Juan Vicente Piqueras

La Odisea. Tres versiones apócrifas

 

JJohn William Waterhouse: Circe ofreciendo a la copa a Odiseo

 


 

1. LA ODISEA CONYUGAL

Penélope poco a poco se había ido convirtiendo en la madre de Ulises.

Por eso él se fue a la guerra. La ofensa a Menelao le importaba bien poco. Digamos la verdad. Sin Penélope madre tejiendo y destejiendo, es decir, esperando, no hay odisea que valga ni sirenas ni circes ni nausicas ni polifemos ni nada.

Ulises, caída Troya, se ve en un arduo trance. Dice que sí, volvamos, pero no, no desea regresar al regazo materno y conyugal, y se lanza a la aventura, se pierde, quiere perderse por esos mares de Dios a ver qué pasa, en busca de un no sabe bien qué que él se obstina, ante todos y tal vez ante sí, en denominar retorno. No se lo cree ni él. No sabemos si lo creyó Penélope ante tamaño retraso. En cualquier caso, es su amor el que le permite a él ir tonteando de Calipso en Circe, de pasión en isla. Sin ese eterno, paciente, tejer y destejer, sin esa espera tenaz que atrae y ahuyenta a los pretendientes, sin ese jersey infinito de lana azul horizonte para íntimos inviernos, Ulises no sería más que un marinero extraviado, un torpe timonel, un pobre hombre.

Él sólo sabe viajar siempre y cuando haya alguien que aguarde su regreso.

La Odisea es también una versión de un matrimonio clásico, vulgar de tan repetido: el marido a saber dónde y la mujer en su casa, esperando, tejiendo, ahuyentando pretendientes con las agujas de punto.

De vez en cuando Ulises, desde algún puerto cuyo olor le recuerda las noches de amor que busca, la llama por teléfono no tanto para saber cómo está y dar señales de vida o decir que ya llega, cosa que después de tantos años ni el amor de su esposa podría ya creer, sino para cerciorarse de que ella sigue esperándolo.

No sé si él sabe que su osadía y su odisea dependen de la paciencia de Penélope, de la llama que sólo ella mantiene viva, del amor voraz que provoca y alimenta su fuga y que aguarda su regreso.

No sé si Ulises sabe que la espera de Penélope es el viento en las velas de su nave.


 

2. EL HILO DE PENÉLOPE Y DE ARIADNA

Este hilo de Penélope que es el hilo de Ariadna y es el hilo de voz y de saliva que nos une, este hilo de tinta que dibuja palabras y con ellas el mapa de la isla de Yo, del laberinto de Creta, del laberinto de rumbos de Odiseo, del laberinto ovillo que es el corazón de quien espera, el hilo de la luz o el del teléfono, la raya que separa países, posesiones, los renglones, las venas, los ríos dibujados, las aristas de esta mesa, las cuerdas de un bouzouki, las rayas de la camisa, cada cabello, todo, la línea del horizonte, todo es el mismo y uno cordón umbilical, elástico, infinito, que nos une al origen y al final, al pozo del que venimos y a la nube a donde vamos, este hilo viceversa.

Las ciudades del mundo no son sino perplejos laberintos construidos con una intricada maraña de hilos umbilicales enredados, atados, desatados, heridas que se buscan, se repelen, se llaman. Decir Atenas es decir Teseo, con un hilo en la mano y en la otra una espada, espada que podría cortar el hilo en plena lidia, en busca de una herida por donde, en vez de sangre, saliera libertad. Todos somos teseos conteniendo el aliento para intentar oír la respiración del Minotauro. Nuestras vidas duran justo el tiempo que estuvo Teseo dentro del laberinto. En metros de hilo de Ariadna se mide nuestra aventura.

Penélope y Ariadna unidas por un hilo y por un abandono. La costura es más dulce, se sabe, si asistida por la promesa de un regreso. No tiene mucho sentido preguntarse por qué, por qué Ulises no vuelve, por qué está tardando tanto, por qué Teseo abandona a Ariadna en Naxos. Un hombre que quiere vivir (si lo que quiere es morir es otra cosa) no puede pasar sus días en el regazo de una mujer, de una sola mujer, de una mujer sola. Se va. Tiene que irse. Necesita islas, monstruos, extravíos, alargar el hilo, desenredar al aire de la vida la madeja enredada de lo que desea. Un hombre en una casa es como un toro dentro de un despacho. El hombre busca el barco, el rumbo, el laberinto, la íntima hazaña afuera. Necesita a Penélope y a Ariadna. Necesita que lo esperen, que lo llamen, que lo echen de menos, que sufran por él. Un hombre es feliz yéndose. No entre cuatro paredes aunque estén pintadas del color del mar. O tal vez no, no es cierto, pero sí necesita creérselo, decirlo.


 

3. LA ÍTACA REAL

Se comprende que Ulises no quisiera volver, que dejara su casa, su reino y su familia abandonados. Abandonar es propio de los griegos. Y si además Ulises huía, como huyen los hombres que se van a la guerra, que se dan a la guerra, de la vulva de su madre y de la de su esposa que según él deseaban devorarlo, recuperar lo suyo, se entiende que no volviese. Y si además volver era adentrarse en esta bahía de Vathy y ver su nave hacerse pequeñita entre los muslos de madre de estos montes, entrar en el útero azul de este insólito puerto, es normal que Odiseo no quisiera volver. Tal vez llegó ante Ítaca, vino, vio y huyó. Se pasó años huyendo. Y cuando al fin volvió (como muy bien supo Katzanzakis en su Odisea), Ítaca se le quedaba estrecha, su familia asfixiante, su esposa ajena. Y se volvió a marchar. Su oficio era ya la huida. Ulises es el mayor fugitivo de la historia. Teme la telaraña del amor que le teje Penélope y prefiere ser Nadie y pensar de sí que es un aventurero mientras su esposa teje el tapiz de esta historia con sus manos de viuda, como bien dice Ovidio.

Ítaca es fantasmal y yo soy un fantasma en esta isla. Si digo la verdad me ha dado miedo. Su soledad agreste, sus riscos, sus arañas, sus cabras que te miran a los ojos como si te conocieran, sus cipreses azotados por el viento, sus bahías temibles, bellísimas, vulvas donde los barcos entran como en el vientre del que vienen.

Las cigarras de Ítaca cantan más fuerte que en cualquier otro lugar. Cantan como desesperadas. Son homéricas. Y lo mismo los grillos cada noche. Las arañas tejen entre olivos y pinos y cipreses sus telas inmensas, obras maestras de la paciencia. Son arañas penélopes que ya no esperan a nadie.

Llevo en las manos almendras amargas cogidas en la puerta de la Gruta de las Ninfas. Leo el mapa del liquen en los troncos de los viejos olivos. Un puñado de perlas negras recogidas del suelo: cagarrutas de cabra. Y la plegaria oscura de los cipreses mástiles. Y las viñas perdidas como las de mi padre. Y el cielo de los ciegos, como Homero, el olvido del viento en los olivos.

Ítaca, 2011


 

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