Juan Frau

Poemas

 

August Macke: Cairuán

 



NUESTROS PROBLEMAS CON LA LECTURA

Dice su nombre, oculta su apellido;
Dice que hace dos días que no lee,
salvo, acaso, algún verso
y de arte menor, muy poca cosa.

Todo empezó muy pronto;
al cumplir cinco años le entregaron
sus dos primeros libros:
las vidas noveladas e ilustradas
de Fray Escoba y de David Crockett.
Los leyó varias veces, no creía
que aquel acto tuviera mayores consecuencias:
era igual que jugar a la pelota
o que hacer puntería con las piedras
o ir a ver los trenes.

El resto se lo pueden figurar;
si están aquí conocen ya la historia:
luego llegan Salgari, Julio Verne y Stevenson,
y de ahí hasta el Quijote hay apenas un paso.
Sólo su abuela le avisaba entonces:
"que no puede ser bueno, tantas horas…
que te dejas la vista, que verás la cabeza…".
Y él cerraba el libro dos minutos
para luego perderse de nuevo entre sus páginas.

Y así ha llegado a estar como ahora está,
como yo,
como ustedes, supongo.
No paró de decir durante años
que podría dejarlo fácilmente,
con sólo proponérselo,
pero ha de admitir que se engañaba.

Comenzó a darse cuenta del problema
cuando vio que llegaba tarde a todo
por decir esta página es la última,
o por entrar en una librería
de las que siempre acechan en todos los caminos.

Cada vez que llegaba a una ciudad,
se perdía en las calles más estrechas
en busca de covachas polvorientas -o templos-
que albergaban volúmenes antiguos,
de saldo, intonsos, raros, de segunda mano…

Y perdía también los autobuses
ante un escaparate.
Y perdía los días, los amigos,
las primaveras todas, los otoños.
Y él mismo se perdía
por tierras fabulosas
y entre vidas soñadas hace tiempo.

A veces, por la noche,
se ponía a buscar bibliotecas de guardia,
librerías de urgencia
que aliviaran su angustia.

Lo ha intentado con tinta de periódico,
pero no huele igual.
Trató de destilar sus propios versos,
pero no es suficiente.
Escribe tan despacio. Son tan pobres.

Supo, por fin, que había que dejarlo.

Y lleva ya dos días sin leer;
bueno, sólo algún verso, por las noches,
y de arte menor, muy poca cosa.


CUENTO CONTIGO Junio de nuevo. El año empieza en junio. En realidad empieza en cualquier mes, septiembre, marzo… O enero, por supuesto, todo el mundo lo sabe. No es cuestión de equinoccios o solsticios, ni siempre interpretamos ceremonias, pero el año está siempre comenzando. Y todo lo que empieza lleva el final escrito en su principio: es diez de junio, hoy acaba el año, como acabó en abril. Siempre puede decirse que hace un año murió lo que hoy se muere; siempre puede arriesgarse el vaticinio: doce meses y un nuevo diez de junio. La cuenta es clara. Lo que no es tan fácil es saber si se suma o si se resta.
EL AIRE CONMOVIDO A Georgia Pensaba en ti, sentía tu presencia por las habitaciones de mi casa. No sólo porque ahora los armarios estén como tú los dejaste, o porque tú trajeras las cortinas y me ayudaras a cambiar de sitio los muebles del salón; pensaba en ti, sentía tu presencia, no porque en la cocina todavía esté el escurreplatos que trajiste, o esa máquina extraña que fabrica la espuma del café. Pensaba en ti y sentía tu presencia porque todas las veces que te has ido el aire ha conservado, como un molde, un vacío que queda donde estuvo tu cuerpo. Y ahí, donde no estás, estás un poco; sentada, por ejemplo, en la cama pequeña, tu espalda vuelta hacia la luz del patio, o dormida en mis brazos con la tele encendida para nada. Hoy siento tu presencia. Pienso en ti.
LIÇÃO A Georgia Xícara de tan lejos, que llegaste sólo por demostrar que el mundo es vasto -demostración perfecta y necesaria, hermosa, bella, linda- hasta mi vida. Pero cuanto aprendí de geografía fue cuanto tuve que olvidar de historia. Ahora sé que el mundo acaba lejos, que hay algo más allá de las montañas -los mares, las fronteras, tierra, cielo- y no me importa nada lo que acaso pasó en la época de los fenicios, porque entonces no estabas, no estábamos, así que creo que tampoco ellos podían existir. Ya no recuerdo todo aquello que fui antes de ti, xícara que llegaste hasta mis labios.
AFIRMACIÓN Estuve aquí. Estaba cuando el viento todavía era brisa y no tormenta. Parece que una vez, en otra vida, todo -el paso, la flecha, la mirada- dibujaba una línea clara y recta. Estoy aquí. Concreta como un miércoles a las dos de la tarde y diez minutos. Las columnas del templo juntan aún la piedra y la elegancia en la doble misión de sostenerlo todo y afirmarse. Estoy aquí; la rúbrica gira constante, imprevisiblemente, pero siempre termina, en su anarquía, por dar la forma exacta de mi nombre.
A UN NOMBRE HALLADO EN EL CAMINO No es fácil; las palabras se nos caen, nos dejan indefensos cuando hacen más falta, en los momentos en que tiemblan los hombros y tragamos saliva y no sabemos dónde meter los ojos ni qué hacer con todos esos pies que nos han dado. No ayudan demasiado: las traemos tan usadas y oídas, tan vacías y frías, las palabras... No nos llevan muy lejos. Definitivamente. No te extrañe que a veces ni me tome el trabajo de buscarlas; eso no me sirve de nada contra algunos digamos accidentes: tu lógica implacable y tus premisas, tus disfraces y huidas, por ejemplo. Si las manos hablaran, si en las manos los dedos, si los dedos... No es fácil, ya lo has visto. Me pregunto si sabes lo que callo, si comprendes todo lo que no digo, lo que duerme. No espero, no quiero, que contestes; te conozco, y además ya estoy harto de palabras, busco un nuevo dialecto. Si las manos hablaran, si en las manos los dedos, si los dedos... No es sencillo. No creo en lo que digo, ni en lo que dices tú. Tú tampoco te fíes de lo que estás oyendo ahora, en este instante: ni siquiera es mentira, no nos sirve. No es fácil. Menos mal que nos quedan los silencios. (Del libro Travesía)
A UN NOMBRE EXTRAVIADO EN EL CAMINO Ya no tengo tu nombre, lo he perdido, y ahora no sé cómo te llamas; no lo encuentro por los bolsillos, ni en mi calendario, ni en el aire estancado en las cortinas; recuerdo algunas letras, pero no sé en qué orden debo juntarlas; sigo, por lo tanto, buscándolo, y remuevo los muebles, la memoria, los zapatos, me asomo debajo de la cama, y al espejo, y al mundo que envejece detrás de la ventana. Tu nombre no aparece. Lo noté esta mañana, viendo el álbum de fotos; cada objeto tenía su palabra: árbol, torre, turista, nube, cielo, pero tú sólo eras un pronombre, apenas eras ella: blusa azul de tirantes, bolso, gafas de sol, sonrisa, pantalones cortos... y ella, y tú, y cómo te llamabas, y cómo la llamaba cuando lo hacía en vano, cuando no respondías, cuando estaba tan lejos como ahora lo estáis. No es que quiera llamarte, bien sabemos que no queda un minuto en los relojes que rompimos, es sólo que me gusta saber dónde pongo las cosas, que no me quiero dar contra tu nombre un día en el momento menos indicado, y que noto un vacío escandaloso en la parte más triste de la lengua: donde estaba tu nombre tengo un hueco sombrío que duele cuando va a cambiar el tiempo, que avisa cuando llega la estación de las lluvias y asegura una noche interminable de pupilas clavadas en lo oscuro. (Publicado en la antología Alzar el vuelo)


 

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