José María Morales

Mi mujer es mi querida


 

Piet Mondrian: New York City I

 


 

PRIMER ACTO

 



(En un salón, amueblado con decoro, una mujer de cuarenta años hace un solitario. Sobre la mesa un flexo, una baraja de cartas, una botella de whisky y un vaso; en su cara, un gesto de fastidio. A la derecha, puerta de entrada; a la izquierda, otra que da al interior de la casa).

LAURA. ¡Y vengan espadas, cuando me faltan copas! ... El tres de bastos, ¡puesto está! Diez puntos valdría al tute, si mis amigas no durmiesen a estas horas abrazadas a sus maridos. ¡El caballo de oros!, ... en una jaca saldría yo a buscar a ese donjuán de medianoche. ¡Cuánto hay que aguantarle a un hombre noctámbulo, forofo de las luces de colores de las salas de fiestas! ¡Otro oro!, ... al bolsillo me lo echaba. (Se sirve de la botella) ¿Cómo me va a gustar beberme un whisky, con la única compañía de dos cubitos de hielo? (Los coge de la cubeta con los dedos) ... ¡Qué fríos están! ... (Bebe un sorbo y se echa otra carta) ¡Hala!, más oros. ¡Vivan las minas del Perú! Aquí no aparece una maldita copa, y en los garitos no paran de servirlas. ¡Ea!, al fin una, ... aunque no me sirva de nada.

(Entra en escena su hija María; dieciocho años adormilados, envueltos en un camisón negro.)

MARÍA. ¡Uy, qué oscuro! (Enciende la luz) ¡Qué cara tienes, mamá!: nosotros en el sobre y tú jugando a las cartas.
LAURA. Tu padre me tiene desesperada.
MARÍA. ¿Aún no ha vuelto del currelo?
LAURA. Estará con una fulana en un sarao: con la boquita caliente, se pone muy chistoso fuera de casa.
MARÍA. El viejo tiene mucha gracia; pero tú, con esas gafas, no ves nada.
LAURA. Deja en paz mis dioptrías: las noches están llenas de pendonas. Ocúpate de no ser una de ellas, y basta.
MARÍA. Hace un momento, te quejabas y deseabas salir.
LAURA. Desearía mejor ver a tu padre entrar.
MARÍA. (Con intención) ... ¿Para echarte una partidita?
LAURA. Para que te diese una torta en la boca: yo no tengo ganas de levantarme.
MARÍA. A estas horas, cierra los tratos a base de cubatas.
LAURA. ¿Tú crees que la noche es para hablar de palas excavadoras, cuando las carreteras las hacen por las mañanas? Ese espabilado se ha acostumbrado a no aparecer por casa. Desde que lo trasladaron al departamento comercial, no se le ve el pelo. ¡Anda leñe, una sota! Antes se quedaba en el bar de abajo, y no se dedicaba a nacionalizar a las zorras de las barras americanas. ¡Un siete! ... ¡Tu padre se las pinta solo!
MARÍA. No seas carca: los celos están pasados de moda. Ahora se lleva la soga larga.
LAURA. ¡Vaya moderna en camisón! Creí que de noche, medio dormida, te volvías una persona normal. ¡Qué chasco, otra sota!
MARÍA. ¿Quieres que cambie de look?
LAURA. Cállate ya, ... el as de copas.
MARÍA. Si la noche no está para bromas, sigo mi camino: voy al cuarto de baño.
LAURA. ¡Bah!, tantas novedades para seguir haciendo lo mismo: después de soltar las nuevas teorías, se tira de la cadena.
MARÍA. ¡Jesús!
LAURA. Anda la católica, ¿quién decía que los curas se estaban quedando sin clientela?
MARÍA. Los agnósticos optimistas. (Sale).
LAURA. Ya lo decía yo: mi hija es una bendición; ... si hasta la punkie ésa, famosa y retaca, tiene un altar en su cuarto. (Echa otra carta) Menos mal que algo sale bien: el dos de copas. Ese pájaro estará pidiendo un whisky doble. Hoy, con tantas juppies sueltas, no se puede fiar una de nadie: ¡qué pena haber nacido con veinte años de anticipación! ... El tres, ahora vienen todas juntas, ¡qué desgracia haberle dado tantas vueltas al calendario! (Suena la cisterna) Todo se acaba, ¿quién puede quedarse a la espera, mientras las horas pasan? (Echa la última carta) Se terminó la baraja; le daré la vuelta, ... como si volviese a nacer.
MARÍA. (Entra) ¿Sigues, madre?
LAURA. ¡Cuánto daría yo porque tu padre se afeitara ese bigote de dandy que se ha dejado crecer! ... Es fácil tirar por un camino, y decir luego que estaba puesto allí.
MARÍA. (Orgullosa) Papá ayuda a construir carreteras.
LAURA. Tú estarías mejor acostada, el silencio hace juego con la almohada. (Entra en escena Fernandito, hermano de María; es un año menor y está en pijama) Vaya, ¿otro espabilado?
FERNANDITO. ¿Se reparte algo?
LAURA. Sopapos.
FERNANDITO. Entonces me pondré el último.
MARÍA. ¡Qué valiente!: ha llegado Rocky.
LAURA. Habrá para todos, héroes incluidos.
FERNANDITO. (Señala el vaso de su madre) ¿Me das un buchito?
LAURA. ¿Aún no te has afeitado una docena de veces, y ya quieres beber?
FERNANDITO. Así no me mojo el bigote ...
LAURA. Deja de dar la lata. Tú no aguantarías dos tragos: te caerías de espaldas.
MARÍA. Éste, soplando, no se caería ni de lo alto de un alambre. Se nota que no lo ves privar por la calle: le llaman Fernandito el Ron.
LAURA. (A su hijo) ¿Sí? Pues ya puedes hacer un cursillo de fakir: como te vea en un chiringuito con una copa, te la tragas.
FERNANDITO. ¿A los diecisiete tacos?
LAURA. ¡Vaya bagatela!
FERNANDITO. ¿Vas a creer en todo lo que diga esta chivata, si larga por los codos?
MARIA. Por los mismos que tú apoyas en las barras de las tabernas.
FERNANDITO. Mover la mui es de válvula; a esta sabihonda, en la Pimienta, la llaman la Cotorra.
LAURA. ¿En la Pimienta?
FERNANDITO. En el pub donde se reúne con sus colegas. Paran allí más que el autobús de línea. Deberías verlo: no se mueven del sitio, ... como si estuviesen en el maco.
MARÍA. ¿Prefieres que ande dando tumbos, haciendo el via crucis de garito en garito, como tú?
FERNANDITO. (Despectivo) No se menean ni para bailar.
LAURA. ¿Y qué tiene ese sitio de particular?
FERNANDITO. Lo más original es la pandilla de María. Todos con los pelos de punta, vestidos de negro y noqueados por la música a toda pastilla. Hablan a berridos con pinta de muertos. Se ponen de luto hasta los ojos.
LAURA. ¿Cómo, hijo?
FERNANDITO. Con unas pupilas negras. ¿No ves el camisón que lleva? Debe de tener unos sueños terroríficos.
MARÍA. En mis pesadillas te veo, montado en moto con esos vainas.
LAURA. ¡La sota de espadas!, buena es para cortar cuellos. Os advierto que no tengo el cuerpo para discusiones.
MARÍA. ¡Madre, qué vicio de cartas!
LAURA. ¿Así que tú vas todos los días al mismo sitio, y te aburres de la misma manera, y yo no puedo hacer unos cuantos solitarios?
FERNANDITO. Las dos sois muy animadas, ... ¿qué hay del whisky?
LAURA. Agua.
FERNANDITO. Déjalo, voy a ver si tengo más suerte con el frigorífico: arrastro un galufo de espanto. (Sale).
LAURA. El cuatro de bastos; en vez de ponerlo, me liaría a mamporros con esas ejecutivas de mierda. ¿Cuándo se han visto jefas tan a la moda, con tan buenas piernas? ¿Cómo no van a ser persuasivas, si los tienen en nómina?
MARÍA. Tienes una imaginación de cine; en Hollywood harías buenos bisnes.
LAURA. ¿Tú no te ibas a la cama? ... Duérmete pronto, o no pasarás de ser una vulgar secretaria.
MARÍA. Para darle a las teclas, prefiero tocar un órgano o un sintetizador.
LAURA. ¡Bah!, perdiendo el tiempo acabarás siendo una chupatintas. ¡Qué atrasada estás, hija! ¿Tú crees que se puede pensar así, con lo adelantadas que están las americanas? ¡Las españolas nos quedaremos las últimas!
FERNANDITO. (Entra con un emparedado en la mano) No creas, mamá, por el centro hay chorbas de alucine: van entacadas de pasta, en bugas de flipe. Entra hipo de verlas vacilar con las llaves del apartamento en la mano.
LAURA. ... ¿Estabas escuchando desde la cocina?
FERNANDITO. Hoy los jóvenes nos enteramos de todo.
LAURA. ¡Qué sabrás tú!
FERNANDITO. Lo preciso: las cuarentonas se pirran por los yogures, como yo. No te imaginas cuánto les gusta sacarnos de paseo.
LAURA. Tienes la cara muy dura, hijo. Así estás siempre de acuerdo con tu padre.
MARÍA. Eso es lo que quieren de la igualdad de oportunidades, madre, que nos vayamos a la cama con el primero que nos guste. Tanta lucha para toparnos con unos aprovechados.
FERNANDITO. Las puretas nos dan de comer en la boquita, como si fuésemos pajaritos.
LAURA. Vamos para atrás, antes los hombres estaban más baratos: con tantos adelantos, acabaremos poniéndoles la casa ... ¿Dónde estará tu padre?
FERNANDITO. A estas horas, con el saque que tiene, vende máquinas a porrillo. Aguanta como un fenómeno: si se echara un pulso con el alcohol, lo ganaría.
LAURA. Ya podía cumplir después; ... esas listas devoran niños a su paso, y luego sacan a sus padres de pingoneo; desde luego es fácil hacerlo con esos sueldos, con la estética, los pechos de silicona y los baños de sales. Esas ejecutivas se divierten a nuestra costa. ¡Mal rayo las parta! ... ¿No te fastidia?: ¡otra sota!

(Suena el ascensor. Ruido de llaves en la puerta; al poco, entra el padre, Fernando, con una melopea bien llevada).

FERNANDO. ¿Aún levantados? La noche se lo merece: está deliciosa. (Besa a María) ¡Ay, mi niña!, ¿tan tarde levantada?
LAURA. Debe haber más estrellas en el cielo que gente en la calle.
FERNANDO. No te lo puedo asegurar, cariño, padezco una pequeña tortícolis. (Besa a Fernandito) ¡Buenas noches, campeón! ¿Tú tampoco duermes?
LAURA. ¡El rey de bastos!, ¡falta me haría su estaca! (Deja las cartas) ... ¿Has vendido muchas máquinas?
FERNANDO. Dos, una oruga y otra de ruedas. ¿No te he dicho que hacía una noche fantástica? (Intenta besar a su mujer, pero ésta lo rechaza) ¡Alégrate, cielo!: nuestro es el dos por ciento de unos milloncejos.
FERNANDITO. Dabute, papá, ¿me comprarás la moto?; ¿la Suzuki con encendido automático, y tubo de escape plateado?
FERNANDO. Hoy vendo, no compro. Lo siento: cuenta tus ahorros.
MARÍA. Éste no guarda ni la ropa en su armario. ¿Ves, madre?, para eso sí nos considera necesarias.
FERNANDITO. Yo no tengo ni para el casco. Tendrás que echarme una mano.
LAURA. ¡Échasela al cuello! ... Al niño le encanta rodar por las barras y beberse los cubatas de un trago.
FERNANDO. (Advierte) No estropearme el día. Las comisiones no caen de los árboles, y estos ratos hay que disfrutarlos.
LAURA. ¡Ponte la corbata derecha, después de darle al pirriqui! Pronto tendrás el pulso hecho un asco.
FERNANDO. Laura, para recoger, antes hay que sembrar. ¿Cuántas veces habré de decírtelo? Es ley de ventas. Soy un empleado, sujeto a la oferta y la demanda, que se ve obligado a beber mientras hace los tratos. ¿Acaso otros no leen el periodico en la oficina?
LAURA. El mundo está lleno de disculpas; si las tuyas fuesen valiosas, seríamos ricos.
FERNANDITO. Papá, ¿verdad que se puede echar un trago, de vez en cuando?
FERNANDO. ... Mientras no sea de lejía ... (Se recuesta en un sillón) Échame una copa.
FERNANDITO. (Mientras lo complace, se aventura a decir) ¿Puedo acompañarte?
LAURA. ¿Has hecho ya el cursillo de fakir?
MARÍA. No me lo imagino con turbante, madre.
FERNANDITO. (A su hermana) Para contentarte, mañana me clavaré un par de imperdibles en los carrillos, como tus amigos mochales.
MARÍA. Tú eres más corriente, por eso le pegas a la ginebra de garrafa.
LAURA. ¿Lo oyes, Fernando?
FERNANDO. Sí, debería beber algo mejor.
LAURA. Haz de tu hijo un monstruo, y paséalo luego por el país en una barraca de feria.
FERNANDO. A su edad me fumaba yo un paquete de tabaco diario.
LAURA. Eso, díselo para que se emborrache sin miramientos. Este pipiolo se ha ganado el mote de Fernandito el Ron: empina el codo a destajo.
MARÍA. Es muy variado, se pirra por cualquier botella: pasa de marcas.
FERNANDO. Entonces, hijo, deberías beber cerveza: carga menos.
LAURA. Buena educacion la tuya, sí señor.
FERNANDO. Para su edad, le recomiendo lo más apropiado. ¿Te molesta que mire por su salud?
LAURA. ¡Eres un bárbaro!
FERNANDITO. Desde luego, papá, estoy harto de birras.
LAURA. Fernando, zúrrale la badana; le va a dar un telele cuando empiece a ver bichos por todas partes: el delirium tremens tiene mucha guasa. Si yo fuera del gobierno, cerraría los bares.
FERNANDO. ¿Pretendes alargar la lista del paro? ¿Sabes a cuantos conseguirías arruinar?
LAURA. A todos los que ponen una copa al alcance de la mano.
FERNANDO: Tómate una tila, cariño: el whisky te hace daño.
FERNANDITO. (A su madre) Dame un buchito, y te alivio la carga.
LAURA. ¿Tengo aspecto de mula?
FERNANDITO. Si quieres ayuda ...
LAURA. Vete a la cama: a tu edad las horas de sueño son un tesoro. Procura guardarlas: un joven adormilado empieza las conversaciones con un bostezo, y las acaba mal.
FERNANDITO. Está bien, me voy a la piltra. Hoy tengo el gafe ... Pintaré borreguitos de colores, contarlos es costumbre de puretas. (Sale)
LAURA. (A su marido) ¿Cuándo le darás dos tortas?
FERNANDO. Cuando se levante; dormido no se entera y, a mi edad, procuro ya no pegar en balde: hay que ahorrar fuerzas.
LAURA. Hace tiempo que perdiste los músculos. A los hombres os pasa como a los coches: con los años perdéis potencia.
FERNANDO. {Irónico) Deberíais cambiarnos cada cuatro años, antes de pasar la revisión.
MARÍA. ¿Ves, madre?: están hechos unos frescos.
LAURA. ¿Tú no estabas callada? Aprende de tu hermano a evaporarte cuando los asuntos hierven.
FERNANDO. Antes de irte, podías hacerme el favor de traerme de la cocina unos frutos secos. De noche, las avellanas acompañan tanto como la luz de una farola.
MARÍA. ¡Qué gráfico eres, padre!
LAURA. ¡Y tú qué atrasada! Pareces de pueblo, vestida de negro; nunca pierdes el luto, como los cuervos. Estás pasada de moda.
FERNANDO. Llámala también vampira. ¡Buena propaganda le haces a tu hija!
MARÍA. Gracias, padre. (Se va a la cocina)
LAURA. Dos máquinas y ... ¿cuántas mujeres?
FERNANDO. Yo vendo excavadoras, no me dedico a la trata de blancas.
LAURA. Explícame por qué se venden máquinas de madrugada. Bonita hora para hacer negocios a oscuras.
FERNANDO. ¿Otra vez con la misma cantinela? ... Son los propietarios de las constructoras los que tienen esas manías. Se pueden permitir el lujo de marcar sus horarios, y trabajar a su aire; les agrada cerrar el quiosco y buscar otros derroteros.
LAURA. ¿Con una gachupina al lado?
FERNANDO. Con un posible contrato en el bolsillo. Ellos son los dueños, y el resto del personal entra y sale de sus empresas a las horas de picar. La sirena me recuerda, ahora que ya no la escucho, al silbido del cabrero cuando llama a la piara para ordeñarla.
LAURA. ¿De dónde sacas esas ideas?: antes eras un empleado muy respetuoso. Ya lo digo yo: la noche cambia los horarios y hace ver el mundo de otro color.
FERNANDO. Yo hago lo que me mandan: busco comisiones.
LAURA. ¿Comisiones? ... ¡Pelandruscas!
FERNANDO. Los mejores negocios se hacen de fiestas; en las juergas, se traba amistad con facilidad. Yo voy a lo mío, aunque eso me cueste algunas noches de pitorreo.
LAURA. Menudos incentivos tienes por delante.
FERNANDO. Así es: máquina vendida, tanto por ciento al bote.
LAURA. Aceituna comida, hueso fuera.
FERNANDO. Exactamente, aunque no resulta tan fácil.
LAURA. Tengo una mosca enorme detrás de la oreja; ahí quieta, como si fuese un Sonotone. ¡Ven, acércate!: quiero saber si tus trapicheos huelen a Chanel cinco, o a perfume barato.
MARÍA. (Entra) Avellanas americanas, cacahuetes, habas fritas y maíz tostado. Todo junto. A esta mezcla, la llaman una rebujina en la Pimienta.
FERNANDO. Al fin escucho algo de mi agrado.
LAURA. Porque te suena a bares, trápala.
MARÍA. ¿Está bien preparado, papá?
FERNANDO. De lujo, María.
LAURA. Menos mal, hija, que sabes abrir las bolsas cerradas: no sabrás sacar otro plato de la cocina. Anda, acuéstate, prefiero verte de mañana.
MARÍA. Después me preguntas qué busco entre los punkies.
LAURA. Esta pobrecita está falta de comprensión; ... esta petarda sería capaz de ponerse a coger la lluvia con las manos, bajo un chaparrón.
FERNANDO. Cariño, hoy tienes la noche: espantarías a un tigre de un grito.
LAURA. Me encontraría de otro humor, si no me hicieras esperar tanto. A los enfados les pasa igual que a los sarpullidos: no salen solos.
FERNANDO. ¿Prefieres que sea un vago, y me tire al palo? Es mejor encontrarte cansada que escucharte a finales de mes sin un chavo. Permíteme que elija.
LAURA. Déjanos, María, vete a la cama. Le voy a decir a tu padre cuatro palabras. (Le señala el camino)
FERNANDO. Buenas noches, hija.
MARÍA. Después os quejáis cuando me pongo los auriculares, y decís que me dedico a reventarme las orejas con los berridos. (Sale contrariada)
LAURA. ¡Ven, que te huela!
FERNANDO. Vaya cuatro palabras más caprichosas. ¿Andas estrenando narices nuevas? Ya conoces mis aromas.
LAURA. Hasta el tufo de tus pies; por eso detecto cualquier anomalía; por el olfato, soy capaz de reconocer a tus ejecutivas: esas espabiladas no son las únicas que están al tanto de la calle.
FERNANDO. Hacen su trabajo, como un hombre.
LAURA. ¿Son unas machorras?
FERNANDO. No; pero se ganan la vida.
LAURA. Entonces serán unas putas y se ganarán el sueldo con el chichi de madrugada.
FERNANDO. (Irónico) Así me gusta a mí beber, escuchando música celestial ... ¿Quién puede discutir las ventajas del hogar?: eres una ametralladora soltando barbaridades.
LAURA. Poco aguantas, para la hora en que vienes. Desde lejos apestas a colonia. ¡Qué jeta!, ¿a quién te has arrimado? Me has dejado de suplente, condenada a la espera.
FERNANDO. Cariño, ¿no te ves ya muy mayor para estos pataleos? No me hagas decirte que estás desfasada.
LAURA. No temas; me voy a apuntar a los adelantos: chuparse el dedo no es costumbre sana.
FERNANDO. ... Y todo por vender dos máquinas. ¿Cuándo apreciarás mis esfuerzos?
LAURA. ¡Buenas moñas te cuestan! Un dineral, aunque luego digas que miras por tu casa.
FERNANDO. A veces son necesarias. En ciertas ocasiones, el alcohol riega el comercio; como el agua el campo.
LAURA. No me hagas reir con tu cara de nube, metiéndote a poeta de media lengua.
FERNANDO. Cuando llegue un año de sequía, me darás la razón: rezarás para que diluvie.
LAURA. ¿Me ves cara de labrador?, ¿quieres que confunda el culo con las témporas?
FERNANDO. Quiero que seas realista y aceptes mi trabajo: soy un mandado. Cumplo órdenes y persigo a los clientes, con las mejores intenciones, allí donde vayan.
LAURA. ¿A las salas de fiestas?
FERNANDO. A beber champán, si fuese necesario. Mi obligación es alternar con ellos y vender lo más posible.
LAURA. Bien que le has cogido el regustillo ...
FERNANDO. Porque me aclimato. Intento sacarle partido a la vida. Nunca he pretendido ser un amargado.
LAURA. Ya ni me pones un acompañante para que me lleve y me traiga. ¿No te avergüenza colocarme un espantapájaros al lado?
FERNANDO. ¡Qué culpa tengo yo de que no quieras salir sola a la calle! Conozco a Marcelo de antiguo y tiene toda mi confianza.
LAURA. En muchos sitios lo toman por mi marido: lleva quince años haciendo el papel; desde que los niños eran chicos y él nos llevaba al parque los domingos, mientras tú te reponías de la noche del sábado. ¡Ay, Fernando!, ¿cuándo dejarás de trabajar tanto?
FERNANDO. No te preocupes, pediré la jubilación anticipada.
LAURA. Te vendrás conmigo cuando estés hecho un cascajo ... ¿No entiendes que prefiero los ratos buenos a los malos?
FERNANDO. El día que te acostumbres a tu vida, serás más feliz. Es frustrante intentar coger el cielo con las manos.
LAURA. ... Sólo deseo verlo azul, no te pido que me lo pintes de rosa.
FERNANDO. Mujer, para ponerlo de ese color harían falta unos buenos compresores y una cuadrilla de primera, con muchas escaleras: es una superficie muy grande para pintarla a mano yo solo.
LAURA. Me casé contigo para compartir nuestros días y, al cabo de tantos años vacíos, me paso las mañanas escuchando tus ronquidos; malgasto las tardes amortizando la televisión y suspiro por las noches por tener un compañero ... para jugar a las cartas.
FERNANDO. De novios, también me las prometía yo muy felices, sin saber cuantos golpes había que dar en la vida.
LAURA. (Se levanta) Mañana te leeré la cartilla, ahora estoy cansada. Te espero en la cama, pero por favor ... ¡dúchate antes de acostarte! Me molesta levantarme y que la almohada huela a fulana.
FERNANDO. ¿A las cuatro de la mañana quieres que encienda el termo, y abra los grifos?
LAURA. No te pongas meloso, ni me despiertes, cuando llegues al cuarto: me desespera comprobar los efectos del alcohol.
FERNANDO. ¿Acaso no estoy hecho un chaval?
LAURA. ¿Te refieres a tu inconsciencia?
FERNANDO. Me refiero a la potencia de mis cataplines.
LAURA. Menos lobos: es tarde para escuchar pegotes sin fundamento. Mañana hablaremos. Te voy a proponer algo que, a buen seguro, te sorprenderá.
FERNANDO. No creo que me dejes con la boca abierta: soy pájaro viejo.
LAURA. Tengo la cuestión meditada; en el desayuno te la diré con la cabeza fresca. (Sale. Fernando queda sentado con la copa en la mano)
FERNANDO. ¿Y cuándo no tienes tú la cabeza fresca, si tienes los pensamientos congelados?; para eso sirve el matrimonio: para escuchar siempre lo mismo.


(Cansino, Fernando deja el vaso en el suelo y se queda dormido en el sillón. Al poco, empieza a entrar por las ventanas la luz de la mañana: amanece. Se escuchan los ruidos propios del despertar de la ciudad. Más tarde, ambos hijos atraviesan con sueño el salón, con libros de texto bajo el brazo. María, escucha su walkman. Apaga las luces. Fernandito, antes de salir por la puerta, apura la copa dejada a medias en el suelo por su padre. Los dos salen.
La luz y los ruidos son los acostumbrados, a la diez de la mañana, cuando se oye llegar el ascensor. Luego, suena el timbre de la casa. Fernando se despierta a regañadientes; se levanta y se dirige a la puerta. Abre, y se encuentra con Marcelo; un buscavidas cuarentón, recién afeitado, que arrastra una leve cojera e intenta ir bien vestido con una chaqueta inapropiada para sus pantalones; con una camisa algo pasada, a contrapelo de la corbata, y unos zapatos sucios).

FERNANDO. (Enfadado) ¿Tú? ¿Que síncope te dio ayer, para no estar al pie del cañón, caradura? ¡El día que te ganes el jornal, me deberás algo menos! ¡Y me debes la vida!: yo te saqué de pedir, te metí en una pensión y te ofrecí un currelo de señorito. Veo que no tienes memoria: eres un desagradecido; un ejemplar, un caso perdido.
MARCELO. (Digno) ¿Cómo puede usted decirme eso, don Fernando?: yo sólo miro por sus huesos ... Ayer me compré esta corbata en una tienda de veinte duros; nadie puede decir que un paria acompaña a su mujer, sin nigún decoro. Le aprecio tanto a usted que me gasto el dinero en ponerme elegante. Se lo juro, me gano la paga con la mayor honradez.
FERNANDO. Esa lengua tuya, tan embustera, no serviría ni para hacer con ella un estofado. ¡Trolista! Te voy a mandar con los curas, a pedir otra vez a la puerta de la parroquia.
MARCELO. (Lastimero) La culpa fue de la polio, don Fernando; fue muy leve, pero muy puñetera. Ella me impidió trabajar y me obligó a vivir de los hombres buenos; ... como usted, que es el mejor. Se lo vuelvo a jurar: sólo miro por sus intereses.
FERNANDO. Anda entra, no me vayas a dar las novedades en el pasillo. (Lo hace pasar) A ver: ¿qué hiciste ayer?; ... dímelo bajito, que la señora duerme.
MARCELO. (En un susurro) ... ¿Desde por la mañana?
FERNANDO. Desde el principio, canalla: tú cobras desde el primer minuto.
MARCELO. Estuve todo el día a su vera, no la dejé ni a sol ni a sombra. Procuré distraerla con el mayor empeño y no me separé de su lado ni siquiera las tres o cuatro veces que me mandó, con mucho genio, a freir espárragos.
FERNANDO. ¿Con qué? Habla más alto: no me entero.
MARCELO. (A propósito. Fuerte) ¡Con mucho genio!
FERNANDO. (Le hace señas, para que vuelva a bajar la voz) ¿Y porqué me esperaba entonces, por la noche con la cara larga, si tanto hiciste por distraerla?
MARCELO. ... A veces se le antoja que la distraiga usted.
FERNANDO. ¿Y por eso me espera destemplada? ¡Qué ocurrencia, Dios! ¿Cómo pretende que la distraiga así?
MARCELO. ... A lo mejor, con perdón, llegó usted un poquitín tarde. La señora se pasa el dia mirando el reloj. Yo la dejé a las ocho y media, ... ¿tardó usted mucho en llegar?
FERNANDO. Eso no es asunto tuyo. Tú debes echar la jornada, y procurar que las cosas funcionen. ¿Cumplirás alguna vez con tu obligación?
MARCELO. (Afectado por la pregunta) Ayer eché la peonada completa, ... aunque usted me dejó a deber algo.
FERNANDO. ¿Te dejé a deber? ¡Eres de los pocos trabajadores que cobra por adelantado!, ... como los buenos especialistas.
MARCELO. Recuerde que ese fue el trato: yo tengo mis gastos. ¿Cómo voy a acompañar a su mujer, sin un duro en el bolsillo? Compréndalo, ella no me soportaría a su lado con cara de pena. La vida cambia de color cuando hay algo de manejo por medio; ... en eso se parecen el dinero y una lata de pintura.
FERNANDO. (Saca resignado su cartera) Mil de ayer, y tres mil de hoy; pero mira bien por estos billetes porque, como esta noche tenga yo el mismo recibimiento, se acaba la sopa boba: te vuelves a hacer el lisiado en un escalón ... ¿Caspisco?
MARCELO. A sus órdenes: parte de novedades. Ayer salimos de la casa a las once, cero tres, de la mañana; y lo primero que hicimos fue ir a ver un local en la Avenida de la Constitución; luego,
FERNANDO. (Lo interrumpe) Un ... ¿qué?
MARCELO. Un local.
FERNANDO. ¿Un local?
MARCELO. Sí señor, un local en la Avenida de la Constitución (Entra en escena Laura; Marcelo, al pronto, se calla)
LAURA. Marcelo, ¿tan temprano aquí? (Sarcástica) ¡Qué visita más inesperada! Si te llevaras algún tiempo sin aparecer, quizás me alegraba de verte.
MARCELO. Siempre a su servicio, señora; ése es mi destino: estar atento a sus indicaciones. Mi vida no sería la misma, si no estuviese a su disposición. Con el permiso de su marido, puede considerarme su esclavo.
LAURA. ¡Éste se ha equivocado de siglo! (A Fernando) Cariño, ¿tú entiendes algo?
MARCELO. Le agradezco tanto sus favores a don Fernando ...
LAURA. Me adora como si yo fuese una divinidad: no me deja en paz. (Gesto significativo de Marcelo a Fernando) Cualquier día tendré que mirar debajo de la cama, por ver si se ha colado en la habitación. (Mirada reprobadora de Fernando a Marcelo) ¡Qué horror! ¡Cuánta constancia! ¡Me conmueve tal derroche de fidelidad canina! ¡Cualquier día se lo llevan los laceros!
MARCELO. Su marido me ha resucitado: soy un hombre nuevo, alejado de la mala vida; ... gracias también a sus cuidados, doña Laura; que todo hay que decirlo.
LAURA. ¡Jesús, qué calvario! Déjame a solas con mi marido: le debo cuatro palabras. Hazme el favor de perderte hasta que volvamos a encontrarnos.
MARCELO. ... ¿Puedo, don Fernando?
FERNANDO. Por supuesto, hazle caso a doña Laura; ... ¿qué pregunta es ésa?
MARCELO. Hombre, lo digo por si luego ...
LAURA. ¿Luego? ... ¡Ojalá no llegara a darse el caso!
MARCELO. No sabe usted, señora, lo importante que su protección es para mí.
FERNANDO. Basta de palabreo, que después sobra.
MARCELO. (Contento, se toca la cartera) Aviso captado: espero en el bar de abajo.
LAURA. Por Dios, Marcelo, dese un paseo por la ciudad. ¿No puede irse un poquito más lejos? Inspeccione si todas las calles están en su sitio.
MARCELO. (A Fernando) ... ¿Puedo?
FERNANDO. (Lo acompaña hasta la puerta) Claro que sí: quédate en el bar de abajo.
MARCELO. (Se despide) Hasta luego, señora ... Siempre suyo. (Sale)
LAURA. Te lo aseguro, Fernando, no comprendo como no echas de una vez a ese tipo de esta casa.
FERNANDO. Pobre hombre, no puedo abandonarlo a su suerte: mi calor es el único consuelo que tiene.
LAURA. ¡Cómprale una estufa, y terminemos ya con el sainete! Regálale una de gas; a ver si hay suerte, y no lo vemos más.
FERNANDO. (Cambia el tercio) ... ¿Qué cuatro cosas querías decirme?
LAURA. ¿Quieres que vaya al grano?
FERNANDO. Sería lo apropiado.
LAURA. ¿Y que le llame al pan, pan?
FERNANDO. Si no hay otro remedio ...
LAURA. Lo tengo muy pensado: hoy, una mujer no se puede quedar parada mientras las demás aprietan el acelerador. Voy la última, y estoy cansada de esperar a que termines de echar piropos por las noches.
FERNANDO. ¿A un director general, calvo y barrigón? No me insultes: tengo mejor gusto. Yo, con ellos, hablo del gas-oil que gastan las máquinas, de las horas de trabajo que aguantan las ruedas, de las toneladas que carga de una palada una excavadora, de
LAURA. ¡De las piernas de las mozas de la barra! Hace mucho que cumplí los quince, Fernando, no sigas tratándome como a una colegiala. ¿No ves ningún cambio en mi cara?
FERNANDO. Pero, Laura, mi vida, ¿crees que te engaño? ¿Tengo planta de galán?
LAURA. Me tienes a tu servicio, como a una criada. Te voy a decir algo: a mí también me gusta eso de salir y entrar. Los niños están ya muy creciditos, para pasarme el día mirándoles hacer gracias.
FERNANDO. (Sorprendido) ¿Vas a buscar trabajo? ¡Qué disparate! Ese asunto está muy complicado: es más fácil ponerse a buscar oro.
LAURA. Yo no pienso trabajar para nadie: a estas alturas, no estoy para que me acosen.
FERNANDO. ¿Entonces? ...
LAURA. Voy a poner mi propio negocio: una tienda de lanas. Es hora de alcanzar el poderío de esas mujeres que tanto te gustan.
FERNANDO. Y ... ¿de dónde sacarás el dinero para la empresa? ¿Vas a pedir un crédito?
LAURA. No señor, lo voy a sacar de donde lo tengo invertido: los créditos son muy caros.
FERNANDO. Y ... ¿dónde lo tienes invertido?
LAURA. Yo lo tengo invertido en ti.
FERNANDO. ¿En mí?
LAURA. Claro, cariño, en veinte años de matrimonio. Nos casamos a la luna de Valencia y ahora tenemos un pequeño patrimonio; del cual me pertenece la mitad, por haber fregado tantos platos.
FERNANDO. ¿Cómo tantos, si tenemos la misma vajilla?
LAURA. Señal de que la he respetado, y he partido pocos.
FERNANDO. Siempre he admirado tus manos ...
LAURA. Pues, como son gananciales, me pertenecen la mitad de los bienes. Así que partimos la baraja y me llevo lo mío; con eso tendré suficiente para poner la tienda: ya tengo los costos calculados.
FERNANDO. ¿Te quieres divorciar?
LAURA. ¡Ay, cariño, qué antiguo eres! ¿Quién ha hablado de separarnos? ... Te sigo queriendo como el primer día: tú serás mi único amor.
FERNANDO. No comprendo entonces para qué quieres hacer particiones ...
LAURA. Pues para ser yo misma y tener mi propio dinero en mi bolsillo.
FERNANDO. He ahorrado como una hormiguita, para tener las cuatro perras que, ... si no entiendo mal, quieres dejar en dos.
LAURA. Yo también he ahorrado, ... si cuento las vueltas que he dado para comprarle ropa a los niños, me entra complejo de noria. Si yo hubiese gastado, como una manirrota en el mercado, tú no tendrías unos cuantos millones a plazo fijo.
FERNANDO. Laura, me dejas de piedra.
LAURA. Mejor, querido, así te mueves menos de casa. No te preocupes por nada. Ya lo tengo hablado con el abogado; seguro que el reparto te parece muy equitativo.
FERNANDO. (Incrédulo) ¿Un empate en propia casa?
LAURA. ¡Ay, que manía de hablar de futbol, a la menor oportunidad!
FERNANDO. ¿Quieres que rompa el carnet, y te dé la mitad también? (Asombrado) ... Y yo pensando anoche que, en el matrimonio, venía a escucharse siempre lo mismo ... ¡Cómo avanza el mundo!
LAURA. No te asustes, querido, ya verás lo fácil que resulta. Rosendo es un muchacho encantador; su padre era notario y su abuelo fue gobernador, ... aunque de los republicanos, que lo perdieron todo en la guerra.
FERNANDO. Eso de perder es muy frecuente ...
LAURA. Ya verás lo bien que lo voy a hacer: lo tengo todo muy bien preparado, ... casi no tendrás que perder el tiempo en leer los papeles. Rosendo te los explicará muy bien; cuando tengas el asunto claro, verás como no es nada. Repartimos y seguimos tal y como estamos, sólo que con bienes separados. La mitad para ti, y la mitad para mí, como buenos hermanos.
FERNANDO. Hermanos en Cristo: ya sabes lo religioso que soy.
LAURA. Cada uno tendrá lo suyo, y así nos querremos más. Ya verás: siendo independiente haré las cosas con más gusto, ... más convencida.
FERNANDO. Me parece una idea excelente, Laura. Te auguro un gran éxito en el mundo empresarial: llegarás lejos con mi dinero.
LAURA. Entonces ... ¿lo ves claro? ¿No estás enfadado? Esta casa la pondremos a mi nombre, pero seguirá siendo tan tuya como siempre. Aquí viviremos los dos muy felices, ... ya te lo dirá el abogado.
FERNANDO. (Irónico) ¡Qué ilusión, cariño! (Molesto) Me voy a desayunar con Marcelo al bar de abajo.
LAURA. (Intenta zanjar el tema) ¿Firmarás sin mayores problemas? ¿Aceptarás mis deseos?
FERNANDO. (Abre la puerta) Ya que pagaré sólo la mitad, pediré una tostada con jamón y un zumo de naranja. (Sale un tanto airado)
LAURA. (Con gesto triunfal) ¡Hecho! Viento en popa: ni siquiera se ha liado a porrazos con las puertas. Cuando no resopla es que tiene la mente en calma. Un par de intentos más y lo convertiré en un hombre comprensivo. Voy a darle a Rosendo la nueva: el horizonte casi está despejado. (Se dirige al teléfono. Descuelga el aparato) Cualquiera se alegra, cuando se le abren las puertas del mundo de par en par. (Marca un número y queda a la espera).


TELÓN

 



SEGUNDO ACTO

 

 

(Fernando, separado un año antes de Laura, convive con su compañera Susana en una nueva casa. Allí escucha a Marcelo, que ha ido a exponerle sus quejas. Sala abuhardillada; pocos muebles y muchas macetas; leve desorden.)


MARCELO. Es lastimoso perder un trabajo por cuatro palabras. ¡Es injusto!: el último mono siempre paga, ... precisamente quien lleva vacío los bolsillos.
FERNANDO. Si ansiabas seguridad, haberte metido a funcionario.
MARCELO. El más pupas carga con el mochuelo ... ¡por narices! El mundo se apoya en los desgraciados, que son quienes pagan el pato.
FERNANDO. Te he empleado durante quince años y aún te quejas. Si fueses un niño, me deberías la crianza.
MARCELO. Eso son suposiciones: yo no he recibido ningún chupete. A mí nadie me ha sonado los mocos.
FERNANDO. A ti sólo te sonaban las tripas.
MARCELO. Con usted he ganado lo justo para vivir al día, y tener una camisa puesta y otra por lavar.
FERNANDO. ¡Hoy vienes a darme el coñazo!
MARCELO. ¿Porqué se fue de su casa? Me ha dejado usted en la calle.
FERNANDO. Estaba harto de malas caras, Marcelo. Los reproches cansan, lo mismo que tirar piedras. Ni soy un semental, ni estoy capacitado para beberme una destilería. Créeme, no llego a tanto; aunque lleve encima los sambenitos de Casanova y crápula.
MARCELO. Perdone la pregunta, pero ... ¿es cierto que siguen ustedes legalmente casados?
FERNANDO. Para mí todos los papeles son higiénicos, excepto los contratos de ventas y las relaciones de comisiones; los demás, los tengo por compromiso y los saco cuando me son necesarios. Los llevo encima por quitarme disgustos de en medio.
MARCELO. Así estoy yo, con muchos años a su servicio y
sin dar de alta, ... como si nunca hubiese hecho nada. Eso me lo debe usted.
FERNANDO. ¿Quieres también un coche por tu jubilación?
MARCELO. Le echaba usted mucho cuento al asunto de las
ventas.
FERNANDO. Yo vendía, y le aguantaba al personal las papas; no todo era jarana. Algunos directores generales no saben beber, y hay que llevarlos a rastras al hotel; para que veas, todos los trabajos requieren algún esfuerzo.
MARCELO. Doña Laura lo esperaba tantas horas ...
FERNANDO. Otros no se defendían bien con las putas y había que enseñarlos; encontrarles algo en una noche, por muy oscura que fuese.
MARCELO. Una noche muy larga ...
FERNANDO. Lo suficiente para cambiar a una rubia por una morena. ¿No te fastidia el puritano?
MARCELO. Siempre de tapadillo, ... ¿cómo iba a soportar su mujer tantas trolas?
FERNANDO. ¿Te pones a su favor?
MARCELO. Perdone usted el desliz.
FERNANDO. Yo soy drástico: si tengo hambre, como; luego, mientras hago la digestión, que me pregunten por el menú. ¿Cómo irse de la vida sin probar bocado?
MARCELO. Ella se daba cuenta ...
FERNANDO. ¡Bah!, tengo una mano izquierda ejemplar. Me
voy por las ramas donde no hay árboles. Convéncete: a las mujeres hay que tratarlas a capotazos.
MARCELO. Verse en la calle por una riña ...
FERNANDO. Ella andaba obsesionada con las yuppies; las veía nocturnas, maquilladas, bien vestidas, con las llaves del descapotable y del apartamento en las manos. Se figuraba que eran bombones con patas, endulzando la madrugada.
MARCELO. Cuando este invierno lleguen las nubes, iré a pecho descubierto ...
FERNANDO. Se creía en desventaja con los rulos puestos, en casa. Tenía complejo de pobretona por pedirme dinero para la plaza. Le disgustaba estar parada mientras el mundo gira y las épocas pasan.
MARCELO. Si los cuentos macabeos abrigaran ...
FERNANDO. Mira, Marcelo, ella quiso convertirse en una ejecutiva, para no quedarse atrás. Tuvo la ocurrencia, porque a eso no se le puede llamar pensar, de que ella también poseía algo propio. Salió con que quería cobrar su parte de los bienes gananciales; la mitad de veinte años de matrimonio, para poner un negocio y ser una jefa.
MARCELO. ¿Y por tan poca cosa se enfada usted, y me deja sin trabajo?
FERNANDO. ¿Para qué poner la mitad de nuestras pertenencias a su nombre, si disfrutaba de todas como su dueña? ¿No es grotesco el asunto?
MARCELO. Algo se olería la pobre, cuando quiso retirar la sartén del fuego.
FERNANDO. Olería sus ideas chamuscadas: la cabeza le echaba humo.
MARCELO. De tanto carburar mientras esperaba. Tiene la baraja gastada de hacer solitarios.
FERNANDO. ¿Otra vez te pones de su lado?
MARCELO. Discúlpeme.
FERNANDO. Fue ella quien propuso ir al abogado; en el reparto, en el tuya y mía, se las ingenió para que le tocase la casa; así que cuando, al regresar del bufete, abrió con su llave y me invitó a pasar, yo hice lo lógico: me planté en la puerta y me negué a entrar en un sitio que ya no me pertenecía. Le pedí que me sacara las maletas y le aseguré que no me volvería a ver más el pelo.
MARCELO. ¿Y ella qué hizo?
FERNANDO. Lloró una temporada y luego puso una tienda de lanas. Dime si no tenía otros medios para poner un negocio. ¿Acaso no existen los préstamos?
MARCELO. Eso dicen por ahí, pero yo no estoy muy seguro. Tendría que tener algo para comprobarlo.
FERNANDO. Hombre, sin nada, en un banco no te dan ni permiso para entrar.
MARCELO. ¿Cómo voy a tener algo, si usted me ha despedido?
FERNANDO. Pues dedícate a otra cosa.
MARCELO. ¡A qué, después de quince años acompañando a su mujer!
FERNANDO. Vuelve a lo tuyo, ... pedías limosna con mucho arte.
MARCELO. Me acuerdo del día en que usted me dijo en el
bar Aurora, Marcelo, ¿quieres cambiar de oficio, y andar por la calle con chaqueta y corbata?
FERNANDO. Mucho tiempo has ido vestido de limpio, para que me lo reproches.
MARCELO. Porque he acabado hecho un inútil. Antes de ser mendigo era pintor de brocha gorda, pero ahora me dan vértigo los andamios. Si muriera en estos momentos, tendría que ir al infierno a la fuerza: no aguanto las alturas.
FERNANDO. Te mareas tú solo: del cielo no se cae nadie.
MARCELO. Usted me convenció para que acompañase a su mujer, al parque los domingos con los niños; luego, entre semana, me encargaba que la llevase de compras o al cine; me pedía que no la dejara ir sola a la plaza o a dar un paseo. Me acostumbré a cargar con las bolsas, a echar una pierna detrás de otra; ... siempre estuve atento a sus indicaciones y resulta que ahora, después de tantos años sin dar golpe, se pelean ustedes y yo me quedo en la calle sin seguridad social ni paro. ¿Ve usted justo hacer eso con un cristiano, hecho a la buena vida?
FERNANDO. Cada oficio tiene sus riesgos: hoy los matrimonios no tienen la estabilidad de los automóviles.
MARCELO. Veo que tiene usted casa y mujer nuevas. ¿Cómo se las apaña? Yo ya no sirvo ni para echar un piropo.
FERNANDO. Porque estás atrofiado, falto de uso.
MARCELO. ¿Está contento con el cambio?
FERNANDO. Extasiado. Susana tiene veinticinco años para contárselos uno a uno. Prefiero mirarla a ver la televisión: con ella, me quedo embobado como un niño con los dibujos animados.
MARCELO. Se ha juntado usted en un santiamén.
FERNANDO. Quien no se lleva a una mujer cuando puede, llora luego a solas. Yo procuro no tener esas debilidades.
MARCELO. ¿No se acuerda ya de Laura?
FERNANDO. Con semejante cambio tendría que ser un nostálgico crónico, para dedicarle un minuto.
MARCELO. Pues ella sí se acuerda de usted.
FERNANDO. Y me llama por teléfono para que seamos amigos. El caso es dar la lata: unas veces contesta cuando descuelgo, y otras no. (Coincidiendo con sus palabras, suena el teléfono. Fernando le hace un gesto a Marcelo, antes de cogerlo) ... ¿Laura? ... claro que me alegro de escucharte, sobre todo por el auricular ... ¿estás al lado del portal? ... (Marcelo alegra la cara) ¡Ah, no!, no subas, ... está estropeado el ascensor; ... aunque tengas buenas piernas, son muchos escalones ... ss (Marcelo hace un gesto de fastidio) Tendrías que alquilar un sputnik para subir al ático ... Oye ... no, no ... escucha ... (Se queda con el teléfono en la mano, y anuncia) Viene.
MARCELO. (Contento) ¿Sube?
FERNANDO. Como la espuma.
MARCELO. (Aprovecha la ocasión) ¿Susana no estaba a punto de llegar?
FERNANDO. ¡En cuestión de minutos!
MARCELO. (Se ofrece) Puede ser una situación muy apurada; si necesita mis servicios, avíseme: me tiene delante suya.
FERNANDO. Ya te he dicho que estás despedido. Susana puede salir sola a la calle.
MARCELO. Pero puedo sacar a Laura, como siempre, a dar un paseo. Estoy necesitado: aceptaría una oferta eventual por una módica cantidad. Mi padre me lo decía: el trabajo es como el agua, hay que buscarlo con ahínco.
FERNANDO. Pues vete por ahí con tu equipo de pocero.
MARCELO. Si no quiere ver a las dos juntas, contrate mis servicios y ahórrese un sofocón. Le ofrezco la oportunidad de volver a emplearme por tres mil pesetas.
FERNANDO. La empresa ha cerrado. (Suena el timbre de la puerta) Escóndete, antes de que te vea doña Laura.
MARCELO. Está bien, lo dejo solo: usted sabrá los peligros que corre. (Desaparece en el interior de la casa)
FERNANDO. (Le advierte) No toques nada. (Se encamina a la puerta con gesto resignado. Abre y entra Laura, algo sofocada, con un vestido costoso y atrevido)
LAURA. (Se deja caer en un sillón) ¡Uy, querido!, venir a verte es como subir a la gloria. Estoy medio muerta, siete pisos son más de media docena. (Mira a su alrededor) ¡Qué apartamento más mono!, ... parece un pisito de soltero.
FERNANDO. Aquí vivo con Susana.
LAURA. Ya lleváis dos meses rebujados, ¿no?
FERNANDO. Considérala mi mujer.
LAURA. ¡Puaf! ... Aunque así fuera, la segunda siempre es algo menos que la primera.
FERNANDO. Me encantaría que expusieras tus opiniones de puertas para fuera.
LAURA. (Saca un cigarro y lo coloca en una boquilla de vampiresa) ¿Voy moderna?
FERNANDO. De principios de siglo.
LAURA. ¿Mi falda también?, ... ¿crees que mis abuelas sacarían dos?
FERNANDO. Con suerte, a lo sumo, dos bikinis.
LAURA. Observa el color de mis piernas. Todos los días tomo el sol desnuda en la terraza.
FERNANDO. No creo que un astro tan importante pierda el tiempo mirándote. Seguro que se va al rato.
LAURA. Todavía me dicen cosas por la calle; ahí al lado me han dicho que estaba tan delgadita y tan rica como las angulas.
FERNANDO. Muy ocurrente; lo apuntaré en mi agenda, por si surge la ocasión.
LAURA. ¿Eso hacías conmigo? ¡Me emociona enterarme de tus triquiñuelas!
FERNANDO. (Impaciente, mira su reloj) Susana está al llegar.
LAURA. No me dice gran cosa ese nombre de pastel.
FERNANDO. (Amenaza) No trastoques los papeles.
LAURA. ¡Ay, qué excitante! Antes te ibas con otras y ahora, en cambio, ella te verá conmigo. (Confiesa) Estos días me acuerdo mucho de ti.
FERNANDO. Pues díselo a tu abogado, aquel mequetrefe amigo tuyo.
LAURA. Me alegraría mucho que me sacaras de paseo. Me muero de ganas de saber adónde llevas a tus ligues y cómo te trajinas a las mujeres.
FERNANDO. En nuestro noviazgo tienes referencias suficientes.
LAURA. Tendrás trucos nuevos, no me desengañes. (Se pone en pie, y se le acerca) Eras tan imaginativo ... (Suena el ascensor)
FERNANDO. ¡El ascensor!
LAURA. ¿Funciona después de tantos escalones? ... ¡Embustero!, ¿no me dijiste que estaba estropeado?
FERNANDO. ¿Eso te dije?
LAURA. Pretendías desanimarme, liante ... ¡Ya no recuerdas mi voluntad de hierro! (Se escucha un ruido de llaves en la puerta)
FERNANDO. Algun día la perderás, comida por el óxido.

(Se abre la puerta y entra Susana, precedida de una enorme maceta tropical)

SUSANA. (Deja la maceta en el suelo) ¡Uf!, con tanto peso, la esquina cae más lejos. (Llama a Fernando, sin verlo) Chuchi, ven a ver el tiesto que he dejado en el suelo. (Se da media vuelta, y lo ve) ¡Ah!, ... ¿estás acompañado?
FERNANDO. (Nervioso) Pues sí, por una vieja amiga.
LAURA. (Tranquila) Que aún no ha llegado a la tercera edad.
SUSANA. Cariño, ¿te importaría acercarme la maceta a la ventana? Es un variedad tropical y necesita mucho sol.
LAURA. (A Fernando) ¡Qué capacidad de elección tienes, calavera! (A ella) Usted debe ser Susana, ... supongo.
SUSANA. Susana María.
LAURA. Querida, es usted joven y guapa, ... ¡parece una miss! ¡Cuánto me alegro de verla! Yo me llamo Laura. (El nombre afecta a Susana)
FERNANDO. (Tercia) Pura coincidencia de nombres, Susi: ella es la mujer de mi amigo Marcelo. (A Laura le sorprende la ocurrencia y decide seguirla) Está en la salita con mi colección de sellos. Voy a llamarlo, es capaz de pasarse la tarde con la lupa en la mano. (Sale)
LAURA. (Se sienta) Siéntate aquí conmigo, mi niña, y cuéntame que trampa usaste para coger a ese pájaro.
SUSANA. Usé las orejas. Le escuché sus problemas, lo dejé hablar a sus anchas, y cayó él solo.
LAURA. Me agrada que seas tan lista; pero ten cuidado, o se te escapará de noche: es un pelín juerguista.
SUSANA. Yo lo veo muy trabajador.
LAURA. Podría ganarse la vida como catador. Es un experto: yo lo conozco desde hace tiempo.
SUSANA. ¿Conoce usted también a su primera mujer?
LAURA. Como a la palma de mi mano. Tenga cuidado con ella: detesta salir perdiendo.
SUSANA. Fernando no la nombra.
LAURA. ¡Qué delicadeza la suya!, ¡silenciar amores pasados!
SUSANA. A mí me gustaría saber algo, cualquier detalle; ... si es alta o flaca, repipi o señorona; si lleva las uñas pintadas, si usa combinación o si es descuidada. Me conformaría con lo típico de las mujeres, con tal de empezar a conocerla.
LAURA. Yo te puedo poner al corriente. Ven mañana a mi casa a tomar café; seguro que tu curiosidad aumenta al enterarte de ciertos detalles: es una mujer insoportable. Vive al lado mía, pero yo sólo hablo con ella por motivos de buena vecindad; desde mi balcón puedes verla entrar y salir, ... así te puedes hacer una idea.
SUSANA. ¿Tanto tiene que ver esa cuarentona?, ... con perdón.
LAURA. No la subestimes: sabe más que tú y tiene ganas de revancha.
SUSANA. No sé por qué la gente no olvida, con lo sano que es.
LAURA. Ella era muy celosa, y creía que Fernando andaba por las noches de pingoneo; cuando le da por hablar conmigo, me dice que estaba harta de esperarlo entre cuatro paredes y que ahora desea verlo en las horas de trabajo, en las salas de fiestas.
SUSANA. ... ¿Se empeña en perderlo, para luego ir en su busca?
LAURA. Le apasiona ver las dos caras de la vida; antes lo esperaba sentada y ahora pretende entretenerlo.
SUSANA. ¡Qué pensamiento más retorcido!
LAURA. Como era una mujer muy fiel, no encuentra a nadie mejor para echar una canita al aire; pero ... pasemos a otro tema, mi niña: no pretendo intranquilizarte.
SUSANA. ... ¿Será ella quien llama por teléfono, y cuelga cuando contesto?
LAURA. Si se pone suficiente interés, es fácil enterarse de un número. (Aparecen los dos hombres en la puerta. Marcelo se está guardando dinero en el bolsillo) !Chist!, luego hablamos: los hombres nacen con las orejas puestas.
FERNANDO. Aquí está Marcelo, Susana, ¡qué trabajo me ha costado levantarlo de la silla!: cada día adora más la filatelia.
MARCELO. (Con segundas) El mérito es tuyo: tienes una colección muy completa.
SUSANA. (Se levanta) Encantada de conocerlo; he tenido con su mujer una conversación muy interesante.
MARCELO. Mi Laura posee el habla de las hechiceras; su labia tiene los efectos de los polvitos mágicos.
FERNANDO. Monta en escoba desde que era una cría.
SUSANA. Hablando de niños, ... el tuyo está con su hermana en el bar de abajo. Andaba a la gresca con el camarero, a cuenta del ron y los hielos. (Suena el ascensor) Deben de ser ellos.
LAURA. (Se levanta de un salto) ¡Ay, querida!, ¿porqué no me enseñas el piso? Me muero de curiosidad por ver vuestro nido.
FERNANDO. (Al quite) Muéstraselo, me disgustaría que tuviese un fallecimiento tan soso. (Suena el timbre) Yo abro.
LAURA. Disculpa, Fernando, luego veré a tus hijos. (Sale con Susana en plan confidente y amistoso)
MARCELO. ¿Ya son amigas? ... ¡Qué rapidez!, son dos bólidos.
FERNANDO. Te contrato, y resulta que se llevan a partir un piñón. (Va a abrir la puerta)
MARCELO. A la finalización del trabajo son tres mil más. Recuérdelo.

(Fernando abre y entran Fernandito, con dos litronas en las manos, y María, vestida de punkie y bailando con el walkman)

FERNANDITO. Venimos a pasar la tarde en casa de nuestro padre liberado.
MARÍA. (Canta desafinada la canción de Joaquín Sabina) Y la mentira vale más que la verdad, y la verdad es un castillo de arena.
FERNANDO. Esta hija mía está en mano de los cantantes modernos.
MARÍA. (Sigue cantando) Y por las autopistas de la libertad, nadie se atreve a conducir sin cadenas.
FERNANDITO. A Marcelo le pasa igual que a nosotros: lo
mismo está en una casa que en otra.
FERNANDO. ¿Allí también buscas trabajo?
MARCELO. Estoy achuchado. Compréndalo: necesito un patrón.
FERNANDO. Picas de aquí y de allí, ¿no?
MARÍA. (Canta) Y yo me muero de ganas de decirte que te quiero.
FERNANDITO. Voy a por los vasos.
FERNANDO. (Lo detiene) No asomes por la cocina, está empantanada.
FERNANDITO. ¿Bebemos a morro?
MARÍA. (Canta) Y que no quiero que venga el destino a vengarse de mí.
FERNANDO. Hoy tendréis que coger puerta. Espero la visita de unos señores muy serios, y no es momento de fandangueos.
MARÍA. (A su aire) Y que prefiero la guerra contigo al invierno sin tí.
FERNANDO. Deja de maltratarte las orejas, y escucha.
MARÍA. ¿Qué?
FERNANDO. (Le quita los cascos) Que el ascensor lo mismo sube que baja. Tiene esa mala costumbre.
MARÍA. Ya se habrá ido.
FERNANDO. Entonces os tiráis por el hueco y llegáis antes.
FERNANDITO. ¿Quieres que nos najemos?
FERNANDO. Exacto. Estos señores aborrecen las bromas, y no sería oportuno que se toparan con mi hijo privoso y mi niña musical.
MARÍA. Pues nosotros veníamos de marcha.
FERNANDO. (Con prisas) Os doy un mil pesetas y hacéis mutis por el foro. ¿De acuerdo?
FERNANDITO. ¿Un talego irnos de rule? Deberías soltar más guita: no hay quien se haga un traje con tan poca tela.
MARÍA. Si fuera uno por cabeza, podríamos pensarlo.
FERNANDITO. Mil duros, y pasamos un rato por ahí: así te dará tiempo a tratar con esos señores con tranquilidad.
MARCELO. Rásquese la cartera, si no quiere que le arañen la cara.
FERNANDO. ¡Está bien! Última oferta: mil quinientas para cada uno.
FERNANDITO. Poca importancia tendrá la reunión, cuando andas con rebajas. ¡Nos plantamos!
MARÍA. Yo me vuelvo a poner los cascos: no quiero escuchar regateos.
MARCELO. Le recuerdo que me debe tres mil ...
FERNANDO. Te las daré cuando acabes tu trabajo. (Saca la cartera) Tomad, estafadores, tenemos toda la vida para hablar del tema.
FERNANDITO. No admitiremos quejas: estamos aplicando tu teoría del sentido de la oportunidad. Te debería de alegrar que seamos buenos aprendices y hagamos grandes tratos.
FERNANDO. Os quiero ver en el portal de abajo.
MARÍA. Nos iremos todo lo lejos que den de sí los mil duros.
FERNANDITO. ¿Volverán pronto esos jefes? Supongo que este favor contará para la moto, ¿no, papi?
FERNANDO. (Les abre la puerta) No volváis en una semana.
FERNANDITO. Procuraremos estirar el billete, lo gastaremos peseta a peseta.
MARÍA. Gastarlo de un golpe sólo sirve para perderlo de una vez. (Salen)
FERNANDO. (Cierra la puerta) ¡Vaya par de sablistas! Estos tunos serían capaces de arrendar alfombras voladoras los días de viento. (Mira a Marcelo) Hoy todos parecéis dispuestos a hacerme pasar un trago.
MARCELO. Yo sólo he venido a buscar trabajo.
FERNANDO. Y a casa de Laura, ... ¿a qué vas?
MARCELO. Voy por si hago falta, espero que no le moleste.
FERNANDO. Por mí como si te da por embobarte con las mañanas nubladas.
MARCELO. Mi comportamiento es estrictamente profesional; no pensará que ...
FERNANDO. Dentro de poco estará menopáusica; ya sabes que soy generoso: cuando era pequeño tampoco me importaba pasarle la ropa a mi hermano chico.
MARCELO. ¡Qué cosas tenemos que oir los currantes! Bendito quien no tiene que buscarse la vida: ése escucha halagos.
FERNANDO. ¿Cuánto tiempo se tarda en ver un apartamento?, ¿estarán contando las losetas del suelo?
MARCELO. Las mujeres siempre tienen un tema de conversación a mano, les cuesta muy poco trabajo sacárselo de la manga. Esté atento: Laura puede poner al corriente a Susana; puede escribir una biografía de usted. Si supiera las cosas que me contaba cuando la sacaba a pasear ...
FERNANDO. ¿Qué te decía?
MARCELO. Las confidencias no se cuentan de balde: no se puede traicionar a nadie por la cara.
FERNANDO. Yo te pagaba para que la distrajeras. Tengo derecho a saber adónde iba a parar mi dinero.
MARCELO. Es curioso, antes me pagaba y no se interesaba por el asunto. A lo más me decía: ¿todo bien, Marcelo?, o ¿cómo se lo han pasado los niños en los toboganes?
FERNANDO. Estaba ocupado, por eso te contraté.
MARCELO. (Se encoge de hombros) Aaah.
FERNANDO. No pienso pagarte tus confidencias, sin saber de qué tratan: apoquinar por adelantado es un atraso.
MARCELO. Le ruego entonces que considere mi memoria como un bien particular.
FERNANDO. Eso me contestas, después del dinero que me has costado.
MARCELO. Hay aficiones caras.
FERNANDO. ¡Y desagradecidos!
MARCELO. Los pobres vivimos al día. ¿Cómo se puede recordar el pasado, sin ver el futuro por delante? (Se da a valer) ... Usted sabrá qué le estará contando su mujer antigua a su moza nueva.
FERNANDO. (Alto) Laura, Susana, ¿os creéis que estáis en el palacio de Buckingham?
MARCELO. No malgaste sus cuerdas vocales: cuando una mujer necesita decir algo, no se puede impedir que hable.
FERNANDO. (Vuelve a llamarlas) Venid al salón, los infantes se han retirado.
MARCELO. ... De no ser ahora, será otro día.
FERNANDO. ¿Quieres hacerme imprescindibles tus cotilleos?
MARCELO. Bueno, yo podría contarle una anécdota por cien duros y luego, si es de su agrado, podíamos ajustar un precio global por lo que serían sus memorias. Estoy dispuesto a no abusar, ... me apañaría con una módica cantidad.
FERNANDO. De acuerdo; pero si no encuentro interesante tu chismorreo, me deberás un servicio.
MARCELO. ¿Ve cómo aprieta usted?
FERNANDO. ¡Larga!
MARCELO. (Confidente) ¿Se acuerda usted de La Casita, de aquel tinglado de fulanas? (Se oyen las risas de las mujeres, de regreso a la sala. Fernando le hace gestos para que baje la voz) ¿De las visitas de los viernes?
FERNANDO. (Bajo) Llevo un tiempo amnésico. (Entran las dos mujeres) ¡Cambia la tocata!
SUSANA. ¡Qué amiga tienes, Fernando! , ... ¡las cosas que sabe!
LAURA. (A Fernando) Ay, si viera tu Laurita este piso decorado por ti; ella, que se pasó los años diciéndote manirroto, a la espera de que colgaras las cortinas.
FERNANDO. Déjala en su casa, no la muevas; si no viene, mejor; que se quede en su sitio, quieta como un alcornoque.
LAURA. Dentro de un rato se lo diré: he quedado en verla a la hora de cenar; ... pero antes tengo que pasarme por el Corte Inglés: las compras son el pan nuestro de cada día.
FERNANDO. Te pareces a Marcelo: él también va de una casa a otra.
LAURA. Sí señor, así no se pierden las amistades.
SUSANA. Ay, Laura, no pierda tampoco la mía: necesito sus consejos.
LAURA. Tutéame, mi cielo, así conseguirás que vuelva.
SUSANA. Prométeme que volverás y tendrás el tuteo garantizado.
LAURA. Ay, mi niña, me quedaría si no le dejara a Laura la sopa fría, encima de la mesa; se esmera mucho cuando me invita y me da lacha dejarle los cubiertos limpios, plantados. Bastante mal nos llevamos, para buscarle las cosquillas.
FERNANDO. Que le dé con un paño a los cubiertos de plata: baratos le salieron.
LAURA. No empieces con cuestiones de abogados que, al final, hay que llamar a uno. Les encanta recibir a la gente en sus bufetes.
FERNANDO. ... A lo mejor os pone Laura una demanda por llegar tarde a la cena.
LAURA. Cierto, sus enfados son terribles: muy temidos a los postres. En fin, voy a aligerarme; antes de ir a su casa, he de pasarme por la tienda para hacer el arqueo. (A Marcelo) Tú quédate aquí, querido: así tendrás tiempo de ver completa la colección. (Se dirige a la puerta) Te dejo la tarde para que disfrutes con tu amigo.
FERNANDO. (Alarmado) ¿No te pesarán mucho las bolsas?
LAURA. ¡Uy. qué va!; sólo pienso comprarme un pañuelo de seda y eso pesa tan poco que hay que anudárselo a la cabeza, para que no se lo lleve al viento. Deja que el pobre se entretenga con tus sellos. Lo mío es un momento, y no voy a necesitarlo.
FERNANDO. Más a mi favor: menos tendrá que esperarte. Ya le ha dado un par de repasos a mi colección.
MARCELO. Los sellos enseñan tantísimas cosas, de tantísimos países de todo el mundo, que es normal sucumbir al embrujo de la filatelia.
SUSANA. Di que sí, hombre. Abrir los álbumes de Fernando es ponerse a pasear por el globo. Os prepararé un café, mientras disfrutáis con tanta variedad; luego, yo también me iré: tengo cita en la cera.
LAURA. ¡Gracias, mi niña! Cariño, no se hable más: después nos vemos en casa. ¡Adiós!, me voy a la caza de una ganga. (Sale)
SUSANA. (En la puerta) Recuerda el piso: ático C. Te lo ruego, vuelve pronto. (Cierra) ¡Qué ilusión, chuchi!; Laura me pondrá al corriente de tu aventura matrimonial.
FERNANDO. (A Marcelo) ¿Ves para lo que sirve tu mujer?
SUSANA. Mira por donde se va a romper tu silencio.
FERNANDO. Laura tiene una lengua sui géneris, una puntilla que deja al personal para el arrastre.
MARCELO. Hombre, Fernando, para cuatro palabras que dice ...
SUSANA. Está de uñas con la otra Laura, con tu ex. Yo no podría contar tantas cosas, ni con unas tablas de sumar en las manos. ¡Cuánto sabe!
FERNANDO. (A Marcelo) ¡Qué pico tiene tu querida Laura!
MARCELO. Yo no puedo callarla, desde que es una mujer independiente con un negocio abierto.
FERNANDO. (Advierte) Una cosa es hablar y otra rajar: es cuestión de medida. ¿Tengo que decirte lo que cuesta sacarte a ti una confidencia?
MARCELO. Las mujeres son otra cosa: juntas a dos y ya tienes un motivo de conversación.
SUSANA. Voy a preparar café, mientras ustedes habláis de lo que nosotras hablamos. (Sale)
FERNANDO. ¡Se acabó! Es un delito sacar los pies del plato de esa manera. Laura me va a oir: esa lianta, después de dejarme medio pelado, me quiere ahora enemistar con Susana.
MARCELO. ¿Lo ve usted? Cuando me contrataba tenía menos problemas. A veces reducir gastos acarrea la ruina; si usted me hubiera hecho caso ...
FERNANDO. ¡Vaya economista! Escucharte hablar es como ver caer peras de los olmos. ¡Eres una calamidad! ¿Porqué no te fuiste con ella hace un momento?
MARCELO. Obedecía ordenes.
FERNANDO. ¿Órdenes?
MARCELO. Sí señor, recuerde que usted rechazó mis servicios, ... yo se los ofrecí primero.
FERNANDO. ¿Órdenes?
MARCELO. Lo siento mucho, don Fernando, pero compréndalo: no puedo abandonar el tajo. Estoy a dos velas y no tengo parientes de quienes vivir.
FERNANDO. ¡Orden!
MARCELO. (Digno) Perdone, pero es muy lícito ganarse un jornal.
FERNANDO. ¿Y?
MARCELO. Mi padre, Dios lo tenga en su gloria, me lo decía: se debe seguir adelante siempre que haya posibilidades. Cuando muere un borrico, para seguir camino, hay que montarse en otro: un desgraciado no se puede quedar a la espera de lo que venga, si no quiere resultar seriamente sorprendido. Quien anda sin red, no puede caerse.
FERNANDO. ¿Ahora te pones filosófico, después de mendigar toda tu vida? Ten cuidado con las palabras, o te las tendrás que comer con papas. Dime, canalla, ¿quién te paga ahora?
MARCELO. Pues ¿quién ha de ser? Piense usted un poco: el mundo es un pañuelo y hay muchos interrogantes a nuestro alcance.
FERNANDO. ¿Laura? ... ¿Laura te paga? (Marcelo asiente con la cabeza) Eres un asqueroso mercenario: hace un rato te pusiste a mi servicio, cuando estabas a sus órdenes.
MARCELO. (En su descargo) Eran dos encargos diferentes, y no tenían nada que ver entre sí: cada uno de ustedes me pidió una cosa y yo, con una conducta profesional intachable, cumplí con ambas; con lo que cada cual me dijo.
FERNANDO. ¡Mamando de dos tetas!
MARCELO. Cuando no hay nada fijo ... Su ex mujer sólo me contrata de vez en cuando, de forma esporádica y eventual; a salto de mata.
FERNANDO. Y ¿qué te ha encargado doña Laura?
MARCELO. Eso no se lo puedo decir, he de ser discreto. Entienda usted mi postura: los encargos son secretos.
FERNANDO. Marcelo ...
MARCELO. Usted bien lo sabe: mi silencio es de quien lo paga.
FERNANDO. ¿Otros mil duros? ...
MARCELO. (Asiente) Me encargó acompañar a Susana.
FERNANDO. ¿A Susana?
MARCELO. Exactamente. (Breve silencio)
FERNANDO. (Saca dos mil pesetas) ¿Para?
MARCELO. (Hace un gesto de decepción, al ver rebajada la cantidad; pero acaba guardándose el dinero) Para que no la vea usted tanto. Recuerde que usted me dio dos mil, y dejó pendiente otras tres, a fin de que ellas no hablaran mucho entre sí. ¿Ve cómo eran cosas distintas, y trabajos diferentes?
FERNANDO. (Se le va a abalanzar al cuello, cuando entra Susana e interrumpe su acción) Eres un
SUSANA. (Con una bandeja en las manos) Chuchi, ¿quieres poner un mantelito en la mesa?
MARCELO. (A Fernando. Bajo.) ¿Chuchi?
FERNANDO. Voy, Chati; termino con éste en un segundo.
MARCELO. ¿Chati?
SUSANA. ¡Qué rápido eres! Si abrieses el cajón a la misma velocidad, dejaba yo en un momento las tazas en la mesa. ¿De qué discutíais con tanto interés?
FERNANDO. ¡De sellos!
SUSANA. ¿Todavía?
FERNANDO. ¡De sellos, y de la madre que parió a Panete! (Se vuelve falsamente familiar) Este bribón está a la que salta, dispuesto a coger moscas al vuelo.
SUSANA. ¡Uy, qué asco!, ¡con lo sucias que son!
FERNANDO. Es un lince al que no se le puede dar un metro de ventaja.
SUSANA. ¿Te ha pedido los repetidos?
FERNANDO. Si lo dejara, me sacaría las entrañas.
SUSANA. Ay, ay, ay, ¿cuándo cogerás el mantel?

(Suenan unos golpes apresurados en la puerta. Se miran los tres. Los golpes se hacen insistentes, mientras Fernando se decide a abrir. Abre y se encuentra con María, que trae a rastras a su hermano; borracho)

FERNANDO. Pero ... (Coge a Fernandito) ¿Cómo puede llegar este mocoso a tanto? ¡A éste lo espabilo yo! Voy a llevarlo dentro: cuando el mundo se te va a caer encima, lo mejor es que te pille acostado.
FERNANDITO. ¡Póngame otro, que me queda uno para la media docena!
FERNANDO. A este niño no se le pueden dar mil duros.
MARÍA. Desde luego, papá: aún no me ha dado mis dos mil quinientas.
FERNANDITO. No quiero una moto chica que, brrrom brrrom, arme mucho ruido a escape libre por las avenidas.
FERNANDO. Esto se va a terminar: no se puede beber tanto de una sentada.
FERNANDITO. Una Suzuki de mil sí que brrrom brrrom, por las autopistas.
FERNANDO. ¡Calla, niño! Tú serías capaz de estrellarte
en una recta: verías doble y no sabrías por donde tirar.
SUSANA. (Deja la bandeja sobre la mesa sin mantel) ¡Ay, cariño, cuánto siento tener que marcharme en esta situación!
FERNANDO. No temas, gatina; esto lo resuelvo yo en un periquete.
MARIA. ¿Gatina?
FERNANDO. A ver, niño, ponte en pie; que pareces un director general. (Se lo lleva al interior, acompañado de María) Apóyate, que tampoco cuesta tanto trabajo dejarse caer, golfo.
MARÍA. Es un abusón: sólo sirve para quedarse con todo.
FERNANDITO. Le digo a usted las cuentas: me falta uno para los seis.
MARÍA. Debe de estar hablando de los tornillos de su cabeza.
FERNANDITO. A trescientas ...
FERNANDO. Éste no va a ver un duro en mucho tiempo.
MARÍA. Bien dicho, papi, el próximo billete me lo das a mí.

(Salen los tres. En el escenario quedan Marcelo y Susana, que recoge su bolso de un aparador. Inmediatamente, Marcelo se pone a su servicio, mientras ella busca la llaves de la casa)

SUSANA. ¡Qué pasón!, ... ¿dónde estarán las llaves?
MARCELO. ¡Cuánto me agradaría acompañarte, Susana!
SUSANA. ¿A la cera?
MARCELO. Adonde vayas. ¡Te invito luego a unos pasteles!
SUSANA. No te preocupes, sólo son unos pelillos de sobra.
MARCELO. ¡Ah, nimiedades! (Intenta ser convincente) La esperaré en una cafetería cercana.
SUSANA. (Evasiva) Déjalo, se enfriará el café: yo tardo mucho. Me gusta llegar con tiempo y leerme un par de revistas, mientras espero el turno.
MARCELO. Yo soy un maestro en esas cuestiones: me distraigo solo y me entretengo quieto. Para mí, sería un placer acompañarla.
SUSANA. No quiero cansarlo; soy muy aficionada a los cotilleos; me leo el Hola, el Garbo y el Diez Minutos; que, al menos, es una hora.
MARCELO. ¡Ah!, yo estoy a la última de la loquilla de Estefanía, de la Obregón y de la vaca Fergie; en ese aspecto soy un hombre muy documentado, capaz de mantener una conversación. Mi Laura me pone al corriente.
SUSANA. ¡Qué mujer! ¿qué no sabrá ella? (Harta, suelta el bolso y empieza a buscar las llaves por los cajones)
MARCELO. No me quedaría tranquilo, Susana, si te viera salir sola. Los cabezas rapadas están cada día más salvajes. Te pueden dar un susto en cualquier callejón: esos jovencitos son imprevisibles. Las calles están muy peligrosas, incluso a estas horas de la tarde: basta con leer los sucesos en los diarios.
SUSANA. ¡Ay, calla!, que los fantasmas aún no se han vestido: es muy temprano para que salgan a la calle, a plena luz.
MARCELO. Dices eso porque no sabes las últimas cafrerías de los ninjas: cualquier hora es buena para dar un susto.
SUSANA: ¡Ay, Marcelo, qué mente más atroz! ¿En cualquier esquina descubres un peligro?
MARCELO. (Advierte) Un peligro muy real: sólo hay que mirar la estadística anual de crímenes, abusos y atropellos.
SUSANA. No me metas miedo, déjame ir a mi aire. Prefiero pasear a subirme en mi coche, para luego no poder aparcarlo ni debajo del suelo.
MARCELO. No menciones siquiera los aparcamientos subterráneos.
SUSANA. ¿También debo alejarme de ellos?
MARCELO. Con la mayor celeridad. ... Decididamente, debo acompañarte: veo que tienes la ingenuidad propia de la juventud. No me lo perdonaría nunca, si te atacaran unos tarados; no podría soportar semejante peso el resto de mi vida.
SUSANA. (Encuentra las llaves) ¡Eureka!, ¡las llaves! Me voy ahora mismo. (Se dirige a la puerta) Hasta luego, Marcelo. (Abre) Dile a Fernando que vuelvo dentro de un par de horas. Dale de mi parte un beso al niño, cuando se mejore. (Sale)
MARCELO. (Fastidiado su plan, habla solo) ¡Ah, maldita ocupación! ¿Cómo explicarle a doña Laura que esta mozuela no se deja acompañar?, ¿cómo seguir cobrando por algo que no puedo hacer? ¡Cuánto tenemos que discurrir los currantes para conservar un trabajo decente! La vida se convierte en un disparate, cuando uno no tiene un pedazo de pan que llevarse a la boca. (Entra en escena Fernando)
FERNANDO. ¿Todavía revoloteas por aquí? ¿Se ha ido ya Susana?
MARCELO. (Eficiente) Me ha dicho que tardará un par de horas.
FERNANDO. (Coge una botella de ginebra del aparador) ¡Este mequetrefe se va a enterar de una vez de lo que es un coma etílico! Cuando yo era chico cogí un empacho de aceitunas, y tardé años en volver a comerlas. (Sale)
MARCELO. Si esa rama sale al árbol, dará peras en aguardiente. (Entra con prisas María, y se pone los auriculares)
MARÍA. Me enferman los martirios chinos; para escuchar gritos, prefiero oir una cinta. Si él no hiciese las cosas delante mía, yo no tendría que contarlas luego en el momento más oportuno. Está claro: no se puede mirar por él ni de reojo.
FERNANDITO. (Voz en off) No papá, a gollete no. Me la echo en un vaso. De verdad, de verdad.
MARÍA. (Con segundas) Ahora empieza otro tema. Le daré volumen.
FERNANDITO. (Voz en off) A morro no, papá. Lo dejo, te lo juro.
MARÍA. Adoro el sonido de estas guitarras, este ritmo de locura.
FERNANDITO. (Voz en off) Papá, la boca; ¡ay, ay!, los dientes; papá, que me duele.
MARÍA. Ese tucutún tucutún de la batería.
FERNANDITO. (Voz en off) No lo haré más, lo juro de verdad: ¡por mi padre!
FERNANDO. (Voz en off) ¿Por quién?
FERNANDITO. (Voz en off) Por ti, papá, por ti, ... ¡que me atragantas!
MARÍA. ¡Uy, se acabó la cinta!, le daré la vuelta.
MARCELO. (Irónico) Siempre he admirado la solidez de tu afición musical.
MARÍA. O.K., con los Dire Straits.
MARCELO. (En la misma tónica) Esos podían ser tus padres.
MARÍA. (Soñadora) ¡Ay, si lo fueran!
MARCELO. Si lo fueran, serían muchos para una sola fan: demasiado ruido para una sola nuez.
MARÍA. ¡Ou, yeaaah!

(Entra Fernando; agarrando a Fernandito, en un estado lastimoso)

FERNANDO. Asunto solucionado: éste se olvidará de las botellas en una temporada. (A Marcelo) Agarra a este mameluco. Os voy a dejar en casa, para que pongas a esta joya en sus manos de su madre.
FERNANDITO. ¡Brrrom, brrrom!
MARCELO. No sé si la señora me lo permitirá, don Fernando. ¿Cómo voy a explicarle que, en vez de estar con Susana, le llevo a su hijo en este estado?
FERNANDO. (Bajo, preocupado por si su hija los oye) Eso te pasa por cobrar de aquí y de allí, granuja.
FERNANDITO. Iuuú, iuuú.
MARCELO. Le recuerdo, don Fernando, que lo de antes fue un encargo muy específico: sus hijos no entraban en el trato.
FERNANDITO. Iuuú, iuuú.
FERNANDO. No te parto la boca por no recoger la sangre del suelo con la fregona. Abusas porque (señala a su hija) no puedo actuar con libertad. ¡Ni siquiera puedo hablar claro!
FERNANDITO. Iuuú, iuuú.
FERNANDO. (A Fernandito) ¡Cállate, niño!
FERNANDITO. Stop. ¡iiiiiih!
MARCELO. Pues si no puede hablar a su antojo usted, que pone el dinero, fíjese para lo que le servirá a este pobre currante su facilidad de palabras. Me es imposible dar cierto tipo de explicaciones.
FERNANDITO. ¡Pom!
FERNANDO. No te agarro del cuello, y te lo alargo una cuarta, porque está mi hija presente; pero tendrás que subir a su casa a este degenerado, si quieres salvar el pellejo: estoy dispuesto a terminar siendo un homicida.
MARCELO. Se lo pido por favor, no me ponga entre la espada y la pared: es la postura más incómoda que conozco.
FERNANDO. (Alza la voz) ¡Marcelo, no me toques los pililines!
MARÍA. (Se quita los cascos) ¿Me hablabas, papá?
FERNANDO. No hija, intercambio opiniones con este zoquete. Vuelve a tus melodías: son muy buenas para aprender inglés.
FERNANDITO. (Bajo) Brrrom, brrrom.
MARÍA. Tú sí que me entiendes, papi. Ojalá también aprenda a tocar la guitarra como Mark Knofler.
FERNANDO. Claro que sí, todo se pega al oído. Anda sigue, sigue.
MARÍA. ¡Qué suerte tengo!, ¡qué bien me comprendes! (Vuelve a colocarse los auriculares)
FERNANDITO. (Más bajo) Brrrom, brrrom.
FERNANDO. (Amenaza a Marcelo) O te los llevas o me devuelves el dinero. Se acabó por hoy el seguir a Susana: mientras haces una cosa, no haces otra.
MARCELO. Eso es justamente lo que me preocupa.
FERNANDITO. (Casi inaudible) Brrrom, brrrom. (Se queda dormido en el hombro de Marcelo)
FERNANDO. Pues volando, o llamo a doña Laura y le digo que estás aquí perdiendo el tiempo conmigo, que has dejado ir a Susana por su cara bonita; por no tener ganas de trabajar paseando por las calles.
MARCELO. (Protesta) ¡Qué maneras tiene usted de convencer, don Fernando! (Se vuelve aprovechón) Claro que si se mirase como un nuevo servicio ...
FERNANDO. ¿Aspiras a hacerte rico?
MARCELO. Hombre, como el niño pesa ya mucho ...
FERNANDO. ¡Andando! ¡Ipso facto! ¿Cuándo has cobrado tú por kilos?
MARCELO. (Le hace señas a María de que se van) Es usted como nadie: me pone al borde del despido, (Los cuatro se dirigen hacia la puerta) a los pies de los caballos, a pique de terminar en la calle; (Abre Fernando la puerta) en una situación muy delicada, con el agua al cuello.
FERNANDO. ¡Con esto termino yo mañana! (Antes de salir el último, apaga la luz y cierra la puerta. Escenario a oscuras).


TELÓN



TERCER ACTO

 

(El mismo decorado del primer acto. Fernando espera sentado en un sillón.)

FERNANDO. (Alto) No te molestes; acuérdate de mi gastritis: el café me repatea el estómago.
LAURA. (Voz en off) El médico te recomendó dejarlo, junto con el alcohol; pero te conformaste con darle de lado al café, por tu costumbre de dejar las cosas a medias. ¿Quieres beber algo?
FERNANDO. Lo que vengo a decirte no necesita una copa. Pienso abreviar.
LAURA. (Voz en off) ¡Qué prisas! Aguarda un minuto, yo llevo muchas horas de espera sobre mis espaldas.
FERNANDO. No te pesarán tanto, cuando aún la tienes derecha.
LAURA. (Entra; bien vestida y con una taza en la mano.) Pero padezco de insomnio, y se me hará crónico si alguien no lo remedia. Las horas de sueño pasan a mi lado de puntillas: ni me duermo ni tengo un rato de paz.
FERNANDO. Búscate un galán que te acurruque; a veces los hombres damos mejores resultados que los somníferos. Anímate, a cualquier mujer le puede salir un novio.
LAURA. ¿Los hay de oferta?
FERNANDO. (Cambia de tema) ... ¿Están bien los niños?
LAURA. Tú sabrás: aparecen por tu casa muy a menudo ... Tu hija anda todo el día con los auriculares puestos y tu hijo, gracias al dinero que le das, ha dejado de ser un adicto a la litrona para convertirse en un formidable bebedor de cubatas. De troncos como el tuyo sólo pueden salir astillas ebrias.
FERNANDO. Bebemos en vasos distintos ...
LAURA. Pero los rellenáis de la misma forma: ambos pedís las copas con una rodajita de limón.
FERNANDO. Ayer le di un severo correctivo. (Yendo al tema) He venido a decirte que no aparezcas más por mi casa. Imagina que aquello es el infierno, y aléjate de la quema.
LAURA. ¿Por eso has puesto aire acondicionado en tu dormitorio? Sería más realista si vivieses en el sótano, junto a las calderas.
FERNANDO. ¡Aléjate de allí!
LAURA. ¿Eso me dices, sentado en mi sofá?
FERNANDO. Yo lo compré hace veinte años.
LAURA. Y yo mil veces lo he limpiado. Estamos a la par.
FERNANDO. No quiero juegos con Susana.
LAURA. Tú los iniciaste al presentarme como la mujer de Marcelo. Las mentiras son como los créditos, luego se pagan.
FERNANDO. No te metas en mi vida.
LAURA. Antes cualquier pelandrusca podía meterse en la
mía, y hacerme pasar una noche a solas. Tengo deudas atrasadas: veinte años ejerciendo de adivina, imaginando si estabas en un pub o en un club, en una discoteca o en una cama, ... si le vendías una pala excavadora a un empresario o le bajabas la cremallera a una ejecutiva en un hotel. A cuenta de las dudas, tengo patas de gallo.
FERNANDO. ¿Cantan por las mañanas?
LAURA. A esas horas, duermo: abro la tienda a las diez.
FERNANDO. (Se levanta) Yo tengo prisa; lo dicho: quédate
en tu casa y deja de visitar la mía.
LAURA. Ni hablar; me conviene andar después de estar tanto tiempo encerrada, ... o no puedo disfrutar donde otras antes se han divertido. ¿A la fuerza tengo que recibir semejante castigo?
FERNANDO. Tu imaginación ve sombras donde hay luces. Soy un simple representante de maquinaria, con el pequeño inconveniente de vender más en las cenas que en los desayunos.
LAURA. De madrugada se comercia en los bares de alterne.
FERNANDO. Laura, estas discusiones están caducadas. Compréndelo, estos rifirrafes los debería de tener yo ahora con Susana; y sin embargo, con ella, no los tengo. Adelantos de los tiempos modernos.
LAURA. Ya se caerá del guindo y espabilará con el batacazo. Esa joven se cree todo lo que oye, cuando campan por el mundo los embusteros. Le falta mucho para estar a la altura de mi experiencia.
FERNANDO. Al menos, ella no saca conclusiones por docenas.
LAURA. Ya se le caerá la cara con la sorpresa más inesperada. A tu asombrosa Susana se le dice, en un día de lluvia, que el cielo está cerrado y cree que alguien le ha echado la llave.
FERNANDO. Tú confundes a los jóvenes con los lelos.
LAURA. Reconozco su buena presencia, pero no se puede ir por la vida sin malas ideas. A las buenas personas, las pusieron de saldo y acabaron con todas en un periquete.
FERNANDO. Yo prefiero el agua clara: turbia no me sirve ni para lavarme la cara.
LAURA. Mucho defiendes la mercancía; pero te advierto que, por su edad, puede ser de segunda o tercera mano. Déjala en casa y sácame a mí de pingoneo. Quiero ver el mundo alumbrado, después de estar a dos velas.
FERNANDO. Vete de fiesta con otro: hay muchos hombres disponibles.
LAURA. ¿Crees que no me invitan? Las rosas aguantamos un tiempo, metidas en un jarrón.
FERNANDO. (Despectivo) ¡Tómate una aspirina!
LAURA. La cabeza te va a doler a ti: tu manceba está a punto de llegar.
FERNANDO. (La amenaza con el dedo) Bruja ...
LAURA. ¿Por invitarla a tomar café? Ahora que está de vacaciones, dedica las mañanas a los grandes almacenes. Tenía que hacer unas compras por aquí cerca y ...
FERNANDO. Es mejor mirar trapos que dedicarse a meter la pata. ¿No se extrañó cuando le diste la dirección?
LAURA. Comentó algo sobre las casualidades, pero yo la distraje con halagos y le conté unas cuantas maldades de mi supuesta vecina. En caso de necesidad, una mujer puede convencer a cualquiera; incluso a otra más joven.
FERNANDO. Te aprovechas de tus años.
LAURA. Yo la invité en tu casa; le dije, uy querida, tienes que venir a ver la mía; y ella se puso muy contenta, aunque arrugara un poco el ceño al escuchar las señas.
FERNANDO. La confundes.
LAURA. Hablando de confusiones; me fastidió mucho que Susana creyese que un tipo como Marcelo pudiese ser mi marido.
FERNANDO. Sobre el terreno aceptaste el papel.
LAURA. (Lógica) Se le debe sacar partido a las coyunturas favorables; sobretodo, después de saber cómo me tenías vigilada. Menos mal que una, al menos, ha servido para darle trabajo a un desgraciado.
FERNANDO. Marcelo no te vigilaba: se limitaba a acompañarte para que no te aburrieses; para ayudarte en lo que fuese, ... en todos estos años, el pobre ha cargado con más bolsas que un carrito de Hipercor.
LAURA. ¡Vaya, qué pena de borrico!
FERNANDO. No deberías hablar así de quien ahora es tu empleado. ¿No te avergüenza copiarme de esa manera? ¿Por qué le regalas un sueldo por seguir a Susana?, ¿tanto te dejan los ovillos de lana?
LAURA. Lo suficiente para no tener que hacerme los chalecos a mano. Tú no eres el más indicado para hablar.
FERNANDO. ¡Qué descaro!: yo lo despido y tú lo contratas. Entérate ya: Susana sabrá quitárselo de encima. Las jóvenes de hoy son muy capaces de poner a cualquiera en su sitio: todas tienen ya el bachillerato.
LAURA. ¡Uy, qué antiguo! ¡Eso ya no se estudia! Pero hacen bien: los títulos son para siempre. No se pierden como los maridos. (Suena el ascensor)
FERNANDO. (Inquieto) ¿Será ella?
LAURA. (Mira su reloj) Es muy puntual. ¿Lo ves?, no tiene picardía. (Suena el timbre de la puerta)
FERNANDO. ¿Te molesta que utilice el cuarto de baño?
LAURA. Escóndete; en esta ocasión, no te servirá de nada ponerte las gafas de sol. (Fernando sale apresuradamente. Ella se dispone a abrir la puerta) Un momento. (Abre confiada; pero, de inmediato, cambia su expresión) ¡Válgame Dios!, ¡qué condena! ¿Cuándo dejarás de tocar el timbre de esta casa, con esa cara de pasmarote? ¡Ayer perdiste el rastro de una manera lamentable!
MARCELO. (Protesta) Los acompañé hasta el portal, pero me despidieron en la entrada por que se iban a dormir. (Se cuela en la casa) ... ¿Puedo pasar?, los pasillos tan largos me deprimen.
LAURA. (Cierra la puerta) Encima eso; se van a la cama y tú te quedas tan tranquilo: eres el colmo de la desfachatez, ¿cómo me puedes traer una noticia semejante? ¿No piensas hacer nunca nada?
MARCELO. Intenté acompañarlos, pero don Fernando me dio con las puertas en las narices.
LAURA. Pues yo te las veo intactas ...
MARCELO. Porque pegué un respingo para atrás.
LAURA. ¡Bah, no sirves ni para que te enyesen la cara!
MARCELO. (Quejoso) Señora ...
LAURA. ¿Señora? ¡Hoy no cobras!
MARCELO. Pero, doña Laura, recuerde que le traje al niño por la tarde: el chiquillo estaba pasando un mal rato.
LAURA. ¿Un mal rato?, ... ¡Un mal trago! El niño no es Susana, y yo te pago para que hagas lo que digo; no para que improvises sobre la marcha.
MARCELO. Recuerde usted que aún me debe mil pesetas. Se lo digo porque todavía no he desayunado, ... Anoche le pasé el parte telefónico.
LAURA. Y ¿consideras una noticia decirme que entraron solos cerca de las once?
MARCELO. Exactamente, ése es un dato.
LAURA. Que no vale mil pesetas. Aprende a administrarte; por lo visto, don Fernando no te enseñó a hacer bien las cosas. ¿Crees que me gusta abrir el monedero en tu honor? Para regalarte la paga, prefiero tener un perro y echarle de comer: esa gente sí que no falla a la hora de dar compañía. ¡Tú no sirves ni para seguir de noche a una tortuga fosforescente! Eres un fantoche que sólo se da trazas para cobrar: debías ser la sombra de Susana, pero siempre se te escapa el pastelito.
MARCELO. ... A veces surgen impedimentos técnicos: es una mujer muy independiente.
LAURA. ¡Vaya una noticia para el telediario! ¿Puede poner un profesional una excusa así?
MARCELO. A los albañiles se les caen los ladrillos, a los mecánicos se les pierden las llaves, a los fontaneros la estopa, a los carpinteros las puntillas ...
LAURA. ¡Y a un acompañante la cara de vergüenza! Al atardecer la vi cogida de la mano de Fernando, de paseo por el centro. El muy bobo la miraba como si en la ciudad no hubiese otros monumentos ... ¿Dónde estabas tú, que no ibas en medio de los dos, como si fueses un tabique?
MARCELO. Don Fernando no me permitió acompañarlo. Nos dejó en el portal a los tres, y se fue en busca de ella.
LAURA. A ella, te lo vuelvo a decir, la quiero en casa. ¿Cómo me voy a ir de parranda con Fernando, si anda suelta por la calle? Conmigo no perdías comba, y ahora resulta que no sabes saltar.
MARCELO. Porque a usted le gustaba que la acompañara; para llevarle las bolsas o para distraerle a los niños. Con todo mi respeto, espero que considere usted esos factores tan determinantes.
LAURA. ¡Qué sabía yo entonces!: creía que lo hacías por voluntad propia, por la amistad que te unía a Fernando.
MARCELO. (A modo de disculpa) Para que usted vea que soy discreto.
LAURA. Tanta discreción te va a costar la paga de hoy. No se puede ir por el mundo con las manos en los bolsillos, sin prestarle atención al trabajo.
MARCELO. No sea usted así, doña Laura: yo vivo al día.
LAURA. ¿Al día?, ¡a salto de mata!
MARCELO. ¿Ve usted?, eso es lo malo de trabajar de favor.
LAURA. ¿De favor?, ¿por dos mil diarias, desayuno y gastos de transporte?
MARCELO. Este caso entraña muchas dificultades.
LAURA. ¿Por eso no traes noticias frescas?
MARCELO. Si me aumentara usted el sueldo, yo podría contratar a un par de amigos pelones: pueden darle un susto que la tenga una semana encerrada. Calcule, en ese caso, lo que podría usted aprovechar el tiempo.
LAURA. A mí sí que me asustan tus pretensiones monetarias.
MARCELO. ¿No las ve oportunas?
LAURA. Déjate de cuentos, y avisa a tus amigos un día que lleve el bolso cargado. Así el susto será más real; y no habrá que darles nada, si se van contentos con el botín.
MARCELO. También puedo hacer que la asalte un ninja.
LAURA. Déjate de gastos extras. Confórmate con hacer bien tu trabajo.
MARCELO. Me permito recordarle que es muy complicado seguirle la pista: se resiste a ser vigilada.
LAURA. Gajes del oficio; no me cuentes penas.
MARCELO. Esa mujer está al día.
LAURA. Eso ya lo usaremos a nuestro favor: Fernando es del año pasado.
MARCELO. Se entera de todo.
LAURA. Y tú de nada. ¿No te has enterado ya?: hoy no se cobra.
MARCELO. Señora, se lo suplico, reconsidere su postura: ayer me pasé el día trabajando.
LAURA. Sin resultados: tus fracasos son para enmarcarlos.
MARCELO. Le recuerdo que ahora también hago de su marido. ... Con don Fernando no tenía estos problemas.
LAURA. ¡Ah!, ¿no?; ¿Porqué te despidió entonces?
MARCELO. Por falta de utilidad, según entendí.
LAURA. Pues yo no te pago por falta de eficacia.
MARCELO. (Contestón) Algo haré: anoche me dijo Susana que me estaba poniendo un poquito pesado.
LAURA. De poco sirve empujar a una montaña, si no se mueve: los esfuerzos inútiles no benefician a nadie.
MARCELO. (Lógico) Ahí puede verse mi perseverancia.
LAURA. Ahí se ve tu torpeza: la persigues sin enterarte de nada. A propósito: ¿cuándo empieza a trabajar de nuevo esa palomita? ¿No terminan nunca sus vacaciones?
MARCELO. La semana que viene. ¿Ve usted cómo algo sé? Pasado mañana es su cumpleaños y piensa invitar en casa a sus amigos, ... gente joven y bohemia.
LAURA. Tendré que pensar en algo: ¿que hará Fernando entre tanto pipiolo?
FERNANDO. (Entra de improviso en escena) ¡Aguantar que este desgraciado me espere de noche en el portal!
LAURA. ¡Vaya! ¿Escuchando igual que tu hijo?
MARCELO. ¿Ve usted como no me paso los días en blanco? ¿Ve como no sólo aparezco a la hora de cobrar?
FERNANDO. (Intenta que lo despidan) A este carota no le des ni un duro, no se merece un sueldo. Se pasa el día dándome palique, sentado en la sala, sin echarle cuenta a Susana. ¡Despídelo!: no es de fiar. Todo lo pregona: enseguida me soltó que lo tenías contratado. A este gandul le cuesta trabajo hasta mantener la boca cerrada. LAURA. (Resignada) ¿Porqué seré yo tan inocente de fiarme de un pillo, adiestrado por ti?
MARCELO. (Intenta protestar) ¡Un momento, señora! ...
FERNANDO. No te quejes de su doma; eres tú quien no sabe coger las bridas: este bestia nota el cambio de manos.
MARCELO. ¡Pero, don Fernando! ...
LAURA. (Acusa a Fernando) ¡Tú eres el genio que inventó la profesión de este aprovechado!
MARCELO. ¡Oiga usted! ...
FERNANDO. Este chipichanca aún es un aprendiz.
MARCELO. Mire que ...
FERNANDO. (A Laura) Tu sí que eres capaz de afinar y quedarte con la casa que yo compré, por el simple hecho de haber vivido conmigo.
LAURA. Uy, querido, barato he cobrado; en cambio, no quiero heredar a este babieca. Te devuelvo a tu empleado: es un inepto.
MARCELO. ¡Me están ustedes insultando!
FERNANDO. ¡Cállate Marcelo, que doña Laura y yo estamos hablando!
MARCELO. ¡Sobre un servidor, que tanto cumple! (Suena el timbre de la puerta)
LAURA. ¡El timbre!
FERNANDO. ¡Susana! (Corre a esconderse. Sale)
LAURA. (Mira a Marcelo con interés) Quizás hoy me seas útil: tengo faena para ti.
MARCELO. Mi padre me lo decía: si se espera con paciencia, la lluvia siempre llega.
LAURA. Escucha; sigue haciéndote pasar por mi marido delante de esa jovenzuela. Me las apañaré para que su visita sea corta y, cuando la veas salir, te vas con ella. ¿Entendido?; la acompañas y te cuelgas de su brazo como si fueras su bolso.
MARCELO. Tendría que pedirle permiso ...
LAURA. Si empiezas con escrúpulos ...
MARCELO. Es un encargo delicado: apenas la conozco.
LAURA. Dos mil y los gastos. Tú tienes suficientes tablas para torear a esa comehombres. ¿Vale el trato?
MARCELO. Los mandados tenemos que hacer los trabajos que nadie quiere, ... ni siquiera nosotros mismos.
LAURA. (Vuelve a sonar el timbre) ¿Sí?, ...¡O no!
MARCELO. ¿Tan sólo dos mil?
LAURA. ¡Olvídalo!, guárdate las manos en los bolsillos.
MARCELO. Está bien: haré lo que usted me diga, como un buen esposo.
LAURA. Todo correcto entonces; siéntate en el sillón y ponte a leer el periódico con cara de despiste. (El timbre suena de nuevo) Distráete con las noticias, y deja correr la conversación. (Prepara su mejor sonrisa, y abre la puerta) ¡Qué hombre éste!, cuando lee la prensa no se entera de nada. Pasa, encanto, no vaya a salir esa pécora al corredor y te vea en la puerta: es capaz de adivinar quién eres, de coger un berrinche y montar un cirio. Tiene un ojo clínico.
SUSANA. ¿Tan antigua es la señora?
LAURA. Casi de la postguerra, pero está de buen ver: su padre era panadero y comía bollos a dos carrillos. Ten cuidado: se abalanza a los pelos.
SUSANA. Me pondré peluca cuando venga a visitarte.
LAURA. (Falsamente cariñosa) Mi Marcelo no escucha el timbre. Se queda embobado leyendo los deportes, sorprendido con los marcadores y los records. Hoy, como es lunes, se empapará todas las alineaciones.
SUSANA. (Lo saluda) Buenos días, Marcelo, ¿a vueltas con la clasificación? (Marcelo hace caso omiso)
LAURA. No te esfuerces; cuando no son los mundiales, son los juegos olímpicos; si no es el fútbol, es el Tour de Francia. Así conserva la mente sana, aunque tenga el cuerpo hecho un asco. Prefiere comprar el periódico, o sacar una entrada, a pegarse una carrera.
SUSANA. El mundo es de los bien informados.
LAURA. ¡Eres afortunada, hija mía!: posees inteligencia para recubrir tu hermosura; ... si quieres un consejo, ve con tiento al aplicarla a los hombres: prefieren contemplar una buena delantera a deleitarse con unos razonamientos ajustados.
SUSANA. A Fernando le agrada escuchar mi voz.
LAURA. Ahora que suena a esperanza; ya verás cuando empieces a soltarle reproches.
SUSANA. Yo no tengo el hobby de refunfuñar.
LAURA. Ay, pero los hombres cambian más que los escaparates; pronto dejan los romanticismos y piden las babuchas. Los tiempos buenos duran cuatro carantoñas. Su efervescencia es pasajera; luego, te dan los besos de carrerilla.
SUSANA. Procuraré que no se los aprenda de memoria.
LAURA. No pidas imposibles, chiquilla: está por inventar la manera de mantener a un hombre en perpetuo estado de gracia; a escondidas, o a las claras, siempre acaban mirando a otra. Ninguno trae certificado de garantía.
SUSANA. Yo me conformo con mi Fernando, que no tiene pinta de electrodoméstico.
LAURA. ¿Un poquito de café? Aún debe estar caliente.
SUSANA. Con una chispa de leche.
LAURA. (Coge el camino de la cocina) En un salto te lo traigo. (Sale. Silencio; Susana mira con curiosidad a Marcelo, inmóvil y absorto en la prensa. Se dispone a echarle un vistazo al salón, cuando entra Laura con una bandeja en las manos)
LAURA. (Retoma el tema) Ya cambiarás de opinión. Quédate con mi copla; con el tiempo, ya te aprenderás la letra. Ahora estás enamorada y sólo escuchas cantos de sirenas.
SUSANA. Alto los oigo, como si cantaran con megáfonos.
LAURA. Algún día los tendrás de recuerdo. Haz caso de mi experiencia, los años valen mucho; si se vendieran al peso, seríamos ricas chochas perdidas.
SUSANA. Por los míos darían entonces cuatro perras.
LAURA. ¡Qué alegría ser joven y tener el futuro por delante!
SUSANA. Laura, le das demasiada importancia al tema de la edad.
LAURA. Los años son un torbellino, que se lleva la vida a su paso. (Marcelo pasa una página. Ambas lo miran y quedan en silencio. Laura suspira.) ¡Qué lástima ser una cuarentona!
SUSANA. Hoy te has levantado pesimista, ¿porqué no te vienes a las rebajas conmigo?
LAURA. ¿Saldré hecha una Schiffer?
SUSANA. Puedes salir con un vestido nuevo; eso siempre alegra la cara. Cómprate una minifalda, y déjate las piernas al aire: todavía tienes tipo para enseñarlas.
LAURA. Lo mío ya no es cuestion de trajes, sino de manos cirujanas para rescatar mi sonrisa; necesitaría un peeling.
SUSANA. No puedo permitir que te desfondes, con los ánimos que tú me das.
LAURA. Las ilusiones se pierden, como las muelas.
SUSANA. Ponte unas de oro, y dedícate a vivir.
LAURA. ¡Qué rica eres! (Cambia de conversación) ¿Y Fernando?
SUSANA. Salió esta mañana temprano de casa, para cerrar una operación.
LAURA. (Falsamente alarmada) ¿Se fue temprano?, ¿no duerme a la pata llana?
SUSANA. Hoy está usando las piernas para andar por la calle. Ha salido muy inspirado. Puedes estar segura, convencerá al director que le toque en suerte.
LAURA. Mi niña, ¡qué disgusto me das! Está visto; la condición no se pierde fácilmente. Los hombres la llevan siempre encima, como la cartera. ¿Cuándo cambiarán y reconocerán de una vez que la mujer más interesante para ellos es la que tienen en casa?
SUSANA. No te comprendo, pocas veces resuelvo los jeroglíficos.
LAURA. Una mujer de una pieza, con la cabeza en su sitio; joven, guapa y adorable ... Estos chorlitos tienen la mala costumbre de ser más leales entre ellos que con nosotras.
SUSANA. Me intranquilizas, Laura.
LAURA. Estoy decepcionada: ¿para qué existirá la confianza, si está destinada a perderse?
SUSANA. Aclárame el asunto, haz el favor.
LAURA. No sé si debo; a veces, en Babia se vive mejor. Abrirle los ojos a alguien es una operación delicada: es triste tener que arrancar la inocencia de cuajo.
SUSANA. Corta por lo sano, ... ¿Fernando me es infiel?
LAURA. ¡Más que un moro!
SUSANA. Cuéntame, prefiero escuchar a estar equivocada.
LAURA. Mira, cuando vivía con mi vecina, trasnochaba y se levantaba cerca del mediodía durante todo el año, ... excepto algunos días claves.
SUSANA. ¿Como hoy?
LAURA. Tu sabrás, en tu cama lo tenías. ¿Salió a escape?
SUSANA. Se levantó de un salto.
LAURA. ¡Anda el atleta! Para algunas personas los años pasan en balde: cometen los mismos disparates con el pelo cano.
SUSANA. Me intrigas, Laura.
LAURA. (Confidente) En estas ocasiones, queda citado en un restaurante céntrico a la hora de los aperitivos.
SUSANA. ¿Con quién?
LAURA. ¿Me prometes ser discreta? No quisiera lanzar un boomerang que luego me diese en plena cara: es una pelirroja explosiva.
SUSANA. ¿Dónde?
LAURA. Se citan en El Cuerno de la Fortuna; de allí se sale con la barriga llena y la mujer ganada: pocas cosas en el mundo son tan convincentes como pelar gambas.
SUSANA. Me cuesta trabajo creerlo: esas costumbres las
tendría antes, cuando vivía con esa carcamala. Encontraría el aire viciado y saldría a respirar.
LAURA. Ya estás avisada. Los hombres no pueden con nosotras, pero nunca tienen bastante con una. Habría que ponerles orejeras para conseguir que mirasen siempre a la misma ... Perdóname si me preocupo por la integridad de tus relaciones. Te ruego que no me consideres una entrometida: te conocí ayer, pero te estoy tomando afecto a marchas forzadas.
SUSANA. Agradezco tu esfuerzo, pero me pones en un aprieto.
LAURA. Ay, chiquilla, no te lies: a mí no me gusta sembrar confusiones para después regarlas. Las macetas de mi balcón dan mejores flores.
SUSANA. Lo juraría. Fernando anda detrás de un pez gordo, con la corbata puesta y el catálogo en la mano.
LAURA. La seguridad la conseguirás cuando lo pilles in fraganti con una pelandrusca. La certeza es un lujo que no se puede rechazar.
SUSANA. Laura, ¡qué amargo está el café!
LAURA. ¡Ay, mi niña!, ... ¿no le has echado azúcar? Tienes muchas cosas que aprender: hay que atar corto a los hombres y andar al tanto de sus despistes; no se les puede acostumbrar a que te engañen. Observa a mi Marcelo: es un lector formidable.
SUSANA. ¿Qué me aconsejas?
LAURA. Mucha vista y ... que vayas a verlo.
SUSANA. ¿Al Cuerno de la Fortuna?
LAURA. Lo más aprisa posible; más adelante, seguiré poniéndote al corriente con todo lujo de detalles.
SUSANA. Está bien, abriré los ojos; ejercitaré la mirada.
MARCELO. (Deja el periódico en la mesa y se pone en pie) Voy a comprar tabaco.
LAURA. (Aprovecha) Querido, ya que sales, haz el favor de acompañar a Susana al Cuerno de la Fortuna: puede necesitar tu ayuda.
SUSANA. No se preocupe, Marcelo: sabré mantenerme en pie, por muy grande que sea el susto.
LAURA. Querida, es mejor que vaya. Estos golpes se aguantan con el corazón y ese músculo, a veces, no soporta el peso de nuestras visiones.
MARCELO. (En su papel, decidido) La acompañaré: justo al lado del Cuerno, hay un estanco.
SUSANA. Si no hay otro remedio, y usted no tiene inconveniente ...
MARCELO. Ahora mismo lo único que no tengo es un cigarro.
LAURA. (Los despide) Suerte, hija. (La besa) Marcelo, de no encontrarlo allí, liado con una cigala, acompáñala al Mero de Plata o a La Ternera Precoz; por algún sitio debe andar. Esperadlo un ratito. Fernando es como el sol: siempre aparece.
SUSANA. (Se despide) Ojalá esté solo y me deslumbre.
LAURA. ... Ya me contará Marcelo.
MARCELO. (Abusa de su inestable posición, y se atreve a besar a Laura) Te contaré hasta cuánto ajito le ponen al filete, cariño. (Salen Marcelo y Susana)
LAURA. (Cierra la puerta, y se quita de un manotazo el beso de la boca) Al cabo de los años, me encuentro con un carota. (Al momento alegra la cara) La suerte y la razón están de mi lado: ¿a qué pagar con otra moneda, si me pusieron una en la mano? Hay que emplear bien el dinero. Sería una necia si me quedase mirándolo, y una idiota si lo tirase; en el bolsillo me quemaría y, en la cartilla, prefiero meter otros ahorros. Lo mejor es soltarlo y sacarle, con ello, algún provecho. (Se arregla el peinado; cuando cree tener el pelo en su sitio, llama) Fernando, puedes salir. (Baja la voz) Se ha roto la cuerda del pandero que volaba: va suelto por el aire, loco, dando bandazos. (Llama más fuerte) Fernando, sal. (Bajo) Una tiene derecho a pedirle peaje a quien deambula por sus terrenos; mucho he andado yo por esa vereda. (Vuelve a llamar, con alguna impaciencia) Fernando, ¿no me oyes? (Fernando asoma la cabeza por la puerta de la sala) Estamos solos; he desinfectado la casa y no queda ni una cucaracha: se han ido todas.
FERNANDO. ¿Para que has hecho venir a Susana?
LAURA. Para verle el palmito, ¿tú no escuchas cuando estás escondido?
FERNANDO. ¿Qué le has dicho?
LAURA. Algo muy cierto, que en El Cuerno de la Fortuna se pelan bien las gambas.
FERNANDO. Esa noticia no es fresca: la sabe media ciudad.
LAURA. Marcelo la acompaña, se da buenas trazas para comprobar la calidad de los bogavantes. Como iba de compras, tu Susana llevará dinero suficiente. Supongo que no será una adicta a las tarjetas de crédito; ya sabes que esas mujeres son capaces de darle la vuelta al mundo, buscando un collar, si la cuenta corriente responde.
FERNANDO. Deja de darle vueltas a la mollera. Acabarás con la masa gris hecha un amasijo. ¿No escuchaste la sentencia del juez? Vino a decirnos que fuéramos felices, y nos divirtiéramos cada uno por su lado.
LAURA. ¡Bah! También se juntan el mar y la tierra y, entre los dos, forman la orilla.
FERNANDO. No líes la guita, que luego la cortas con unas tijeras: la arena es un montón de rocas hechas polvo.
LAURA. ¿No te bebes tú sin reparos la uva pisoteada? ¡Maldita sea!, ¿por qué no olerá el clarete a pies?
FERNANDO. Deja de divagar; ¿no abres hoy la tienda?
LAURA. Tengo a una dependienta detrás del mostrador.
FERNANDO. ¿Ésas eran tus ganas de trabajar?
LAURA. (Se le arrima) Hoy estoy enferma: tengo el cuerpo para meterme en la cama.
FERNANDO. (La rehúye) ¿Te lo ha mandado el médico?
LAURA. Algunas medicinas me las receto yo sola.
FERNANDO. Pues busca un voluntario que te administre la dosis.
LAURA. ... ¿Puedes aconsejarme algún especialista?
FERNANDO. Inserta en el periódico un anuncio por palabras: se busca macho ibérico para sofocar el fuego de una cuarentona separada.
LAURA. Animal, yo necesito a un conocido. Me sobran los aspirantes, pero en confianza se actúa con más libertad. Yo, a los moscones, los atiborro de insecticida: me molestan sus vuelos pegajosos.
FERNANDO. Pídele a Marcelo que se tome en serio su nuevo papel.
LAURA. Ni hablar, me pediría un aumento de sueldo: no me cogería la mano por menos de quinientas pesetas.
FERNANDO. Entonces date una ducha fría: es el remedio de los desesperados.
LAURA. Seguro que, con las ejecutivas, no dejas pasar oportunidades tan claras.
FERNANDO. Deja de tomar el sol en la terraza. Huye de
las insolaciones: el calor nubla las entendederas.
LAURA. Eres un bobo: puedes tenernos a las dos. ¿No quieres doblar tu capital? A Susana le hará mucha ilusión esperarte en la sala, mientras riega las macetas: es un trabajo que lleva mucho tiempo.
FERNANDO. Más llevas tú haciendo disparates.
LAURA. A mí puedes hacerme feliz llevándome a bailar. Necesito divertirme contigo, en compensación a tantos años de briega y a las noches pasadas en blanco. Así estaremos ambas contigo; yo cogeré el trozo de pastel que me gusta, y tú podrás ir de oca en oca. (Suena el ascensor)
FERNANDO. De un sitio a otro, voy bien en coche. (Suena el timbre de una manera característica)
LAURA. ¡Los niños!
FERNANDO. ¿No tenían llaves?
LAURA. Se las quité, ¿no ves lo inoportunos que son?
FERNANDO. Es una situación deplorable: les prometí no atravesar más esa puerta.
LAURA. Cada vez que mires para atrás, te tropezarás conmigo. (Vuelve a sonar el timbre) Si te encuentran aquí, le descubrirán a Susana cuáles son tus negocios mañaneros: los jóvenes hablan entre ellos.
FERNANDO. ¿Qué negocios?
LAURA. Los que harás aquí, con la presente.
FERNANDO. ¿Quieres que me esconda también de mis hijos?
LAURA. (Decidida) Espérame en el dormitorio, solventaré
el conflicto de un soplido. (Vuelve a sonar el timbre) Es el lugar más seguro, el único sitio por donde no trastean. (Laura se lo intenta llevar, pero Fernando se resiste a ir) Anda, venga, vamos, quedarse pensativo puede ser mortal en los momentos de acción.
FERNANDO. (Se zafa) Suéltame, soy alérgico a las encerronas.
LAURA. ¿Te asustan unas sábanas limpias?
FERNANDO. Las tuyas son buenas para hacerle trajes a los fantasmas.
LAURA. Pobrecito mi chico, han domado al garañón de madrugada y lo han convertido en un caballito miedoso.
FERNANDO. Si quieres picarme, afílate el aguijón: soy duro de pellejo. (Suena el timbre con insistencia)
LAURA. Aprovecha la ocasión, o me buscaré a un hombre mejor dispuesto. (Lo agarra del brazo, y se lo lleva) Tú mismo lo dices: las oportunidades hay que cogerlas al paso.
FERNANDO. ¿Para que luego le cuentes tu vida a Susana?
LAURA. A ella le puedo contar verdades o mentiras: tú decides. Sus oídos se tragan las palabras, como las alcantarillas el agua. Déjate de remilgos y te haré un santo, para que sus orejas te estimen.
FERNANDO. Preferiría que le regalases unos zarcillos.
LAURA. Pero, si tu comportamiento no es el correcto, ni el esperado, te advierto que me entretendré en convertirte en un mártir: mi lengua da para mucho. Tú eliges, ¿tanto te molesta echarme un vistazo? (Salen. El timbre empieza a sonar con una insistencia machacona. Al momento, regresa Laura y se dirige a la puerta; antes de abrir, simula estar enferma. Abre) Descansa ya el dedo, hijo: ese sonido me va a reventar la cabeza.
FERNANDITO. (Entra resacoso, acompañado de su hermana; ella lleva los cascos puestos) Un poco más y crecemos una cuarta en el pasillo, ... con el mal cuerpo que arrastro.
LAURA. Estaba acostada, enferma, y pretendía coger el sueño. Me habéis despertado cuando empezaba a dormir.
FERNANDITO. (A su hermana) ¿Te has enterado, María? (Ella sigue a lo suyo)
LAURA. Llegáis muy temprano, ¿tanto os pesan los libros?
FERNANDITO. La enseñanza está de huelga, hoy los conocimientos no están al alcance de la mano. Llevamos la mañana en la calle, soltando eslóganes a grito pelado.
LAURA. Te lo suplico, hijo, baja la voz: tengo una jaqueca que me impide pensar en pancartas. Voy a encerrame en el cuarto, con las persianas echadas, para ver si puedo olvidar estos dolores; ... ¿me oyes, María?
FERNANDITO. (Señala a su hermana, tumbada en un sillón) Debe estar escuchando un punteo.
LAURA. Pues dile, cuando se quite los auriculares, que
este dolor me durará un rato: tengo la cabeza como un bombo.
FERNANDITO. En la mía también hay un gracioso tocando el tambor.
LAURA. Porque no paras de soplar la gaita, imberbe. Ya te cogeré, cuando suelte esta jaqueca. Te voy a hacer un abstemio de por vida; lo tuyo va a ser modélico: puro arrepentimiento.
FERNANDITO. Alucinas, madre, ¿aún no sabes que, para toda la vida, no duran ya ni las bodas?
LAURA. Calla, hijo, calla; que no tengo tiempo de liarme a tortas contigo. Me voy a mi habitación: la oscuridad me aliviará la cabeza. Despídeme de tu hermana. (Sale; simula arrastrar siete males)
FERNANDITO. (Con pasos cansinos se acerca al aparador de las bebidas) ¡Barra libre! (Elige entre las botellas) ¡Puaf, ginebra! ... ¡Ajá!, ¡ron! ... Con unos hielos enfriaré los humos de un día de protesta. (Repasa la botella) Vaya, tiene el nivel marcado en la etiqueta. (Piensa) Me tendré que esforzar: meteré la botella en agua, le despegaré la etiqueta y la bajaré un poquito, antes de volverla a pegar. En estos pequeños detalles es donde se vislumbra a los grandes genios. (Retórico, a solas consigo mismo) Para espantar el síndrome de abstinencia, basta con llenar un poquito el depósito: enseguida, se acallan las voces de protesta de la demanda alcohólica. (Sale. En escena queda su hermana, arrebatada por otra canción de Joaquín Sabina)
MARÍA. (Canta entusiasmada, mientras se pone en pie y recoge los libros) Y en otros puertos he atracado mi velero, y en otros cuartos he colgado mi sombrero, y una mañana comprendí que a veces gana el que pierde a una mujer. (Imita con la boca el sonido de las guitarras, y se va con la música a otra parte. Sale)


TELÓN.


 

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