José Manuel García Valverde

Cicerón y la filosofía helenística

 

Cesare Maccari: Cicerón pronuncia su discurso contra Catilina

 


 

Seguramente porque la figura política de Marco Tulio Cicerón ha calado tan hondo que ha trascendido como pocas el tiempo en que se desenvolvió, su obra filosófica, al socaire de la fama, ha perdurado favorablemente aun a pesar de haber perdido en el camino algunos legajos valiosos. El nombre de Cicerón ha sido un salvoconducto poderoso gracias al cual tenemos hoy la posibilidad de saber un poco más de lo que, de otra manera, recibiríamos tan sólo un eco lejano y difuso. Sea nada más que por eso, debemos agradecer al ilustre orador que dedicara a la filosofía una parte considerable de su celebrada prosa. Cuestión bien distinta es valorar el contenido filosófico de lo que ha llegado hasta nosotros; aquí hay juicios distintos e incluso enfrentados. Algunos de ellos tienen probablemente tras de sí la animadversión o la admiración que produce todavía hoy la actividad política de Cicerón. En este sentido, fácil sería para nosotros señalar que su actividad filosófica merece por sí misma una valoración autónoma y diferenciada, pero nos hacemos cargo de que, por debajo de todo tipo de trabajos, se encuentra la figura, muy humana, que los realizó, y eso ejerce un poderoso influjo a la hora de valorar las distintas facetas de nuestro hombre. Además, estamos ante quien tiene por costumbre ofrecer de sí cumplida cuenta en todo cuanto escribe: sin entrar en la consideración de su correspondencia (habría que preguntarse cuántos hay, antiguos o modernos, que hayan podido, como Cicerón, legar casi íntegramente su correspondencia y hacerla perdurar a lo largo de los siglos), todos los prólogos de sus obras filosóficas contienen en mayor o menor medida noticias de la actualidad política y personal; es más, no debe obviarse que la costumbre del arpinate de introducir en sus obras un verdadero aluvión de datos históricos encierra una cierta intencionalidad política, especialmente en unos momentos como los que se vivían cuando se escribieron las obras que van a centrar nuestro interés.

Entre mayo del 45 a. C. y abril del año siguiente escribió Cicerón una buena parte de su producción filosófica. Los dos libros que componían la primera redacción de los Academica datan de mitad del mes de mayo, aunque esta obra sufrió otras dos redacciones, la última de las cuales se sitúa a finales del mes de junio; por otro lado, los tres libros del De natura deorum fueron editados durante los últimos días del mes de agosto, mientras que el De divinatione y el De fato fueron realizados en el período de tiempo comprendido entre febrero y abril, ya en el 44 a. C. Podemos decir sin temor a equivocarnos que hay en la historia pocas fechas tan ponderadas como las que acabamos de citar. Suponen, en el plano político, el cenit de Julio César, su asesinato y el inicio de la inestabilidad que tuvo como consecuencia aquel celebérrimo magnicidio. En marzo del 45 César había derrotado en Hispania a lo que quedaba del ejército de Pompeyo, en octubre fue recibido en Roma como ningún mortal lo había sido antes [1], el senado decretó cincuenta días de oraciones por la victoria, le otorgó los títulos de imperator, padre de la patria y libertador. Poco después se celebró su quinto triunfo, y con este motivo César pagó de su bolsillo dos banquetes para el pueblo. Por otro lado, aunque había rechazado el título de cónsul sine collega, manejaba los hilos del poder sin dificultad, dado que tenía rendido a sus pies el senado, y su prestigio y magnetismo hacían de él una figura muy popular. Y, sin embargo, llegaron los Idus de marzo. En medio de su gloria, las pocas voluntades que en el senado le eran adversas, antes de apocarse definitivamente, tuvieron la fuerza suficiente para conjurarse y apuñalar al dictador. Los que creyeron recuperar así la libertad fueron pronto defraudados en sus deseos, dado que sobre el cuerpo ensangrentado de César se irguió la figura, menos brillante quizá, pero más siniestra, de Antonio, quien no tardaría en solicitar las mismas prerrogativas de su mentor.

Y, mientras tanto, Cicerón, apartado de la vida pública, exonerado prácticamente de su actividad en los tribunales, pasa en lo personal durante estos meses unas circunstancias verdaderamente duras. En primer lugar, su hija Tulia, su dilectísima hija, fue repudiada por su esposo Dolabella estando embarazada; poco después, su matrimonio con Terencia naufragó después de treinta años de convivencia: los motivos son oscuros, aunque Plutarco se encarga de decirnos que Cicerón quería casarse otra vez para mejorar su maltrecha economía [2]. El caso es que esta segunda boda se produjo con una bella y rica muchacha, Publilia, de la que había sido tutor.

Después de la boda pasó el inicio del año 45 en Roma esperando a que Tulia diera a luz. Tras el parto, marchó con ella y el bebé a Túsculo, su finca, en donde a mediados del mes de febrero Tulia falleció. El golpe fue durísimo. Una idea del estado de ánimo en que cayó Cicerón nos la ofrece la correspondencia dirigida a Ático poco después de la desgracia; en ella los tonos adquieren un patetismo inusitado, y la congoja, apenas comparable con la del exilio, sustituye por completo la cordial familiaridad con la que suele dirigirse a su íntimo amigo [3]. Presa de un dolor insoportable, se encierra en su villa de Astura. Nada le alivian los numerosos mensajes de condolencia que recibe. César le envía su pésame desde España, Ático intenta apuntalarle como puede el ánimo; no hay forma, Cicerón pasa el tiempo lamentándose… y escribiendo, escribiendo filosofía. No encuentra otra forma de calmar siquiera un ápice su tristeza, por eso escribe diariamente sin parar [4], y, fruto de esta frenética actividad, tenemos en el período de tiempo comprendido entre febrero del 45 y noviembre del 44 un total de trece obras filosóficas intercaladas únicamente con las primeras Filípicas[5], que fueron compuestas durante septiembre del 44.

Para valorar este ingente esfuerzo podemos acudir al prólogo del segundo libro del De divinatione [6]. En los prólogos de sus obras [7] suele Cicerón ofrecer gran número de noticias que comprenden un amplio espectro de temas: no es raro que se ofrezcan datos de la actualidad política, hecho que nos sirve para ubicar temporalmente la composición de sus obras. Pero también aparecen reflejadas circunstancias de su vida privada, entre las cuales tiene, como es de esperar, una especial relevancia la muerte de su hija. Conocemos igualmente a través de los prólogos su amplio abanico de amistades. Y, finalmente, en los prólogos Cicerón suele ofrecer una justificación de su reciente dedicación a la filosofía: en este sentido, observamos cómo repite una y otra vez que tras esta actividad particular hay un deseo de ser útil al Estado, pues considera que no hay mejor servicio a la patria que trasladar a las letras latinas una temática que hasta entonces había permanecido reservada únicamente al griego. Él no duda en arrogarse esta iniciativa, y guarda un extraño silencio respecto al De rerum natura de Lucrecio, obra cuya publicación corrió a su cargo [8]. A nosotros, no obstante, nos interesa especialmente el prólogo del segundo libro del De divinatione, pues en él Cicerón pasa revista a su obra filosófica realizada hasta ese momento y nos menciona la que pensaba ejecutar en breve. Tenemos pues la sucesión de obras comprendidas entre el Hortensio, que tanto impacto produjo en San Agustín y que se ha perdido desgraciadamente, y el De fato; esto es, sin incluir las citadas obras, los cuatro libros de la última redacción de los Academica, los cinco libros del De Finibus, los cinco de las Tusculanae disputationes, los tres libros del De natura deorum, y los dos del De divinatione. Cicerón cita fuera de esta serie su Cato, un discurso hoy perdido en honor a Catón y realizado en el inicio del 45, su Consolatio, obra también perdida y redactada al poco de la muerte de Tulia, y su De senectute, que en el momento en que escribía el prólogo del que estamos hablando era sólo un proyecto: su materialización se produjo después del De fato, probablemente en julio del 45. Por otro lado, Cicerón no se olvida de citar su obra dedicada a la teoría oratoria, realizada en su totalidad antes del 44, y su De re publica así como su De legibus, obras datadas entre el 52 y el 51 a. C. Con esta obra Cicerón agota la totalidad de los temas filosóficos comprendidos en el canon atribuido por él en su origen a Platón, y que divide la filosofía en tres partes:

«una de vita et moribus, altera de natura et rebus occultis, tertia de disserendo et quid verum, quid falsum, quid rectum in oratione pravumve, quid consentiens, quid repugnans esset indicando.» [9]

Se trata, pues, de la ética, protagonista, por ejemplo, del De finibus, de las Tusculanae Disputationes y del De officiis; sobre el tema de la lógica, que incluye en su seno la teoría del conocimiento, la retórica y la dialéctica, Cicerón construye un buen número de tratados de retórica: de ellos el más destacado de todos es el De oratore, redactado en tres libros y cuya fecha de composición nos lleva al 55 a.C.; no obstante, tiene especial interés para nosotros el diálogo que dedica a la teoría del conocimiento, los Academica, en donde se articulan dos doctrinas rivales sobre este particular, la de Antíoco y la de Carnéades. Finalmente, la física, que comprende en su seno también la teología, es tratada en las obras que tocan precisamente este tema y que, partiendo del De natura deorum, incluyen el De divinatione y el De fato. De todos modos, aunque éstos sean los temas centrales de sus diálogos, no son los únicos que se desarrollan; así, podemos observar en el primer libro del De finibus cómo Cicerón realiza una amplia digresión sobre la física epicúrea, y en el libro cuarto sobre la estoica; o podemos observar cómo en el De oratore, a pesar de ser una obra que gira en torno a la elocuencia, sin embargo contiene gran cantidad de referencias a la ética, y es que continuadamente se pone el acento en este obra en que no puede ser buen orador quien no es capaz de configurar sus discursos sobre una base filosófica firme [10]. En definitiva, la obra filosófica ciceroniana, sin entrar en la valoración de la calidad o la originalidad de su contenido, nos permite, por su variedad, conocer con más amplitud la filosofía griega posterior a Aristóteles, y asomarnos, a través de los ojos de este romano del siglo I a.C., al desarrollo de las doctrinas de las tres grandes escuelas que surcaron el helenismo y afrontaron con desigual suerte el complejo inicio de nuestra era. No hay duda de que hubiera sido preferible conocer de primera mano los textos completos de un Crisipo o un Panecio, de un Clitómaco o un Antíoco; y es claro que, si hubiéramos podido elegir, habríamos optado por leer aquel Perì kathékontos de Panecio, antes que conformarnos con conocer lo que dijo el filósofo de Rodas a través de los dos primeros libros del De officiis; es evidente, en fin, que nos hubiera gustado conocer más de la amplia obra perdida de Epicuro para, entre otras cosas, poder comprobar hacia dónde fluye esa cascada de imágenes en virtud de las cuales nuestra mente capta la naturaleza divina, según el libro primero del De natura deorum; pero todo ello no debe servirnos para despreciar a Cicerón, más bien debemos ser conscientes de que sin aquel ingente esfuerzo por compilar y resumir, por traducir y acoplar al latín, con una prosa fluida y embellecida, habríamos perdido mucho de lo exiguo que nos ha llegado de la filosofía helenística.

Pero no debemos olvidar que la obra filosófica de Cicerón tiene detractores. Se le acusa de falta de originalidad, de poca profundidad, se le acusa incluso de falta de claridad cuando se tocan asuntos de cierta complejidad. Se pone el acento en su amateurismo filosófico. Quizá el paroxismo de esta crítica lo encontramos en el ilustre historiador alemán Theodor Mommsen, quien, refiriéndose a la actividad creativa de Cicerón, afirma lo siguiente:

«Tenía un temperamento de periodista en el peor sentido del término, riquísimo en palabras, como él mismo nos dice, pero inconcebiblemente pobre en ideas, y pocas disciplinas habría en que, con ayuda de unos pocos libros, no fuese capaz de componer deprisa y corriendo, con las artes del traductor o del compilador, un ensayo legible... Huelga decir que, considerado como hombre, este político y este literato no podía ser otra cosa que la superficialidad y el egoísmo en persona, recubiertos de un brillante y delgado barniz.» [11]

Esta crítica, por más que tenga tras de sí el poco aprecio que siente Mommsen por la variable posición política del arpinate, posee algunos elementos que deben hacernos pensar. Efectivamente, Cicerón se aplica con fruición a trasladar al latín las doctrinas filosóficas del estoicismo, del epicureísmo y de las distintas manifestaciones de la Academia; es cierto igualmente que no es todo lo sistemático que hubiese sido de desear, que el estilo y la composición son desiguales, y que encontramos lagunas que no siempre son atribuibles a la corrupción del tiempo. Mommsen tiene razón al señalar que estos escritos poseen como fuente unos pocos libros que sirven de guía. También es sorprendente el poco tiempo que dedica a ejecutar estas obras: en veinte meses compuso más de cinco obras filosóficas mayores y algunas otras menores. Su actividad debió de ser en algunos momentos verdaderamente febril: sólo escribiendo día y noche pudieron componerse, por ejemplo, los cinco libros del De finibus, obra cuya realización no debió ocuparle más de mes y medio; o los otros cinco de las Tusculanae disputationes, también realizados en poco más de un mes. Indudablemente, esta celeridad, admirable en sí misma si observamos con perspectiva su resultado, le privó de una cierta profundidad que se echa a faltar cuando le leemos. El mismo Cicerón se contradice a la hora de explicar la estrategia que sigue para componer sus escritos filosóficos. En una carta a Ático señala refiriéndose a ellos que no son más que transcripciones, que dan poco trabajo y que para su composición él sólo pone las palabras, de las que dice estar sobrado [12]. Sin embargo, en el De finibus afirma no reducirse a la función de simple traductor, sino que, exponiendo las doctrinas que aprueba, introduce sus propios pareceres y su capacidad narrativa[13]. ¿Con qué opinión debemos quedarnos? Es difícil saberlo: probablemente cuando se dirige a su amigo es menos solemne, más familiar, y, quizá por ello, más franco. No hay duda de que Cicerón traduce en gran medida: por doquier lo encontramos manifestando su cautela a la hora de buscar palabras y expresiones en latín que reflejen con más o menos exactitud los términos griegos. No hay duda tampoco de que él mismo se encarga en muchos casos de trasmitirnos los títulos de aquellas obras de las cuales se sirve. Pero no sólo traducción hay. Probablemente sí sea cierto que, cuando se trata de exponer la teoría, Cicerón apenas hace más que traducir al latín lo que lee en griego. Pero no proviene de la traducción la gran cantidad de ejemplos tomados de la historia, especialmente romana, con que están salpicados sus tratados. Por otro lado, la actividad de traducir no es en sí misma despreciable, sobre todo cuando se es, como ocurre con Cicerón, pionero absoluto. No es poco acoplar a una lengua distinta, que hasta ese momento, con la notable excepción de Lucrecio, no había acogido en su seno de forma más o menos sistemática expresiones filosóficas, un apresto conceptual que llevaba ya muchos siglos desarrollándose en la cultura y la lengua griegas. Además, cuando esto se hace en una prosa fluida y elegante, con una perfección estilística que en algunos momentos es realmente insuperable, entonces no podemos permitirnos minusvalorar el trabajo del arpinate, aunque adolezca de falta de originalidad. En cuanto a las preferencias filosóficas de Cicerón, hemos de decir que, especialmente en los prólogos de sus obras, hallamos un buen número de pronunciamientos sobre este particular. Estos pronunciamientos sirven para manifestar su adhesión a la Academia Nueva y concretamente a su probabilismo: es, desde luego, la figura de Carnéades, conocida por Cicerón a través de los escritos de Clitómaco, la que tiene más peso en esta adhesión. Sin embargo, Cicerón conoció personalmente a Filón de Larisa, y quedó hondamente impresionado por él: su pensamiento y sus enseñanzas pudieron ser el acicate que provocara desde pronto la simpatía de Cicerón por los pensadores neoacadémicos.

La formación filosófica de Cicerón es, no obstante, más amplia. Su interés por este estudio se manifestó tempranamente, y, al poco de acabar el período de tiempo en que prestó servicio militar, se entregó a las enseñanzas del citado Filón, quien por aquel entonces se hallaba en Roma exiliado, y del estoico Diodoto, alojado en su propia casa: con este último estudió dialéctica y se ejerció en la oratoria tanto latina como griega. Posteriormente, tras la defensa de Roscio, realizó un largo viaje de dos años por Grecia, Asia Menor y Rodas. En Atenas asistió a las lecciones de Antíoco, en la Academia. En Rodas conoció a Posidonio y tuvo oportunidad de escucharle. De modo que, a su vuelta a Roma en el 78 a.C. Cicerón, que contaba entonces con 28 años de edad, poseía una sólida formación retórica y filosófica. Ahora bien, embarcado en cuerpo y alma en su propio cursus honorum, habrían de pasar veintitrés años antes de que compusiera su primer tratado filosófico. Durante ese tiempo, según nos confiesa [14], no dejó de leer y reflexionar.

Es en su obra filosófica posterior a la muerte de su hija, donde se manifiesta más claramente aquella adhesión a la Academia Nueva. Observamos cómo en los prólogos confiesa y justifica que no ha encontrado otra forma de pensamiento más adecuada a su forma de ver el mundo. Un botón de muestra de esto lo encontramos en el prólogo del libro primero del De natura deorum. Merece la pena ofrecer aquí ese texto en su integridad:

«Qui autem requirunt quid quaque de re ipsi sentiamus, curiosas id faciunt quam necesse est; non enim tam auctoritatis in disputando quam rationis momenta quaerenda sunt. Quin etiam obest plerumque iis qui discere volunt auctoritas eorum qui se docere profitentur; desinunt enim suum iudicium adhibere, id habent ratum quod ab eo quem probant iudicatum vident. Nec vero probare soleo id quod de Pythagoreis accepimus, quos ferunt, si quid adfirmarent in disputando, cum ex eis quaereretur quare ita esset, respondere solitos “Ipse dixit”; “ipse” autem erat Pythagoras: tantum opinio praeiudicata poterat, ut etiam sine ratione valeret auctoritas.

Qui autem admirantur nos hanc potissimum disciplinam secutos, iis quattuor Academicis libris satis responsum videtur. Nec vero desertarum relictarumque rerum patrocinium suscepimus; non enim hominum interitu sententiae quoque occidunt, sed lucem auctoris fortasse desiderant; ut haec in philosophia ratio contra omnia disserendi nullamque rem aperte iudicandi profecta a Socrate, repetita ab Arcesila, confirmata a Carneade usque ad nostram viguit aetatem; quam nunc prope modum orbam esse in ipsa Graecia intellego. Quod non Academiae vitio sed tarditate hominum arbitror contigisse; nam si singulas disciplinas percipere magnum est, quanto maius omnis? quod facere iis necesse est quibus propositum est veri reperiendi causa et contra omnis philosophos et pro omnibus dicere. Cuius rei tantae tamque difficilis facultatem consecutum esse me non profiteor, secutum esse prae me fero. Nec tamen fieri potest ut qui hac ratione philosophentur ii nihil habeant quod sequantur. Dictum est omnino de hac re alio loco diligentius, sed quia nimis indociles quidam tardique sunt admonendi videntur saepius. Non enim sumus ii quibus nihil verum esse videatur, sed ii qui omnibus veris falsa quaedam adiuneta esse dicamus tanta similitudine ut in iis nulla insit certa iudicandi et adsentiendi nota. Ex quo exstitit illud, multa esse probabilia, quae quamquam non perciperentur, tamen, quia visum quendam haberent insignem et inlustrem iis sapientis vita regeretur.» [15]

El fragmento es extenso, pero muestra bien a las claras el espíritu con que afronta Cicerón el tratamiento de los temas y doctrinas que desarrolla en sus diálogos. Podemos poner el acento en algunas de las ideas que aparecen en él: en primer lugar, para buscar la verdad hay que abandonar todo dogmatismo de partida, hay que dejar al margen la autoridad establecida y analizar por uno mismo el valor intrínseco de los argumentos que se exponen. Con este afán, el espíritu académico que asume Cicerón es aquel de la disputatio in utramque partem: se exponen las distintas doctrinas que explican algún tópico de la filosofía, se da vía libre a sus argumentos, y luego se sopesa críticamente lo que en ellos aparece. Este método exige, dice Cicerón, de los que lo siguen un esfuerzo mayor que el de aquellos que se adhieren a algún parecer en particular: hay que conocer y dominar no una, sino la totalidad de las teorías filosóficas. Tal método, termina diciendo, no supone el llegar inevitablemente a la conclusión de que nada es verdadero; el espectáculo de la contradicción entre opiniones no debe colapsar el deseo de encontrar la verdad, sino más bien situarlo en su verdadera dimensión; así, el sabio puede decantarse por lo probable (probabilia), y dejarse guiar por ello, sin que eso suponga un asentimiento definitivo. Pero centrémonos ya en los textos sobre los que gira este artículo. En los Academica, Cicerón confronta dos posturas bien distintas sobre la cuestión del conocimiento: por un lado está el dogmatismo de Antíoco, quien pretendió unificar la teoría del conocimiento estoica con los posicionamientos que a este respecto se dieron en la Academia Antigua y en el Peripato, dos escuelas que él consideraba en el fondo una sola. Por otro lado tenemos el antidogmatismo académico, fundado, como se encarga de decir Cicerón, por Arcesilao, consolidado por Carnéades, y continuado por Clitómaco y por Filón, introduciendo éste algunos cambios significativos.

En el inicio del libro primero se nos habla de la deserción de Antíoco del escepticismo neoacadémico: éste pasó a considerar a los estoicos los verdaderos herederos de la filosofía de Platón y Aristóteles, de modo y manera que su teoría del conocimiento está fuertemente influenciada por la de los estoicos, los cuales, a su parecer, no hicieron sino adoptar los criterios vigentes en la Academia Antigua y en el Peripato. Antíoco, según expone Lúculo en el libro segundo, sostenía, como los estoicos, que el criterio de verdad se encuentra en las representaciones (visa) que recibimos de los objetos a través de los sentidos; ahora bien, no todas las representaciones son verdaderas. Las verdaderas son sólo aquellas que tienen un signo característico e inconfundible que permite su consideración por parte de la mente como evidentes: estas representaciones tienen el nombre de catalépticas (katálepsis) y como característica fundamental el que la mente las aprehende, es decir, las agarra de tal manera que no pueden llevarnos a engaño: tienen el signo de la verdad porque son evidentes; la carencia de este signo supone el rechazo de la representación como falsa, pues no se corresponde con ningún objeto existente. Así pues, los sentidos son nuncios de lo verdadero: si están sanos y vigorosos y no hay nada que entorpezca su funcionamiento, entonces no hay razón para dudar de ellos.

Las representaciones catalépticas suscitan en la mente, que en un principio se limita a recibirlas pasivamente, un asentimiento activo posterior, ya que, ante la fuerza de la evidencia, no puede dejar de dar su aprobación: sin embargo, esta aprobación en forma de asentimiento no es automática, pues aquélla ha de analizar previamente si se dan las condiciones que hacen posible el asentimiento; los sentidos y la mente misma deben estar en perfecto estado. Se han de analizar en concreto las condiciones en que se ha recibido la representación: nos fijaremos en que no hay una distancia excesivamente grande entre el objeto y el sujeto, en que hay una luz clara y en que el acto de percepción ha durado lo suficiente y se han eliminado todos los obstáculos que pudieran impedir una relación directa con el objeto. Sólo si todo ello se cumple, la mente puede abandonar su cautela y prestar el asentimiento. Cicerón nos habla de cómo Zenón convertía en gestos todo este proceso:

«...et hoc quidem Zeno gestu conficiebat: nam cum extensis digitis adversam manum ostenderat, “visum” inquiebat “huius modi est”; dein cum paulum digitos contraxerat, “adsensus huius modi”; tum cum plane compresserat pugnumque fecerat, comprensionem illam esse dicebat (qua ex similitudine etiem nomen ei rei, quod ante non fuerat, katálepsis imposuit); quam autem laevam manum admoverat et illum pugnum arte vehementerque compressetrat, scientiam talem esse dicebat, cuius compotem nisi sapientem esse neminem...» [16]

Es decir, se produce primero la representación, si esta tiene el carácter de evidente, la mente le presta su asentimiento. ¿Qué representación puede considerarse evidente? La respuesta la encontramos también en Cicerón: «...visum igitur impressum effictumque ex eo unde esset quale esse non posset ex eo unde non esset...» [17] Tales representaciones, tal y como está recogido en la definición, son verdaderas sin posibilidad de engaño, y, al asentir a ellas, alcanzamos el tercer estadio en el símil de Zenón: aprehendemos alguna cosa. La siguiente pregunta es: ¿qué es lo que aprehendemos? No puede ser la representación misma, pues esta se manifiesta por sí misma; en realidad lo que aprehendemos es el objeto que está tras de la representación y que la ha motivado, de modo que la representación cataléptica hace posible que conozcamos lo que existe, lo que es real, ya que ella, por su propio carácter, garantiza que existe un objeto correspondiente. Si la representación aprehendida es tal que no puede ser desechada por la mente con ningún argumento contrario a ella, es decir, si nuestra razón activamente no encuentra ninguna objeción posible al hecho de su correspondencia con un objeto real, entonces recibe el nombre de ciencia (scientia). La ciencia pues se da cuando la razón tiene absoluta certeza sobre la verdad de la representación, y le otorga de forma decidida y con toda seguridad su asentimiento. De la ciencia nadie excepto el sabio tiene posesión. Lo contrario a la ciencia es la ignorancia, y ésta se da cuando la razón tiene dudas de que el contenido de la representación sea o no real, y, por ello, le brinda un asentimiento débil e incierto. De la ignorancia «exsisteret etiam opiniom, quae esset imbecilla et cum falso et incognitoque communis.» [18]

Como podemos observar, aunque el conocimiento tiene necesariamente que partir de aquello que recibimos a través de los sentidos, la mente tiene para Antíoco un gran poder activo. De las representaciones que recibe realiza una clasificación por medio de la cual unas son rechazadas y otras admitidas, de éstas unas las usa y otras las guarda en la memoria, la cual consta en el caso del sabio de representaciones verdaderas. Por otro lado, es capaz de relacionar representaciones entre sí por su semejanza, y conformar con ellas las nociones de las cosas, es decir, sus conceptos. Con ellos se efectúan argumentaciones lógicamente entrelazadas; de modo que «eo cum accessit ratio argumentique conclusio rerumque innumerabilium multitudo, tum et perceptio eorum omnium apparet et eadem ratio perfecta his gradibus ad sapientiam pervenit.» [19]

Esos conceptos son verdaderos pues proceden de representaciones verdaderas, de modo que pueden servir de guía al sabio en la teoría y en la práctica. Por otro lado, si las representaciones verdaderas, base de los conceptos, y éstos de las argumentaciones lógicamente trabadas, no pueden distinguirse de las falsas, tal y como señalan los escépticos, se priva de todo su fundamento a la filosofía y a la vida misma. Por ello el sabio se abstiene de prestar su asentimiento si no es con sumo cuidado y prevención, manteniéndose alejado siempre de la opinión.

Esta doctrina, esgrimida en lo fundamental por los estoicos y especialmente por Crisipo, fue ampliamente contestada por Carnéades, que seguía en esto las huellas de Arcesilao. Cuando Cicerón refuta esta teoría en el libro segundo de sus Academica, en realidad está exponiendo los argumentos y contraargumentos esgrimidos por Carnéades y luego recogidos por su discípulo Clitómaco. Hoy se considera más que probable que Cicerón se servía casi exclusivamente de alguno de los abundantes tratados escritos por éste.

Según nos cuenta el arpinate [20], Crisipo había reunido una amplia gama de objeciones en contra de los sentidos, para, en su afán por salvaguardar el fundamento de la teoría del conocimiento estoica, refutarlas después. Sin embargo, Carnéades se sirvió de esa recopilación de objeciones para atacar a Crisipo, y, al parecer, lo hizo tan brillantemente que los estoicos se quejaron de que con esas objeciones en realidad Crisipo no había hecho otra cosa que dotar a Carnéades de un poderoso armamento. Siguiendo a Arcesilao, Carnéades negaba que las representaciones verdaderas tuvieran elementos propios e inconfundibles que las distinguieran como tales. No puede, pues, el sujeto conocer con el análisis de sus representaciones si éstas se corresponden o no con los objetos que supuestamente las motivan. En este sentido, el filósofo de Cirene dividía las representaciones en dos grupos: en el primer grupo realizaba la siguiente distinción: representaciones que pueden ser percibidas como verdaderas y representaciones que no pueden ser percibidas como tales. El segundo grupo dividía a su vez las representaciones entre aquellas que son probables y aquellas que no lo son [21]. Carnéades considera que ninguna representación sensorial es de tal clase que pueda por ella misma ser percibida por el sujeto como inconfundiblemente cierta, de modo que, si nos reducimos al primer grupo, todas las representaciones que provienen de los sentidos pertenecen a las que no pueden ser percibidas como verdaderas. La razón es, para Cicerón, sencilla: «...non inesse in iis quicquam tale quale non etiam falsum nihil ab eo differens esse possit.» [22] Esto significa que no hay posibilidad de saber con certeza la completa e incuestionable verdad o falsedad de una representación. Ahora bien, aunque no hay ninguna representación que pueda considerarse verdadera o falsa, sí podemos decir, acogiéndonos ahora al segundo grupo, que ciertas representaciones sensoriales pueden ser probables o aparentemente verdaderas y distinguirse así de las que son improbables o aparentemente falsas. Las representaciones probables, dice Cicerón, son seguidas por el sabio siempre que, tras un cuidadoso examen, no encuentre algo que vaya en su contra. Por consiguiente, como guía para la vida Carnéades sustituye las representaciones verdaderas de los estoicos por las representaciones probables: éstas, una vez instituida la crítica que hace imposible las primeras, se yerguen como algo absolutamente necesario para la vida. Esta postura probabilista es plenamente adoptada por Cicerón, y la encontramos explícitamente manifestada incluso en aquellas obras suyas en que más contenido positivo encontramos [23]. En su búsqueda de aquello que más se acerca a la verdad, juzga con imparcialidad las opiniones que se dan sobre un asunto determinado, analiza sus ventajas y sus desventajas, realiza un cuidadoso escrutinio de la consistencia de sus argumentos, y finalmente, según él manifiesta, se decanta cautelosamente por alguna o simplemente las rechaza por improbables.

Las objeciones de Carnéades, según nos las encontramos en el libro segundo de los Academica, alcanzan más elementos de la lógica estoica [24]. Según la dialéctica estoica, toda proposición es o bien verdadera o bien falsa, y realizaban silogismos como éste: «si dices que ahora es de día y dices la verdad, es de día; dices que ahora es de día y dices la verdad, luego es de día.» Carnéades objeta que, si damos por buena la conexión lógica de estas proposiciones, entonces debe aplicarse sistemáticamente; y, si hacemos esto, nos encontramos con silogismos como el siguiente: «Si dicis te mentiri verumque dicis, mentiris; dicis autem te mentiri verumque dicis; mentiris igitur.» [25] Los estoicos respondían que debe exceptuarse este tipo de silogismos ya que resultan inexplicables. Ahora bien, continúa Carnéades, si estas proposiciones son inexplicables y no existe ningún criterio para saber si son o no verdaderas, ¿debemos considerar también que tiene excepciones aquella definición estoica del enunciado en la cual éste se identificaba con una proposición que es verdadera o falsa? [26]. Contra la dialéctica estoica va también el sôrités:¿con cuánto añadido o quitado es rico o pobre un individuo? ¿Tres son pocos o muchos? La dialéctica, dice Carnéades, no puede fijar el límite distintivo entre las cualidades opuestas, pues la naturaleza no nos provee del conocimiento de los límites, por lo cual no podemos determinar en qué momento debemos detenernos [27].

Esto es quizá lo más reseñable del contenido de los Academica. En cuanto a los otros textos cabe decirse que en ellos somos testigos del método escéptico en acción. En los Academica, Cicerón ha expuesto el fundamento último de ese método: la concepción de que no hay nada que podamos considerar verdadero a ciencia cierta, y de que en realidad el conocimiento sólo puede aspirar a ser más probable y más verosímil, de modo que el amor a la verdad se convierte en un procedimiento continuado e inconformista de investigación imparcial y desapasionada. Sobre este fondo, especialmente en los trabajos que dedica posteriormente a la teología, somos testigos de un Cicerón que, ya sea él mismo, ya por boca de otros personajes, discute las distintas doctrinas que se ofrecen en torno a la naturaleza de los dioses, a la adivinación y, finalmente, a la predestinación fatal y el libre albedrío.

Resta decir algunas palabras sobre la repercusión posterior de la obra filosófica de Cicerón, en especial de la que ejecutó después de la muerte de su hija Tulia. A este respecto, no tenemos por más que citar las palabras de Anthony A. Long, que en las páginas finales de su ya célebre tratado La filosofía helenística señala que la influencia de Cicerón en la baja antigüedad y en tiempos más recientes es un aspecto importante de la tradición clásica [28]. Por otra parte, el profesor Herrero Llorente en la introducción a su edición en castellano del De finibus, más allá de los muchos defectos que encuentra en la obra filosófica ciceroniana, apunta un mérito en el haber del arpinate, y es el de haber colmado en cierta forma la profunda laguna que sin ella existiría en nuestro conocimiento de la filosofía antigua.

Nosotros queremos distinguir un doble aspecto en la influencia póstuma del Cicerón filosófico. Por un lado, y tal como señala Herrero Llorente, su obra nos permite conocer mucho de la filosofía antigua, y en concreto de la que se desarrolla tras el deceso de Alejandro Magno y de su tutor Aristóteles. Por otro lado, el esfuerzo de Cicerón por generar casi de la nada una terminología filosófica en latín permitirá más tarde que la filosofía, un producto originalmente oriental, penetrara en el occidente europeo y conformara aquí una tradición secular que nos transporta desde los comienzos de nuestra era hasta la época moderna. Respecto a lo primero hay que poner el acento en una cosa: sin el legado de Cicerón, poco habría sido, muy poco, lo que podríamos conocer de la Academia Nueva, y, más en concreto, de la figura de Carnéades. Respecto a este filósofo V. Brochard afirma lo siguiente:

«Un examen imparcial de lo que conocemos testifica que a lo menos que fue un poderosos espíritu. Desde Aristóteles hasta Plotino, Grecia no lo tuvo más grande; sólo Crisipo podría disputarle la palma, y si nos remitiéramos a la opinión de la mayor parte de los antiguos, es a Carnéades a quien pertenecería.» [29]

Basta hacer un breve recorrido por las numerosas páginas que el especialista francés dedica a Carnéades para darnos cuenta de la escasez de fuentes con las que contamos para conocer el pensamiento de este filósofo. Básicamente se reducen a cuatro: por orden cronológico tenemos primeramente a Cicerón, luego tenemos las obras de Plutarco y de Sexto Empírico, autores ambos que florecieron en la transición entre el siglo I y el II d. C., y finalmente contamos con Diógenes Laercio, figura ya del siglo III d. C. Ante este panorama debemos ponderar la importancia de la fuente ciceroniana en dos aspectos, ambos relacionados. Primeramente es temporalmente el más cercano a Carnéades: tanto es así que fue testigo directo de la bifurcación que sufrió la Academia con Filón y Antíoco. En segundo lugar, tiene acceso directo a la obra del discípulo de Carnéades, Clitómaco, quien se encargó en una extensa obra de dejar por escrito las opiniones de su maestro. En esto, sin embargo, debemos emparejar a Cicerón con Sexto Empírico, y probablemente con Plutarco, según se puede observar en su Adversus Colotem. Ahora bien, el hecho de que sean ésas las fuentes con que contamos en la actualidad no significa que hayan estado siempre al alcance de la mano. Hoy sabemos que la obra de Sexto Empírico, el que trata con más profundidad la filosofía de Carnéades junto con el mismo Cicerón, permaneció en la oscuridad durante la práctica totalidad de la Edad Media, y que no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XVI cuando fue publicada y conocida [30]. Hasta entonces el único contacto con el escepticismo académico y, por consiguiente, con Carnéades, viene casi exclusivamente de la mano de Cicerón [31].

Pero, además, la obra de Cicerón no sólo ha servido para trasladar a la cultura europea occidental el legado de la filosofía neoacadémica. El estoicismo y el epicureísmo también deben mucho a Cicerón. Y especialmente el primero, porque obras como el De finibus, las Tusculanae disputationes, el De officiis o incluso el libro segundo del De natura deorum han servido para trasladarnos las doctrinas de estoicos como Panecio o Posidonio, pensadores de los que no hemos recibido ninguna obra de primera mano, y de los que se sirvió ampliamente Cicerón.

En definitiva, podemos afirmar que la influencia de Cicerón sirvió para mantener viva durante mucho tiempo la llama de la filosofía. Su figura, junto con la de Séneca, sobresalió por encima de las demás durante un largo período de tiempo, y supuso en buena parte de la Edad Media uno de los pocos puntos de contacto con la cultura antigua. Siendo esto así, debemos afirmar que allanó el camino para cuando la filosofía, en los albores de la modernidad, estuvo preparada para beber otra vez de fuentes originales.


NOTAS

 

[1] Suet., Jul., 76.

[2] Plut., Cic., 41.

[3] Att., XII, 13; 14; 15; 16; 18.

[4] Ibid. 14.

[5] Phil., I-IV.

[6] Div., II, 1-4.

[7] Sobre esta cuestión, ver M. Ruch, Le préambule dans les oeuvres philosophiques de Cicéron, París, 1956.

[8] Ver la introducción de Eduardo Valentí a su edición de la obra lucreciana: Lucrecio, De la naturaleza, Madrid, 1983 (p. IX-XXIII).

[9] Ac., I, 19.

[10] De Or., I, 55.

[11] T. Mommsen, El mundo de los césares, traducción española de W. Roces, Méjico, 1945 (p. 740).

[12] Att., XII, 52.

[13] Fin., I, 6.

[14] Nat. Deor., I, 6.

[15] «No obstante, quienes preguntan cuál es mi parecer acerca de este tema, hacen gala de ser más curiosos de lo que es necesario; a través de la discusión no se ha de buscar tanto el refuerzo de la autoridad propia como el de la argumentación: es más, generalmente la autoridad de los que se dedican a la enseñanza perjudica a aquellos que se ofrecen para instruirse; dejan, en efecto, de utilizar su juicio, dan por ratificado aquello que ven juzgado por aquel a quien aprueban. Ciertamente, no es mi costumbre tener aprecio por aquellas prácticas que hemos recibido de los pitagóricos, quienes, si a lo largo de la discusión afirman algo, cuando se les pregunta por qué es así, suelen responder “él lo dijo”; y, efectivamente, ese “él” era Pitágoras: tanto poder tenía una opinión preestablecida, que la autoridad prevalecía incluso sin apoyo de la razón.

Para aquellos que, sin embargo, se sorprenden de que haya seguido preferentemente este sistema, considero que hay suficiente respuesta en los cuatro libros Académicos. No asumo el patrocinio de opiniones abandonadas y olvidadas, pues no desaparecen junto con los hombres sus opiniones, sino que echan a faltar probablemente la luz de su autor. Por ejemplo, ese método filosófico consistente en discutir contra todas las opiniones y en no manifestar abiertamente ningún juicio: avanzado por Sócrates, reclamado por Arcesilao y consolidado por Carnéades, ha tenido vigencia hasta nuestro tiempo, aunque sé que en la actualidad se encuentra casi por completo desprovisto de seguidores en la propia Grecia. Y esto creo que ha tenido que ver no tanto con un defecto de la Academia como con la incapacidad de los hombres: pues, si ya es difícil asimilar alguno en particular de los sistemas, ¿cómo no lo va a ser en mayor medida la totalidad de ellos? Y realizar esto es indispensable para aquellos cuyo propósito es, por mor de alcanzar la verdad, argüir a favor y en contra de todos los filósofos. Pero no voy a arrogarme el haber logrado una facultad de tanta envergadura y tan difícil, no obstante afirmo haberla perseguido. Al mismo tiempo, no puede ser posible que quienes profesan este modo de filosofar no tengan algo a lo que tomen como guía. De todas formas, he tratado en otro lugar esta cuestión con mucha más profundidad, mas algunos son tan duros de entendederas y tan torpes que parece conveniente repetirles con frecuencia las explicaciones. No pertenezco a los que opinan que no hay nada verdadero, sino a aquellos que afirman que a todas las cosas verdaderas hay asociadas cosas falsas de una manera tan similar que no se encuentra en ellas ninguna nota cierta para nuestro juicio y asentimiento. A partir de esto se sigue aquello de que hay muchas cosas probables, que aunque no se las pueda percibir, sin embargo, dado que tienen un aspecto distinto y claro, pueden regir la vida de los sabios.» (Nat. Deo., I, 10.)

[16] «...y esto Zenón lo demostraba mediante un gesto: pues, cuando, extendidos los dedos, había mostrado la palma de la mano, decía: "así es la representación"; después, cuando había contraído un poco los dedos: "así, el asentimiento"; luego, cuando los había cerrado completamente y había formado el puño, decía que ésa era la aprehensión (a partir de esta similitud impuso a ese proceso el nombre de katálepsis, que antes no había existido); no obstante, cuando había acercado la mano izquierda y apretado el puño estrecha y fuertemente, decía que así era la ciencia, de la cual nadie es dueño a excepción del sabio...» (Acad., II, 145).

[17] «Una representación impresa y conformada a partir de aquello de donde procede, de tal manera que no podría darse si fuera a partir de aquello de donde no procede...» (Acad., II, 18).

[18] «...nacía la opinión, de naturaleza débil, y común tanto con lo falso como con lo desconocido.» (Ibid., I, 41).

[19] «Cuando a esto se le suma la razón, la demostración y una multitud de innumerables cosas, entonces aparece la percepción de todas esas cosas, y la razón misma, perfeccionada por estos pasos, se traduce en sabiduría.» (Ibid., II, 30)

[20] Ibid., II, 75.

[21] Ibid., II, 99.

[22] Ibid.

[23] Ver, por ejemplo, las afirmaciones que realiza Cicerón afirmando buscar aquello que más probable y más verosímil le parece en: Tusc., I, 17, Off., I, 18.

[24] Recuérdese que dentro de la lógica incluían los estoicos la retórica, la teoría del conocimiento y la dialéctica.

[25] Acad., II, 96.

[26] Ibid., II, 91.

[27] Ibid., II, 92.

[28] Anthony A. Long, La filosofía helenística, traducción de P. Jordán de Urries, Madrid, 1987.

[29] Victor Brochard, Los escépticos griegos, traducción al castellano de Vicente Quinteros, Buenos Aires, 1945 (p. 153).

[30] Sobre este particular ver el magnífico libro de Richard H. Popkin Historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza, traducción al castellano de J.J. Utrilla, México, 1983 (p. 44 y ss.).

[31] La influencia de Cicerón en la baja Edad Media y en los albores de la modernidad ha sido estudiada por Charles B. Schmitt en su obra Cicero scepticus: a study of the influence of the "Academica" in the renaissance, La Haya, 1972.


 

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