Ciertamente es extraño no poder habitar más la tierra, Dejar para siempre de practicar unas costumbres aprendidas, No dar a las rosas ni a las cosas Que de suyo eran ya una promesa, La significación de un futuro humano.Rilke, R. M.: Elegías de Duino (I)
Un niño crece y despierta ilusión, irradia con su luz, fecundo y brioso, el desolado mundo humano incapaz de albergar la ilusión de un niño. El niño y el mundo son dos mundos distintos: uno, es la promesa virgen del mundo; otro, es la promesa vieja, fracasada en su palabra, del mundo como mundo. El ser humano es un niño fracasado primero como promesa, luego como animal. La diferencia, si es que la hay, entre ser humano y mundo, de venida y recibimiento, es que el mundo no está ahí, anclado, quieto, pasivo sino, al revés, el mundo aparece incierto. Si queréis, el mundo es una voz genética, cultura perenne, cuya herencia radica en la promesa de un antepasado; nuestros antepasados nos dejan la huella de su derrota como esperanza de un mundo mejor. La época actual vive en el desencanto, o desconfianza, de un por-venir mejor: las utopías contemporáneas llevan la etiquetas del consumo y el bien-estar. Sin ventura: la próxima gran protesta, porque hablar de revolución sería una suerte de nostalgia romántica, de los nacientes o herederos del mundo, será la lucha, política y económica, por los derechos de ser titular de la mullida cuenta ilimitada del confort. Para nosotros: el estado del bien-estar es la forma políticamente correcta de hablar de necesidad al confort; y a su derecho. Si hay algo de lo cual podemos estar seguros es que los existencialistas del siglo XX, en general, supieron ver, a diferencia con el animal, que el ser humano entra en el mundo indefenso, esto es, a des-tiempo. No es que nosotros seres, y además, humanos seamos escupitajos temporales. No. Es que entrar-en-el-mundo significa irrumpir en la nada, en nada dado, donado per se: en el entrar-al-mundo se esconde la huella de que para vivir tenemos que prometer. ¿Y la promesa? La de la madre con su retoño lactando en su pecho. La madre pare y se des-liga de su niño, y el niño es un des-ligado con el imperativo categórico de ligarse al mundo; incierto. Para el ser humano, el mundo conlleva, per se, una acción. La acción, pensamos, tiene que insertarse como condición de toda existencia. Si Heidegger versó sobre la diferencia ontológica fue para atisbar la posibilidad de un conocimiento-otro no presencial en torno a la llamada del ser. Nosotros pensamos la diferencia ontológica con respecto al seno materno: el mundo de la placenta no es el mundo en el que se vive. No es de extrañar que para algunos pensadores preocupados por la cuestión del nacimiento sea una obligación categórica explicar el ser-en-el-mundo del hombre bajo el latido profundo de una nostalgia de la placenta materna. De lo contrario: ¿para qué tecnología, puentes ingentes, edificios arquitectónicos desafiantes para con la gravedad?, ¿No es la libertad producto y efecto de este desamparo natal? ¿Y si pensamos lo contrario? Entonces, ¿libertad para qué si estamos unidos, si el ser humano es un ser que convierte la promesa del mundo en su promesa, si es capaz de convertir al mundo en un accesorio técnico, en una red de autopistas ilimitada? La libertad es para el hombre la insostenibilidad de la promesa transformadora de mundo: el mundo no es una madre ni la Naturaleza es la madre Tierra. Por eso, el niño es Todo por principio; y como todo, es Nada por definición. Si Nietzsche, en su época, hablaba de nihilismo para expresar, como tatuaje adherido a la piel humana, una forma decadente de vida burguesa-histórica, fue para advertir que el hombre es siempre insuficiente para el hombre, o lo que es lo mismo, que toda tendencia a convertir el mundo en una promesa, ya sea expiatoria como la Judea-Cristiana o ataráxica como la moral grecorromana, conlleva un fracaso porque, en el mejor de los casos, lo religioso espera otro-tiempo y el ascético quiere convertir la vida en muerte y la vida no sabe del silencio atemporal de la muerte - el ser humano nace, y mientras vive, no puede dejar de ser-nacido-. De aquí se explica el por qué un nacimiento nunca es una ilusión. Su sino es la Nada, esto es, la imposibilidad descuadrada entre el mundo de venida y el ser que viene al mundo. La Nada es la imposibilidad para convertir al mundo en una promesa para el niño y, en su contrario, la imposibilidad de convertir al niño en una promesa para el mundo. Aquí se decide la problemática entre tecnólogos y ecologistas. El cartesianismo se puede comprender también como afán de convertir el mundo en promesa para el cogito, por decir una de otras muchas posibilidades efectivas para con este pensamiento.
Pero el ser humano se jacta de su retoño como si al niño le esperase, en este mundo y no en otro, la felicidad eterna. El niño es, para el ser humano, la posibilidad de su imposibilidad fracasada. Por eso, el ser humano maduro para la vida se esboza como la posibilidad, muy posible, de un niño abortado: el aborto radica en el horror vacui que media entre el ser-natal y el ser humano maduro. No hay nada que nadee al modo sartriano; todo lo más, lo que hay, es un des-ajuste de venida y de recibimiento, porque el ser humano es un animal fracasado. Y la promesa es el reflejo más nítido de la necesidad expiatoria de su fracaso. Para nosotros, la antropología se muestra como el estudio del fracaso del hombre, su problema consiste en partir de que el ser humano tiene una base, ciencia, suelo y no partir de una visión del hombre como ser que tiene que conducir su vida. ¿Qué son, si no, las promesas?, ¿No son las promesas la causa necesaria de la fragilidad humana? La razón, así, sólo puede entenderse como la gran promesa histórica del hombre cuyo sentido ha radicado en querer solucionar el hueco, antes dicho, entre venir al mundo y llegar a él. No me extraña que cualquier atisbo de irracionalidad, acéfalo humano o no, provoque una convulsión en el edificio de granito de toda racionalidad: lo que está en juego es la fugacidad de la promesa contenida en la misma palabra razón. Se quiera o no, la razón es un concepto muy frondoso, magno; insostenible. A mi modo de ver fue Nietzsche, antes que ningún otro, quien pensó el descuadre entre hombre-mundo. En su Genealogía de la moral, él nos dice:
Criar un animal que tenga la facultad de prometer..., ¿no es una tarea paradójica la que se ha impuesto la naturaleza respecto a los hombres? ¿No es éste el verdadero problema del ser humano?...
Ésta es la larga historia del advenimiento de la responsabilidad. ¡La tarea de criar a un ser que tenga la facultad de prometer, encierra... en sí... la de hacer previsible al hombre!... Imaginémonos el fin del portentoso proceso: ahí encontramos... al individuo soberano..., el hombre dotado de una voluntad propia, firme, independiente, que puede prometer..., el dueño de una voluntad inquebrantable... [1]
Ante esto, o bien pensamos que la naturaleza es demasiado cruel para con nosotros, hombres del presente; o bien imaginamos el idílico mundo bucólico de la esperanza en la comunión con la physis. Nietzsche sabe, mejor que nadie, que toda doctrina enfocada en la lente dual de los pensamientos antes expresados fracasará como fracasó el pensamiento socialista del propio Marx: el trabajo nunca será proceso de apropiación del alumbramiento de sí mismo del sujeto. En definitiva, el trabajo no da lugar a la apropiación y auto-creación del ser humano, no alumbra nada, no crea nada. Nietzsche sabe lo que está en juego aquí: dolor, parto, sufrimiento, fatigas, ponos, Dionisio, entre tantos.
En el fondo, uno sobrelleva todo lo demás, por haber nacido como ha nacido a una existencia subterránea y de lucha; siempre se vuelve a la luz, siempre se revive la hora radiante de la victoria... y entonces uno está ahí, tal como nació, robusto, firme, preparado para lo nuevo, lo más difícil, lo más distante... [2]
¿Quién será el héroe, trágico o cómico, que logre combinar el esfuerzo y el sudor de sostenerse a sí mismo... Para Nietzsche aquél que, sumido en lo terrible, sea capaz de elevarse a sí mismo. En otras palabras, las formas de ascesis o de individualidad subjetiva son formas de elevación de uno mismo; y de distanciamiento con respecto al mundo; y a los demás, porque de lo que se trata es de conjugar unívocamente un esfuerzo, el de la elevación. En este caso vale decir algo así: mejor solo que mal acompañado. La ascesis, mal entendida a partir del pensamiento de la voluntad de poder, no sería la renuncia de la Voluntad; antes bien, acompañado de Schopenhauer, la Voluntad del asceta sería la plasmación más fiel de la insoportable levedad de tal Voluntad. El ascético desentraña todo el poder de la Voluntad y el sino de auto-gestación del propio sujeto. Prueba de ello es la visión de la tragedia del propio Nietzsche, quien, afanoso e iracundo, intenta trasmitir que sólo hay tragedia donde hay negación de lo negado, esto es, donde, con Apolo y Dionisio, vive lo paradójico, y lo monstruoso, en una constante irreconciliación. La tragedia, utilizando nuestros términos, consiste en el fallido intento, retorno incesante, de venir al mundo y no haber venido a tiempo -el tiempo ha sido el problema fundamental de la filosofía desde Parménides-. En esta contradicción late el impulso vital de la existencia para Nietzsche. La lucha es el mejor sustantivo que puede definir la tragedia. En su Zarathustra, en su "Canto nocturno", Nietzsche da fórmulas para ello: "Pero yo vivo en mi propia luz, yo vuelvo a beberme las llamas que parten de mí... Un hombre nace de mi hermosura: me gustaría herir a quienes ilumino, robar a quienes obsequio...". El concepto de Ello freudiano, aun en su vastedad, no sería distante de lo mantenido por Nietzsche a lo largo de su obra. No. No solamente por el carácter incontrolable de la existencia como ello, sino por su efecto más natural: la individualidad, entendida como esfuerzo de elevación de uno mismo, es la forma más in-natural de no ser niños, de no depender de otro, de ser islas, autómatas, independientes, solitarios, niños sin madre, madres sin niños. ¿No es el yo, y en concreto el súper-yo, formas de ascensión del propio sujeto cuyo acometido más germinal es negar, ocultar o maquillar, el intento fallido de la existencia, la fuerza más primitiva, briosa, del ello? [3] ¿Qué es, amigos, ser maduro, ser-hombre?
A lo largo de la historia hemos podido observar ejemplos que patentizan de algún modo lo sostenido aquí: la filosofía metafísica (Platón y el legado de la subjetividad), la filosofía del trabajo (Marx) y todo el entramado, ingeniería sutil, de la filosofía de la técnica, ortopedia existencial de todo humano, son formas sensibles para expresar el afán humano de ascensión, de elevación magna ante la propia vida. Nunca antes la filosofía fue mirada como manual de auto-ayuda en un cuerpo concreto: el filósofo de Platón era el único ente capaz de triunfar en el convulso mundo iracundo, atolondrado, aparencial en el que somos nacidos. ¿Acaso el eidos no sería, visto lo visto, una nueva entrada a la caverna? Sea o no la caverna lo que nos jugamos en esto, lo cierto es que, en Platón y en muchos otros más adelante, hay un imperativo categórico que es menester no obviar: el impulso cinético que ha recorrido a todos los pensadores de nuestra tradición cuyo latido germinal ha consistido en ubicar a ese niño, nacido, naciente, des-ubicado. La subjetividad, así entendida, constituye el esfuerzo titánico del sujeto por ser yo, y seguir siéndolo aunque el jirón de la circunstancia le hiera.
La gran tragedia del ser humano no dista mucho de la gran paradoja que encubre a toda filosofía: la de reconciliar la ecuación existente entre ser y ser-creado. Así el animal, en cambio, puede dirimir los latidos profundos del ser, el animal es un ser del ser. ¿Y el ser humano? Un animal invertebrado, un ser que quiere ser-creado.
NOTAS
[1] NIETZSCHE, F.: Werke, KSA, tomo V, pp. 291 ss.
[2] NIETZSCHE, F.: Op. cit., tomo V, pp. 277-287.
[3] Imaginar, en un esfuerzo especulativo-historicista, todo el esfuerzo de la filosofía, desde Platón a Husserl, desde Descartes a los últimos racionalistas del siglo XX, por mantenerse erecta, de pie, y considerar el pensamiento como proyección hacia lo elevado, lo excelso, lo magno; y al sujeto como ese ser capaz de descubrir la verdad, de portar, sin tiento, la razón. La filosofía por mucho tiempo ha consistido en el estudio psicosomático de un trauma: el de no encajar en el mundo, en el de venir al mundo y fijar los efluvios de la mirada en la muerte. La filosofía sabe mucho de muerte y ha olvidado lo que somos: seres natales.
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