegaban en el arroyo Mettenbach o en la fuente Schulbrunnen. En los juegos, los viajes a través del mundo llegaban todavía fácilmente a su meta y lograban encontrar de vuelta las cosas. La ensoñación de aquellos viajes permanecía envuelta en un brillo entonces todavía apenas visible, pero que existía sobre todas las cosas. Ojo y mano de la madre delimitaban su reino. Era como si su tácito cuidado abrigara toda esencia. Aquellos viajes del juego no sabían aún de las travesías en las cuales toda orilla queda atrás. Pero, en cambio, la dureza y el perfume de la madera del roble empezaban a hablar más perceptiblemente de la lentitud y constancia con las cuales crece el árbol. El roble mismo decía que sólo en tal crecimiento está fundamentado lo que perdura y fructifica: que crecer significa abrirse a la amplitud del cielo y -al mismo tiempo- estar arraigado en la oscuridad de la tierra; que todo lo sólidamente acabado prospera sólo cuando el hombre es de igual manera ambas cosas: dispuesto a la exigencia del cielo supremo y amparado en la protección de la tierra sustentadora.
Eso es lo que sigue diciéndole el roble al sendero que pasa con seguridad a su lado. El camino recoge todo lo que tiene sustancia en su entorno y le aporta la suya a quien lo recorra. Los mismos sembrados y ondulaciones de la pradera acompañan al sendero en cada estación con una vecindad siempre distinta. Sea que las montañas de los Alpes se sumerjan en el crepúsculo sobre los árboles; sea que -donde el sendero salta sobre la ondulación de la colina- ascienda la alondra en la mañana estival; sea que el viento del Este llegue atormentado desde la región donde está la aldea natal de la madre; sea que un leñador cargue al anochecer, rumbo a la cocina del hogar, su haz de leña; sea que regrese el carro de la cosecha balanceándose en los surcos del camino; sea que los niños recogan al borde del prado las primeras flores de primavera; sea que la niebla mueva sobre la campiña durante días su lobreguez y su peso; siempre y en todas partes rodea al camino del campo el consejo alentador de lo mismo.
Lo sencillo conserva el enigma de lo perenne y de lo grande. Sin intermediarios y repentinamente penetra en el hombre y requiere, sin embargo, una larga maduración. Oculta su bendición en lo inaparente de lo siempre mismo. La amplitud de todas las cosas crecidas, que permanecen junto al sendero, otorga mundo. En lo tácito de su lenguaje, Dios es recién Dios, como lo señala Meister Eckhardt, ese viejo maestro de la vida y de los libros.
Pero el consejo alentador del camino del campo habla solamente mientras haya hombres que, nacidos en su ámbito, puedan oírlo. Ellos son siervos de su origen, pero no sirvientes de maquinaciones. Cuando el hombre no está en el orden del buen consejo del camino del campo, trata en vano de ordenar el globo terráqueo con sus planes. Amenaza el peligro de que los hombres de hoy permanezcan sordos a su lenguaje. A sus oídos llega sólo el ruido de los aparatos que toman por la voz de Dios. El hombre deviene así distraído y sin camino. Al distraído lo sencillo le parece uniforme. Lo uniforme harta. Los hastiados encuentran sólo lo indistinto. Lo sencillo escapó. Su quieta fuerza está agotada.
Disminuye rápidamente, por cierto, el número de aquellos que conocen todavía lo sencillo como su propiedad adquirida. Pero los pocos serán en todas partes los que permanecerán. Gracias a la suave fuerza del sendero del campo, podrán alguna vez perdurar frente a las fuerzas colosales de la energía atómica, artificio del cálculo humano y atadura de su propia acción.
El buen consejo del sendero del campo despierta un sentido que ama lo libre y que trasciende, en el lugar adecuado, la turbia melancolía hacia una última serenidad. Combate la necedad del mero trabajar que, efectuado sólo porque sí, fomenta únicamente la inanidad.
En el aire del sendero del campo, que cambia según la estación, prospera la sabia serenidad, cuyo aspecto parece a veces melancólico. Este saber sereno es la serenidad campesina. No la adquiere quien no la posea. Los que la poseen, la tienen del sendero del campo. Sobre su senda se encuentran la tormenta invernal y el día de la cosecha; el ágil estremecimiento de la primavera y el morir calmo del otoño; se contemplan mutuamente el juego de la juventud y la sabiduría de la vejez. Pero en una sola consonancia, cuyo eco el sendero del campo lleva y trae silenciosamente consigo, todo queda serenado.
La sabia serenidad es un portal hacia lo eterno. Su puerta gira en goznes que han sido alguna vez forjados de los enigmas de la existencia por un herrero conocedor.
Desde el Ehnried regresa el sendero al portón del jardín. Pasando por la última colina, su estrecha cinta conduce por una llana hondonada hasta la muralla de la ciudad. Brilla opaco en el resplandor de las estrellas. Detrás del castillo se eleva la torre de la iglesia de San Martín. Lentamente, casi con retardo, resuenan once campanadas en la noche. La vieja campana cuyas sogas frecuentemente frotaron manos de niño hasta calentarse, tiembla bajo los golpes del martillo de las horas, cuya cara sombría-graciosa nadie olvida.
Su silencio se vuelve aún más silencioso con la última campanada. Alcanza a aquellos que en dos guerras mundiales fueron sacrificados antes de tiempo. Lo sencillo se ha vuelto aún más sencillo. Lo siempre mismo extraña y libera. El consejo alentador del sendero del campo es ahora muy claro. ¿Habla el alma? ¿Habla el mundo? ¿Habla Dios?
Todo habla de la renuncia a lo mismo. Esta renuncia no quita. La renuncia da. Da la inagotable fuerza de lo sencillo. Ese buen consejo hace morar en un largo origen.
PRINCIPIO Y PRINCIPIAR
El texto de Heidegger es una gran metáfora de la determinación vital caracterizada por la insistencia en la región ontológica, cuya andadura constituye el trazado de un mapa hermenéutico en el que se reconocen los hitos del ser gracias a una convicción fundamental, a una brújula donde sólo hay norte: el sentido es la apertura que se recorre. Hay un principio, siempre la andanza o el preguntar en que aquella se convierte, cuando sentido y biografía se ligan para hacer ese esbozo de uno mismo que a duras penas se logra, pone un testigo, una flecha en punta de lo que entonces parecía un laberinto en ciernes. Y ahí quedó: "en el principio", "al comienzo", "un día de abril", "lo primero y principal", "érase una vez", "hágase la luz", "uno, dos y... ¡tres!". Así se comienza y así tiene lugar la distensión del principio que aún se mantiene, y todo lo que a su amparo sucede desde entonces. Hay principio hay historia. Y lo que el ser humano hace es aquello que ante todo tiene un principio. Es el que principia, el que divide y separa (de lo eterno) un punto específico. Hito llamado a repetirse: hito tras hito. Y ahí comienza el principio mismo, en la acción más que en el resultado de la acción. Y, sin embargo, el hombre viene al principio en cuanto venida a un comenzar a manifestársele las cosas. No pone el principio, pero se pregunta por él, entiende que ha llegado después, a una edad y a un tiempo que se le representan como un despliegue. No es el hombre quien "crea" el principio; ese "crear" resulta ser una acción menos poética y menos soberbia. Es "proyectar" a raíz de una decisión, de un hito clavado en firme, puesto ahí: una "thesis" diferenciadora contra la naturaleza. Así es como hace de su futuro un camino de conocimiento hacia el origen. Es el hombre quien viene al principio, al camino que desde aquel primer día de escuela ha ido buscando una vida, camino que se expresa delineando un pensamiento y, así, la comprensión de una existencia guiada por lo ignoto. En ese "ir a" dividir, separar, del que resultará dos periodos, tiene lugar el principiar. Una casa también es un principio, y la casa es el resultado de un principio: principia y principio. Pero el principiar, que es eminentemente humano, obedece a algo todavía más elemental, porque la fijación, el señalamiento y la ponderación en un determinado punto más bien que en otro indica, a su vez, otra cosa más. Hay que negar(se) lo eterno, ya que pudiera tratarse de un fenómeno de la indiferenciación, de la absoluta igualdad ontológica, por la que todos los predicados se deben al principio por el que pueden decirse.
LOS HITOS, LOS OTROS
Para saber del regreso fue necesaria la ayuda de aquellos que anduvieron el mismo sitio, el mismo territorio, aquellos que nos dejaron su pauta del recorrido. Comprender supone oír a los otros en reconocimiento de nuestra ignorancia. No se está ni más solo ni menos solo... pero la propia inescrutabilidad de lo ignoto, ahí en el amplísimo espacio, supone ya una experiencia de paz, ya que así se ha venido expresando la sensación característica de todo el que comienza. Un bosque se transita por sus senderos; aquí ya hubo alguien, o parece que hubo alguien...
El sendero es lo que se recorre. Uno puede ser un sendero, convertirse en sendero. Ciertamente puede recorrerlo con la mirada y conformarse con vislumbrarlo hasta perderlo de vista, pero no es así como se recorre un sendero ni lo hace uno recorriéndolo, porque su tránsito, que no es sino su "realización", lleva consigo el despertar de una inquietud a la que se da una vida. El sendero es el surco hecho con la pregunta, a su paso los enigmas comienzan su labor y, así, poco a poco, el interrogante va haciendo el camino; se anda en cuestión porque así es como se recorre un sendero. Pero aquí, en estas primeras líneas, se ve fácilmente que estamos ante un sendero que, una vez recorrido, hecho, se transita de nuevo por la memoria. Ahora el que lo anda ya lo anduvo, y al mismo tiempo reconoce lo poco común de lo transitado. Los senderos son las vías poco transitadas, lo apartado, lo dejado, en muchos casos, en desuso. Quedo ahí, o iniciado por alguien, como es el caso, alguien que mira su sendero, el que ha resultado de su andadura: hecho en una relación dialógica con los enigmas, pensándolos y desplegándolos en la heredad de los que lo hicieron, aquellos otros, amigos, miembros de una única "filía".
Sendero y laberinto. El sendero es lo que ayuda a salir del laberinto. Si antiguamente el laberinto representaba la complejidad alcanzada en un desarrollo dialéctico (como recuerda Platón), el punto en el que uno reconocía encontrarse sin una dirección que llevase a la salida, el sendero, por contra, viene a cumplir una función salvífica en tanto que trae consigo serenidad, una paciencia que vuelve a recorrer una y otra vez la sinuosidad del laberinto para establecer nuevamente en qué lugar del recorrido ya trazado, y por ello familiar, nos despistamos, perdimos la dirección, la pauta comprensiva. El olvido del laberinto y la vuelta al sendero es, por tanto, un ejercicio necesario. Se anda cuando el parón hermenéutico nos bloquea. Pero siempre se recupera el punto donde surgió el enigma; allí donde el laberinto, de repente, se alzó delante y nos hizo frente sigue el paso del sendero, se recupera el pulso y de nuevo sigue la marcha a través de la interpelación. La meditación indica el talante del pensar que aquí se ejerce, pues no se trata de caer en la prisa de los resultados, propia del negocio, del saber mercantilizado en extremo, sino de la demora en la cosa y las cosas. Al sendero le corresponde, sobre otra forma de recorrido, la actitud de la demora. De hecho, ¿cuántos senderos se recorren de un extremo a otro? Muchos y ninguno. Hay senderos que se pierden de vista, que dejan de atisbarse, y otros cuyo perderse a la vista consiste en no dar con un término en sentido estricto sino con una dilución del sendero mismo; como cuando recorriendo un determinado sendero (el realizado por otro o el que ha realizado uno) al pronto nos encontramos no en un lugar específico, cerrado, distintivo, sino con el mero espacio abierto, que es un modo de comprobar cómo un sendero también se abandona ahí, ya sea por cansancio, impotencia o satisfacción, en cuyo caso el disfrute del espacio abierto no es mal premio tras un recorrido casi uterino, de regreso al principio. La estrecha senda de la interrogación, de los enigmas que nos introvierten, buscan en última instancia un lugar donde gritarlos, lanzarlos lejos, y un espacio abierto ofrece la calma uterina en donde todo grito regresa a su hogar, al ahogo de su eco.
REGRESO Y HUELLA (REGRESAR A LA HUELLA)
El ejercicio del pensar es de la misma naturaleza que la labor del campesino, esto es: una necesidad "natural", simple, elemental, incluso rutinaria, pero imperativa. Y una y otra vez se recorre lo recorrido, una y otra vez las huellas están ahí, dejadas y vueltas a dejar, corridas y recorridas, indicando una interpelación que se hace cargo del mensaje dejado. Por ello, las huellas aparecen y desaparecen, si no hay quien busque no existen, no tienen razón de ser más que para el que las encuentra y las atiende. Sabemos de la ausencia porque es el fenómeno que alude a la presencia de algo des-aparecido (que no está pero que es). Una huella, un vacío que siluetee un determinado cuerpo admite comúnmente la lectura de que ahí hubo algo. Sin embargo, eso no significa que estemos ante una cosa perfectamente determinada, sólo significa en sentido estricto. Denota, señala... otra presencia en función del estar ahí de una parte suya. Y de esta parte comprendemos el todo. El hueco de la huella nos pone a rehacer el todo desde una de sus partes (aunque para ello conozcamos antes el todo, un determinado todo, un individuo específico). Y la huella es lo que está fuera, es lo dejado, lo que uno no puede llevar consigo, pero nunca es algo así como fundamento. Este es lo que va con uno pero siempre está fuera, al modo del sendero. Al andar le va el sendero, pero siempre como un hacer soportante, un hacerse en tanto que soporta. El contacto es la huella. Y ésta, en momentos, parece indeleble, como que quedará para siempre.
EL ROBLE (CRECIMIENTO Y ARRAIGO)
La figura de la fuerza, la determinación, la soberbia conque una cosa se hace y se mantiene, aun dependiendo de factores ajenos. Un árbol que ya no es sólo un árbol sino la expresión de una andadura, el recorrido de una vida en esa presencia aparentemente estática. El árbol aporta al sendero un componente esencial en un doble contexto: el del arraigo y el crecimiento consecuente de cara a la plenitud de la naturaleza y su externidad, así como el del viaje y el desarraigo, que también es lo consecuente con la materia que proporciona el árbol para la navegación, así tiene lugar el crecimiento interno, el conocimiento en su sentido profundo. Viajes como los de Gilgamesh, Ulises, Simbad. Sólo que aquí Heidegger no alude a travesías de gran envergadura imaginal, como las de los héroes antes mencionados, el sendero, por contra, indica un modo del transitar que está muy ligado a lo andariego y, más aún, a lo discreto, cotidiano, pero también ancestral, es lo recorrido que se recorre una y otra vez, como el ser y la cuestión, como la obsesión, siempre ahí, siempre dicho, constantemente casi a la mano y, sin embargo, y con la misma naturalidad, inmediatamente abandonado, dejado por el pensar que se apresura y precipita al negocio de las cosas. Por ello mismo, el sendero se convierte en la imagen metodológica de un pensar consciente del origen, del sustento, y de lo poco frecuente en que se ha tornado lo fundamental, lo más antiguo. Como el árbol, que está ahí sin más, pero su contemplación -que es el verdadero aprendizaje- ha sido ofuscada por un mirar exclusivamente "provechoso", un mirar que ve al árbol a través del servicio mercantil al que puede prestarse, ya no es un hito que interpela a la existencia en todo lo que ella tiene de propio, de vital, de lectura biográfica. Así, ni es un mero árbol como otro cualquiera, ni mera materia para la producción maderera... en cada uno de sus surcos un momento del camino ha quedado inscrito, fijado como lo que sigue estando presente cada vez y se vuelve a él. Nuestra historia y la suya es común. A lo largo de ese sendero ocurren muchas cosas.
Ese árbol, ese roble, se hizo muchas veces materia para no sucumbir. En los viajes iba el árbol, en la deriva el árbol ayuda, socorre y hace habitable la posibilidad de un horizonte, porque el barco, la nave, se deja habitar, se deja manipular durante la travesía, nos mantiene a flote. Así muestra el enraizamiento una extraña paradoja. Lo que, fijado en un punto, está hecho para limitarse a crecer, resulta que también se presta a llevarnos lejos, a realizar esa travesía que es el conocimiento generado por la pregunta que es antes que toda constitución. Al ser se llega por los senderos, por las vías ocultas en lo evidente, por eso tras el sendero se esconde un océano, como tras el árbol una vida. Por tanto, en el árbol se dan a la vez dos símbolos: el del arraigo y el del desarraigo. Bien es cierto que la manipulación, por decirlo así, es la que permite la versatilidad del árbol para la travesía. Mientras se limita a ser árbol, y todas sus transformaciones no tienen lugar en otro lugar, es cuando resulta arrancado de su espacio natural y manipulado, es cuando ingresa en el mundo, sobre todo en el mundo figurado por la voluntad de aventura y conocimiento del que deviene el espacio de la historia. Hogar y viaje, el hogar que se queda y el hogar en el que se va, el hogar que está en todo, que se encuentra en todo y uno en él, de acá para allá. Está el hogar al que siempre se regresa, el ubicado, y el hogar al que siempre se va, el buscado y el buscador que lo constituye como el hogar que se busca.
La nave, como la rueda, lleva consigo el arraigo, la alusión al arraigo pervive aún durante la travesía; no puede haber desarraigo sin arraigo. Tenemos la costumbre de poner una determinada acción a la contra, como en este caso, valiéndonos de la partícula "des-", presente también en des-ocultación, des-cubrimiento y des-tino, entre otras de índole ontológica. De este modo, parece como si lo originario, lo primordial, el límite y el núcleo de estos términos fuese lo dado: arraigo y ocultación, cubrimiento y tino. El árbol también cumple con esta doble relación, puesto que tiene raíces y, a la vez, suelen estar ocultas. Por definición la raíz es lo que no se ve -excepto en raras ocasiones-, es lo que está hundido y agarrado en confusión con la tierra, y es lo que se niega a moverse, a desplazarse. La rueda o la nave que nos desplazan se construyen con madera. Aquello que se resiste al movimiento y al desarraigo termina ofreciéndose como materia e instrumento para el movimiento y el desarraigo. La nave es lo firme en lo inseguro, como la rama blanda, que resiste al viento porque se dobla, la madera se enfrenta a la deriva porque va con ella, porque la transforma en viaje, trayecto y conocimiento, como el Argos. Sin desplazamiento no hay conocimiento, no hay otro, no hay diferencia ni di-versión.
Pero la madera es el árbol desarraigado, como todo lo "producido" (que es un "conducir a") gracias a la metódica técnica. Porque es la tecnología en su presentación de la inventiva humana la que crece al amparo del desarraigo. La civilización toda es una conquista del des-arraigo, en la medida en que es esta civilización la que ha podido "fabricar" materiales que no se encuentran en la naturaleza. Gracias a un proceso de alejamiento y transformación se inventa algo así como el plástico, el poliester, el metacrilato, etc. Con ello, la nave por fin es una "realización" absoluta, puesto que ya no es árbol desarraigado en madera, árbol transformado, sino naturaleza transformada, tratada y reorganizada en una materia final que ya no recuerda a la naturaleza, a pesar de que el hombre vea ese material como algo natural, una "naturaleza tercera" (que podríamos llamar "racioraleza"). Lo cierto es que para transitar el desarraigo radical no hay algo mejor que esos nuevos materiales, porque de este modo la violencia con la que llegan a ser "reales" parece ser de grado menor. Y, sin embargo, la prestancia de esos fenómenos de la tecnología es de tal calibre que parecen hechos para la inmortalidad, por ello se procura introducir un factor durativo: piezas de desgaste o de una resistencia determinada, porque la eternidad no es negocio (al menos en este contexto y para esta necesidad).
¿QUÉ ES CRECER?
"crecer significa abrirse a la amplitud del cielo y -al mismo tiempo- estar arraigado en la oscuridad de la tierra..."
La doble significación del crecer. Quedarse, confiarse al sitio para ir a lo alto. Aquí se da una clara opción por el arraigo como elemento "básico" para el crecimiento. Heidegger considera que no hay crecimiento sin arraigo. En cierto sentido también podemos afirmar que, según esto, el conocimiento es algo que le acontece a uno, esto es: no sale uno fuera de sí más que en los que viene a la interioridad. Es como si dijésemos que al árbol le pasan cosas en función de sus facultades, e incluso cosas ajenas a ellas como resultado de la voluntad humana. No obstante, el arraigo puede significar aún algo más: servir como referente comparativo para constatar el fenómeno del crecimiento. Siempre hay un "antes" en todo lo que cambia, se transforma y, como aquí, crece. Un antes que forzosamente es de índole cuantitativa, a tenor de lo implícito en la significación del crecer. Cuando Nietzsche afirma que crecer es "ser más" (La voluntad de dominio, tesis 125, Madrid, 1932) nos obliga a pensar en el referente ontológico soterrado en tal aseveración. Cuanto más se es, más se crece (y se quiere). El crecer podría ser comprendido aquí como un "tener más ser", casi una posesión ontológica de lo óntico aspirando a lo menos óntico. Pero es imposible "tener más ser", porque no es un asunto reductible a medida. Cuando uno se abre a la amplitud del cielo sólo puede conseguirlo a costa de toda voluntad y, así, de todo lo cuantitativo. Se trata del complemento luz/oscuridad, cuya expresión extrema tal vez pudiera ser la del encuentro de lo oscuro con lo oscuro. En cualquier caso, el crecer aludido por Heidegger es un ir hacia arriba, hacia la luz, y no porque se alcance, no se trata aquí de eso ni es ésa la cuestión. El mero "ir hacia" la luz es ya crecer. Uno se arraiga para, como en este caso, poder lograr la máxima expansión en la apertura. Claro que esta imagen del crecimiento, del todo vegetativa, supone una fuerte determinación, pero la imagen ejemplar del árbol utilizada por Heidegger sólo tiene sentido dentro de un contexto parmenídeo, o si se quiere: heraclíteo en una fase y parmenídeo en otra. La raíz parmenídea continúa en la apertura dinámica heraclítea. Se comienza en Parménides para seguir con Heráclito y volver nuevamente a Parménides; como el roble, ante el que se pasa yendo y ante el que se vuelve a pasar viniendo. De este modo, el crecer dibuja el recorrido de un amplio espacio, pero que nunca deja de estar dentro de una región. En lo familiar, que es lo conocido y reconocido de un día tras otro, tiene lugar el ensanchamiento del conocer y del crecimiento interior. Se recorren dos mundos y uno empuja al otro: la oscuridad en la que viven las raíces y la luminosidad con la que se ve el crecimiento.
REUNIÓN DE ACONTECIMIENTOS EN LO MISMO
"siempre y en todas partes rodea al camino del campo el consejo alentador de lo mismo."
Siempre hace el mismo recorrido uno distinto. Como tal puede perderse estando en el camino, andando lo andado y lo que está por andar puede, en un momento, convertirse lo familiar en extraño. Hay un juego entre unidad y multiplicidad, entre movimiento y quietud, entre Heráclito y Parménides. Así, el sendero, como otro modo de horizonte, acoge a una diversidad de acontecimientos que le son inherentes, a los que él mismo alude y al que aquellos, a su vez, constituyen. Pero lo extraño aquí, o mejor dicho, la tendencia al extrañamiento, característica del pensar más elemental, no es más que el resultado de un poner en cuestión lo familiar, la dado, obvio, pero nunca fundamentado. Un sendero recorrido desde siempre, hecho costumbre a fuerza de ser siempre "el" sendero ubicado en una región, en un territorio y, por tanto, en el acerbo de una vida, sólo se hace extraño cuando el que lo recorre da con algo nunca visto, nunca pensado, esto es: nunca puesto en su fundamento desde la instancia de su propia experiencia, que es su recorrido, y, de este modo, lo que cada uno tiene que recorrer si es que verdaderamente anhela realizar su propia andadura. Pero con ello, lo "hóspito" se hace "in-hóspito". El "re-greso" se constituye en lo familiar, es el "in-greso" en lo ahora "hóspito".
LO SENCILLO, LO ELEMENTAL, LO NECESARIO
"lo sencillo conserva el enigma de lo perenne y de lo grande"
¿No es sencillo un sendero? Sin duda, Heidegger lo presenta de una forma destacada para hacernos ver todo lo que esa imagen proporciona y acoge en un mismo movimiento hermenéutico, porque toda la tradición filosófica se ha ido constituyendo casi al margen, en los espacios no transitados con frecuencia a pesar de que era el pensar el único asunto, el más propio, el más específicamente humano. Y ¿qué es aquí lo perenne y lo grande? ¿por qué lo conserva lo sencillo? Perenne y grande no tendrían mayor interés si no estuviesen puestos para ayudar a definir de manera "extra-ordinaria" lo sencillo. Porque lo carente de complicaciones, lo que no exige un esfuerzo especial, lo que por lo común está al alcance de cualquiera, es decir, lo accesible; todo esto es lo sencillo. Es todo lo que podemos decir, entre otras cosas, para ex-plicar lo sencillo. Pero también lo modesto, lo no excesivo, todo lo que se presenta sin alardes, alude a lo sencillo. Así, damos con lo sencillo echando mano de lo que no es y decimos resumiendo: lo sencillo es lo no complicado (en su interior) y lo que no alardea (en su exterior). Y, sin embargo, lo sencillo es aquí, en este contexto, lo destacado, es decir, aquello que estando entre otras cosas sobresale, de entre una misma cualidad o aspecto es el que más o mejor lo representa, lo expresa no hasta el límite sino justo en el punto que lo distingue del resto, que se convierte en fondo, y así hace destacar. ¿Cómo puede ser lo sencillo lo que destaca y no el fondo? ¿es lo importante lo mismo que lo necesario? ¿lo sencillo es importante o necesario? ¿o es el fondo?. Si lo sencillo no se refiere tanto a la simplicidad como a la elementalidad, o incluso a ambas cosas juntas, entonces lo sencillo es el fondo, que es donde todo elemento llega a fijarse y a jugar su importancia, es la base de todo: el uno, la luz, el material, son lo necesario para que se prodigue la di-versión de afinidades y encuentros hasta dar, por ejemplo, con un significante, una texto, una biblioteca, un edificio, una ciudad, un continente, un planeta, una estrella, un universo y un enigma. Llegado a este punto, que es el del asombro, puede llevar en sí lo sencillo la alusión a lo perenne y lo grande, porque es de lo necesario de lo que aquí se trata, y esto necesario no refulge como lo instantáneo, el flechazo, la idea repentina, el arrebato... y todo lo complejo se viene abajo mostrando su materia básica oculta, su fondo, el agua que antes de darse a lo bello en la fuente y a los juegos de agua es, ante todo, vital contra la sed, para el crecimiento y la vida. Los antiguos vieron claramente esa relación entre lo sencillo y el principio: agua, fuego, aire o barro eran tan grandes como comunes, elementos mistéricos en su misma sobriedad. Pero toda civilización lo es, y se caracteriza, por lo complejo, no hay civilización sin complejidad, no hay civilización sin asfalto y, por tanto, sin carreteras, sin las muchedumbres motorizadas de la distancia más corta a la máxima velocidad. Gracias a la sencillez del sendero vemos lo complejo, pero ver esa complejidad es, por evidente, lo menos evidente cuando estamos instalados en ella; porque sólo cuando nos hemos trasladado al sendero es cuando se nos abre esa relación intrínseca que se da entre civilización y complejidad. Posiblemente Heidegger también tuviera esto en mente, en la región, aunque no lo mencionase. No estamos capacitados para ver por de dentro desde dentro: dentro de la casa no vemos la casa, el sendero se recorre o se ve desde otro sitio, fuera del sendero. Nos preguntábamos qué era lo perenne y lo grande, y resulta que es lo sencillo, la elementalidad, lo uno y único sin lo cual no hay cosa que se complique. Y es un enigma el que esta alusividad de lo simple y lo complejo dé tanto de sí, que el recorrido del sendero sean las obras del pensamiento, del sentido y la sabiduría, así como del negocio y la producción y todo ese despliegue del olvido mediante el exabrupto conque, en muchos casos, se presenta la técnica. Así llega un momento en el que, como le ocurre a Heidegger, uno cae en la cuenta de que el conocimiento al que nos gusta definir o llamar con la palabra "sabiduría" consiste, para mayor extrañamiento, en destapar lo simple que se halla escondido bajo o tras lo complejo, que el mundo al que alude el sendero se abre, o ayuda a ello, bajo lo indicado por la noción de "regreso". No obstante, Heidegger afirma en consecuencia que dar con lo sencillo se ha vuelto complejo. Esa complejidad estriba en la incapacidad del hombre occidental para reconocer lo que le ha sido lo más propio.
LO AGRÍCOLA Y LO INDUSTRIAL
Heidegger muestra en este texto una relación muy suya al equiparar sendero y origen contra máquina y desarraigo, o también laberinto. La primacía del ámbito agrícola y campesino sobre el industrial y mecánico se debe, entre otras cosas, a la idiosincrasia de cada uno de ellos. En uno podríamos decir que hay duración, y el tiempo sigue la pauta marcada por la naturaleza, que continúa siendo misterio primordial y determinante de la constitución ontológica del ser humano, el hombre no es aquí un dios, sigue ubicado en una pertenencia y en una dependencia que le recuerda su "estar al servicio", es ante todo un ser que escucha, que se presta al origen y lo sustenta porque sabe que ahí reside su fundamento. Es un modo de estar atado, de reconocer un "deberse a" y, por tanto, un "deber con". Se podría decir que, tal vez, Heidegger reivindique la mortalidad en su sentido pleno y, de este modo, la vida propuesta por el sendero, sea la adecuada a la temporalidad; que, en este espacio, mortalidad y aspiración a lo abierto sigan siendo elementos constituyentes y formativos. Pero el mundo construido desde la maquinación le resulta justo lo contrario: en él no hay tiempo y todo se pone al servicio del parecer, la naturaleza entera carece de estatuto ontológico, porque es el hombre de la técnica quien cifra ese carácter. Aquí, la temporalidad es precisamente el reto a superar mientras las cosas son reducidas a una "nada ontológica" para, de esta forma, poder ser elevadas al ser que se quiere. La producción es el ámbito desde el que se establece todo trato con la naturaleza, y el ser humano tampoco escapa a esa producción. Heidegger cree firmemente que la civilización occidental es una cultura hastiada, y lo cree de una forma contundente -aunque demasiado para Alemania-, ya que se expresa en términos de no retorno: "Lo sencillo escapó". Si esto es así, entonces parece que el arraigo en lo sencillo era un bien preciado pero, a la vez, retenido, como si lo sencillo tuviese una vida propia y una tendencia a la huida. Lo que ha tenido lugar es la pérdida de atención para lo elemental, la capacidad de reconocerlo y vivir junto a ello. Tan es así para él, que la huida de lo sencillo es justamente la aparición de lo indistinto. De ahí que lo sencillo no es: uniforme e indistinto. Al sendero le ocurren muchas cosas, es "en" él donde, de hecho, acontece lo esencial, y no puede haber uniformidad cuando lo conforme la ser al multidecible. Esto es lo que se ha dejado sin más, el asombro griego y por el cual los griegos nos han venido siguiendo. Precisamente lo sencillo pero inagotable.
AL FIN LA SERENIDAD
Es ahora, al final del recorrido, cuando se habla de ese estado tan característico y jocundo del Heidegger más maduro. La serenidad y el regreso se interpelan, justo antes del regreso y justo después de reconocer que esta época ha perdido su relación crucial con lo sencillo, aparece la serenidad como lo apropiado a la situación. Además, la palabra alemana que utiliza aquí es "Heiterkeit" y no "Gelassenheit", que es la utilizada posteriormente en el texto del año 1955 con ese mismo título y traducida al español por "serenidad", aunque en este artículo el término presenta una significación más polisémica y sugiere una clara referencia al término "Abegescheidenheit" de Meister Eckhart, traducido habitualmente por "desasimiento" [1]. El sendero no da la serenidad del desasimiento sino la serenidad del mantenerse firme, del no perder pie. Sin embargo, la atmósfera significativa y contextual de esta serenidad apunta en la dirección del desasimiento. Sobre la melancolía, o contra ella, conteniéndola, la serenidad. Porque en esta región la melancolía puede hacer que uno pierda la dirección del sendero, que uno se limite a hacer elegías contra la técnica en añoranza de un tiempo ido. No se trata de eso, ni Heidegger lo corrobora. Pero sobre el sendero y su hermenéutica cae toda la fuerza conque rechazar de plano la noción de cálculo y su aniquilación de lo constante, de la lentitud necesaria para los enigmas, su apertura, ese adensarse en la profundidad genuina que lo originario y constituyente ofrece a un pensar dispuesto a lo escasamente transitado. ¿Y cómo puede la serenidad franquear el paso hacia lo eterno? Lo que no tiene fin, aquello que pareciendo el final de un trayecto, la vuelta, no es más que la continuada labor del principio. Pero, al parecer, esa serenidad, que nos llevará a lo eterno, no podemos adquirirla. Así lo afirma Heidegger: "No la adquiere quien no la posea". Es el campesino, el medio-mundo del campo, el único capacitado para la serenidad a la que se refiere Heidegger. El trato con ese ámbito es lo que capacita, por ello tal vez sólo será posible alcanzar ese "estado" cuando hayamos logrado el "desasimiento". Lejos del cálculo, de un medir fundado en el "encajar", en la voluntad de que las cosas quepan en un determinado metro, quizás sea posible re-abrir la región en cuyo trato es posible acceder a la serenidad. Es un modo de decir adiós al mundo, al menos a este mundo que obliga a que todo sea visto, pensado y laborado desde él, el mundo de la civilización alucinada profundamente por la tecnología y en el que la naturaleza es ya una naturaleza re-elaborada. Heidegger se nos antoja irremediablemente como un entusiasta ludita, a pesar de que en otros lugares -como en "La pregunta por la técnica"- reconozca que el asunto no consiste en oponerse ciegamente a la técnica. Serenidad y des-ocultación mantienen aquí un nexo que debemos señalar, porque esta serenidad es una nueva manifestación de la "aletheia", y esto nos obliga a meditar en el sentido ontológico y hermenéutico que adquiere la pregunta por el ser a partir de este envío de Heidegger.
SOBRE EL TÉRMINO "ABEGESCHEIDENHEIT"
La autenticidad del tratado como obra de Eckhart ha sido discutida, pero Quint la afirma (Cfr. tomo V, pp. 392 a 399), basándose también en el extenso estudio de su discípulo, Eduard Schaefer (Meister Eckeharts: Traktat Von Abegescheidenheit, 1956). Según Schaefer se trataba de una colación, según Quint de un tratado destinado, no a religiosas (Schaefer) sino a religiosos de la Orden de Eckhart, o sea monjes dominicos. En este tratado el objetivo de Eckhart es [...] de naturaleza ética, no metafísica. Se trata de las condiciones previas al nacimiento de Dios, no de este mismo (Quint, p. 395). El título alemán reza: Von abegescheidenheit, y Quint (tomo V p. 438 nota 1) afirma que el término no aparece en los tiempos pre-místicos. Parecería que fue acuñado por Eckhart en su significado específicamente místico. Luego de traer una serie de citas relativas al concepto, Quint continúa diciendo (ibidem): ...se evidencia que la abegescheidenheit posee no sólo un aspecto negativo de desprendimiento, apartamiento, desnudamiento de la criatura y del propio yo y el sí mismo, sino también un matiz positivo, dada implícitamente por la dirección y orientación hacia Dios, constituyendo así la condición fundamental para la unio mystica. Resulta igualmente obvio que la abegescheidenheit abarca en Eckhart, el místico especulativo, en primer lugar y en especial gnoseo-lógicamente, el desprendimiento del entendimiento supremo y del conocimiento de éste respecto a tiempo y espacio, acá y ahora, y de todos los accidentes, así como su dirección hacia lo único Uno de la divinidad, pero que además incluye también el comportamiento ético-místico del desprendimiento y de la inmovilidad frente a todas las criaturas. Basándonos en estos argumentos, creemos que a abegescheidenheit corresponde en castellano desasimiento, usado con frecuencia par Santa Teresa. Véase también el capítulo X del Camino de perfección.
Ilse M. DE BRUGGER en su traducción de la obra de Eckhart: Tratados y sermones, Barcelona, 1983, nota 1, p. 255.
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